El sol caía sobre el dhow, que estaba anclado lejos de la isla de Dogs, mientras una brisa uniforme venía del angosto canal entre los mangles y batía las velas aferradas a la botavara.
Pasando una soga por debajo de sus axilas, arrastraron a Flynn desde la canoa y lo levantaron con las piernas balanceándose. Sebastian estaba listo para recibirlo y depositarlo sobre la cubierta.
—Pongan el barco en movimiento y salgamos de este infierno de río —jadeó Flynn.
—Debo ocuparme de su pierna.
—Eso puede esperar. Debemos salir a mar abierto. Los alemanes tienen una lancha de vapor. Deben de estar buscándonos. Pueden caer sobre nosotros en cualquier momento.
—No pueden tocarnos, estamos bajo la protección de nuestra bandera —protestó Sebastian.
—Escucha, estúpido inglés —la voz de Flynn tenía un tono chillón, mezcla de dolor e impaciencia—. Estos hunos asesinos nos harán bailar colgando de una soga con o sin bandera. ¡No discutas y levanta las velas!
Lo colocaron sobre una manta a la sombra, en lo alto de la popa, y Sebastian se dirigió apresuradamente a la proa para liberar a la tripulación árabe de la bodega. Salieron brillando de sudor y parpadeando cegados por el sol. Mohammed tardó quizá quince segundos en explicarles la urgencia de la situación y, tras unos instantes de horrorizada parálisis, fueron precipitadamente a sus puestos. Cuatro de ellos tiraron en vano del ancla, pero el gran trozo de coral estaba enterrado en el fondo de barro pegajoso. Sebastian los hizo a un lado con impaciencia y con un golpe de cuchillo cortó la cuerda.
La tripulación, con la entusiasta ayuda de los hombres de Flynn, subió rápidamente la vieja vela desteñida y remendada. El viento la atrapó y la hinchó. La cubierta se inclinó ligeramente y dos árabes regresaron corriendo al timón. Desde la proa se oía el débil murmullo del agua y en la popa se desparramaba una ancha estela aceitosa. Con un grupo de árabes y de cargadores gritando instrucciones en la proa a los timoneles, el dhow puso rumbo río abajo y se dirigió hacia el mar.
Cuando Sebastian volvió adonde estaba Flynn, encontró al viejo Mohammed en cuclillas vigilándolo ansiosamente mientras Flynn bebía de una botella. Un cuarto de su contenido ya había desaparecido.
Flynn bajó la botella de ginebra y respiró pesadamente por la boca.
—Tiene gusto a miel —dijo jadeando.
—Vamos a ver esa pierna —Sebastian se detuvo ante el cuerpo desnudo y cubierto de barro de Flynn—. ¡Dios mío, qué sucio! Mohammed, trae una palangana con agua y busca ropa limpia.