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Sebastian permaneció aferrado con las dos manos a la barandilla de madera de la embarcación y clavó la vista en la masa de agua y en las formas indistintas de las tierras de África. El mar, encrespado por el monzón, había tomado un color añil oscuro y el fino rocío que despedía la espuma salpicaba el rostro de Sebastian. Sobre la pura sal del océano destacaba el olor de los manglares, un tufo malsano, como el de un animal que hubiera muerto atrapado en su jaula. Sebastian lo olió con desagrado mientras buscaba en la baja línea verde de la costa la entrada al laberíntico delta del Rufiji.

Con el ceño fruncido, trató de reconstruir en su mente el mapa del Ministerio de la Marina. El río Rufiji llegaba al mar a través de varios canales que se extendían a lo largo de sesenta y cuatro kilómetros y luego se adueñaban de cincuenta o quizá cien islas, separándose del continente.

El agua de la marea se adentraba unos veinticinco kilómetros en el río, rebasando los manglares y llegando a los extensos pastizales pantanosos. Era allí, en el intrincado laberinto de los pantanos, donde los elefantes se habían refugiado de los rifles y flechas de los cazadores de marfil, protegidos por un decreto imperial y por un terreno formidable. El hombre brutal y de aspecto sanguinario que capitaneaba la embarcación daba las órdenes con un ritmo monótono. Sebastian se volvió para mirar la complicada maniobra de viraje. Los marineros, medio desnudos, se descolgaban de los aparejos como fruta madura y hormigueaban junto a la botavara. Descalzos sobre la inmunda cubierta, corrían de un lado para otro. La embarcación crujía como un viejo con artritis, se movía fatigosamente con el viento y dirigía la proa hacia tierra. Este nuevo vaivén, combinado con los efluvios del pantano y con el olor vigorosamente zarandeado de la sentina, removió algo profundamente dentro de Sebastian, que se agarró a la barandilla con redoblada fuerza al tiempo que el sudor, en forma de pequeñas burbujas, aparecía de nuevo sobre sus cejas. Se echó hacia adelante y, ante los gritos de aliento de la tripulación, ofreció otro sacrificio a los dioses del mar. Estaba todavía respetuosamente inclinado sobre la barandilla cuando la embarcación se agitó y se deslizó en las aguas turbulentas de la entrada del canal, pasando luego a la calma en la parte meridional de la cuenca del Rufiji.

Cuatro días más tarde, Sebastian se encontraba sentado sobre una gruesa alfombra bokhara extendida sobre la cubierta del dhow, en compañía del capitán. Se explicaban mutuamente, por medio de gestos, que ninguno de los dos tenía la más vaga idea de dónde se encontraban. La embarcación estaba anclada en un estrecho canal, entre los troncos retorcidos y deformados de los mangles. La sensación de estar perdido no era nueva para Sebastian y la había aceptado con resignación, pero el capitán del dhow, hombre capaz de viajar de Adén a Calcuta y regresar a Zanzíbar con la certidumbre de quien recorre el cuarto de baño de su propia casa, no se mostraba tan estoico. Levantaba los ojos al cielo e invocaba a Alá para que mediara con el genio que guardaba aquel apestoso laberinto, que hacía que las aguas se movieran de manera nunca vista y antinatural, que cambiaba la forma de las islas y colocaba bancos de cieno en su camino. Impulsado por su propia elocuencia, saltó hacia la barandilla y gritó desafiante a los mangles, hasta que unos ibis alzaron el vuelo y se arremolinaron en el vaho caliente, alrededor del dhow. Entonces se dejó caer en la alfombra y lo miró fijamente con hosca malevolencia.

—En realidad no es culpa mía, usted lo sabe. —Sebastian se agitó incómodo ante aquella mirada. Una vez más sacó el mapa del Ministerio de la Marina, lo extendió sobre la cubierta y puso el dedo en la isla que Flynn O’Flynn había marcado con lápiz azul como lugar de encuentro—. Quiero decir que encontrar el sitio es más bien cosa suya. Después de todo usted es el piloto, ¿no?

El capitán escupió con ferocidad en la cubierta y Sebastian enrojeció.

—Esa actitud no conduce a nada. Tratemos de comportarnos como caballeros.

Esta vez el capitán carraspeó intensamente y, desde lo más hondo de su garganta, echó un escupitajo que fue a caer en forma de flema amarilla sobre el círculo azul del mapa de Sebastian. Luego se puso de pie y se acercó a su tripulación, que estaba agrupada en la popa.

En el breve atardecer, mientras un enjambre de mosquitos zumbaba alrededor de su cabeza, Sebastian oía los murmullos en árabe y observaba las miradas que le dirigían desde un extremo de la embarcación. Así, cuando la noche se cerró sobre el barco como una nube de vapor negro, se colocó a la defensiva en la cubierta de proa y esperó a que avanzaran. Tenía como arma su bastón de sólido ébano. Lo cruzó sobre las piernas y se sentó contra la baranda antes de que la oscuridad fuera total; entonces, silenciosamente, cambió de posición y se arrastró detrás de uno de los barriles de agua atados a la base del mástil.

Tardaron largo rato en acercarse. Pasaba ya de medianoche cuando oyó los sonidos furtivos de los pies desnudos sobre el entarimado. El fragor del pantano, el croar de las ranas, el zumbido de los insectos y los ocasionales bufidos y chapoteos de algún hipopótamo llenaban la oscuridad absoluta de la noche, con lo cual Sebastian tenía dificultades para contabilizar la cantidad de hombres que habían mandado contra él. Agachado al lado del barril de agua, forzaba la vista inútilmente en la oscuridad y aguzaba el oído para aislar los ruidos del pantano y poder captar solamente los leves sonidos que producía la muerte al acercársele.

A pesar de que Sebastian no había alcanzado graduaciones académicas, había sido boxeador de pesos pesados en Rugby y uno de los lanzadores de críquet más rápidos de Sussex durante la temporada anterior. Así, aunque tenía miedo, confiaba plenamente en sus facultades físicas. El suyo no era ese tipo de temor que parece llenar el estómago de grasa caliente o convertir la personalidad en gelatina, sino que lo llevaba a un estado en que cada músculo de su cuerpo se tensaba hasta el límite del estallido. Buscó a tientas, arrastrándose en la noche, el bastón que había dejado a un lado en la cubierta. Su mano dio con una voluminosa bolsa de cocos verdes que formaba parte del cargamento del dhow. Los llevaban para complementar, con su leche, la escasa provisión de agua fresca. Rápidamente, Sebastian desgarró los cierres de la bolsa y sacó uno de los frutos, redondos y pesados.

—No es tan fácil de manejar como una pelota de críquet, pero… —murmuró Sebastian y se puso de pie. Con un movimiento seco y rápido, lanzó el coco con la misma velocidad con que había destrozado al equipo de Yorkshire el año anterior. Tuvo idéntico efecto en la primera línea de los árabes. El coco voló con un zumbido y estalló contra la cabeza de uno de los asesinos que se aproximaban; el resto se retiró en estado de confusión.

—Ahora manden hombres —rugió Sebastian y lanzó de nuevo, acelerando la retirada de sus enemigos.

Eligió otro coco y cuando estaba a punto de lanzarlo, se produjo un chispazo y un trueno desde la popa y algo silbó sobre la cabeza de Sebastian. Apresuradamente, se escondió detrás de la bolsa de cocos.

—¡Dios mío, tienen un arma! —Sebastian recordó el viejo cañón que el capitán limpiaba con esmero el día que salieron de Zanzíbar y sintió que su ira se volvía seria indignación.

Saltó y lanzó el siguiente coco con furia.

—¡Peleen limpiamente, puercos! —aulló.

Hubo una pequeña tregua mientras el capitán se entregaba al complicado proceso de cargar el arma. Luego, una repetición del trueno, un estallido y otro disparo a quemarropa sobre la cabeza de Sebastian.

Durante las horas de oscuridad antes del amanecer continuó el intercambio de maldiciones y burlas, de cocos y disparos. Sebastian superó su marca con cuatro alaridos de dolor y un aullido mientras que el capitán del dhow acertó solamente sobre sus propios aparejos. Pero al aumentar la luz del nuevo día, la ventaja de Sebastian fue disminuyendo. Los disparos del capitán árabe eran cada vez más certeros, de tal manera que Sebastian tuvo que permanecer arrodillado detrás de la bolsa de cocos y estaba ya casi agotado. Tenía el brazo y el hombro derechos doloridos y podía oír el avance subrepticio de la tripulación árabe mientras trepaban a la cubierta en dirección a su escondite. A la luz del día podrían rodearlo y aprovecharse de su superioridad numérica para atraparlo.

Mientras descansaba para el esfuerzo final, Sebastian contempló la mañana. Era un amanecer rojizo, amenazador y bello sobre el pantano neblinoso; el agua brillaba con un tono rosado y los mangles permanecían oscuros alrededor del barco.

Algo chapoteaba a lo lejos, un ave acuática quizá. Sebastian buscó sin interés y oyó el sonido una y otra vez. Se agitó y se sentó algo más erguido. El sonido era demasiado regular para tratarse de un ave o un pez.

Entonces, en la curva del canal, por detrás de la barrera de mangles, apareció una piragua impulsada por apremiantes paladas de remo. De pie en la proa, con una escopeta de doble cañón para elefantes debajo del brazo y una pipa de arcilla encendida ante su rostro enrojecido, estaba Flynn O’Flynn.

—¿Qué diablos es esto? —gruñó—. ¿Una guerra? ¡Hace una semana que los estoy esperando!

—¡Cuidado, Flynn! —gritó Sebastian previniéndolo—. ¡Este cerdo tiene un arma!

El capitán árabe dio un salto y miró a su alrededor indeciso.

Hacía rato que lamentaba no haber seguido su impulso de abandonar al inglés y escapar de aquel maldito pantano, y ahora sus temores estaban justificados. De todos modos, ya había cometido el error y sólo le quedaba un camino. Se puso el arma sobre el hombro y apuntó a la canoa de Flynn. La descarga dejó un denso humo gris en la superficie del agua que rodeaba la canoa. Los ecos del estampido fueron seguidos por los del rifle de Flynn. Disparó sin sacarse la pipa de la boca y la estrecha canoa se balanceó peligrosamente con la descarga.

La gruesa bala dio en el cuerpo delgado del capitán, su manto aleteó como un pedazo de papel viejo y el turbante voló de su cabeza y quedó inerte en el aire mientras el hombre caía ruidosamente por la borda. Flotó boca abajo, con la ropa hinchada por el aire e impulsado lentamente por la corriente. Su tripulación, atónita y silenciosa, permaneció junto a la barandilla viéndole alejarse.

Como si nada hubiese sucedido, O’Flynn quitó importancia a la ejecución y, echando una mirada a Sebastian, rezongó:

—Llegas con una semana de retraso. No he podido hacer absolutamente nada hasta ahora. ¡Vamos a izar la bandera y ponernos a trabajar!