—Bueno, ¿lo has entendido bien? —preguntó Flynn sin convicción. Los últimos ocho días que habían pasado cazando juntos no le habían dado ninguna confianza en la habilidad de Sebastian para llevar a cabo una simple serie de instrucciones; siempre introducía notorias variaciones de su cosecha—. Vas río abajo en dirección a la isla y cargas el marfil en el dhow. Luego regresas aquí con todas las canoas para recoger el cargamento siguiente. —Flynn se detuvo para permitir que sus palabras penetraran en el tejido esponjoso del cerebro de Sebastian antes de seguir adelante—. Y, por Dios, no olvides la ginebra.
—Así se hará, compañero. —En ocho días, en los que le había crecido una barba negra, y con la piel pelada en la punta de su nariz, quemada por el sol, Sebastian había comenzado a encajar en el papel de cazador furtivo de elefantes. El sombrero de ala ancha que Flynn le había prestado le caía sobre los ojos y los afilados bordes de la espadaña habían desgarrado sus pantalones y quitado brillo a sus botas. Tenía hinchadas las muñecas y la delicada piel de detrás de las orejas, con manchas rojas inflamadas allí donde los mosquitos habían chupado profundamente. Había perdido algo de peso por el calor y las incesantes caminatas y ofrecía un aspecto delgado y fuerte.
Permanecieron juntos bajo un baobab en la orilla del Rufiji, mientras en la otra orilla los cargadores subían los últimos colmillos a las canoas. Había un fuerte olor alrededor suyo, flotando en el calor húmedo, un olor que ahora Sebastian casi no notaba, porque en los últimos ocho días el tufo de los elefantes muertos y de los colmillos le resultaba tan familiar como el olor del mar a los marineros.
—Cuando vuelvas, mañana por la mañana, los muchachos habrán terminado con los últimos colmillos. Tendremos el dhow con su carga y podrás ir a Zanzíbar.
—¿Qué pasa con usted? ¿Se quedará aquí?
—De ninguna manera. Me largo a mi campamento de Mozambique.
—¿No sería más fácil que viniera en el dhow? Son casi trescientos veinte kilómetros, demasiada distancia para ir a pie. —Sebastian era considerado; aquellos últimos días había adquirido una ferviente admiración por Flynn.
—Bueno, qué vamos a hacerle, las cosas son así. —Flynn dudó. No era el momento de preocupar a Sebastian hablándole de las cañoneras alemanas que esperaban en la boca del Rufiji—. Debo regresar a mi campamento porque… —Una súbita inspiración acudió en auxilio de Flynn O’Flynn—. Porque mi pobre hija está allí sola.
—¿Tiene una hija? —Sebastian quedó asombrado.
—Caramba si la tengo. —Flynn tuvo un repentino acceso de amor paternal y sentido del deber—. Y la pobre está sola allí.
—Bueno, ¿y cuándo volveré a verle? —La idea de alejarse de Flynn y encontrar su propio camino en Australia entristecía a Sebastian.
—Verás —Flynn era muy cauteloso—, en realidad no lo he pensado demasiado. —Eso era radicalmente falso. Flynn lo había estado pensando sin cesar durante los últimos ocho días. Ansiosamente contaba con poder decir adiós a Sebastian Oldsmith para siempre.
—¿No podríamos…? —Sebastian se ruborizó un poco bajo sus mejillas quemadas por el sol—. ¿No podríamos formar… una especie de equipo juntos? ¿No podría trabajar para usted como una especie de aprendiz?
Flynn se sobresaltó ante la idea. Le aterraba la perspectiva de continuar con Sebastian pegado a él, disparando el rifle accidentalmente a cada rato.
—Mira, Bassie —pasó un brazo sobre los hombros de Sebastian—, primero lleva el viejo dhow de vuelta a Zanzíbar y el viejo Kebby El Keb te pagará tu parte. Entonces me escribes, ¿eh? ¿Qué te parece eso? Me escribes y ya encontraremos algo en que trabajar juntos.
Sebastian sonrió feliz.
—Eso me gusta, Flynn. De verdad me gusta.
—Muy bien, ahora debes irte. Y no te olvides de la ginebra.
Con Sebastian de pie en la proa de la canoa guía, firmemente aferrado al rifle de cañón doble y calado el sombrero hasta las orejas, la flotilla de canoas bien cargadas se apartó de la orilla y tomó la corriente. Los remos se hundían profundamente y brillaban a la luz del sol de la tarde mientras las barcas enfilaban aguas abajo por la primera curva.
Todavía de pie, inestable en la frágil embarcación, Sebastian miró hacia atrás e hizo un gesto de saludo hacia Flynn con su rifle.
—Por el amor de Dios, ten cuidado con ese maldito trasto —aulló Flynn, demasiado tarde. El rifle se disparó y la descarga arrojó a Sebastian sobre una pila de colmillos. La canoa se balanceó peligrosamente mientras los remeros luchaban para evitar que zozobrara, y luego desapareció por el recodo del río.
Doce horas más tarde, las canoas reaparecieron por la misma curva y se dirigieron hacia el baobab de la orilla. Sin el peso del marfil, surcaban las aguas ligeramente, y los remeros cantaban una antigua canción del río.
Recién afeitado, con una camisa limpia y su otro par de botas, protegiendo entre las rodillas un cajón de botellas de ginebra, Sebastian escudriñaba con impaciencia tratando de avistar al «Gran Norteamericano».
Una delicada espiral de humo azul se elevaba sobre la hoguera del campamento, en dirección al río, pero ninguna figura humana saludaba desde la orilla. De golpe, Sebastian frunció el ceño, dándose cuenta de que la silueta del baobab había cambiado. Entornó los ojos forzando la vista, inseguro.
Detrás de él sonaron los primeros gritos de alarma entre sus hombres.
—¡Alemanes! —La canoa viró bruscamente.
Sebastian miró hacia atrás y vio que las otras canoas se daban media vuelta dirigiéndose aguas abajo, con los hombres farfullando de terror mientras se inclinaban sobre los remos para empujarlos con fuerza.
Su propia canoa iba en rápida persecución de las otras mientras se lanzaban velozmente hacia el recodo.
—¡Eh! —gritó Sebastian a las espaldas sudorosas de sus remeros—. ¿Qué creen que están haciendo?
No le contestaron, pero sus músculos debajo de la piel oscura se hinchaban y se desgarraban en el frenético esfuerzo de conducir más deprisa la canoa.
—¡Deténganse inmediatamente! —aulló Sebastian—. Llévenme de vuelta. Llévenme al campamento.
En su desesperación, Sebastian levantó el rifle y apuntó al hombre más cercano.
—No estoy bromeando —gritó otra vez. El nativo lo miró por encima del hombro, con la cara convulsionada por una máscara de terror. Todos habían desarrollado un saludable respeto por la forma con que Sebastian manejaba el rifle.
El hombre detuvo el remo y, uno a uno, los otros siguieron su ejemplo. Permanecieron helados ante la hipnótica mirada del rifle de Sebastian.
—¡Vuelvan! —dijo Sebastian e hizo un elocuente gesto río arriba. Con desgano, el hombre más cercano hundió su remo y la canoa volvió contra la corriente—. ¡Vuelvan! —repitió Sebastian, y los hombres volvieron a remar.
Despacio, cautelosamente, la canoa avanzó río arriba hacia el baobab y la grotesca fruta nueva que colgaba de sus ramas.
El casco de la canoa se deslizó en el barro firme y Sebastian descendió.
—¡Fuera! —ordenó a los hombres, y repitió el gesto. Los quería bien lejos de la canoa, porque, lo sabía bien, en el momento en que se diera vuelta se irían corriente abajo con renovado entusiasmo—. ¡Fuera! —y los arreó hacia el campamento de Flynn O’Flynn.
Dos cargadores que habían muerto a tiros yacían al lado del rescoldo. Los cuatro hombres del baobab habían tenido menos suerte. Las cuerdas estaban profundamente hundidas en la carne del cuello y los rostros hinchados, con las bocas abiertas para tomar el último aliento que nunca les llegó. En sus lenguas colgantes se arremolinaban las moscas como verdes abejas metálicas.
—¡Corten las sogas y bájenlos! —Sebastian trató de contener la sensación de náusea que le agitaba el estómago. Los remeros estaban paralizados y Sebastian sintió que su ira se mezclaba con las ganas de vomitar. Con aspereza, empujó a uno de los hombres en dirección al árbol—. Corten las sogas y bájenlos —repitió y colocó su cuchillo de caza en la mano del hombre. Sebastian se volvió mientras el nativo comenzaba a trepar por el árbol con el cuchillo entre los dientes. Detrás de él podía oír el pesado ruido de los cadáveres al caer. Otra vez se le revolvió el estómago y se concentró en la búsqueda de huellas por el campamento.
—Flynn —llamó suavemente—, Flynn. ¡Flynn! ¿Dónde está?
Había huellas de botas en la tierra blanda. Se detuvo en un lugar y recogió el cilindro de bronce de un cartucho vacío. Grabado en el metal de la base, alrededor del casco del detonador, se leía Mauser Fabriken 7mm.
—¡Flynn! —gritaba con más urgencia, ahora que el miedo empezaba a apoderarse de él—. ¡Flynn! —Entonces oyó que la hierba se agitaba cerca de donde se encontraba. Se dirigió hacia ese lado, con el rifle medio levantado.
—¡Amo! —y Sebastian sintió en el pecho el golpe de la desilusión.
—¿Mohammed? ¿Eres tú? —Reconoció entonces la forma escueta de su inseparable fez sobre la cabeza ensortijada. El jefe de los cazadores de Flynn. El único que hablaba un poco de inglés.
—Mohammed —primero con alivio y luego con urgencia—: ¿Fini? ¿Dónde está Fini?
—Le dispararon, amo. Los askaris vinieron por la mañana, temprano antes de salir el sol. Fini se estaba lavando. Le dispararon y cayó al agua.
—¿Dónde? Muéstrame dónde.
Río abajo, a unos pocos metros de donde estaba la canoa, encontraron el patético montón de ropa de Flynn. Al lado había un pedazo de jabón medio usado y un espejo de mano metálico. Vieron profundas huellas de pies desnudos en el barro; Mohammed se detuvo y cortó una de las cañas verdes de la orilla del río. Se la alcanzó a Sebastian sin decir una palabra. Manchaba la caña una gota de sangre seca que se desintegró cuando Sebastian la tocó con el pulgar.
—Debemos encontrarlo. Puede estar con vida. Llama a los otros. Vamos a buscar en las márgenes, río abajo.
En la desesperación por la pérdida, Sebastian levantó la camisa sucia de Flynn y la estrujó con el puño.