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La bolsa de cuero llena de libras esterlinas resultó ser el factor decisivo en el giro que tomó la vida de Sebastian Oldsmith. Se la había entregado su padre cuando Sebastian anunció a la familia su intención de embarcarse rumbo a Australia para hacer fortuna en el comercio de la lana. Fue su único consuelo durante el viaje desde Liverpool hasta el cabo de Buena Esperanza, donde el capitán lo depositó sin ninguna ceremonia después de la infortunada relación de Sebastian con la hija de un caballero originario de Sydney que iba a ocupar el cargo de gobernador en Nueva Gales del Sur.

Las monedas de oro, en paulatina disminución, habían permanecido junto a él durante las sucesivas desgracias que culminaron en Zanzíbar, donde, al despertar de un pesado sueño, efecto de las drogas, en un cuarto vulgar, comprobó que la bolsa de cuero y su contenido ya no estaban allí, ni tampoco las cartas de recomendación de su padre dirigidas a algunos de los principales comerciantes de lana de Sidney.

Sebastian pensó, sentado en el borde de la cama, que esas cartas tenían muy poco valor en Zanzíbar y, con creciente perplejidad, revivió los acontecimientos que lo habían arrastrado tan lejos de su ruta original. El ceño se le fue arrugando lentamente por el esfuerzo de pensar. Tenía la frente ancha e inteligente de un filósofo, coronada por una espléndida mata de brillantes rizos negros. Sus ojos eran de color marrón oscuro; su nariz, larga y recta; su mandíbula, firme; y su boca, sensual. A sus veintidós años, Sebastian tenía el rostro de un joven catedrático de Oxford, lo que prueba, quizá, lo engañosas que pueden ser las apariencias. Aquellos que lo conocían bien se habrían sorprendido de que Sebastian, que había partido hacia Australia, estuviera en Zanzíbar.

Sebastian abandonó el ejercicio mental, que le estaba dando un poco de dolor de cabeza, se puso de pie con los faldones de su camisón aleteando entre sus pantorrillas, y comenzó a registrar por tercera vez el cuarto del hotel. A pesar de que la bolsa estaba debajo del colchón cuando se acostó la noche anterior, Sebastian vació la jarra de agua y, esperanzado, miró en su interior. Deshizo la maleta y sacudió todas las camisas. Gateó debajo de la cama; levantó la estera de hojas de cocotero y buscó en cada agujero del suelo podrido antes de dar paso a la desesperación.

Tras ponerse un traje gris con chaleco que mostraba signos de las fatigas del viaje, se afeitó y se curó las picaduras de chinche con saliva, cepillando por último su bombín y colocándoselo cuidadosamente sobre los rizos. Tomó luego el bastón con una mano, levantó la maleta con la otra y bajó las escaleras hasta el sofocante y ruidoso vestíbulo del hotel Royal.

—Le comunico —saludó al pequeño árabe que estaba en recepción con la sonrisa más simpática de que era capaz— que, según parece, he perdido mi dinero.

En ese mismo instante se produjo en la estancia un silencio sepulcral. Los mozos que llevaban bandejas hacia la terraza del hotel se detuvieron, volviéndose a Sebastian con un gesto hostil, como si hubiera anunciado que acababa de contraer una forma benigna de lepra.

—Supongo que me han robado —continuó Sebastian con una mueca—. En realidad, es cuestión de mala suerte.

El silencio se rompió cuando la cortina de la oficina se abrió con violencia y el propietario hindú irrumpió en el vestíbulo gritando.

—¿Y qué pasa con su cuenta, señor Oldsmith?

—Ah, la cuenta. Bueno, no perdamos la calma. Eso no servirá de ayuda, ¿no cree?

El propietario pareció irritarse todavía más. Sus gritos de angustia e indignación llegaron hasta la terraza, donde varias personas ya habían comenzado la lucha diaria contra el calor y la sed; todas ellas entraron al vestíbulo a curiosear.

—Debe diez días. Aproximadamente cien rupias.

—Sí, es muy desagradable, lo sé. —Sebastian sonreía con desesperación, cuando una nueva voz se agregó al tumulto.

—Eh, esperen un momento. —Sebastian y el hindú se volvieron al unísono y se encontraron con la cara enrojecida de un hombre de mediana edad, con acento entre norteamericano e irlandés—. Me ha parecido entender que lo llamaban a usted señor Oldsmith.

—Así es, señor —dijo Sebastian, reconociendo instintivamente a un aliado.

—Un nombre poco común. ¿No será usted pariente de Francis Oldsmith, el comerciante de lana de Liverpool, Inglaterra? —preguntó cortésmente Flynn O’Flynn. Había leído con detenimiento las cartas de presentación de Sebastian.

—¡Santo Dios! —gritó Sebastian—. ¿Conoce usted a mi padre?

—¿Que si conozco a Francis Oldsmith? —Flynn rió efusivamente y luego se controló. Su conocimiento quedaba limitado a las cartas—. Bueno, no lo conozco en persona, pero, en fin, ya me entiende, prácticamente puede decirse que lo conozco. Yo también estuve en el negocio de la lana. —Flynn se volvió jovialmente hacia el dueño del hotel y le habló con una mezcla de enojo y camaradería—. Cien rupias es la suma que usted ha mencionado, ¿no?

—Ésa es la cantidad, señor O’Flynn. —El propietario era fácil de calmar.

—El señor Oldsmith y yo vamos a tomar un trago en la terraza. Puede llevarnos allí la cuenta. —Flynn dejó dos monedas de oro sobre el mostrador, monedas que hasta hacía muy poco se hallaban bajo el colchón de Sebastian.

Con las botas apoyadas en la barandilla de la terraza, Sebastian contemplaba el puerto por encima del borde de su copa. No era bebedor, pero no podía rehusar la amabilidad de Flynn O’Flynn. El número de embarcaciones de la bahía se multiplicó repentinamente ante sus ojos como por milagro. Donde un momento antes veía un pequeño dhow, había ahora tres idénticos navegando en hilera. Sebastian cerró un ojo y, enfocando el otro de determinada forma, logró convertir los tres dhows en uno solo. Entusiasmado con su éxito, volvió la atención hacia su nuevo amigo y compañero de negocios, que lo había abrumado con una abundante cantidad de ginebra.

—Señor O’Flynn —dijo deliberadamente, pronunciando despacio las palabras.

—Olvídate del «señor», Bassie, llámame Flynn. Simplemente Flynn, como la ginebra.

—Flynn —dijo Sebastian—. ¿No hay algo…, en fin, algo raro en todo esto?

¿Raro? ¿Qué quieres decir con eso, muchacho?

—Quiero decir… —Sebastian se ruborizó—. No hay nada ilegal en esto, ¿no?

—Bassie. —Flynn meneó la cabeza apenado—. ¿Por quién me tomas, Bassie? ¿Crees que soy un ladrón o algo por el estilo?

—Oh, no, por supuesto que no, Flynn. —Sebastian volvió a ruborizarse un poco más—. Simplemente pensaba…, bueno, todos esos elefantes que vamos a cazar… deben de pertenecer a alguien. ¿No son elefantes alemanes?

—Bassie, quiero mostrarte algo. —Flynn dejó el vaso y, después de buscar en el bolsillo interior de su arrugado traje tropical, extrajo un sobre—. ¡Lee esto, hijo!

En la parte superior de la hoja de libreta se leía: Kaiserhof. Berlín. 10 de junio de 1912. Y a continuación:

Estimado señor Flynn O’Flynn:

Estoy preocupado por todos esos elefantes que están en la cuenca del Rufiji llenándose la panza con toda la hierba y destrozando todos los árboles y las cosas, así que si tiene tiempo, podría ir y cazar unos cuantos que se llenan la panza con hierba y destrozan los árboles y las cosas.

Muy atentamente,

Káiser Guillermo III

Emperador de Alemania

Una sombra de preocupación se abrió paso, entre nubes de ginebra, en la mente de Sebastian.

—¿Por qué le ha escrito a usted?

—Porque sabe que soy el mejor cazador de elefantes del mundo.

—Cabría esperar que escribiera mejor el inglés, ¿no le parece? —murmuró Sebastian.

—¿Qué tiene de malo su inglés? —preguntó sombríamente Flynn. Le había costado bastante escribir la carta.

—Bueno, sabe, esa parte sobre los elefantes que se llenan la panza… y lo dice dos veces.

—Ten en cuenta que es alemán. Ellos no dominan muy bien el inglés.

—¡Claro! No había pensado en eso. —Sebastian se mostró aliviado y levantó su copa—. ¡Buena caza!

—Brindo por eso. —Y Flynn vació su vaso.