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Sebastian alcanzó el bote y se aferró a la soga que colgaba de las anillas laterales. Se detuvo para recobrar el aliento antes de levantarse y caer jadeando con la ropa chorreando agua y observó la silueta del crucero perdiéndose hacia el oeste.

—¡Amo! ¡Ayúdeme!

La voz lo conmovió y lo hizo incorporarse. Mohammed forcejeaba arrastrando a Flynn y la bolsa por el agua. Cerca de los restos del naufragio, un grupo de miembros de la tripulación y de cargadores agitaban el agua nadando en dirección al bote; ya empezaban a fallarles las fuerzas, sus gritos se hacían cada vez más lastimeros y sus manotazos más desesperados.

Había varios remos atados a la cubierta de tablas del bote. Sin pérdida de tiempo, Sebastian cortó las sogas de uno de ellos con su cuchillo de caza y comenzó a remar hacia donde se encontraban Flynn y Mohammed. Avanzaba con lentitud, porque el bote era sumamente frágil, y se detenía y se balanceaba con cada golpe de remo.

Un árabe de la tripulación alcanzó el bote y se dejó caer a bordo, luego otro y otro. Cada uno de ellos liberaba un remo y ayudaba a remar. Pasaron junto al cuerpo de uno de los cargadores que flotaba casi a ras de agua con las dos piernas cortadas por encima de las rodillas y con los huesos sobresaliendo de los muñones. Éste no era el único cadáver; había más restos de cuerpos flotando a la deriva entre las maderas del naufragio, y las manchas de color marrón rojizo que dejaban eran llevadas por la corriente atrayendo a los tiburones.

El árabe más próximo a Sebastian vio el primero y gritó señalándolo con un remo.

Se acercaba en busca de caza, con la aleta ondulando de lado a lado levantada a contracorriente, de manera que se podía sentir su excitación, la fría e irreflexiva excitación de un escualo hambriento. Por debajo de la superficie, distorsionado y oscuro, mostraba la ondulante longitud de su cuerpo. No era de los más grandes. Quizá tendría un metro ochenta de largo y doscientos kilos de peso, pero era lo suficientemente grande como para arrancar una pierna de un mordisco. Ya no lo guiaba el rastro de sangre; al percibir las vibraciones provocadas por los nadadores se lanzó directamente sobre ellos.

—¡Tiburones! —aulló Sebastian hacia Flynn y Mohammed, que estaban a unos diez metros. Los dos quedaron aterrados y en vez de intentar llegar al bote, quisieron subirse al saco de corchos. El terror no razona. Su única preocupación era tratar de sacar las piernas del agua, pero la bolsa era demasiado pequeña, demasiado inestable, y el pánico atrajo la atención del tiburón. Cambió de dirección virando hacia ellos, exhibiendo toda la altura de su aleta triangular, rasgando la superficie del agua a cada golpe de cola.

—Por aquí —gritó Sebastian—. ¡Vengan al bote! —Golpeaba el agua con el remo, mientras a su lado los árabes trabajaban con igual empeño—. Por aquí, Flynn. Por el amor de Dios, por este lado.

Su voz traspasó el pánico de los otros dos, que una vez más avanzaron hacia el bote. Pero el tiburón se aproximaba rápidamente, largo y manchado por la luz del sol que caía ondeando sobre la superficie del agua.

La bolsa todavía estaba colgando del cuerpo de Flynn y su resistencia al agua retardaba el avance. El tiburón viró bruscamente e hizo su primera pasada; parecía encorvarse en el agua, y abría la boca. Con el maxilar superior sobresaliendo, el maxilar inferior abierto y las múltiples hileras de dientes avanzando erectas como púas de puercoespín, mordió la bolsa. Cerrando las mandíbulas en el tosco material, lo sacudió y lo destrozó con los dientes, todavía corcoveando en el agua, sacudiendo torpemente su cabeza roma, lanzando chorros de agua que saltaban como vidrios astillados a la luz del sol.

—¡Agárrense de aquí! —ordenó Sebastian, inclinándose para alcanzarles el remo a los dos que estaban en el agua. Se asieron con la fuerza que da el miedo y Sebastian los arrastró hasta el bote.

Pero la bolsa de corchos todavía estaba unida a Flynn, revolviéndose violentamente y amenazando con impedirle continuar aferrado al cabo de rescate que rodeaba el bote.

Sebastian cayó de rodillas, desenvainó el cuchillo y cortó la soga. El tiburón, mordiendo todavía la bolsa, se alejó del bote y Sebastian ayudó a los árabes a levantar a Flynn y luego a Mohammed.

Todavía no habían terminado. Aún quedaba una media docena de hombres en el agua.

Finalmente, el tiburón se dio cuenta de su equivocación y abandonó la bolsa. Volvió atrás. Por un momento permaneció inmóvil, asombrado, luego dio una vuelta hacia los cercanos sonidos de los que nadaban. Uno de los fusileros golpeaba el agua con una brazada cansina. El tiburón lo atacó en un costado y lo arrastró hacia abajo. Unos momentos más tarde, el fusilero reapareció con la boca como una curva rosada, mientras gritaba con el agua alrededor tiñéndose del rojo oscuro de su propia sangre. Otra vez fue arrastrado hacia abajo y el tiburón le hirió las piernas. De nuevo salió a flote, ahora con el rostro hundido, retorciéndose débilmente; el tiburón lo rodeó, se lanzó sobre él, le arrancó otro jirón de carne y se alejó después para devorarlo antes de atacar de nuevo.

Entonces apareció otro tiburón, dos más, diez, tantos que Sebastian no podía contarlos, dando vueltas y sumergiéndose con extática glotonería, y el mar alrededor del bote temblaba y producía remolinos por la agitación.

Sebastian y los árabes se las arreglaron para subir a dos hombres más al bote, y estaban subiendo a un tercero con la mitad del cuerpo todavía dentro del agua cuando una enorme masa blanca de un metro ochenta de largo saltó de las profundidades y le apresó los muslos con tanta violencia que casi los arroja a todos fuera de la borda. Pero los hombres del bote lograron afirmarse y levantaron al hombre por los brazos, temblando en ese horripilante momento decisivo, mientras el tiburón le destrozaba una pierna con una determinación tan similar a la de un perro, que Sebastian creía que estaba a punto de ladrar.

El pequeño Mohammed se tambaleó, levantó un remo y golpeó con toda su fuerza contra el morro puntiagudo. Habían arrastrado la cabeza del tiburón desde el agua, y el remo caía sobre él, pero el tiburón se mantenía aferrado. La sangre fresca y brillante manaba de la pierna que tenía entre sus mandíbulas, corriendo hacia abajo y brillando en la cabeza del tiburón como una serpiente.

—¡Sujétenlo! —jadeó Sebastian y agarró el cuchillo. Con el bote balanceándose constantemente debajo de él, se inclinó por encima del cuerpo extendido del hombre y hundió la hoja del cuchillo en el pequeño ojo inexpresivo del tiburón. Éste reventó en un estallido de líquido claro y el tiburón se puso rígido y tembloroso. Sebastian retiró la hoja y la clavó en el otro ojo. Con un convulsivo resuello, el tiburón abrió las mandíbulas y se deslizó en el océano para vagar ciego y sin rumbo.

Ya no había más náufragos en el agua. Los hombres del bote salvavidas se amontonaron y observaron a los tiburones que se arremolinaban, hambrientos, y recorrían las aguas manchadas como olfateándolas mientras recogían los últimos jirones de carne.

La víctima del tiburón había caído en la cubierta con la arteria femoral rota y murió antes de que nadie alcanzara a reaccionar y le hiciera un torniquete.

—Tírenlo —gruñó Flynn.

—No. —Sebastian sacudió la cabeza.

—Por Dios, ya somos bastantes. Tira a ese pobre hijo de puta.

—Más tarde, ahora no. —Sebastian no iba a poder aguantar ver a los tiburones lanzándose sobre el cadáver.

—Mohammed, elige a dos muchachos de los que están remando, quiero que busquen todos los cocos que haya.

Cuando la oscuridad los detuvo, habían recogido cincuenta y dos de los cocos que flotaban, suficientes para mantenerlos a los siete libres de la sed por una semana.

Esa noche fue fría. Se agruparon para mantenerse calientes y contemplaron la exhibición de pirotecnia debajo del agua, mientras el grupo de tiburones daba vueltas alrededor del bote con un fosforescente resplandor.