—Deberás cortar —susurró Flynn, mientras se estremecía de frío en el ardiente sol de mediodía.
—No sé nada de eso —protestó Sebastian, a pesar de que veía que Flynn se estaba muriendo.
—No menos que yo. Pero, sin duda, debes hacerlo pronto. —Los ojos de Flynn estaban hundidos dentro de dos cavidades color ciruela, y su aliento olía como un cadáver.
Al observar la pierna, Sebastian tuvo dificultades para contener las náuseas. Estaba muy hinchada y tenía color púrpura. El agujero de la bala estaba recubierto por una costra negra, pero Sebastian notó el olor a putrefacción y esta vez la náusea se convirtió en un sabor agridulce que le subió hasta la garganta. Lo tragó.
—Debes hacerlo, Bassie, muchacho.
Sebastian asintió con un gesto y palpó la pierna. Apartó los dedos de inmediato, sorprendido por el calor que irradiaba la piel.
—Debes hacerlo —lo apremió Flynn—. Tienes que ir palpando hasta encontrar el proyectil. Está justo debajo de la piel.
Sintió la protuberancia. Se movía bajo sus dedos, del tamaño de una bellota verde, debajo de la piel tirante y febril.
—Va a doler como un garrotazo —la voz de Sebastian era ronca.
Los remeros descansaban apoyados sobre los remos, observando con curiosidad, mientras el bote giraba y se balanceaba arrastrado por la corriente de Mozambique. Por encima de sus cabezas, la vela salvada del naufragio que Sebastian había colocado flameaba con fatiga y arrojaba una sombra sobre la pierna de Flynn.
—Mohammed, sujeten tú y otro los hombros del amo. Y que otros dos le sujeten las piernas.
Flynn yacía inmóvil sobre las tablas de la cubierta. Sebastian se arrodilló a un lado, tomando aliento para su resolución. Había afilado el cuchillo contra el borde de metal del bote y luego lo restregó con fibra de coco y agua de mar. Tiró agua a la pierna y se lavó las manos hasta que le produjo picazón en la piel. Delante de él, había medio coco que contenía un poco de sal evaporada y un trozo de vela listo para vendar la herida.
—¿Preparado? —susurró.
—Listo —gruñó Flynn, y Sebastian localizó el bulto de la bala y arrancó el borde de la costra con timidez. Flynn jadeó, pero la piel humana era más fuerte de lo que Sebastian creía y no se abrió.
—¡Maldito seas! —Flynn estaba sudando—. No juegues. ¡Corta, hombre, corta!
Esta vez Sebastian hizo un tajo y la carne se abrió bajo la hoja del cuchillo. Dejó caer el cuchillo y se echó hacia atrás, horrorizado por la infección que salía de la herida. Parecía un flan amarillo con jugo de ciruelas y el olor le inundaba la nariz y la garganta.
—Busca la bala. Búscala con los dedos. —Flynn se retorció debajo de los hombres que lo sujetaban—. Rápido, rápido. No puedo aguantar mucho más.
Sebastian deslizó el dedo en la herida, haciendo acopio de fuerzas y cerrando la garganta para evitar el vómito que podía aparecer en cualquier momento. Buscó el proyectil con el dedo y lo encontró; lo fue desprendiendo, a pesar de que el tejido estaba adherido, hasta que salió del agujero y cayó sobre la cubierta. Un chorro de pus caliente salió detrás de la bala, salpicando la mano de Sebastian, que se arrastró al borde del bote ahogándose por las náuseas.