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Mahenge está en un territorio cubierto de maleza, alejado de la zona costera de las tierras bajas. Estaba poblado por cuatro talleres pertenecientes a comerciantes hindúes, más la boma alemana.

La boma alemana era un gran edificio de piedra, techado con paja, que empezaba con anchas terrazas llenas de buganvillas purpúreas. Detrás estaban las barracas y los terrenos para la revista de tropas askaris, y enfrente un solitario mástil en el que flameaba la bandera negra, roja y amarilla del Imperio. Era una mancha en la inmensidad de la maleza africana, sede del gobierno en un área del tamaño de Francia. Un área que se extendía al sur hasta el río Rovuna y el límite con el Mozambique portugués, al este hasta el océano Índico, y al oeste hasta las tierras altas de Sao Hill y Mbeya.

Desde esa fortaleza, el comisionado alemán (de la provincia del sur) ejercía los poderes ilimitados de un señor feudal del medioevo. Uno de los brazos del káiser o, más concretamente, uno de sus dedos meñiques, equivalente sólo al gobernador Schee en Dar es Salaam.

Pero Dar es Salaam estaba a muchos laberínticos kilómetros de allí, y el gobernador Schee era un hombre ocupado al que no se podía molestar con trivialidades. Con tal que el comisionado Herr Herman Fleischer cobrara los impuestos, era libre de actuar como buenamente pudiera, aunque muy pocos de los indígenas que habitaban en la provincia del sur calificarían de «buenos» los métodos de Herman Fleischer.

En el mismo instante en que el mensajero portador de la noticia de la anexión británica de Nueva Liverpool trotaba más allá de la línea del horizonte y veía, a través de las acacias que se hallaban ante él, el pequeño grupo de edificios de Mahenge, Herr Fleischer estaba terminando de comer.

Hombre de gran apetito, su comida consistía en aproximadamente un kilo de Eisbein, la misma cantidad de repollo en escabeche y una docena de patatas, todo sumergido en espesa salsa. Tras haber despertado sus papilas gustativas, se lanzaba a los embutidos, que le llegaban semanalmente traídos por un rápido mensajero y elaborados por un hombre de ingenio, un inmigrante de Westfalia que hacía las salchichas con el sabor de la Selva Negra. Las salchichas y la fresca cerveza Hansa, servida en una jarra de barro cocido, despertaban en Herr Fleischer una deliciosa nostalgia. No comía con calma, pero sí ininterrumpidamente, y tales cantidades de comida, aprisionadas dentro de su gruesa chaqueta de piel de cordero gris y sus pantalones, provocaban una presión que hacía brotar el sudor en su rostro y cuello, forzándolo a detenerse y enjugarse a intervalos regulares.

Cuando finalmente suspiró y se echó hacia atrás en la silla, las correas de cuero chirriaron debajo de su cuerpo. Una burbuja de gas encontró su camino a través de los embutidos y pasó en una graciosa erupción a través de sus labios. Saboreándola, suspiró de nuevo con felicidad y, desde la sombra de la terraza, echó una mirada afuera, hacia el aplastante brillo del sol.

Entonces vio aparecer al mensajero. Al llegar a los escalones de la terraza, el hombre del taparrabos se agachó bajo el sol. Su cuerpo negro brillaba bañado en sudor, pero sus piernas estaban cubiertas de polvo hasta las rodillas y su pecho se hinchaba y se hundía cada vez que tragaba el aire caliente del mediodía. Mantenía la vista baja, pues no podía mirar directamente al buana Mkuba hasta que su presencia fuera formalmente reconocida.

Herman Fleischer lo contempló pensativo y enojado al ver desaparecer el placer de su siesta, echada a perder por el mensajero. Miró a lo lejos una nube baja sobre las colinas del sur y se bebió la cerveza. Luego eligió un puro de la caja que tenía delante y lo encendió. El puro prendió despacio, y poco a poco Fleischer fue recuperando el buen humor. Fumó un rato y después tiró la colilla por encima de la pared de la terraza.

—Habla —gruñó. El mensajero levantó los ojos y quedó boquiabierto de admiración y temor reverente ante la prestancia y dignidad de la persona del comisionado. A pesar de que esa admiración era parte del ritual, a Herr Fleischer siempre le producía un inmenso placer.

—Buana Mkuba, gran señor —y Fleischer inclinó la cabeza ligeramente—. Le traigo saludos de Kalani, jefe de Batja en el Rufíji. Usted es un padre para él y se inclina sobre su estómago ante usted. Su cabello amarillo y la gran gordura de su cuerpo le ciegan por su belleza.

Herr Fleischer se agitó incómodo en la silla. Las referencias a su corpulencia, aunque fueran bien intencionadas, siempre le molestaban.

—Habla —repitió.

—Kalani dice así: «Hace diez soles llegó un barco al delta del Rufiji y se detuvo en la isla de Dogs, en Inja. En la isla, los hombres de ese barco construyeron casas y por encima de las casas colocaron en un árbol de palmeras seco esa tela azul y blanca y roja y que tiene muchas cruces».

Herr Fleischer se enderezó en la silla con dificultad y contempló al mensajero. El color rosado de su piel se volvió, lentamente, rojo y púrpura.

—Kalani dijo también: «Desde que llegaron, las voces de sus rifles no han dejado de hablar a lo largo del río Rufiji y hubo gran matanza de elefantes, por lo que al mediodía el cielo se pone oscuro de tantas aves que vienen a comer».

Herr Fleischer se estaba desmoronando en su silla, no podía hablar porque tenía un nudo en la garganta, y su rostro se hinchaba como una fruta demasiado madura.

—Kalani dice además: «Dos hombres blancos están en la isla. Uno es un hombre muy delgado y joven y, por consiguiente, no tiene ningún valor. Al otro, Kalani lo ha visto sólo a gran distancia, pero, por el color rojizo de su cara y por su tamaño, está seguro de que es Fini».

Ante ese nombre, Herr Fleischer recobró el habla, si no la coherencia, y comenzó a bramar como un toro. El mensajero se sobresaltó, porque un bramido así del buana Mkuba en general seguía acompañado de un linchamiento.

—¡Sargento! —El bramido siguiente tuvo forma de palabras y Herr Fleischer se puso de pie, encogiéndose para abrochar la hebilla de su cinturón.

Rasch! —gritó otra vez. O’Flynn estaba en territorio alemán otra vez; O’Flynn estaba robando el marfil alemán de nuevo, y aumentaba el agravio alzando la bandera inglesa en los dominios del káiser.

—¡Sargento! ¿Dónde diablos se ha metido? —Con increíble rapidez para un hombre tan gordo, Herr Fleischer recorrió la extensa terraza. Desde hacía tres años, desde su llegada a Mahenge, el nombre de Flynn O’Flynn había bastado para arruinarle el apetito y producirle efectos muy parecidos a la epilepsia.

Por la esquina de la terraza apareció el sargento de los askari, y Herr Fleischer frenó justo a tiempo para evitar una colisión.

—Una patrulla de asalto —aulló el comisionado, lanzando una nube de saliva en su agitación—. Veinte hombres. Con las mochilas llenas y cincuenta kilos de municiones. Salimos dentro de una hora.

El sargento saludó y se alejó hacia la zona donde se reunía la tropa. Un minuto más tarde, una corneta sonaba con desesperada urgencia.

Con lentitud, a través de la niebla negra de la furia, la razón volvió a Herr Fleischer. Permaneció con las espaldas encorvadas, respirando con dificultad por la boca y dirigiendo mentalmente lo más importante del mensaje de Kalani.

Éste no era otro más de los acostumbrados saqueos en camino por el Rovuna desde Mozambique. Esta vez había navegado descaradamente por el delta del Rufiji, con toda una expedición, y había colocado la bandera inglesa. Una sensación desagradable, que no se podía atribuir a la salchicha, se instaló en el estómago de Herr Fleischer. Sabía reconocer los ingredientes de un incidente internacional en cuanto los veía.

Ése, quizá, fuera el aguijón que empujaría a la patria a su destino verdadero. Tragó con excitación. Ellos habían izado esa odiada bandera frente al rostro del káiser demasiado a menudo. Se estaba escribiendo la Historia y Herman Fleischer se encontraba en el centro de ella.

Un poco tembloroso, se dirigió apresuradamente a su oficina y comenzó a hacer el borrador del informe para el gobernador Schee, con el que podría sumir al mundo en un holocausto del que el pueblo alemán surgiría como soberano de la creación.

Una hora más tarde salió de la boma en un borrico blanco, con la gorra del uniforme colocada de manera que le protegiera los ojos del resplandor del sol. Detrás de él marchaban los negros askari con sus rifles apuntando hacia abajo. Elegantes, con sus quepis redondeados, cuyas alas posteriores les colgaban hasta los hombros, el uniforme caqui recién planchado y las polainas en sus piernas subiendo y bajando al unísono, producían un espectáculo tan vistoso como cualquier comandante podría desear.

Un día y medio de marcha les llevaría hasta la confluencia del Kilombero y el Rufiji, donde se hallaba la lancha a vapor del comisionado.

Mientras las edificaciones de Mahenge iban desapareciendo a sus espaldas, Herr Fleischer se calmó y dejó que su amplio trasero se acomodara en la silla de montar.