Hacía rato que los remeros habían perdido el entusiasmo por su tarea. Seguían haciéndolo sólo en respuesta a las amenazas de violencia física de Flynn y por el ejemplo que daba Sebastian, que trabajaba incansablemente. La delgada capa de grasa que cubría los músculos de Sebastian se había consumido hacía tiempo y su cuerpo quemado por el sol, cuando se inclinaba y hundía y sacaba el remo, parecía una escultura de Miguel Ángel.
Durante seis días arrastraron el bote en dirección al sur, empujados por la corriente. Seis días de calma bajo un sol ardiente, con un mar que al anochecer semejaba una interminable sábana de terciopelo verde.
—No —dijo Mohammed—. Eso quiere decir: «Los dos puercoespines hacen el amor debajo de la manta».
—Oh —Sebastian repitió la frase sin variar el ritmo de su remo. Se había propuesto aprender swahili y era un alumno aplicado, supliendo con voluntad lo que le faltaba de inteligencia. Mohammed estaba orgulloso de él y se oponía a cualquier intento de los otros miembros de la tripulación por quitarle su posición de tutor.
—Está muy bien —gruñó Flynn—. ¿Pero qué quiere decir esto…? —y habló en swahili.
—Quiere decir: grandes vientos soplarán sobre el mar —tradujo Sebastian y se enardeció ante la proeza.
—No bromeo. —Flynn se puso en pie—. ¿Ves esa línea de nubes?
Dejando a un lado el remo, Sebastian se puso de pie junto a Flynn y flexionó los músculos doloridos de su espalda y sus hombros. De inmediato cesó toda actividad entre los otros remeros.
—¡Sigan remando, encantos! —rezongó Flynn, y le obedecieron con desgano. Flynn se volvió a Sebastian—. ¿Lo ves?
—Sí. —En el horizonte se veía dibujada una mancha oscura, como una línea negra de sombra en los párpados de una mujer hindú.
—Bueno, Bassie, es el viento que estábamos esperando. Pero, amigo mío, creo que es un poco mayor de lo que pedíamos.
En la oscuridad lo oían venir desde lejos, un sibilante sonido con sordina en medio de la noche. Una a una, las grandes estrellas iban quedando oscurecidas en el este, mientras unos negros nubarrones se desparramaban dejando la mitad del cielo como si fuera noche cerrada.
Una ráfaga aislada castigó al bote, azotando la vela con un golpe semejante a un disparo, y los que estaban durmiendo se despertaron y se incorporaron.
—No sueltes esos elegantes calzoncillos —murmuró Flynn— o los verás volar de tu trasero. Otra ráfaga, otro intervalo, pero ya se escuchaba el golpeteo estrepitoso de pequeñas olas contra los costados del bote.
—Será mejor que baje esa vela.
—Hazlo —estuvo de acuerdo Flynn—, y usa la soga para sujetar los cabos de los salvavidas. —Con precipitación, acuciados por el creciente silbido del viento, se ataron como pudieron a las tablas de la cubierta.
La fuerza del viento sacudía el bote como a un toldo, salpicándolos de rocío; el agua del mar estaba helada, en contraste con las ráfagas de viento que eran calientes. Luego el viento se calmó y el bote se revolvió con el movimiento espasmódico de un animal inquieto.
—Por fin nos empujará en dirección a tierra —gritó Sebastian a Flynn.
—Bassie, muchacho, piensas en las cosas más encantadoras —y la primera ola penetró a bordo, apagando la voz de Flynn, separándolos y fluyendo luego por los listones de la cubierta. El bote se revolvió desalentado y luego cobró fuerzas para recibir el siguiente embate del mar.
Bajo la constante furia del viento, el mar se agitó más rápidamente de lo que Sebastian podía imaginar. En cuestión de minutos las olas golpeaban en la embarcación con tal fuerza que les comprimía el aire en los pulmones e impulsaban el bote hacia abajo antes que su flotabilidad lo reafirmara y lo elevara, escorándolo enloquecido, mientras ellos jadeaban tratando de tomar aire, medio ahogados por el agua que caía.
Mientras esperaba un intervalo de calma, Sebastian avanzó lentamente por la cubierta hasta que encontró a Flynn.
—¿Cómo está? —aulló.
—Muy bien, realmente bien. —Y otra ola los sumergió.
—¿Su pierna? —farfulló Sebastian cuando reaparecieron.
—Por el amor de Dios, deja de decir tonterías. —Y otra vez se hundieron. Estaba completamente oscuro, no había estrellas, ni luna plateada, pero cada ola que rompía brillaba con una fosforescente malevolencia, al tiempo que los salpicaba advirtiéndoles para que llenaran de aire sus pulmones y se aferraran con los dedos a las tablillas.
Durante una eternidad, Sebastian permaneció en la oscuridad, castigado por el viento y la furia salvaje del agua. La dolorida frialdad de su cuerpo se embotó hasta el entumecimiento. Su mente se fue vaciando lentamente de todo pensamiento consciente, así que, cuando una ola inmensa los azotó, pudo oír los crujidos de las tablillas de la cubierta que se despedazaban y el gemido lejano de uno de los árabes que era arrastrado por el mar nocturno, pero ese sonido no significó nada para él.
Dos veces vomitó el agua de mar que había tragado, pero no notaba sabor alguno en la boca y la dejaba caer descuidadamente por el mentón y calentarle el pecho, para lavarse con la siguiente ola.
Los ojos le ardían sin sentir el dolor de las ráfagas de agua y viento y parpadeaba como un búho después de cada acometida de las olas. Le pareció que podía ver con más claridad y volvió despacio la cabeza. Cerca de él, la cara de Flynn parecía la de un leproso en la oscuridad. Esto lo desconcertó y se quedó pensando, buscando, pero no halló ninguna solución hasta que miró más allá de la siguiente ola y vio la débil promesa de un nuevo día que se mostraba tenuemente a través de la negra masa de nubes.
Trató de hablar, pero no salió ningún sonido de su garganta hinchada por la sal y su lengua entumecida. Probó otra vez.
—Está amaneciendo —dijo con voz ronca, pero a su lado Flynn yacía como un cuerpo helado por el rigor mortis.
La luz crecía despacio en medio de ese frenesí, con el mar gris, mientras las nubes oscuras se desplazaban tratando desesperadamente de oponerse a su llegada.
Ahora las olas eran más imponentes en su furia incontenible. Las montañas de agua gris se levantaban por encima del bote, escudándolo durante algunos segundos del castigo del viento, con la cresta inflada como el casco de un etrusco, antes de dejarse caer con el rugido del agua cuando estalla. Una y otra vez, los hombres del bote se encogían en la cubierta y esperaban con estúpida resignación que los ahogara bajo el blanco diluvio.
Una vez el bote se elevó y franqueó la monstruosa extensión de la tormenta, Sebastian miró a su alrededor. La vela y la soga, los cocos y sus otras patéticas pertenencias habían desaparecido. El mar había arrancado muchas de las tablas de la cubierta de manera que dejaban al descubierto las boyas de metal del bote; también había despedazado sus ropas, así que estaban vestidos con andrajos empapados. De los siete hombres que estaban en el bote el día anterior, sólo quedaban él, Flynn, Mohammed y uno más; los otros tres habían desaparecido, tragados por el mar hambriento.
Entonces la tormenta atacó otra vez, de tal manera que el bote se elevaba y caía al borde del hundimiento.
Sebastian lo percibió primero por la acción cambiante de las olas; eran altas y avanzaban muy juntas. Entonces, entre el clamor de la tormenta, oyó un nuevo sonido, como el de un cañón que disparara a intervalos irregulares con distintas cargas de pólvora. De repente, se dio cuenta de que había estado oyendo ese ruido durante algún tiempo, pero sólo ahora penetraba a través del letargo de su fatiga.
Levantó la cabeza y cada nervio gritó protestando por el esfuerzo. Miró a su alrededor, pero el mar lo rodeaba, como una serie de paredes grises que limitaban su visión a un círculo de cincuenta metros. Sin embargo, aquel discordante golpeteo era ahora más fuerte e insistente.
En las olas cortas y agitadas, un golpe de costado atrapó al bote y lo arrojó hacia arriba, elevándolo para que pudiera ver la tierra, tan próxima que las palmeras se mostraban claramente, inclinando sus troncos ante el viento y agitando sus largas hojas con terror. Vio la playa, de un blanco grisáceo en la penumbra, y más allá, más lejos todavía, aparecía el azul desteñido de las tierras altas.
Esta visión le sirvió de consuelo a Sebastian cuando unos instantes después vio el arrecife. Dejaba al descubierto sus negros dientes, gruñendo como un animal a través del agua blanca que estallaba como cañonazos por encima de las rocas antes de caer en forma de cascada sobre la relativa calma de la laguna… El bote iba en esa dirección.
—¡Flynn! —gritó con voz ronca—. ¡Flynn, escúcheme! —pero Flynn no se movía. Tenía los ojos fijos y abiertos, y sólo el movimiento de su pecho al respirar era la prueba de que aún estaba vivo—. Flynn. —Sebastian le liberó una de las manos agarrotadas sujeta a las tablas de madera—. ¡Flynn! —dijo y le abofeteó una mejilla—. ¡Flynn! —La cabeza se movió en dirección a Sebastian y parpadeó y abrió la boca, pero no le salió la voz. Otra ola rompió contra el bote. Esta vez, la fría y maléfica embestida zarandeó a Sebastian, reavivando un poco su fuerza perdida. Se sacudió el agua de la cabeza—. Tierra —murmuró—. Tierra. —Flynn lo contempló idiotizado.
Dos hileras de olas más allá, el arrecife mostraba otra vez su espalda dentada. Agarrándose con una sola mano a las tablas, Sebastian desenvainó torpemente su cuchillo y cortó la soga del salvavidas que lo sujetaba a la cubierta. Se arrastró y cortó la soga de Flynn, luchando frenéticamente con la fibra húmeda… Una vez cortada, se deslizó apoyándose en el vientre hasta que alcanzó a Mohammed y también lo liberó. El pequeño africano lo miró fijamente con los ojos de su arrugada cara de mono inyectados en sangre.
—Nada —murmuró Sebastian—. Hay que nadar —y volviendo a guardar el cuchillo, trató de arrastrarse por encima de Mohammed para alcanzar al árabe, pero otra ola alcanzó el bote, alzándolo tan alto que se dio vuelta y fueron despedidos en la agitación del arrecife.
Sebastian se hundió en el agua horizontalmente y con fuerza, antes de salir a la superficie otra vez. A su lado, lo bastante cerca como para tocarlo, emergió Flynn. Con la fuerza que da el miedo a la muerte, Flynn se agarró a Sebastian, rodeándolo con los brazos. La misma ola que los había hecho zozobrar a los dos, los había arrojado hacia el arrecife cubriéndolos totalmente… Allí quedaron flotando los restos del bote, destrozados contra el arrecife. El cadáver mutilado del árabe estaba todavía atado a un trozo de madera del naufragio. Flynn y Sebastian, unidos como amantes, uno en brazos del otro, fueron separados por una nueva ola que los lanzó contra el arrecife sumergido.
En una gran arremetida que les hizo dejar el valor atrás, fueron arrastrados por encima del coral, donde podrían haber quedado hechos picadillo, y arrojados a la tranquila laguna. Con ellos llegaron el pequeño Mohammed y lo que quedaba del bote.
La laguna estaba cubierta de una gruesa capa de espuma, tan espesa como la de una buena cerveza. Entonces, cuando los tres avanzaban tambaleándose hacia la playa con el agua hasta la cintura, ayudándose entre sí con los brazos sobre los hombros, quedaron cubiertos de espuma blanca, ofreciendo el mismo aspecto que un grupo de borrachos volviendo a casa bajo la nieve después de una larga noche de juerga.