10

Con la llegada del atardecer, la brisa aumentó su fuerza, alborotando las aguas en los extensos canales del delta. Durante toda la tarde, el pequeño dhow había navegado a contracorriente, pero ahora comenzaba el reflujo y eso lo ayudaba en su rumbo al mar.

—Con un poco de suerte llegaremos a la desembocadura antes de la caída del sol. —Sebastian estaba sentado junto a la manta doblada donde descansaba Flynn, en la popa. Flynn gruñó. Estaba débil por el dolor y medio borracho por la ginebra—. Si no llegamos, deberemos anclar en algún lugar para pasar la noche. No podemos arriesgarnos a quedarnos en el canal cuando oscurezca. —No recibió respuesta de Flynn y permaneció en silencio.

Excepto por el gorgoteo del agua en la proa y el canturreo del timonel, un perezoso silencio envolvía el dhow. La mayor parte de la tripulación y los cargadores dormían esparcidos por la cubierta, menos dos de ellos que trabajaban tranquilamente en la cocina al aire libre preparando la cena.

El fuerte miasma de los pantanos se mezclaba con el hedor de la sentina y la carga de colmillos de la bodega. Parecía actuar como una droga, aumentando la fatiga de Sebastian, que dormía con la cabeza reclinada sobre el pecho y las manos deslizándose a lo largo del rifle que tenía sobre las rodillas.

La tripulación empezó a charlar y Mohammed le sacudió los hombros para despertarlo. Se puso de pie y lanzó una turbia mirada a su alrededor.

—¿Qué pasa? ¿Cuál es el problema, Mohammed? Como respuesta, Mohammed gritó a la tripulación que se callara y se volvió hacia Sebastian.

—Escuche, amo.

Sebastian agitó la cabeza para despejarse y aguzó el oído.

—No oigo nada… —Se detuvo con una expresión de incertidumbre en el rostro.

Muy débilmente en la tranquilidad del atardecer se oyó un sonido como de un tren que pasara a lo lejos.

—Sí —dijo, todavía dudando—. ¿Qué es eso?

—La sirena de un barco que se acerca. —Sebastian lo comprendió sin comprender.

—Los alemanes. —Las manos de Mohammed se agitaron—. Nos siguen. Nos cazan. Nos agarran. Nos… —Se apretó la garganta con las dos manos y giró los ojos. Dejó caer la lengua por un costado de la boca.

Toda la comitiva de Flynn estaba agrupada alrededor de Sebastian y, ante la representación tan gráfica de Mohammed, estalló una vez más en un aterrado coro. Todos los ojos estaban clavados en Sebastian, esperando su mandato, y él se sentía confundido y vacilante. Instintivamente se volvió hacia Flynn, que yacía de espaldas, con la boca abierta, roncando. Rápidamente, Sebastian se arrodilló a su lado.

—¡Flynn! ¡Flynn! —Flynn abrió los ojos, pero miraban más allá del rostro de Sebastian—. Vienen los alemanes.

—Vienen los Campbell. ¡Viva! ¡Viva! —murmuró Flynn y cerró los ojos de nuevo. Su cara, normalmente roja, tenía un tono escarlata a causa de la fiebre.

—¿Qué debo hacer? —suplicó Sebastian.

—¡Bébetelo! —le advirtió Flynn, con los ojos todavía cerrados y la voz pastosa—. No lo dudes. ¡Bébetelo!

—Por favor, Flynn. Por favor, hable.

—¿Que hable? —murmuró Flynn en su delirio—. ¡Claro! ¿Has oído el chiste del camello y el misionero?

Sebastian se puso de pie de un salto y miró alocadamente a su alrededor. El sol estaba bajo, quizá tendrían todavía dos horas hasta que anocheciera. «Si pudiéramos detenerlos antes de que lleguen», pensó.

—Mohammed, coloca a los fusileros en la popa —ordenó, y Mohammed, reconociendo un nuevo tono de resolución en la voz, se volvió hacia el grupo para cumplir la orden.

Los diez fusileros se dispersaron para reunir sus armas y luego fueron hacia la popa. Sebastian los siguió, mirando angustiado hacia atrás, en dirección al canal. Tenía unos dos mil metros de visibilidad hasta el recodo anterior y el canal se veía vacío, pero estaba seguro de que el ruido del motor del vapor era más fuerte.

—Que se distribuyan por la barandilla —le ordenó a Mohammed. Estaba pensando intensamente, lo cual era siempre una tarea difícil para Sebastian. Terco como una mula, se enojaba cada vez que se sentía juzgado por las circunstancias. Frunció su frente de estudioso y su siguiente pensamiento surgió despacio—. Una barricada —dijo. El delgado entarimado de la defensa les ofrecería muy poca protección contra el gran poder de los máusers—. Mohammed, que los otros traigan todo lo que puedan encontrar y lo apilen aquí para protección de los timoneles y los fusileros. Que traigan de todo, barriles de agua, bolsas de cocos, aquellas viejas redes de pesca.

Mientras se apresuraban a cumplir las órdenes, Sebastian permaneció concentrado, con el ceño fruncido, forzando la masa que contenía su cráneo; como respuesta, en su mente sólo halló un tremendo revoltijo. Trató de efectuar un cálculo relativo entre la velocidad del dhow y la de la moderna lancha a vapor. Quizás ellos se estaban moviendo a la mitad de velocidad que sus perseguidores. Con una terrible sensación de vértigo, decidió que ni siquiera con aquel viento las velas ayudarían a dejar atrás a una embarcación de hélice.

La palabra «hélice» y la casualidad de que en ese momento se vio forzado a hacerse a un lado para dejar pasar a cuatro de los hombres que arrastraban un desordenado montón de viejas redes de pesca, facilitaron la salida de la siguiente idea a la superficie de su mente.

Incrédulo ante la luminosidad de tal idea, se aferró a ella con desesperación, por miedo a que pudiera perderse.

—Mohammed… —tartamudeó por la excitación—. Mohammed. Esas redes… —Miró otra vez hacia atrás en dirección al canal y vio que todavía estaba vacío. Miró hacia adelante y vio la siguiente curva que se acercaba, mientras el timonel daba las órdenes necesarias para virar el dhow—. Esas redes. Quiero que las extiendan a través del canal.

Mohammed permaneció ante él estupefacto, con el rostro enjuto contraído en un profundo gesto de incomprensión.

—Corten los corchos. Dejando uno de cada cuatro. —Sebastian lo agarró de los hombros y lo sacudió compulsivamente—. Quiero que la red se hunda. No quiero que la descubran demasiado pronto.

Ya estaban casi encima de la curva y Sebastian señaló hacia adelante.

—La dejaremos allí cerca.

—¿Por qué, amo? —suplicó Mohammed—. Debemos huir. Están muy cerca ya.

—La hélice —le gritó en la cara. Hizo un gesto como si revolviera con las manos—. Quiero enredar la hélice.

Durante un largo momento Mohammed se quedó mirándolo, luego comenzó a reír, exhibiendo sus encías sin dientes.

Mientras trabajaban a toda prisa, el sonido del motor crecía con renovada fuerza.

El dhow se balanceaba y se detenía ante los esfuerzos del piloto por llevarlo a través del canal. La proa desaparecía y volvía a aparecer en medio del viento, pero lentamente los corchos, que subían y bajaban, formaron una hilera entre los mangles, de una orilla a otra, mientras Sebastian, en ceñuda concentración, y un grupo dirigido por Mohammed arrojaban la red por encima de la popa. A cada momento levantaban los rostros y fijaban la vista en la curva anterior, esperando ver aparecer la lancha de los alemanes y oír los disparos de los máuser.

Gradualmente el dhow se inclinó hacia la orilla norte, desparramando la ristra de corchos tras de sí. De repente, Sebastian se dio cuenta de que la red era demasiado corta, demasiado corta para cincuenta metros. Quedaría un resquicio. Si la lancha atravesaba bien la curva del río, manteniéndose cerca de la orilla, estarían perdidos. En ese momento el sonido del motor sonaba tan próximo que pudo oír el gemido metálico del propulsor.

Había, además, un nuevo problema. ¿Cómo enganchar el extremo suelto de la red? Dejarla flotar libremente sería permitir que la corriente se la llevara y abrir el paso todavía más.

—Mohammed. Ve a buscar uno de los colmillos. El más grande que encuentres. Ve rápido.

Mohammed salió corriendo y volvió inmediatamente, acompañado por dos de los cargadores, que se balanceaban bajo el peso de un gran colmillo curvo.

Con las manos entorpecidas por la prisa, Sebastian ató el final de la soga de la red al colmillo. Luego, jadeando por el esfuerzo, Sebastian y Mohammed lo levantaron por el costado de la barandilla y lo empujaron por encima de la borda. Cuando cayó, Sebastian gritó al timonel:

—¡Adelante! —y señaló río abajo. Lleno de agradecimiento, el árabe torció violentamente el timón hacia la derecha. El dhow giró y apuntó una vez más hacia el mar.

En silencio e impacientes, Sebastian y sus fusileros se pusieron en fila en la popa y miraron hacia atrás, a la curva del canal. Cada uno de ellos empuñaba un rifle de cañón corto para elefantes y los rostros tenían una expresión resuelta.

El ruido del motor se oía más cerca, cada vez más cerca.

—Disparen tan pronto como aparezcan —ordenó Sebastian—. Disparen lo más rápido que puedan. Manténgalos ocupados con nosotros, así no verán la red.

La lancha asomaba ya por la curva, desplegando una cinta de humo gris desde su chimenea y con la bandera roja, amarilla y negra del káiser en la popa. Una pequeña nave muy pulcra, de doce metros, con una caseta sobre la cubierta de popa, de un blanco que resplandecía al sol, y con la proa curvada y ondulante.

—¡Disparen! —aulló Sebastian en cuanto vio a los askaris agrupados en la cubierta de proa—. ¡Disparen! —y su voz se perdió en el concierto de ráfagas de los rifles de calibre pesado que lo rodeaban. Uno de los askaris fue despedido hacia atrás contra la caseta con los brazos abiertos, como si quedara por un momento suspendido en la postura de un crucificado antes de desaparecer en la cubierta. Sus compañeros corrieron rápidamente, poniéndose a cubierto debajo de una barricada. Una solitaria figura permanecía en la cubierta; una figura corpulenta con el uniforme gris claro del ejército colonial alemán, con su desgarbado sombrero de ala ancha y el oro reluciendo en los hombros de su chaqueta.

Sebastian le apuntó y apretó el gatillo. El rifle saltó violentamente contra su hombro y vio un surtidor que se levantaba con ímpetu en la superficie del río unos cien metros más allá de la lancha. Disparó otra vez, cerrando los ojos en anticipación al brutal golpe del retroceso del rifle. Cuando los abrió, el oficial alemán todavía estaba de pie, con una pistola en la mano derecha y disparando hacia él. Tenía más práctica que Sebastian, sus balas pasaban silbando junto a la cabeza de Sebastian o daban en la armadura del dhow.

Rápidamente, Sebastian se escondió detrás del barril de agua y arrancó unos cartuchos de su cinturón. Penetrantes, más agudos que los lentos disparos de los rifles para elefantes, sonaban los disparos de los máuser de los askaris.

Con cuidado, Sebastian levantó la vista por encima del barril de agua. La lancha estaba tomando bien la curva; con una súbita arremetida de desaliento se percató de que iban a salvar la red por seis metros. Una bala de máuser le pasó tan cerca del oído que casi le reventó el tímpano. Instintivamente se agachó, luego rectificó su movimiento y corrió hacia el timonel.

—¡Quítate de en medio! —aulló lleno de excitación y miedo. Empujó con rudeza al hombre, apartándolo, y tomó el timón para dirigir la embarcación hacia el lado opuesto del canal. Con un peligroso cambio en el rumbo, el dhow viró, abriendo el ángulo que lo separaba de la lancha. Sebastian miró hacia atrás y vio al gordo oficial alemán darse vuelta y dar una orden hacia la caseta del timonel. Casi inmediatamente la proa de la lancha se balanceó, siguiendo la maniobra del dhow, y Sebastian sintió que el triunfo ardía en su pecho. Justo delante de la lancha flotaba la línea de pequeños puntos negros que marcaban la red.

Sebastian observó, conteniendo la respiración, cómo la lancha pasaba sobre la red. Con los puños tan tensos en el timón que los nudillos parecían salírsele de la piel, dejó escapar finalmente el aire junto con un rugido de alivio y alegría.

La línea de corchos fue arrancada súbitamente de la superficie, dejando pequeños remolinos en su lugar. Durante diez segundos la lancha aceleró; entonces, repentinamente, se alteró el sonido uniforme de su motor, se produjo un fuerte ruido y la embarcación se balanceó mientras aminoraba la velocidad.

El espacio entre los dos barcos se ensanchó. Sebastian vio cómo el oficial alemán arrastraba al timonel, un aterrorizado askari, y lo golpeaba sin misericordia en la cabeza, pero los chillidos de furia teutónica fueron disminuyendo por la rapidez con que aumentaba la distancia entre ellos y luego ahogados por el tumultuoso clamor de su propia tripulación mientras bailaban y batían cabriolas en la cubierta.

El timonel árabe se subió al barril de agua, se levantó los faldones de la sucia chaqueta gris y expuso su trasero desnudo hacia la lancha en un intencionado gesto de burla.