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La herida sólo tenía un orificio de entrada, un agujero rojo oscuro con sangre acuosa que fluía despacio. Flynn podía haber hundido el pulgar allí, pero en cambio palpó suavemente la parte trasera de su pierna y localizó la hinchazón en la carne, allí donde el proyectil descansaba justo debajo de la piel.

—Maldito seas, maldito sea el infierno —murmuró lleno de dolor y de furia por la mala suerte que había hecho que una bala perdida llegara hasta donde él estaba con la velocidad justa para alojarse en el muslo en vez de hacer un limpio agujero y salir.

Enderezó despacio la pierna, probando si algún hueso estaba fracturado. Con el movimiento, la balsa de papiro en donde yacía se balanceó despacio.

—Puede haber tocado el hueso, pero todavía está entero —gruñó aliviado, y sintió un primer mareo que le hacía dar vueltas la cabeza. Oía el fuerte ruido de una cascada que sonaba a lo lejos—. He perdido un poco del viejo jugo —y del agujero salió un chorro de sangre brillante y se mezcló con las gotas de agua que le chorreaban por la pierna y se escurrían hacia el seco lecho del papiro—. Tengo que detener la hemorragia —susurró.

Estaba desnudo, con el cuerpo todavía húmedo por el agua del río. No tenía ni cinturón ni ropas para hacer un torniquete pero debía detener la pérdida de sangre. Con los dedos entorpecidos por la debilidad, tomó del cañaveral un manojo de largas hojas y comenzó a trenzarlas. Apretándolas alrededor de la pierna por encima de la herida, las ató con fuerza. La sangre empezó a gotear más despacio y casi había cesado cuando Flynn se echó hacia atrás y cerró los ojos.

Debajo de él, la isla giraba y se balanceaba con el remolino de la corriente y las pequeñas olas que levantaba el viento del amanecer. Era una sensación sedante y estaba cansado, terrible y dolorosamente cansado. Se quedó dormido.

El dolor y la falta de movimiento lo despertaron por fin. El dolor era un latido sordo, una pulsación que golpeaba su pierna y subía hasta su estómago. Mareado, se apoyó en los codos y miró su pierna. Estaba hinchada, tumefacta por la presión de la soga de hojas de caña. Permaneció idiotizado, sin darse cuenta de nada durante todo un minuto, hasta que su memoria volvió hacia atrás.

—¡Gangrena! —habló en voz alta y deshizo el nudo. La soga cayó y Flynn jadeó por la acción de la sangre que fluía nuevamente por su pierna, apretando los puños y rechinando los dientes. El dolor se atenuó y se detuvo en una punzada constante y Flynn volvió a tragar aire, como un hombre con asma.

Entonces fue consciente del cambio de su situación y escudriñó a su alrededor con una mirada miope. El río lo había llevado otra vez a los pantanos, en dirección al grupo de pequeñas islas y canales del delta. Su balsa de papiro estaba cubierta por la marea baja y había varado en un banco de barro. El barro apestaba a vegetación podrida y a sulfuro. Cerca de él, un grupo de grandes cangrejos verdes de río bullía, ruidoso, alrededor de un pez muerto, alzando sus pequeñas pinzas en perpetuo asombro. Ante el movimiento de Flynn se deslizaron hacia el agua con sus pinzas rojas levantadas a la defensiva.

¡Agua! En ese instante Flynn se dio cuenta de la saliva pegajosa que le empastaba la lengua y el paladar. Enrojecido por el sol, acalorado por la primera fiebre de la herida, su cuerpo era un horno que ansiaba humedad.

Flynn se movió e instantáneamente gritó de dolor. La pierna se le había quedado rígida mientras dormía. Era como un ancla pesada que lo encadenaba a la balsa de papiro. Lo intentó otra vez, ayudándose con las manos y apoyando las nalgas mientras arrastraba la pierna. Cada inspiración era un sollozo; cada movimiento, una llama de fuego en el muslo. Pero tenía que beber, debía hacerlo. Centímetro a centímetro, recorrió la distancia hasta el borde de la balsa y se deslizó por el banco de barro.

El agua había retrocedido con la marea, y Flynn todavía estaba a unos cincuenta pasos de la orilla. Se deslizó por el barro asqueroso y maloliente arrastrando la pierna. Había comenzado a sangrar de nuevo, no en forma abundante, sino sólo unas gotas de brillante color vino.

Por fin alcanzó el agua y rodó de costado, con la pierna enferma levantada, para mantener la herida alejada del barro. Apoyado en un codo, sumergió el rostro en el agua y bebió con avidez. El agua estaba caliente, teñida de sal marina y mugrienta a causa de los mangles podridos, y tenía gusto a orina de animal. Pero Flynn tragaba ruidosamente, con la boca, la nariz y los ojos debajo de la superficie. Por fin tuvo que respirar y levantó la cabeza, anhelando aire, tosiendo para sacarse el agua de la garganta y de la nariz, mientras algunas lágrimas le nublaban la vista.

Antes de bajar la cabeza para volver a beber, lanzó una mirada en dirección al canal y lo vio venir.

Estaba en la superficie, todavía a unos cien metros, pero nadaba deprisa en dirección a él, con la enorme cola agitando el agua. Era uno de los grandes, de unos cuatro metros o más, que se acercaba como un turbulento tronco, formando una ancha estela mientras avanzaba por la superficie.

Flynn gritó, una sola vez, pero fue un grito penetrante, agudo y dolorosamente claro. Olvidándose de la herida a causa del pánico, trató de ponerse de pie empujándose con las manos, pero la pierna lo inmovilizó. Volvió a gritar de dolor y miedo.

Se arrastró sobre el vientre con frenética rapidez desde el agua, hacia el banco de barro, hundiéndose en el cieno, agitándose y manoteando hacia la balsa de papiro que estaba a unos cincuenta metros, entre las raíces de unos mangles. Esperando a cada momento la embestida del gigantesco reptil, alcanzó la base del mangle más cercano y rodó de costado mirando hacia atrás, con la cara transformada por el terror; los sonidos que salían de su boca eran un incoherente balbuceo.

El cocodrilo estaba en el borde del banco de barro, todavía en el río. Solamente la cabeza asomaba a la superficie y los pequeños y brillantes ojos de cerdo lo observaban sin parpadear bajo sus protuberancias de escamas.

Flynn miró alrededor con desesperación. El banco de barro era una isla diminuta, con un bosquecito de mangles en el centro. Los troncos de los mangles tenían el doble de anchura que el pecho de un hombre, pero sin ramas en los primeros tres metros; eran troncos lisos, llenos de barro y pequeñas colonias de moluscos. Sin la herida, Flynn no hubiera podido trepar a ninguno de ellos; con la pierna en aquel estado, esas ramas eran doblemente inalcanzables.

Buscó desesperadamente un arma, cualquier cosa, no importaba lo insignificante que fuese. Pero allí no había nada. Ni una rama, ni un trozo de madera, ni una piedra, solamente el barro negro que lo rodeaba.

Miró hacia el cocodrilo. No se había movido. Por un momento, albergó la febril esperanza de que el animal no se acercase al banco de barro. Pero lo haría. Era una criatura cobarde y repulsiva, pero con tiempo reuniría coraje. Ya había olido su sangre, le sabía herido y desesperado. Se acercaría.

Lleno de dolor, Flynn apoyó la espalda contra las raíces del mangle y su terror se convirtió en algo constante, un miedo latente, tan estable como el dolor de su pierna. Durante el frenético recorrido por el banco, el barro apestoso le llenó la herida y detuvo la sangre. Pero eso ya no tenía importancia, pensó Flynn, nada tenía importancia. Sólo importaba esa criatura que estaba allí, esperando a que su apetito venciera su irresolución para superar su renuencia a abandonar su elemento natural. Tardaría cinco minutos o medio día, pero inevitablemente sucedería.

Hizo un pequeño movimiento con la cabeza, el primer signo de que se acercaba, y avanzó sobre la orilla. Flynn permaneció rígido.

Apareció el lomo, con las escamas como una fila de dientes, y detrás la cola con su jactanciosa doble cresta. Cautelosamente, con sus patas cortas y arqueadas se contoneó por la superficie. Húmedo y brillante, más de una tonelada de carne fría y acorazada, emergió del agua. La panza, al pasar hundiéndose en el barro blando, dejaba una marca profunda. Con una mueca salvaje, los dientes amarillos sobresaliendo entre las fauces, lo contemplaba con sus ojos pequeños. Se acercaba tan despacio que Flynn se quedó petrificado contra el árbol, hipnotizado por el deliberado contoneo.

Cuando estaba a mitad de camino, se detuvo, agazapándose, y Flynn pudo olerlo. Un fuerte olor a pescado podrido y almizcle llenó el aire caliente.

—¡Fuera de aquí! —le gritó Flynn y el cocodrilo permaneció inmóvil, sin parpadear—. ¡Fuera de aquí! —Levantó un puñado de barro y se lo arrojó. Cayó un poco más allá de sus patas regordetas y su cola se puso rígida, arqueándose despacio.

Entre sollozos, Flynn arrojó otro puñado de barro. Las grandes fauces se abrieron unos centímetros y luego volvieron a cerrarse. Oyó el clic de los dientes que se juntaban para atacarlo. Increíblemente ligero sobre el barro, mostrando todavía los dientes, se deslizó en dirección a Flynn.

Ahora Flynn se contorsionaba contra las raíces del mangle en busca de ayuda y su voz era un balbuceo de enloquecido terror. El profundo estampido de un rifle irrumpió en la escena como si no fuera parte de la realidad, pero el cocodrilo levantó la cola, apagando los ecos del disparo con su agudo chillido y, con el segundo estampido del rifle, Flynn oyó cómo golpeaba la bala contra el cuerpo escamoso con un ruido sordo.

El reptil dio vueltas, presa de violentas convulsiones, desparramando el barro y luego, levantándose sobre sus patas, emprendió una desgarbada marcha hacia el agua. El potente rifle disparó una y otra vez, pero el cocodrilo no vaciló en su huida y la superficie del agua estalló como un vidrio cuando se lanzó desde el banco y se alejó formando olas.

De pie en la proa de la canoa con el rifle humeante en las manos, Sebastian Oldsmith gritó con ansiedad.

—¿Flynn, Flynn, lo ha agarrado? ¿Está usted bien?

La respuesta de Flynn fue una especie de gruñido.

—Bassie, oh Bassie, muchacho, por primera vez en mi vida estoy realmente encantado de verte —y se derrumbó, casi inconsciente, contra las raíces del mangle.