—Si por lo menos tuviéramos algún trapo rojo… —Flynn se hallaba sentado contra el inseguro mástil. Todavía estaba muy débil, pero la fiebre había cesado cuatro días antes, al sacarle la bala de la herida.
—¿Qué haría con él? —preguntó Sebastian.
—Atrapar uno de esos delfines. Hombre, estoy tan famélico que me lo comería crudo.
Después de cuatro días con una dieta a base de pulpa y leche de coco, sus estómagos no dejaban de quejarse.
—¿Por qué rojo?
—Van hacia el rojo. Sirve de cebo.
—Pero no tengo ni anzuelo ni hilo.
—Usa un pedazo de cordel de una bolsa y deja flotar el trapo rojo en la superficie, luego arponea al delfín con un cuchillo atado a un remo.
Sebastian permanecía en silencio, escudriñando con aire pensativo el lugar donde unos vivos destellos dorados delataban la presencia de un grupo de delfines que jugaban debajo del bote.
—¿Tiene que ser rojo, no? —preguntó, y Flynn lo miró incisivamente.
—Ajá. Tiene que ser rojo.
—Bueno… —Sebastian dudó, y luego, incómodo, se ruborizó bajo su bronceada piel.
—¿Qué te pasa?
Todavía ruboroso, Sebastian se enderezó y se desabrochó el cinturón, luego, temeroso como una novia en su noche de bodas, se bajó los pantalones.
—¡Dios mío! —jadeó Flynn asombrado, mientras levantaba la mano para taparse los ojos.
—¡Ah! ¡Oh! —exclamó a coro la tripulación admirativamente.
—Los compré en Harrods —dijo Sebastian con decorosa modestia.
Rojo, Flynn había pedido ese color, pero los calzoncillos de Sebastian eran del rojo más brillante y hermoso, el rojo más vívido que se pudiera imaginar. Colgaban con esplendor oriental sobre las rodillas de Sebastian.
—Seda pura —dijo Sebastian tocando el género—. Diez chelines el par.
—¡Jo! ¡Jo! Ahora. Ven, pececito. Ven aquí. —Flynn murmuraba mientras yacía tirado sobre el estómago, con la cabeza y los hombros en el borde del bote. Sujeta por un cordel, la tela roja se agitaba a bastante profundidad en el agua verde. Una larga y deslizante ráfaga dorada se precipitó hacia allí, y Flynn levantó la cuerda en el último instante. El delfín hizo un remolino y se lanzó hacia atrás. Otra vez Flynn tiró de la soga. El cuerpo dorado del delfín se agitó de excitación—. Eso es, pez. Cázalo. —El otro pez del banco de arena se unió a la caza, formando un centelleante sistema planetario en movimiento alrededor del cebo—. ¡Preparado!
—Estoy listo. —Sebastian permanecía enfrente de él, manteniéndose en equilibrio como un lanzador de jabalina. En su excitación se había olvidado de ponerse los pantalones, y los faldones de la camisa flotaban sobre sus muslos de la manera menos digna. Pero tenía unas piernas largas y musculosas, piernas de atleta.
—¡Atrás! —gritó a la tripulación, que se había agrupado alrededor mientras el bote se inclinaba peligrosamente—. Atrás, déjenme sitio —y alzó el remo que tenía el cuchillo atado en la punta.
—Aquí viene —la voz de Flynn temblaba de excitación mientras movía el trapo rojo y los peces lo seguían—. ¡Ahora! —gritó mientras uno irrumpía en la superficie, un metro veinte de carne dorada, y Sebastian arremetía. La mano y la vista, que una vez tumbaron de un pelotazo al gran Frank Woolley, dirigían seguras el remo. Sebastian hirió al delfín un centímetro detrás del ojo y el filo se deslizó hiriéndole las branquias.
Durante unos segundos el remo cobró vida en sus manos mientras el delfín se crispaba y luchaba con la hoja, pero no había anzuelo para sujetarlo y se libró del cuchillo.
—¡Maldito sea el infierno! —aulló Flynn.
—¡Al diablo con todo! —le hizo eco Sebastian.
Pero a tres metros por debajo del agua estaba el delfín herido de muerte, se sacudía y revolvía violentamente como un cometa dorado movido por un viento fuerte, mientras el resto de los delfines se dispersaba.
Sebastian arrojó el remo y comenzó a quitarse la camisa.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Flynn.
—Voy a ir detrás de él.
—Estás loco. ¡Los tiburones!
—Tengo tanta hambre que también me comería un tiburón —y se zambulló. Treinta segundos más tarde salió a la superficie, resoplando como una ballena pero sonriendo triunfalmente, con el delfín muerto abrazado amorosamente contra su pecho.
Comieron tiras despellejadas de pescado crudo condimentado con la sal evaporada del agua de mar, agachados alrededor del mutilado cadáver del delfín.
—No está nada mal; he pagado una guinea por comida peor que ésta —dijo Sebastian y eructó suavemente—. Oh, perdón.
—Estás disculpado —gruñó Flynn con la boca llena de pescado y luego lanzó una mirada a la desnudez de Sebastian—. Deja de presumir y ponte los pantalones antes de que tropieces.
Flynn O’Flynn estaba reconsiderando despacio, muy despacio, su estima por Sebastian Oldsmith.