18

Mohammed estaba en cuclillas con una pila de madafus, cocos verdes, a su lado. La playa se encontraba cubierta de ellos porque la tormenta los había arrancado de los árboles. Trabajaba febrilmente con el cuchillo de Sebastian. Con el rostro dañado por la sal seca, murmurando para sí mismo a través de los labios hinchados y cortados, iba pelando el material fibroso y blanco de la cáscara hasta llegar al centro hueco, lleno de blanca natilla y leche efervescente. Llegado a ese punto, el madafu le era arrebatado de las manos por Flynn o Sebastian. Su desesperación iba en aumento. Observaba a los dos hombres blancos bebiendo con las cabezas echadas hacia atrás, con las gargantas latiendo mientras tragaban, derramando leche por los costados de la boca, sumidos en un inmenso placer; entonces Mohammed tomaba otro coco y empezaba a trabajar. Abrió una docena antes de saciar a los otros dos y poder levantar un coco hasta su boca. Cuando llegó su turno, gimió de ansia.

Después durmieron. Con los estómagos llenos de la rica y dulce leche, se dejaron caer de espaldas al sol y durmieron el resto del día y toda la noche. Cuando se despertaron, el viento había cesado, a pesar de que el mar todavía estallaba en el arrecife como un bombardeo de artillería.

—Pero en el nombre del diablo y todos sus ángeles —dijo Flynn—, ¿dónde estamos? —Ni Sebastian ni Mohammed le contestaron—. Llevamos una semana en el bote. Quizá hayamos navegado cientos de kilómetros hacia el sur antes de que la tormenta nos arrastrara. —Frunció las cejas mientras consideraba la situación—. Incluso es posible que hayamos llegado al Mozambique portugués. Hasta puede que estemos en el río Zambeze. —Flynn fijó su atención en Mohammed.

—¡Ve! —dijo—. Busca un río o una montaña que conozcas. Mejor aún, encuentra una aldea donde podamos conseguir comida y cargadores.

—Yo voy también —se ofreció Sebastian.

—No sabrías distinguir entre el Zambeze y el Mississippi —gruñó Flynn—. Te perderías en los primeros cien metros.

Mohammed estuvo ausente dos días y medio, pero Sebastian y Flynn comieron bien durante su ausencia.

Protegidos del sol bajo hojas de palmera, comían opíparamente tres veces al día cangrejos y almejas, y grandes langostas verdes que Sebastian pescaba en la laguna, cocinándolas en sus propios caparazones sobre el fuego que Flynn prendía con dos palos secos.

La primera noche, la diversión estuvo a cargo de Flynn. Desde hacía años la dosis de ginebra de Flynn era de dos botellas diarias. El repentino corte de suministros tuvo como consecuencia un tardío pero típico ataque de delirium tremens. Pasó la mitad de la noche renqueando por la playa de una punta a otra, blandiendo un pedazo de madera arrojada por la corriente y gritando obscenidades a los fantasmas que habían venido a perturbarlo. Había, en particular, una cobra púrpura que lo perseguía como un perro y, hasta que no consiguió golpearla y matarla detrás de una palmera, no permitió que Sebastian lo llevara de vuelta a la protección de las hojas de palmera y lo sentara frente al fuego. Entonces empezó con las convulsiones. Le daban sacudidas como a un hombre con una perforadora. Sus dientes entrechocaban con tal violencia que Sebastian estaba seguro de que se le iban a partir. Sin embargo, gradualmente los temblores se calmaron, y al mediodía siguiente fue capaz de comer tres enormes langostas y luego cayó en un sueño como de muerte.

Se despertó al anochecer, con un aspecto tan sano como Sebastian no le había visto jamás, para celebrar el regreso de Mohammed con un grupo de hombres altos de la tribu angoni que lo acompañaban. Devolvieron los saludos a Flynn con respeto. Desde Beira hasta Dar es Salaam, el nombre de «Fini» era considerado con un temor reverencial por los indígenas. La leyenda le atribuía poderes mucho más allá del orden natural. Sus proezas, su destreza con el rifle, su carácter volcánico y su aparente inmunidad ante la muerte y el castigo habían cimentado las bases de una creencia que Flynn fomentaba con esmero. Decían en susurros alrededor de los fuegos de campamento, cuando las mujeres y los niños no les oían, que «Fini» era en verdad la reencarnación de Monomatapa. Además decían que en el período intermedio entre la muerte del Gran Rey y su último nacimiento como «Fini», había sido primero un monstruoso cocodrilo y luego Mowana Lisa, el más notorio león comedor de hombres en la historia del África oriental, un depredador responsable de por lo menos trescientos asesinatos humanos. El día, veinticinco años antes, en que Flynn bajó a tierra en Port Amelia era la fecha exacta en que Mowana Lisa fue muerto de un disparo por el jefe portugués en Sofala. Todos los hombres lo sabían y solamente un idiota podía correr riesgos con «Fini»; de ahí el respeto con que lo saludaban ahora. Flynn reconoció a uno de los hombres.

—Luti —rugió—, ¡tienes más roña que el trasero de una hiena!

Luti sonrió ampliamente y sacudió la cabeza por el placer de haber sido reconocido por Flynn.

—Mohammed —Flynn se volvió hacia su hombre—, ¿dónde lo has encontrado? ¿Estamos cerca de su aldea?

—Estamos a un día de marcha.

—¿En qué dirección?

—Al norte.

—¡Entonces estamos en territorio portugués! —se exaltó Flynn—. Debemos de haber sido arrastrados más abajo del río Rovuna.

El río Rovuna era la frontera entre el Mozambique portugués y el África del Este alemana. Una vez en territorio portugués, Flynn era inmune a la cólera de los alemanes. Todos los esfuerzos de los alemanes ante los portugueses para pedir la extradición de Flynn habían sido inútiles, porque Flynn tenía un acuerdo de trabajo con el jefe de la guarnición de Mozambique y, por medio de él, con el gobernador de Lorenzo Marques. En cierto modo, esos dos oficiales eran socios comanditarios en los negocios de Flynn y tenían derecho a un informe financiero trimestral de las actividades de Flynn y un porcentaje convenido de las ganancias.

—Puedes tranquilizarte, Bassie, muchacho. El viejo Fleischer no puede tocarnos ahora. Y dentro de tres o cuatro días estaremos en casa.

El primer tramo de la jornada los llevó hasta la aldea de Luti. En unas hamacas como literas, colgadas de un poste largo llevado por cuatro de los hombres de Luti con un trote sincronizado, Flynn y Sebastian eran conducidos tranquilamente fuera de las tierras bajas de la costa a las colinas y la zona de arbustos.

Los portadores de las literas cantaban mientras corrían y sus voces melodiosas, acompañadas por el rítmico movimiento de las hamacas, adormecieron a Sebastian en un estado de honda satisfacción. Cada cierto tiempo se quedaba dormido. Cuando el sendero era lo bastante ancho como para permitir que las literas fueran juntas, Sebastian conversaba con Flynn y otras veces observaba el cambiante paisaje y la vida animal a lo largo del camino. Era mejor que el zoológico de Londres.

Cada vez que Sebastian veía algo nuevo, le gritaba a Flynn para que se lo identificara.

En cada claro había rebaños de impalas de un marrón dorado, pequeñas criaturas delicadas que les observaban con grandes ojos curiosos.

Bandadas de gallinas de Guinea, que como nubes oscuras ensombrecían la tierra, escarbaban y arañaban en las orillas de los arroyos.

Corpulentos, los antílopes amarillos, con sus cuernos gruesos y romos y las papadas balanceándose, trotaban en fila india, formando un majestuoso friso a lo largo del borde de los arbustos.

Martas cebellinas y antílopes ruanos; kobos de color marrón purpúreo con un círculo blanco perfecto marcado en sus ancas; búfalos grandes, negros y horribles; jirafas; delicados antílopes pequeños, parados como gamuzas en el montón de piedras de la colina. Toda la tierra bullía de vida y se deslizaba.

Había árboles tan raros, tanto por su forma como por su tamaño y follaje, que Sebastian difícilmente podía creer que existieran. Gruesos baobabs, de quince metros de circunferencia, permanecían desgarbados como monstruos prehistóricos, con gruesas vainas con crémor tártaro colgando de las ramas deformadas. Bosques de árboles de masa, con las hojas no verdes sino de color rosado y pardo rojizo, eucaliptos de dieciocho metros de altura con troncos de un amarillo brillante que dejaban caer su corteza como el pergamino quebradizo de la piel de una serpiente. Bosquecitos de mopani, cuyo voluminoso follaje daba un brillo verde metálico a la luz del sol. Y en la vegetación de la jungla a lo largo de las orillas del río, las lianas caían como largas y verdes lombrices y colgaban en ondas y guirnaldas entre higueras salvajes, helechos y parras.

—¿Por qué no hemos visto señales de elefantes? —preguntó Sebastian.

—Mis muchachos y yo trabajamos en este territorio hace unos seis meses —explicó Flynn—. Supongo que se han trasladado, probablemente hacia el norte, al otro lado del Rovuna.

Al caer la tarde descendieron por un sendero pedregoso a un valle, y por primera vez Sebastian vio la morada esencial e inalterable del hombre. En parcelas irregulares, el pie del valle estaba cultivado y la rica tierra negra daba enormes cosechas de mijo, mientras que en las orillas de los pequeños arroyos se divisaba la aldea de Luti, con cabañas toscas en forma de colmenas y cubiertas de hierba, cada una con una pared circular de barro y el granero situado pomposamente a su lado. Las cabañas se distribuían en un círculo desigual alrededor de un espacio abierto donde la tierra estaba fuertemente aplastada por el paso de los pies desnudos.

La población entera salió a dar la bienvenida a Flynn; trescientas almas, desde ancianos de cabezas blancas, que se acercaban renqueando con sonrisas en sus bocas desdentadas, hasta criaturas colgando del pecho de sus madres, que no interrumpían su alimentación sino que se aferraban con manos y bocas al pecho.

A través de la multitud que gritaba y aplaudía en señal de bienvenida, Flynn y Sebastian fueron llevados a la cabaña del jefe y allí descendieron de sus literas.

Flynn y el anciano jefe se saludaron con afecto; Flynn, por los favores recibidos y por favores futuros que pensaba pedir, y el jefe, por la reputación de Flynn, por el hecho de que, por donde Flynn pasaba, dejaba habitualmente tras de sí grandes cantidades de suculenta carne roja.

—¿Viene a cazar elefantes? —preguntó el jefe, contemplando esperanzado el rifle de Flynn.

—No —Flynn sacudió la cabeza—; vuelvo de un lugar lejano.

—¿De dónde?

Por toda respuesta, Flynn miró significativamente el cielo y repitió:

—De un lugar lejano.

Desde la multitud corrió un murmullo de temor reverencial y el jefe asintió sabiamente. Quedaba probado para todos ellos que «Fini» había estado visitando y comunicándose con su alter ego, Monomatapa.

—¿Se quedará mucho tiempo en nuestra aldea? —preguntó otra vez, esperanzado.

—Me quedaré sólo esta noche. Me iré al amanecer.

—¡Ah! —exclamó el jefe, desilusionado—. Confiábamos en poder darle la bienvenida con un baile. Desde que supimos que venía lo estamos preparando.

—No —repitió Flynn. Sabía que un baile podía durar tres o cuatro días.

—Hay una gran cantidad de vino de palmera listo para tomar —insistió el jefe otra vez y ahora sí sus argumentos golpearon a Flynn como una carga de rinocerontes. Hacía muchos días que no probaba el alcohol.

—Amigo mío —dijo Flynn y pudo sentir la saliva saliendo de debajo de su lengua, anticipándose—. No puedo quedarme a bailar contigo, pero tomaré un trago de vino de palmera para probar mi amor por ti y tu aldea. —Luego se volvió hacia Sebastian—: Si yo fuera tú, Bassie, no tocaría eso… es realmente un veneno.

—Muy bien —estuvo de acuerdo Sebastian—. Voy a ir río abajo para lavarme.

—Ve a hacerlo —y Flynn levantó la primera calabaza de vino de palmera con todo cuidado hasta sus labios.

La marcha de Sebastian hacia el río parecía el avance triunfal de los romanos. Toda la aldea llenó la orilla del río para observar sus necesariamente limitadas abluciones con un ávido interés y un zumbido de admirado temor cuando se quedó en calzoncillos.

—Buana Manali —corearon—, Señor de la Ropa Roja —y le quedó ese nombre.

Como regalo de despedida, el jefe se presentó ante Flynn con cuatro canastas de vino de palmera y le suplicó que regresara pronto, trayendo con él su rifle.

Tuvieron una dura marcha durante todo el día y, cuando acamparon al caer la noche, Flynn estaba semiparalizado por el vino de palmera, mientras Sebastian temblaba y sus dientes entrechocaban sin que los pudiera controlar.

Sebastian había traído, como recuerdo de su visita a los pantanos del delta del Rufiji, su primer ataque de malaria.

Al día siguiente alcanzaron Lalapanzi, unas pocas horas antes de la crisis de fiebre de Sebastian. Lalapanzi era el lugar donde estaba el campamento de Flynn y su nombre significaba «descansar» o más exactamente «el lugar de descanso».

Estaba en las colinas en un diminuto afluente del gran río Rovuna, a unos ciento sesenta kilómetros del océano Índico, pero sólo a dieciséis kilómetros del territorio alemán cruzando el río. Flynn creía en la conveniencia de vivir cerca de su principal centro de negocios.

Si Sebastian hubiera estado en plena posesión de sus facultades y no vagando por las sombrías y calientes tierras de la malaria, se habría sorprendido por el campamento de Lalapanzi. No era lo que uno esperaría conociendo a Flynn O’Flynn.

Detrás de una cerca de tiras de bambú para proteger los prados y los jardines de las atenciones de los pequeños antílopes y los kudu, relucía como una joya verde a la sombra marrón de las colinas. Mucho trabajo duro y paciencia para vencer al arroyo, y para cavar los canales de irrigación que aumentaban los prados y los canteros de flores y las verduras del huerto. Tres higueras empequeñecían las casas, un franchipán carmesí estallaba como fuegos artificiales contra el pasto verde del kikuyu, cuadros de brillantes margaritas rodeaban las gradas de las terrazas que iban disminuyendo hacia el arroyo y enredaderas de buganvillas abrumaban la casa principal con gran profusión de verde oscuro y púrpura.

Detrás del bungalow alargado, con su ancha y abierta terraza, se levantaban una media docena de chozas circulares, todas elegantemente cubiertas por una techumbre de paja dorada que lastimaba a la luz del sol.

El conjunto ofrecía un aspecto de orden y buen gusto femeninos. Solamente una mujer, y una resuelta a hacerlo, podía haber dedicado tanto tiempo y esfuerzo a construir esa diminuta partícula de belleza en medio de aquella gigantesca roca marrón y de la estepa poblada de espinos.

Ella estaba de pie en la terraza, a la sombra, como una valkiria, espigada, tostada por el sol y enfurecida. El vestido largo, de azul desteñido, había sido renovado por un hábil planchado y los pulcros zurcidos eran invisibles excepto a una distancia corta. Con un apretado fruncido alrededor de la cintura, la falda se inflaba en sus caderas femeninas y caía sobre los muslos ocultando astutamente las largas piernas. Los brazos, cruzados sobre el estómago, formaban un marco marrón ambarino para sus pechos orgullosos, y la gruesa trenza de pelo negro, que le colgaba hasta la cintura, se balanceaba como la cola de una leona furiosa. Un rostro demasiado joven para las huellas de privaciones y soledad que llevaba marcadas; ahora estaba endurecido por la expresión de disgusto que empeoraba mientras contemplaba la llegada de Flynn y Sebastian.

Iban acostados en las literas, sin afeitar, cubiertos con unas mantas asquerosas, con el pelo enredado por el sudor y el polvo; Flynn, repleto de vino de palmera, y Sebastian, acosado por la fiebre, aunque era imposible distinguir los síntomas de sus distintos trastornos.

—¿Puedo preguntarte dónde has estado los dos últimos meses, Flynn Patrick O’Flynn? —A pesar de que trataba de hablar como un hombre, su voz tenía una elevación y un timbre distintos.

—¡No debes hacer preguntas, hija! —Flynn gritó desafiante.

—¡Estás borracho otra vez!

—Y si lo estoy, ¿qué? —gruñó Flynn—. Eres tan mala como tu madre, que en paz descanse; siempre, siempre desafiándome. Nunca una buena palabra de bienvenida para tu viejo papito, que ha estado fuera tratando de ganar un honesto mendrugo.

Los ojos de la joven se desviaron hacia la litera que llevaba a Sebastian y se entrecerraron con creciente indignación.

—Cielo misericordioso, ¿y quién es ése que has traído a casa contigo?

Sebastian sonrió tontamente y, con valentía, trató de sentarse mientras Flynn lo presentaba.

—Éste es Sebastian Oldsmith. Mi muy querido y verdadero amigo Sebastian Oldsmith.

—¡También está borracho!

—Escucha, Rosa. Debes tener un poco de respeto. —Flynn forcejeó para incorporarse en la litera.

—Está borracho —repitió Rosa severamente—. Borracho como un cerdo. Puedes agarrarlo y llevarlo de vuelta a donde lo encontraste. No va a entrar en esta casa. —Se dio vuelta, deteniéndose sólo un momento en la puerta de entrada para agregar—: Eso va también por ti, Flynn O’Flynn. Estaré esperando con el revólver. Atrévete a poner un pie en la terraza antes de estar sobrio y te hago volar.

—Rosa… espera… no está borracho, por favor —rogó Flynn, pero la puerta de alambre se cerró con fuerza detrás de la joven.

Flynn se balanceó al pie de las escaleras de la terraza sin saber qué hacer; por un momento pareció que iba a ser tan temerario como para probar la amenaza de su hija, pero no estaba tan borracho.

—Mujeres —murmuró—. El Señor nos proteja —y condujo su pequeña caravana a la parte trasera del bungalow, hacia la más lejana de las chozas, que contaba con algunos muebles en previsión de los regulares períodos de exilio de Flynn de la casa principal.