Durante el camino de regreso a Visby, Maria estuvo ausente frente al volante. Cuando el Saab blanco que iba delante frenó de sopetón para torcer a la izquierda, estuvo a punto de empotrarse en su maletero. Algo similar le ocurrió en un adelantamiento, al no percatarse de un Audi agazapado en el ángulo ciego. Tenía la mente en otro lugar. Primero Per, y luego Mirja. En el rompecabezas de miles de piezas que era esa investigación, empezaba a distinguirse un patrón. Ya había un motivo.
Por la tarde fue a visitar de nuevo a Per con la esperanza de que estuviera despierto, pero dormía profundamente por las pastillas que le habían administrado, ni siquiera la oyó. Sobre la mesa, los pequeños envoltorios de aluminio de los comprimidos parecían un montón de escamas de pescado. Hacían falta muchas y potentes pastillas para noquear a un hombre como Per. En ese momento, sintió tal desolación que habría accedido a la propuesta de Mirja Fredlund con tal de que su amado Per recibiera la mejor atención posible. Por Per casi habría sido capaz de matar. Y esa era una idea realmente aterradora. ¿En qué nos convertimos cuando lo que más valoramos en la vida se ve amenazado? La salud, y la vida misma. Las personas sanas desean miles de cosas. El enfermo carece únicamente de una cosa. ¿Cuáles son las fuerzas opuestas que, a pesar de todo, consiguen que nos comportemos de un modo civilizado en la mayoría de los casos? ¿La esperanza en una sociedad justa y eficaz en la que todos reciban el mejor cuidado posible? Maria besó en la mejilla a su amado. Per desprendía un olor ácido a sudor. Probablemente el personal se había ofrecido a ayudarle a lavarse, y él se había negado a que le ayudaran. La camisa apestaba a angustia y suciedad.
Maria regresó a su casa de la calle Murgatan con el llanto en la garganta. Al caer la noche no pudo conciliar el sueño. Ahora pensaba en Per, ahora le daba vueltas a la investigación; la solución se perfilaba de un modo cada vez más nítido. Maria llamó a un aturdido Haraldsson para corroborar ciertos detalles relacionados con un contrato de garantía. Haraldsson, a su vez, tuvo que llamar a un empleado de banco en mitad de la noche. Seguidamente, Maria cogió el coche y puso rumbo a Roma. Existía un motivo, y junto a la cama de Per en el hospital había comprendido hasta qué punto era poderoso, tanto que le faltó poco para ceder a la oferta de Mirja y ocultar la verdad. ¿Por qué era Maria la única que tenía esa sensación? En ocasiones, el motivo es lo más sencillo, algo tan evidente que no se ve. No se aprecia como algo delictivo porque se acerca mucho a lo que cualquiera haría para defender lo suyo y la vida de sus seres queridos. Maria se detuvo en el arcén y llamó a Hartman. Tenía el teléfono apagado. Seguramente necesitaba dormir sin que nadie le molestara, lo cual le resultaba enormemente irritante en ese momento en que lo necesitaba para compartir sus pensamientos. Lennart Björk tenía sus motivos personales para ayudar a Mirja, pero no era el único que había puesto dinero en su empresa. Había más personas. Las cizallas se encontraron en la caseta de Móllebos. A Ingrid la mataron allí, y el desconsuelo de Signe no conocía límites. Pero ¿qué era lo que la afligía realmente? Verse sola en su vejez y debilidad.
Maria atravesó una Roma aún durmiente. En todo el trayecto desde Visby no se había cruzado con ningún coche. Eran las tres menos diez, empezaba a haber un poco de luz. Pasó junto a la iglesia, Kungsgárd y los baños públicos de Roma. Lejos, en la alameda, divisó a dos personas sobre una bicicleta, en plena noche, pero no les prestó atención. Había cosas más importantes que dilucidar. En un rincón de su conciencia percibió la luz que asomaba por las ventanas de la casa de Simón Bergvall, pero no se paró a pensar si eso tenía o no importancia. En su mente ya estaba allí.
Una neblina se cernía sobre el estanque del molino, adoptando constantemente nuevas formas y siluetas bajo la débil luz de la lámpara que había sobre la puerta de entrada. Signe había visto allí a un monje sin cabeza flotando encima del agua. Maria salió del coche y un grito desgarrador le erizó el pelo de la nuca. Seguido de un quejido prolongado. Echó a correr en dirección a la casa. La noche y el silencio amplificaban los sonidos. Sus zapatos golpeaban ruidosamente la arena del camino y los latidos de su corazón retumbaban en su pecho. Mientras tanto, el viento removía la tierra junto al agua, y hacía crujir las hojas. Y el grito… ese terrible grito que no cesaba. Maria entró en la cocina guiándose por el sonido. La llave estaba puesta en la puerta de la despensa. Los gritos provenían de ahí dentro.
—¡Socorro! ¿Hay alguien ahí?
—Estoy aquí.
Maria abrió, y Signe, que se encontraba apoyada sobre la puerta, salió disparada contra ella empuñando en su mano un cuchillo de trinchar. Fue tan inesperado… Debería haberse dado por vencida. Su mirada parecía furiosa y salvaje. Maria la esquivó, pero el cuchillo le rozó la mejilla, muy cerca del ojo. Signe alzó la mano en un nuevo intento. Maria agarró entonces su mano en el aire y la sujetó. El brazo de la anciana poseía una fuerza insospechada. Maria la miró a los ojos y en ese momento cada una supo lo que pensaba la otra.
—Todo ha terminado, Signe —dijo Maria, obligándola a soltar el cuchillo.
Cuando la anciana comprendió que no serviría de nada oponer resistencia, se derrumbó en una silla de la cocina y hundió la cabeza entre los brazos, apoyados encima de la mesa. Su cuerpo temblaba. Su grito lastimero retumbaba todavía en los oídos de Maria.
—¿Por qué lo hizo? —preguntó Maria, aunque ya sabía la respuesta.
Signe levantó la cabeza. Sus ojos rebosaban odio.
—¿Sabe lo terrible que es estar vieja y enferma?
El interrogatorio continuó al día siguiente en la comisaría. Signe pasó suavemente las yemas de sus dedos sobre el rubio y largo pelo de Maria.
—Tan hermosa, joven y amada. Tan adorable… ¿Ha pensado alguna vez lo que significa ser vieja y odiada… incluso repugnante?
—¿Así se siente? —preguntó Maria a la espera de que continuase.
—Después de todo lo que hice por Ingrid… Nunca pensé que me traicionaría de esa manera. Creí que cuidaría de mí como yo cuidé de ella.
—Era una mujer adulta. Tenía derecho a una vida propia, pero usted no opinaba lo mismo.
La imagen de los niños sacrificados en el Thing apareció en la mente de Maria, niños utilizados para aplacar a los dioses. De igual modo, Signe había sacrificado a Ingrid para aplacar el tiempo y disfrutar de una mejor vejez.
—No tenía intención de que muriera. Simplemente, me decepcionó tanto… Me enfureció que se burlara de mí. Nunca le había oído decir cosas tan terribles. Puso en duda mi amor por ella. Afirmaba que había destruido su vida. Le dije que siempre me había portado bien con ella, mejor de lo que merecía. Entonces sacó su puto móvil… —dijo Signe, sorprendida por su propio exabrupto. No era habitual oírle expresarse en esos términos—. Sacó su puto móvil y reprodujo cosas que yo había dicho. Se lo arrebaté y salí al jardín para arrojarlo al estanque. Ella me siguió y trató de quitármelo. Entonces le golpeé con la barra de hierro, como cuando era pequeña.
—¿En la Casa de los Monjes?
—Fuera. La cargué en la bicicleta y la llevé hasta la casa de piedra. Para que nadie viera… Yo no quería que muriera. Me enfadó y me decepcionó tanto… No podía tratarme de esa manera. Pretendía abandonarme cuando más la necesitaba.
—Más tarde, ese mismo día, Mirja le hizo una propuesta, ¿no es cierto? Firmó un contrato con su casa como garantía a cambio de poder vivir el resto de sus días una vida de lujo en la residencia para mayores de Björkóbrunn. —Signe se disponía a protestar pero Maria la cortó—. He confirmado ese dato. Entonces Frida comenzó a excavar y puso en peligro todo el proyecto. Bastaba con callar a Frida Norrby para poder asegurarse una plácida vejez. ¿No fue así?
—No quiero pasar las horas como un bulto en un centro geriátrico donde el personal se halle sometido a la máxima presión. Estoy segura de que hacen lo que pueden, pero tan pocas personas no alcanzan para tanto. ¿Le gustaría que le dieran de comer deprisa y corriendo, que la lavaran la número catorce de quince, pasarse todo el día sentada y que luego la acostaran rapidito? Quiero que alguien dedique tiempo a hablar conmigo, quiero poder salir y ver el mar todos los días. Quiero sentarme a una mesa elegantemente dispuesta y beber vino en una copa de cristal, aunque sea con una pajita. Quiero vivir hasta que mi vida se acabe. Bastaba con silenciar lo de la búsqueda de ese obispo para que las cosas se arreglaran. Mirja no tuvo nada que ver, no sabía nada. Fui yo la que me encargué de callar a Camilla.
—¿En qué pensó cuándo la encerró en la sauna? ¿Acaso la vida de ella valía menos que la suya?
—Iba por ahí propagando peligrosos rumores. Cada uno arrima el ascua a su sardina. Yo no la conocía. Una muchachita impertinente e ignorante… Tenía asma; se le oía de lejos. Recorté las cuñas metálicas y me las llevé a los baños junto con un martillo. Fue de lo más sencillo. Probablemente se quedó dormida. No creo que sufriera demasiado. Todo fue bastante rápido; comparada con todos esos que se pasan años en los centros geriátricos públicos, fue una muerte de ensueño.
—Ahí se equivoca completamente —dijo Maria, sentía que la ira emergía de debajo de su piel y le pinchaba los dedos—. Se asfixió lentamente envuelta en ese calor. ¿Me ha oído bien, Signe?
Signe hizo un gesto con la mano, como si apartara un olor desagradable.
—Lo de Frida, aunque la odiara por lo que me había arrebatado, fue peor. Prender fuego a su casa me resultó más penoso. Nos conocíamos tan bien… Nos detestábamos pero nos respetábamos mutuamente, no sé si me comprende… —añadió Signe con una risa seca—. Pensaba que ella estaba dentro cuando lo del incendio. Debía haber estado —prosiguió con una risa áspera y hueca, a oídos de Maria aún más estremecedora que sus lamentos—. ¿Qué va a ser de mí ahora? —preguntó Signe.
Maria apretó las mandíbulas antes de responder.
—Eso no depende de mí —dijo. «Y tienes suerte de ello, Signe Nilsson», agregó para sus adentros.
Maria apagó la grabadora y abandonó la habitación. Necesitaba aire.
Los días siguientes estuvieron repletos de labores administrativas y de un intenso acoso mediático. Maria se entregó a su trabajo, pero en cuanto perdía un poco la concentración, su mente estaba con Per. Una inquietud constante que se acrecentaba cuando no la dejaban verlo. A través de la prensa y la televisión pudo seguir el debate sobre Birka. Algunos trataban de restar importancia al hallazgo del obispo Unni, consideraban que nada había cambiado realmente. Birka fue una ciudad muy antigua con un millar de habitantes, y el papel de Gocia nunca se había puesto en tela de juicio; simplemente había pasado a un segundo plano. Una isla poderosa en la que vivían veinte mil vikingos acaudalados, aunque sin clase alta, que desarrollaron una forma temprana de democracia. Aquí se halló el mayor tesoro de plata de la época vikinga, y constantemente aparecían nuevas pruebas de la actividad comercial que mantenían con todo el mundo entonces conocido, así como de la superioridad de la isla en tanto que metrópoli comercial. ¿No era eso suficiente?
Sin embargo, los arqueólogos consideraban que el descubrimiento de la tumba del obispo obligaba a reinterpretar la historia de Suecia, evidencia de que el poder reescribe su historia a posteriori en función de sus fines políticos. Gocia no era sueca cuando se escribió la historia, por lo que resultaba más conveniente situar el puesto comercial dentro de los límites del país, concretamente en Björkó, que en Gocia.
En lo que a Mirja Fredlund respectaba, el hallazgo supuso una catástrofe económica. La Dirección del Patrimonio Nacional revisó sus planes y dictaminó que no se habían elaborado correctamente, por lo que retiró su derecho de contrata. Financiadores y patrocinadores abandonaron el proyecto. El personal asistencial fue liberado de sus contratos, y Maria leyó en el diario de la mañana que el médico experto en depresiones graves tomaría inmediatamente posesión de una cátedra en el Instituto Universitario Karolinska. Se lanzó entonces al teléfono para llamar a Rebecka, que no tardó en contestar.
—Lo sé. Me enteré ayer y ya he hablado con mi colega de psiquiatría. Murman va a atender a pacientes y voy a hacer todo lo posible para meter a Per en esa lista de espera. Acabo de contarle la buena noticia y él ha preguntado por ti. Me ha dicho que quería que vinieras. ¿Tienes tiempo? —¡Todo el tiempo de mi vida!