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Maria Wern puso la televisión en la sala de personal.

«—A las dos de esta madrugada una mujer fue atacada en su jardín en Roma. La policía sospecha que pueda tratarse de un nuevo acto perpetrado por la misma persona que ha asesinado a varias mujeres en esa localidad. El comisario Tomas Hartman se halla en el lugar de los hechos. ¿Cuál es la situación?

»—Estamos intentando obtener pruebas. Todavía no podemos confirmar que detrás de este suceso se halle la misma persona que cometió los otros crímenes.

»—Se dice que la mujer fue agredida con una pala.

»—Eso es algo que no puedo confirmar».

Hartman no era generoso en sus respuestas, pero el reportero no se daba por vencido.

«—¿Qué pruebas han encontrado? ¿Podría precisarlas? ¿Es cierto que la golpearon con una pala? ¿Han hallado huellas dactilares? ¿De quién sospechan? Seguramente tienen a algún sospechoso… ¿No le parece que la opinión pública tiene derecho a saberlo?».

Las preguntas se sucedían con rapidez y agresividad. Si el periodista hubiera querido realmente conocer la versión de la policía, las habría planteado de una en una y habría esperado a escuchar la respuesta. Aquello no era más que una exhibición de cara a la galería.

«—Estamos trabajando a partir de una hipótesis. Si se la explico, la conocerá también el asesino. Necesitamos la colaboración de los ciudadanos, información, observaciones que hayan podido hacer durante la noche, también sobre los anteriores crímenes.

»—¿Qué puede decirles a todos aquellos que temen quedarse en Roma? ¿Adónde pueden ir? ¿Cree que la opinión pública debe conformarse con una descripción tan somera de su actuación?

»—Por el momento, sí. La investigación así lo requiere».

La cámara hizo entonces zoom sobre el reportero.

«—En la pequeña localidad gociana de Roma, el pánico es total. Vemos ventanas vacías y casas desiertas. La gente se marcha a la ciudad y se teme una ola de robos en el pueblo abandonado. En algunas casas se han concentrado varias familias. Se dice que, para defenderse, han sacado armas que habían permanecido guardadas durante largo tiempo. En breve conoceremos a los Enoksson, que junto con dos familias vecinas han montado turnos de vigilancia para hacer frente a futuras amenazas nocturnas. “No dudaremos en echar mano a las armas”, ha declarado Mats Enoksson a este informativo».

Maria Wern apagó el televisor y salió de la sala para hablar con Hartman, que había regresado de la rueda de prensa celebrada en el aula de conferencias de la jefatura de policía. Si aquella se hubiera prolongado, Maria se habría visto obligada a interrumpirla. El oficial de guardia había enviado otra patrulla a Roma.

—Hemos recibido una nueva llamada de emergencia de Roma —dijo Maria en cuanto estuvieron lo suficientemente apartados para que los demás no pudieran oírlos—. Un hombre se ha caído por las escaleras de su casa. Está inconsciente y camino del hospital. No puede excluirse la posibilidad que lo hayan agredido. Su vecina, Bibbi Johnsson, lo halló en el suelo. Se trata del sacristán, Lennart Björk, le interrogué el día después de los asesinatos de las mujeres. ¿Lo recuerdas? —preguntó Maria, y se dio cuenta al instante de lo que había dicho: «los asesinatos de las mujeres». Las precipitadas conclusiones de los medios de comunicación pueden contaminar rápidamente la neutralidad necesaria en una investigación y excluir otros motivos. Habían atacado a Lennart Björk muy cerca de la casa de Mirja Fredlund. Era la excepción a la regla de que solo las mujeres podían ser víctimas de quien estuviera detrás de aquello. Maria se preguntó si podía haberlo evitado. Tras el interrogatorio, cada uno se había ido por su lado; el riesgo de que le sucediera algo a Lennart no parecía mayor que el de cualquier otra persona, sobre todo si creías que el criminal solo tenía a las mujeres en su punto de mira.

—¿En qué estado se encuentra? ¿Podemos interrogarlo? —repuso Hartarían; tenía un aspecto envejecido, ajado. No todo el mundo sabe hacer frente a una emisión en directo. Tan pronto como las aguas volvieran a su cauce, tal vez debería retomar el curso sobre la relación con los medios de comunicación. El arte de no decir nada o, simplemente, de decir aquello que uno quiere de una forma convincente y cortés.

—No, nos avisarán del hospital si se despierta.

—¿Tan mal está? —preguntó Hartman pasándose la mano por su abundante cabello—. En ese caso, propongo que vayamos a Roma, recojamos a Erika Lund y nos hagamos cuanto antes una idea de lo sucedido.

Maria se mostró de acuerdo.

—Eriksson y Haraldsson ya están allí. Han establecido un cordón policial. En breve tendremos todo el municipio rodeado con cinta blanquiazul.

—¿Qué ha dicho Bibbi Johnsson? —inquirió Hartman mientras ojeaba su correo electrónico; acto seguido, cerró la ventana del navegador y apagó el ordenador. Maria le alcanzó su chaqueta—. Hasta el momento, ha estado siempre en primera línea de fuego cuando ha ocurrido algo.

—El perro empezó a ladrar a las cuatro de la madrugada. Bibbi Johnsson oyó un coche que salió derrapando y subió al cuarto de baño. Luego, por la ventana de la cocina vio a un hombre que llevaba en brazos un saco muy grande o algo por el estilo. Salía de la casa del sacristán. Después arrancó un coche algo más lejos, pero no pudo verlo. Había luz tras la puerta abierta, y eso le hizo sospechar que pasaba algo, ya que Björk nunca dejaría la puerta de entrada abierta. Bibbi descolgó entonces de la pared la antigua escopeta de su padre, que está en un asilo pero guarda su colección de armas en casa de su hija. —Maria se agitó incómoda. Las personas con miedo pueden ser peligrosas, y si además tienen un arma en las manos, cualquier cosa es posible—. Bibbi cogió la escopeta pero no fue a casa de Björk hasta tres horas después. Le costó decidirse. «Uno no puede ir a molestar a la gente en mitad de la noche», dijo. Cuando llegó, a las siete de la mañana, él estaba inconsciente al pie de la escalera. Bibbi no llevaba el móvil encima, así que llamó desde el teléfono de la cocina de Björk. Conviene que Erika esté al corriente de eso a la hora de buscar huellas.

—¿Qué han dicho los agentes que están allí? ¿Han encontrado algo?

—Parece que hubo una disputa en el piso de arriba. Hay una silla tirada y un pedestal con un florero por los sucios, así como restos de sangre en una alfombra del vestíbulo de la segunda planta. Erika nos dará más detalles.

En ese mismo instante vieron que Erika se acercaba. Maria confirmó que estaban listos para irse y se dirigieron juntos hacía el coche.

—Espero que no hayan toqueteado nada. Ya es suficiente con que Bibbi Johnsson haya metido las narices jugando a los detectives en otros lugares. Todavía no sé quién la dejó entrar en la casa de Camilla Ekstróm. Había huellas dactilares por todos los sitios —comentó Erika, contrariada—. Obtener pruebas técnicas es una verdadera pesadilla cuando no se preserva bien el lugar.

—Fue la primera persona que llegó a Móllebos después de que acordonáramos la zona. Apareció en bicicleta. Se niega a contestar cómo se enteró de lo que había pasado. Esa mujer es una cotilla. Igual resulta que escucha la frecuencia de la policía.

Hartman se sentó en el asiento trasero.

—Me avergüenza confesarlo, pero fui yo quien la dejó entrar en la casa de Camilla Ekstróm. Es una profesional. No tenía ninguna posibilidad contra ella. Traté de cubrir el hueco de la puerta con mi torso para impedirle el paso y ella se puso como una fiera, llorando y tirándose a mi cuello. ¿Qué podía hacer? No iba a dejar que se derrumbara en el suelo, ¿no? Y entonces aprovechó para colarse, veloz como un hurón, en busca de noticias. Fue una acción totalmente calculada. Todavía no entiendo cómo lo hizo. Un verdadero enroque. El arte del movimiento a lo Bibbi todavía está por descubrir.

—Seguro que en casa de Björk no queda resquicio alguno donde ella no haya puesto ya sus pringosos dedos —repuso Erika, dando una patada a unas chinas que rebotaron contra el tapacubos del coche.

Pese a lo temprano que era, un grupo de curiosos se había congregado ya junto al cordón policial de la casa de Lennart Björk. El murmullo de indignación penetró en el coche antes incluso de que abrieran las puertas. Cuando Hartman franqueó el camino a sus dos colegas se hizo un silencio absoluto. La gente esperaba una explicación, entender mínimamente la maldición que se había abatido sobre la comarca, pero Hartman no podía decirles nada que pudiera calmar su inquietud. Cualquier cosa habría sonado falsa y generado aún más miedo. No podía garantizarles que no volvería a ocurrir la noche siguiente, o la otra. Y, por si eso no bastara, cuando abrieron la puerta se encontraron con que Bibbi Johnsson estaba dentro de la casa, sentada en la escalera por la que había caído Lennart Björk. La custodiaban dos agentes. Tenía una bolsa de patatas fritas en las manos. Erika Lund soltó un sonoro improperio.

—La pillamos después de que se metiera en la casa escalando hasta la ventana de la parte de atrás —explicó Eriksson. Bibbi Johnsson trató de levantarse y él la sujetó.

—¿Con qué fin, Bibbi? —preguntó Hartman, ligeramente desconcertado—. ¿Qué pretendías hacer aquí dentro?

Bibbi Johnsson cerró con fuerza la boca y los ojos, como para aislarse de Hartman.

—Si no piensas contárnoslo, tendremos que suponer que querías destruir pruebas —intervino Erika, clavó su mirada en ella y se acercó amenazante—. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo? Si no nos dices qué pretendías, tendremos que llevarte a comisaría para interrogarte.

—Eso no os importa. Era algo entre Lennart y yo. Tiene algo que me pertenece y estoy en mi derecho de llevármelo.

—¿De qué se trata? —preguntó Lennart, paciente, aunque en su voz se advertía que estaba a punto de estallar. Le costaba no perder los papeles ante la actitud infantil de esa mujer. La habría zarandeado allí mismo, con su barbilla altiva, su boquita enfurruñada y sus ojos cerrados de enfado.

—Una fuente —confesó Bibbi tras un momento de reflexión—. Blanca y azul. Nunca devuelve lo que se le presta. De hecho, la tiene desde la víspera de San Juan del año pasado.

—¿Y te parece que después de ese brutal ataque era el momento más adecuado para recuperarla? —le espetó Maria sin poder contenerse. Lennart Björk estaba en el hospital, debatiéndose entre la vida y la muerte, y esa mujer tenía los redaños de meterse en su casa en busca de una fuente que le había prestado.

—Bueno, también tengo una cosa en su oficina… Si me dejáis recogerla, no os molestaré más —respondió Bibbi; acto seguido se metió en la boca un puñado de patatas, se levantó y apoyó ambas manos en la barandilla. Erika le lanzó una mirada asesina: acababa de dejar nuevas marcas de grasa en la madera.

—Eriksson, llévatela al coche y seguid hablando allí del asunto. Aquí tenemos que trabajar —ordenó Hartman.

Su colega hizo un gesto de resignación a modo de respuesta. Lo último que le apetecía era continuar la discusión con Bibbi Johnsson.

—¡Tengo derecho a coger lo que es mío! —vociferó Bibbi desde la puerta mientras trataba de deshacerse de su guardián—. ¡No podéis impedírmelo!

Erika Lund soltó un profundo suspiro en el momento en que Haraldsson apareció portando un fajo de cartas en la mano. No llevaba guantes. Ni siquiera un trapito para evitar dejar nuevas huellas.

—Seguramente quería esto. Cartas de amor —aclaró el agente—. Son tan ridículas que comprendo que no quisiera que nadie las leyera. Escuchad esto…

—¡Déjalo y sal de una vez! Como toquéis algo más aquí dentro, paso de todo y me vuelvo a la comisaría, ¡al menos allí seré de más utilidad! —exclamó Erika, su voz retumbó en toda la casa.

—Salgamos todos —ordenó Hartman.

—Me pregunto qué puede ser esto. —Maria, en el piso de arriba, contemplaba, con ambas manos a la espalda, la reproducción en blanco y negro de la lápida—. ¿Alguno de vosotros ha estudiado latín?

Hartman se detuvo en la puerta.

—Yo estudié latín en el instituto, pero de eso hace ya mucho —respondió y, sin tocar la baranda, fue al encuentro de Maria. Buscó las gafas en el bolsillo interior de su chaqueta y las sacó. Al poco dijo—: No estoy del todo seguro, pero Marianne es un hacha con el latín.

Cogió el móvil, habló un momento con su esposa y finalmente dijo:

—Nos sale «Obispo Unni».

—¿Obispo Unni? Tal vez sea algo importante —repuso Maria, que no creía haber oído antes ese nombre.

—Lo mejor será que te encargues de comprobarlo. No parece algo muy reciente que digamos. Me pregunto si Unni es nombre propio o apellido.

—Muy bien, pensaré en cómo resolver ese asunto. El problema es que no conozco a ningún experto en historia eclesiástica.

Bajo otras circunstancias, podría haber hablado con Lennart Björk. ¿A quién podía preguntar? Dejó volar sus pensamientos mientras escuchaba distraídamente a Hartman y Erika.

—Bibbi Johnsson vio salir a un hombre por esta puerta. Llevaba un saco grande o un fardo. ¿Qué pudo haber sido? Después oyó arrancar un coche, pero no lo vio.

—Tenemos a un testigo que vio a un hombre subir en coche desde el camino de tierra de detrás de la casa —dijo Erika, y en ese preciso instante Haraldsson regresó y escuchó su resumen—. Era un hombre solo, y el coche, un Toyota Carina de color burdeos. Iba en dirección a Visby.

Hartman rebuscó en su memoria, pero Haraldsson se le adelantó:

—Joakim Rydberg tiene un Toyota Carina. Anoche, después del ataque que sufrió Mirja Fredlund, nos pusimos en contacto con él; nos aseguró que iría a la comisaría, pero aún no lo ha hecho. El oficial de guardia acaba de confirmármelo.

—En ese caso hay que ordenar su búsqueda —dijo Hartman volviendo a echar mano a su móvil.

—El oficial de guardia me ha comunicado otra cosa un tanto peculiar —añadió Haraldsson con una amplia sonrisa—. Sobre la bañera del cuarto de baño de Joakim Rydberg han encontrado unas medias de señora de esas del año catapún, color beis, y también ropa interior en remojo dentro de un cubo. O sea, ropa interior de señora mayor de color salmón; podría ser para disfrazarse o podría ser de una señora muy vieja.

—¡Frida Norrby! ¡Tal vez la tenga de rehén! —exclamó Maria, que había pensado mucho en esa respetable señora, esperando y deseando que estuviera viva.

—Pero ¿por qué narices? ¿Para qué iba a tenerla escondida?

—Eso no lo sabemos, pero sabemos que se conocen —dijo Hartman—. Joakim la llevó en taxi la noche en que se supone que ambas mujeres fueron asesinadas. ¿Proporcionó el testigo alguna descripción del hombre del vehículo? —preguntó sintiendo que recuperaba el ánimo. Por fin algo sobre lo que trabajar.

—Según Bibbi, era alto, delgado y de pelo oscuro. El otro testigo solo dijo que era un hombre de estatura algo superior a la media.

—Entonces, ¿es posible que Frida Norrby haya estado todo este tiempo en el apartamento de ese chico? —intervino Erika—. Si es así, seguramente podemos conseguir bastantes huellas. Tal vez en la orden de búsqueda deberíamos indicar que es probable que se hallen juntos. —Erika había humedecido la mancha de sangre del suelo para extraer el ADN; luego se puso a duras penas en pie con la mano en el costado—. Parece que no me voy a aburrir. ¿Quién me lleva a la ciudad?

—Yo me quedo aquí —dijo Maria—. Creo que Gunnar Fredlund tal vez pueda decirme quién fue el obispo Unni.