Estaban inmóviles por falta de viento bajo un cielo de cobalto, y cada hora de calma permitía que la corriente de Mozambique empujara el pequeño dhow otros cinco kilómetros fuera de su rumbo. A la deriva, la embarcación se balanceaba en la marejada y luego se deslizaba por los canales.
Por vigésima vez desde el amanecer, Sebastian trepó a la cubierta de popa y examinó las interminables aguas, buscando en la vidriosa superficie una ondulación que le anunciara la presencia del viento. No había señales. Miró hacia el oeste, pero la línea azul de la costa permanecía inmóvil hasta perderse en el horizonte.
—Soy un viejo zorro, Fisi —gritaba Flynn en la cubierta de abajo—. Oíd cómo me río —e imitaba exactamente el grito de lamento de la hiena. Durante todo el día, Flynn había brindado a la compañía trozos de canciones e imitaciones de animales. Sin embargo, su delirio estaba interrumpido por períodos de lucidez—. Reconozco que esta vez el viejo Fleischer me la hizo buena, Bassie. Hay una bolsa de veneno alrededor de la bala. Lo noto. Una bolsa grande. Creo que muy pronto deberemos abrir para sacarla. Si tardamos en llegar a Zanzíbar, deberemos sacarla. —Entonces su mente se escapaba a las ardientes tierras del delirio—. Mi pequeña niña, te voy a dar un adorno precioso. Toma, no llores. Un adorno precioso para una niña preciosa. —Su voz se volvió dulzona y luego súbitamente violenta—. Descarada putita. Eres igual que tu condenada madre. No sé por qué no te he echado. —A esto último siguió la imitación de la hiena otra vez.
En ese momento Sebastian volvió de la popa y miró hacia Flynn. A su lado, el fiel Mohammed mojaba trapos en un balde con agua de mar y los colocaba en la ardiente frente de Flynn, en un inútil intento de reducirle la fiebre.
Sebastian suspiró. Sus responsabilidades eran muy pesadas. El comandante de la expedición se las había traspasado con toda equidad. Y, sin embargo, tenía una oculta sensación de placer, de orgullo, por cómo había ejercido el mando hasta entonces. Retrocedió y volvió a representar en su mente el episodio de la red de pescar, recordando la rápida decisión que alteró el curso de la lancha y la indujo a caer en la trampa. Sonrió al recordarlo, y aquella sonrisa no fue su habitual mueca de modestia sino una expresión más segura. Cuando se dio vuelta para pasear por la estrecha cubierta, había más empuje en su paso y mantenía los hombros derechos.
Otra vez se detuvo junto a la barandilla y miró en dirección al oeste. Había una nube en el horizonte, un pequeño dedo oscuro. Y la miró con la esperanza de que fuera el anuncio de que pronto comenzaría a soplar la brisa del atardecer. Sin embargo, no era natural. Mientras la miraba, se movía. Podría jurar que se había movido; toda su atención estaba puesta en aquel punto. El descubrimiento comenzó a golpearle, intensificándose hasta que estuvo seguro.
Un barco. ¡Por Dios, un barco!
Corrió hacia la escalerilla de popa y se deslizó por el mástil.
La tripulación y los cargadores lo observaban con creciente interés. Algunos de ellos se pusieron de pie.
Sebastian saltó al botalón, balanceándose por un momento antes de trepar por el mástil. Usó las argollas de la vela mayor como los peldaños de una escalera y alcanzó la punta del mástil, donde se quedó oteando ansiosamente hacia el oeste.
Allí estaba, no había ninguna duda. Podía ver las puntas de las chimeneas triples, cada una con su nube de humo oscuro, y comenzó a dar gritos de entusiasmo.
Debajo de él, la tripulación se hallaba alineada junto a la barandilla, mirando en la dirección que él les señalaba. Sebastian se deslizó rápidamente por el mástil y la fricción le quemó las manos. Una vez en cubierta, corrió hasta donde estaba Flynn.
—Un barco. Un barco grande se acerca rápidamente. —Flynn movió la cabeza y lo miró vagamente—. Escúcheme, Flynn. Deben tener un médico a bordo. No podremos llegar a tiempo al puerto.
—Eso está muy bien, Bassie. —La inteligencia de Flynn volvía a funcionar—. Lo has hecho realmente bien.
Venía por el horizonte con sorprendente velocidad y su silueta cambiaba mientras iba acercándose a ellos, pero no antes de que Sebastian viera los cañones.
—¡Un barco de guerra! —exclamó. Para su mentalidad, eso era una prueba de que pertenecía a la Armada inglesa, la única nación que gobernaba los mares—. ¡Nos han visto! —Hizo señas con los brazos en alto.
El barco de guerra, creciendo a cada segundo, gris y grande, avanzó hacia el pequeño dhow.
Gradualmente, los vítores de la tripulación fueron haciéndose más vacilantes hasta terminar en un silencio incómodo. Aumentado por el aire caliente y quieto, enorme en el brillante terciopelo del océano, el barco de guerra se acercaba, dejando tras de sí una estela de un color blanco nacarado. La insignia del mástil flameaba perpendicular a ellos, de modo que no podían ver los colores.
—¿Qué van a hacer? —preguntó Sebastian en voz alta y le respondió la voz de Flynn. Sebastian lanzó una mirada alrededor. Con un brazo aferrado al cuello de Mohammed, y balanceándose en la pierna sana, Flynn iba saltando por la cubierta en dirección a Sebastian.
—¡Te diré lo que van a hacer! ¡Nos van a dar una patada en el culo! —gruñó Flynn—. ¡Ése es el Blücher! ¡Es un crucero alemán!
—¡No pueden hacer eso! —protestó Sebastian.
—¿Te gustaría apostar? Vienen directamente desde el delta del Rufiji y mi presentimiento es que han tenido una charla con Fleischer. Probablemente él esté a bordo. —Flynn se inclinó sobre Mohammed, jadeando por el dolor de la pierna antes de continuar—. Van a atacarnos y luego dispararán sobre cualquier cosa que flote.
—Debemos tener una balsa salvavidas.
—No hay tiempo, Bassie. ¡Mira cómo viene! —A menos de ocho kilómetros, pero reduciendo rápidamente la distancia, el Blücher cortaba con su alta proa el espacio hacia ellos. Sebastian miró enloquecido a la tripulación en la cubierta y vio la pila de corchos que habían cortado de la red de pescar.
Corrió hacia una de las bolsas de cocos y cortó con el cuchillo el cordel que la mantenía cerrada. Deslizó el cuchillo nuevamente en su vaina, se agachó y dio vuelta la bolsa, volcando los cocos sobre la cubierta. Entonces, con la bolsa vacía en una mano corrió hacia la pila de flotadores y cayó de rodillas. Con una rapidez frenética los colocó en la bolsa, llenándola hasta la mitad antes de levantar la vista otra vez. El Blücher estaba a tres kilómetros, una alta torre de asesino acero gris.
Con un pedazo de soga, Sebastian cerró la bolsa y la arrastró hasta donde estaba Flynn apoyado en Mohammed.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Flynn.
—¡Resolver este asunto! ¡Levante los brazos! —Flynn obedeció y Sebastian pasó el extremo libre de la soga alrededor de su pecho a la altura de las axilas. Se detuvo para desatar y sacudir sus botas antes de volver a hablar—. Mohammed, quédate con él. Agárralo por la bolsa y no lo dejes ir. —Los dejó, trotando descalzo para recoger su rifle, que había dejado bajo la toldilla de popa. Sujetándolo en su cinturón, volvió rápidamente hacia la barandilla.
Sebastian Oldsmith estaba a punto de presentar batalla a un crucero de guerra con una Gibbs 500 de doble cañón.
El crucero estaba cerca, cerniéndose sobre ellos como un alto peñasco de acero. Ni siquiera Sebastian podía errar a un crucero de combate a una distancia de doscientos metros y las pesadas balas resonaban ruidosamente contra el casco blindado por encima del ruido de las olas.
Mientras cargaba, Sebastian miró hacia la línea de cabezas en la proa del Blücher, rostros sonrientes debajo de las gorras blancas con sus chaquetas guarnecidas de cordones negros.
—Malditos cerdos —les gritó. Su voz se ahogó con un odio creciente del que nunca se hubiera creído capaz—. Asquerosos, malditos cerdos. —Levantó el rifle y disparó sin resultado, y el Blücher chocó contra el dhow.
El crucero golpeó con estrépito y siguió el estruendo de maderas partidas. Aplastó el costado del dhow y lo cortó de través en medio de los horribles gritos de muerte de los hombres y el chirrido de las tablas contra el acero.
Aplastó el dhow, partiéndole la parte de atrás y empujándolo violentamente. Con el golpe inicial, Sebastian fue arrojado por la borda y el rifle se le cayó de las manos. Se estrelló contra la chapa del casco blindado como una pelota y luego cayó al agua. La fuerza de la onda de la proa lo hizo caer de costado; de otro modo habría sido arrastrado a lo largo del casco y su cuerpo hecho trizas contra la chapa blindada.
Salió a la superficie justo a tiempo para aspirar una larga bocanada de aire, antes de que la turbulencia de las grandes hélices lo atrapara y le hundiera de nuevo tan profundamente que la presión le atravesaba los tímpanos como si tuviera clavadas agujas al rojo vivo. Se sintió en un torbellino interminable, golpeado, sacudido vigorosamente, mientras los remolinos del agua atormentaban su cuerpo.
Los colores brillaban y relampagueaban detrás de sus párpados cerrados. Tenía un asfixiante dolor en el pecho y sus pulmones se inflaban ansiando urgentemente el aire, pero selló sus labios y pataleó, manoteando a la vez para ascender a la superficie.
La agitada estela del crucero lo liberó de su prisión y fue lanzado con tanta fuerza que emergió a la luz del día hasta la cintura y respiró con voracidad. Se desabrochó el pesado cinturón de cartuchos y lo dejó hundirse antes de mirar alrededor.
En la superficie del agua había restos desparramados y unas pocas cabezas humanas. Cerca de él, un encamado de tablones rotos surgía estallando entre burbujas. Sebastian se dirigió hacia ellos y se aferró con las piernas colgando en el agua verde claro.
—Flynn —jadeó—. ¿Flynn, dónde está?
A unos cuatrocientos metros, el Blücher, amenazante como un tiburón, giraba despacio, y él lo contemplaba con odio y temor.
—¡Amo! —se oyó la voz de Mohammed detrás de él.
Sebastian se volvió rápidamente y vio el rostro negro y la cara rojiza al lado de la bolsa flotante a unos cien metros de allí.
—¡Flynn!
—Adiós, Bassie —le gritó Flynn—. El viejo huno vuelve para terminar con nosotros. ¡Mira! Tienen cañones en el puente. Te veré en el otro mundo, muchacho.
Sebastian miró al instante hacia atrás, hacia el crucero, y vio el grupo de uniformes blancos en una esquina del puente.
—Ja, todavía hay algunos con vida. —Con unos prismáticos prestados, Fleischer exploraba la pequeña área del naufragio—. Por supuesto utilizará las ametralladoras, ¿no es así, capitán? Va a ser más rápido que cazarlos con rifles.
El capitán Von Kleine no contestó. Permanecía erguido en el puente, con los hombros encorvados, contemplando el naufragio con las manos apretadas ante sí.
—Hay algo triste en la muerte de un barco —murmuró—. Incluso de uno tan pequeño como ése. —De repente enderezó los hombros y se volvió hacia Fleischer—. Su lancha le espera en la boca del Rufiji. Lo llevaré allí, comisionado.
—Pero antes hay que arreglar el asunto de los sobrevivientes.
La expresión de Von Kleine se endureció.
—Comisionado, he hundido el dhow porque he creído que era mi deber. Pero ahora no estoy seguro de que mi juicio no haya estado ensombrecido por la cólera. No voy a transgredir mi conciencia ametrallando a civiles en el agua.
—Entonces deberá recogerlos. Deberá arrastrarlos y llevarlos ante un tribunal.
—No soy un policía. —Se detuvo, y su expresión se suavizó un poco—. Debe de ser un hombre valiente, ése que nos ha disparado con el rifle. Quizá sea un criminal, pero no soy tan viejo como para no apreciar el coraje. No me gustaría saber que salvé a un hombre para que luego lo ahorcaran. Dejemos que el mar sea el juez y el ejecutor de la sentencia. —Se volvió a su teniente—. Kyller, prepárese para arrojar uno de los botes salvavidas. —El teniente permaneció ante él sin poder creer lo que oía—. ¿Me ha oído?
—Sí, mi capitán.
—Entonces, hágalo. —Ignorando los gritos de protesta de Fleischer, Von Kleine se dirigió al timonel—. Altere el curso para pasar a una distancia de cincuenta metros de los sobrevivientes.
—Allí viene. —Flynn hizo una mueca sin alegría y observó el crucero, que se dirigía hacia ellos.
Los gritos de los que nadaban alrededor pidiendo misericordia eran tan quejumbrosos como las voces de las aves marinas, muy pequeñas en la inmensidad del océano.
—Flynn. ¡Mire, en el puente! —La voz de Sebastian llegó hasta él—. Mírelo. El uniforme gris.
Las lágrimas por el ardor del agua salada en la herida y la fiebre habían nublado la visión de Flynn; sin embargo pudo ver la guerrera gris entre los uniformes blancos en el puente del crucero.
—¿Quién es?
—Tenía razón. Es Fleischer. —Sebastian soltó un jadeo y Flynn comenzó a maldecir.
—¡Eh, asqueroso, gordo carnicero! —aulló, tratando de levantarse sobre la bolsa de corchos flotantes—. ¡Eh, orinal de prostituta! Ven, cerdito manchado de sangre.
El enorme casco del crucero estaba cerca, tan cerca que podía ver la corpulenta figura de gris que se volvía hacia el oficial alto de uniforme blanco, gesticulando en clara actitud de súplica.
El oficial se dio vuelta y se aproximó a la barandilla del puente. Se inclinó e hizo un gesto al grupo de marineros que estaban en la cubierta debajo de él.
—Así está bien. Dígales que lo tiren. Terminemos de una vez. Dígales…
Un gran objeto cuadrado fue lanzado por la borda por el grupo que estaba debajo del puente. Lo dejaron caer y golpeó el agua formando una onda expansiva.
La voz de Flynn enmudeció y observó sin poder creerlo cómo el oficial vestido de blanco levantaba el brazo derecho en un gesto que podía ser un saludo. El ruido de los motores del crucero aumentó al acelerar la velocidad y se dirigió hacia el oeste.
Flynn O’Flynn comenzó a reír a carcajadas con la histeria propia del alivio y el delirio de la fiebre. Rodó a causa del saco de corchos flotantes y su cabeza cayó hacia adelante mientras el agua verde y caliente ensordecía su risa. Mohammed lo asió por un mechón de pelos grises y le levantó la cabeza para que no se ahogara.