Una vez que hubo abandonado la sala y supo que Per no podía oírle, Maria se dejó vencer por el llanto. Quería evitar sobrecargarlo con su dolor. Una madre con un niño pequeño de la mano pasó por el corredor y Maria volvió la cara hacia la pared. Tenía que tratar de controlarse hasta que estuviera sola. Debía ayudarle de alguna manera. Uno no puede dejar en el infierno a la persona a la que ama, aunque te lo ruegue. Sin pararse a reflexionar si contaba con el valor necesario para hacerlo, llamó a la puerta del despacho de Rebecka y, pese a que el piloto rojo indicaba que estaba ocupada, entró. Por suerte, Rebecka se encontraba sola frente al ordenador.
—Sabría que vendrías tarde o temprano… Bueno, entonces ya lo has visto —dijo Rebecka, quien de pronto parecía cansadísima—. Quería evitaros esto. A ti y a él. En realidad, Per no quería que lo vieras en ese estado, pero le remuerde la conciencia porque tú tenías esperanzas de que volvierais juntos.
—Soy una persona adulta. ¿Qué podemos hacer para ayudarle? —preguntó Maria dejándose caer en la silla situada frente a Rebecka. No pensaba dejarlo en la estacada antes de asegurarse de que se estaba haciendo todo lo posible por él.
—Lo han tratado con electroshock.
—¿Electroshock? —repitió Maria, atónita—. ¿Por qué?
—Los fármacos no servían de nada. La terapia por electroshock es lo único que le ayuda. Ahora se siente mejor. Veo que no me crees, pero en los últimos meses no ha salido de la cama. Ni siquiera hablaba conmigo. No quería vivir —dijo Rebecka; su voz se redujo a un susurro—. Salió vivo del tiroteo casi de milagro. Debería estar exultante por seguir vivo, pero lo único que quiere es morirse. Es realmente una paradoja.
—¿Qué va a pasar ahora? ¿Qué podemos hacer?
—Como comprenderás, lo hemos intentado todo. Bueno, casi todo. Hay un fantástico médico y terapeuta experto en depresiones graves. Practica la estimulación profunda mediante electrodos, un método bastante efectivo pero costoso. Demasiado caro para la sanidad pública.
—¿Puede ser algo demasiado caro cuando se trata de salvar la vida de alguien? ¿Cómo es posible siquiera hablar de dinero en esas circunstancias? —se indignó Maria; una sensación de impotencia y cólera le corría por las venas.
—Solo hay una caja. Cuando se rebajaban los impuestos, hay menos dinero para aquellos que realmente lo necesitan. Han abierto un nuevo centro de spa y rehabilitación, Björkóbrunn, en la localidad de Björkó, en el lago Málaren. Ese terapeuta, Philip Murman, trabaja allí a tiempo completo. El centro está atendido por médicos las veinticuatro horas del día. Es el mejor entorno para relajarse. La única pega es que cuesta treinta mil coronas a la semana.
—¡Me tomas el pelo!
—Per necesitaría pasar dos meses allí, pero no podría pagarlo ni aunque vendiéramos la casa. El precio de la vivienda ha bajado, así que si vendiéramos ahora solo podríamos liquidar la hipoteca.
—¿Crees de verdad que Philip Murman podría ayudarle?
Maria estaba dispuesta a sacrificarlo todo con tal de que Per se recuperara, o al menos que se sintiera mejor, aunque conseguir ayuda implicara un esfuerzo sobrehumano. La necesidad carece de ley.
—No puedo garantizar nada, claro, pero no sé de nadie más competente. Per ha probado todo lo que conocemos y nada le ayuda.
—Puedo hipotecar mi casa. Cooperemos a partes iguales —dijo Maña sin dudarlo un instante.
—Por desgracia, yo no dispongo de ese dinero. Antes de que dispararan a Per, había decidido divorciarme. No quiero sacrificar todo lo que tengo en esto. Perdóname, pero acabo de invertir en una nueva vida, con otro hombre.
—¿Cómo puedes ser tan mezquinamente materialista? ¿Y si es su única posibilidad de sobrevivir? ¡Es el padre de tus hijos!
—Las probabilidades son pocas. Además, ya he sacrificado bastante. ¿Cuánto crees que he trabajado estos meses que ha estado ingresado en el hospital?
—Yo podía haber colaborado.
Le costaba aceptar la fría determinación de Rebecka. Era imposible que hablara en serio. Dejarlo en el estado en que se hallaba cuando había una posibilidad de curación… Además, si sufría una depresión profunda existía el riesgo de que intentara quitarse la vida.
—Per no quería que nadie se inmiscuyera en esto. Se avergüenza de que le hayan diagnosticado un cuadro psiquiátrico. Mañana lo trasladarán a la unidad de psiquiatría. He intentado hacerle entender que eso puede ocurrirle a cualquiera, pero no ha servido de nada. Como ya te he dicho, él quería evitarte todo esto. Tampoco aceptaría que sacrificaras todo lo que tienes. Ahora bien, yo deseaba darte la oportunidad de que lo decidieras por ti misma después de que vieras cómo están las cosas.
—Entonces, contabas con que vendría y estaría dispuesta a pagar…
—Para serte sincera, sí. Tú le amas —repuso Rebecka al tiempo que cogía una carpeta del escritorio y sacaba un prospecto gris y verde de sobrio diseño—. Léelo y luego llámame para que te ayude con los contactos y demás.
—Hablaré con el banco esta misma tarde para ver cuánto me pueden prestar —dijo Maria, temblorosa, imaginando la suma que eso podía suponer—. ¿No puede recibir ninguna ayuda de la sanidad pública? ¿Algún tipo de subvención?
—No para adquirir un servicio externo de este tipo. Per está en lista de espera para el psicólogo del servicio municipal de salud, pero la lista es larga. También he estudiado todas las opciones de indemnización. El problema es que no puede cobrar hasta que no se determine el grado de invalidez. Además, resulta más difícil sacar algo por daños psíquicos que por lesiones físicas, que pueden certificarse mediante radiografías. Lo que él necesita ahora es dinero.
—¿Cuántas personas mueren en lista de espera? —preguntó Maria sin poder contenerse—. ¿Cuántos fallecimientos se calculan a la hora de elaborar el presupuesto?
Me estoy convirtiendo en una bruja, pensó para sus adentros. Y esto solo es el comienzo.