Rosa O’Flynn cerró la puerta principal detrás de ella y se apoyó con fatiga. Despacio, la barbilla se hundió contra el pecho y cerró los ojos para retener las lágrimas debajo de los párpados, pero una se deslizó y vibró, como una uva gorda y brillante, antes de caer en el suelo de madera.
—Oh, papá, papá —susurró. Era la expresión de esos meses de afligida soledad. El largo y lento transcurrir de los días, buscando desesperadamente un trabajo para tener las manos y la mente ocupadas. Las noches en que, encerrada sola en su habitación con un revólver cargado al lado de la cama, yacía escuchando los sonidos de los arbustos africanos al otro lado de la ventana, con miedo de todo, incluso de los cuatro devotos sirvientes africanos, que dormían profundamente con sus familias en sus chozas, detrás del bungalow. Esperando, esperando el regreso de Flynn. Levantando la cabeza al mediodía con la esperanza de oír el canto de sus cargadores. Y cada hora el miedo y el resentimiento crecían dentro de ella. Miedo de que no volviera y resentimiento porque la dejaba sola tanto tiempo.
Ahora había vuelto. Venía borracho y sucio, con un estúpido sinvergüenza como compañía, y todo su miedo y soledad se habían desahogado en una explosión de cólera. Se enderezó y se alejó de la puerta. Caminó con desgano por las habitaciones del bungalow, protegidas del calor y llenas de abundantes y variadas pieles de animales y toscos muebles hechos por los nativos, hasta que llegó a su dormitorio y se dejó caer en la cama.
Debajo de su desdicha había un desasosiego, un deseo informe de algo que ella misma no comprendía. Era algo nuevo; lo había notado en los últimos años. Hasta ahora había disfrutado de la relación amistosa con su padre, sin haber necesitado ni echado de menos la compañía de otros. Le parecía algo natural el hecho de pasar completamente sola la mayor parte de su tiempo con la única compañía de la esposa del viejo Mohammed, que había reemplazado a su madre, una joven muchacha portuguesa que murió al dar a luz.
Conocía la tierra que la rodeaba como los niños de barrio conocen la ciudad. Era su tierra y la quería.
Pero todo eso había cambiado, se sentía insegura, sin poder desenvolverse en ese mar de nuevas emociones. Solitaria, irritable y asustada.
Un tímido golpe en la puerta de atrás del bungalow la animó y sintió un brote de esperanza en su interior. Su furia contra Flynn había terminado hacía rato y ahora que él ya había hecho su primera tentativa, podría darle la bienvenida al bungalow sin sacrificar su orgullo.
Se lavó la cara rápidamente en la palangana de porcelana que tenía al lado de la cama y se atusó el cabello frente al espejo antes de ir a contestar a la llamada.
Afuera estaba el viejo Mohammed, moviendo los pies y sonriendo para congraciarse. Tenía un temor reverencial al carácter de Rosa, casi tan grande como el que sentía por Flynn. La vio sonreír con alivio.
—Mohammed, viejo sinvergüenza —y el viejo movió la cabeza con alegría.
—¿Está bien, Pequeña Cabellos Largos?
—Estoy bien, Mohammed, y veo que tú también.
—El señor Fini pide que le mande mantas y quinina.
—¿Por qué? —Rosa frunció el ceño—. ¿Tiene fiebre?
—No, no él, sino Manali, su amigo.
—¿Está mal?
—Está muy mal.
La hostilidad que había sentido Rosa en su primera mirada a Sebastian vaciló un poco. Sintió en ella, con fuerza irresistible, a la mujer, atraída hacia cualquiera que estuviera herido o enfermo, incluso ante un espécimen tan asqueroso como le parecía que era Sebastian.
—Voy a ir —decidió en voz alta, mientras en silencio modificaba su rendición, afirmando que bajo ninguna circunstancia lo dejaría entrar en la casa. Enfermo o herido, debería quedarse en la choza.
Provista de una jarra de agua hervida para beber y un frasco de pastillas de quinina y seguida de cerca por Mohammed, cargado a su vez con un montón de mantas de viaje corrientes, la joven cruzó hasta la choza y entró.
Lo hizo en un momento inapropiado, porque Flynn había dedicado los últimos diez minutos a desenterrar la botella que meses atrás escondiera tan cuidadosamente debajo del suelo de tierra de la choza. Como era un hombre previsor, tenía reservas de ginebra escondidas en lugares inverosímiles del campamento, y ahora, anticipándose al placer, había limpiado con el borde de la camisa el cuello polvoriento de la botella. Absorto en su tarea, no se dio cuenta de la llegada de Rosa, hasta que la botella le fue arrancada de sus manos y arrojada por la ventana abierta, estallando con un chasquido.
—¿Por qué has hecho eso? —Flynn estaba tan profundamente herido como una madre a la que privan de su hijo.
—Por el bien de tu alma. —Rosa le dio la espalda y contempló la figura inerte que yacía sobre la cama—. ¿Dónde lo has encontrado? —dijo sin esperar que le contestara.