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Lennart Björk, el sacristán, estaba alteradísimo por lo ocurrido. No quedaba ni rastro de la pulcra compostura que había mostrado en el anterior interrogatorio. Llevaba el pelo alborotado, la camisa por fuera de los pantalones y chanclas de color celeste en los pies.

—¿Dónde está Mirja? ¿Cómo se encuentra? ¡Es terrible! —clamó mientras sorteaba a los agentes de policía para llegar a la cocina. Una vez allí, abrazó, besó en la frente y acarició el pelo de Mirja de un modo que dejó un tanto sorprendida a Maria. Aquella parecía una relación demasiado cariñosa entre casero e inquilina—. Dile a la policía exactamente lo que ha pasado, Mirja. Cuéntaselo —le imploró.

—No comprendo qué quieres decir —repuso Mirja mirándolo con evidente asombro.

—¡Qué tu esposo te maltrata! —clamó lo más alto y claro que pudo. Alzó la mirada para asegurarse de que Maria lo había oído—. ¿No es cierto? Ya no puedes aguantar más. Tienes que denunciarlo.

—¿De dónde has sacado eso? —dijo Mirja; el labio superior le temblaba ligeramente. Se diría que iba a explotar en un llanto, o tal vez en una carcajada. Maria no sabía a qué atenerse.

—Yo mismo le he oído decir que te iba a matar.

—Claro que sí. Me lo dice varias veces al día. Es posible que de vez en cuando a Gunnar le entren ganas de darme una paliza, pero luego lo piensa mejor y decide que no merece la pena. Estoy en forma y le devolvería los golpes. Nunca en la vida me ha pegado, Lennart. Me ha agredido un extraño. Maria Wern puede corroborar que Gunnar dormía como una marmota y no movió un dedo para ayudarme. Las fuerzas solo le alcanzaron para llegar hasta el frigorífico. Luego se le agotaron las pilas. Una cerveza y de vuelta a la camita —dijo Mirja con una risa seca.

—Quisiera hablar con usted a solas —terció Maria Wern, apartando a un lado con un movimiento decidido a Lennart Björk y llevándolo al despacho. Encendió entonces la grabadora que llevaba en la cartera y registró sus datos personales, la fecha y el lugar.

—No se lo va a creer. De camino aquí en el coche vi a Frida Norrby contemplando las ruinas de su casa. Tenía muchísima prisa, así que no me detuve para asegurarme, pero juraría que era ella. Su ropa, su pelo. La falda larga, el pelo recogido en un moño desaliñado y la rebeca grande con motas marrones sobre los hombros. Pensaba que no estaba viva.

—Un momento, por favor.

Maria transmitió esa información a la central de emergencias. Una patrulla inspeccionaría de inmediato los alrededores de la iglesia.

—Aunque lo más característico en ella es su porte. Frida suele inclinarse ligeramente hacia atrás con las manos en los costados. Tenía que ser ella… o su fantasma. Las farolas estaban encendidas, pero allí arriba, en la iglesia, no se ve muy bien.

—¿Ha visto algo más esta noche? —preguntó Maria acercando la grabadora. Lennart hablaba realmente bajo. Hacer que los demás se sientan estúpidos por no oír, y obligarles así a aproximarse y adaptarse a uno, puede constituir un mecanismo de poder.

—Si realmente era Frida, me pregunto dónde ha estado todo este tiempo. Debe de haber tenido comida y un techo donde guarecerse. Todos saben que la policía la anda buscando. ¿Dónde se ha ocultado?

—También a nosotros nos encantaría saberlo. ¿No observó ninguna otra cosa de camino aquí, o antes? ¿Le despertó la llamada de Mirja? —inquirió Maria sin dejar de mirarle mientras Lennart jugueteaba nervioso con un bolígrafo que había encontrado en el escritorio. Siguió sacando y metiendo la punta hasta que Maria le pidió con un gesto que lo dejara. Era irritante. Todo él era irritante, y si no alzaba la voz y dejaba de mascullar las palabras había un riesgo inminente de que Maria, que no había pegado ojo en toda la noche, estallara. Le agarraría el pescuezo hasta que empezara a gritar como un cerdo en la matanza. Maria se regodeó en ese pensamiento.

—Me desperté cuando llamó.

—¿Qué tipo de relación tiene con Mirja Fredlund? No pude evitar observarles cuando llegó.

Lennart Björk probablemente no esperaba tener que responder a preguntas sobre su vida privada. Abrió la boca, pero de ella no salió ningún sonido.

Maria repitió la pregunta.

—No veo que eso guarde relación alguna con el asunto —replicó el sacristán bruscamente.

—Pues la tiene. Créame.

La voz de Lennart se convirtió de nuevo en un susurro.

—Su marido… Soy tan tonto que pensé que su marido se había enterado de lo nuestro… Que quería matarla por lo que habíamos hecho, Pero parece que no está al caso. Espero que esto quede entre los dos —dijo quitándose las gafas y frotándose los ojos con el dorso de la mano.

—No puedo prometérselo, pero tampoco veo la necesidad de difundirlo.

Maria no podía dejar de pensar en los talones de Mirja y la mejoría que habían experimentado. Erika tenía razón. Ahora podía exhibirlos en caso de que alguien quisiera besar el empeine de los pies de la dama. ¡Puaj! Trató de ahuyentar las imágenes que habían aparecido en su cabeza.

—Si esto saliera de aquí sería una catástrofe. Para ella. La amo de verdad, pero Mirja no puede dejar a su esposo. Gunnar no se las arreglaría sin ella. Al menos eso dice. Aunque creo que es más bien ella la que no está dispuesta a renunciar a ciertas ventajas —dijo mirando inquisitivo a Maria para saber si ella también pensaba que Gunnar necesitaba a alguien que le acompañara para no sucumbir.

Pero Maria no comentó nada. Era policía, no orientadora familiar.

—He oído que Ingrid y usted salieron juntos hace mucho tiempo.

—¿Qué demonios es esto? —exclamó Lennart con una rabia de la que Maria no le creía capaz. De repente su voz era potente y clara.

Maria respondió en el mismo tono.

—Esto es un interrogatorio policial en el curso de una investigación criminal. Estamos tratando de entender por qué varias mujeres de Roma han sido asesinadas o atacadas por un desconocido. Existe la posibilidad de que sea una misma persona y tenemos la intención de averiguar quién es y por qué lo ha hecho. Así pues, ¿Ingrid y usted fueron pareja? ¿Quién dio la relación por terminada? ¿Qué pasó? —preguntó Maria preparándose para la posible reacción de Lennart.

La respuesta no se hizo esperar.

—¿Eso qué mierda le importa? —rugió Lennart, rojo de indignación. Apretó fuertemente los puños y Maria sopesó por un momento la posibilidad de solicitar la presencia de Mirja, pero cambió de idea. Era mejor que no se moviera. Maria se había colocado intencionadamente junto a la puerta para poder escapar fácilmente si Lennart se volvía agresivo. Tras tantos años de servicio, eso era algo que hacía sin necesidad de pensarlo. Bajo esa apariencia controlada había percibido, ya en el primer interrogatorio, una ira oculta. La amabilidad exagerada, esa sonrisa que nunca llegaba hasta los ojos…

—Eso no tiene nada que ver con los asesinatos —dijo Lennart con voz cansada—. No me torture más. Lo pasado, pasado está, y es mejor dejarlo en paz.

—¿Fue ella la que puso fin a la relación? —lanzó Maria tratando de adoptar un tono objetivo. La conmiseración podía interpretarse como una burla.

—Sí, y seguro que se ha enterado por Mirja de esa horrible historia del niño que Ingrid…

—Quiero oír su versión.

—Ingrid no deseaba tenerlo a pesar de lo avanzada que estaba. No quería la responsabilidad que supone un hijo, ser el origen del sufrimiento de un niño, decía. Fue tan repentino… Primero se alegró, pero luego apareció en casa con un instrumento del hospital para sacárselo. Tuvo una hemorragia terrible, pero se negó a acudir al hospital. Enterramos a esa cosita al lado de la iglesia. Junto al muro.

Maria recordó aquellos restos de un niño que habían hallado en la casa de Frida. Erika los había datado en la Edad del Hierro. Una extraña coincidencia.

—¿Alguien más se enteró de esto? —dijo Maria pensando en Signe.

—La madrastra de Ingrid, Signe, encontró la ropa llena de sangre. Le hubiera gustado tanto tener a un niño en la casa… pero después de eso Ingrid se puso muy enferma. Rompió su relación conmigo y se negó a ver a nadie. Pasó más de un año hasta que volvió a trabajar. Además, se lo conté a Mirja, pensé que tenía que hacerlo si íbamos a vivir juntos. ¿Se enteró por ella? —preguntó totalmente hundido—. Contésteme. ¿Fue Mirja quién se lo contó?

Maria asintió con la cabeza. Mirja le había confesado en la fiesta lo que sabía.

Lennart se cerró en banda y calló. Su silencio estaba repleto de significados implícitos. Maria podía apreciar las variaciones en su rostro. Entonces palideció y apretó las mandíbulas con un chasquido.

—No tenía que haber confiado en ella. Estaba borracha, seguro. Ebria, fuera de sí y charlatana. El mayor dolor de mi vida fue para ella una galletita de su café de sobremesa. Es tan triste que uno no pueda confiar en nadie… Cuando la pille por banda…

Maria lo miró pensativa. Lennart debería responsabilizarse de sus acciones. Esperó no tener que lamentar su decisión de interrogarle antes de que los otros llegaran.

—Después de lo de Ingrid ha vivido solo, ¿verdad? —continuó cuando le pareció que se había calmado un poco.

—Sí, y ella también, hasta que Simón Bergvall se mudó a Roma. Trataron de mantenerlo en secreto, pero en una localidad tan pequeña acabas enterándote de todo. Por ejemplo, Gun, la de la charcutería. No hay nada que no llegue a sus oídos. Imagínese lo que debió de disfrutar con mi desgracia cuando se enteró —reflexionó abriendo y volviendo a cerrar sus puños en un gesto de rabia incontenida—. ¡Vaya mierda!

—Siguiente pregunta importante. Se la había hecho antes y se la vuelvo a hacer. ¿Qué tipo de relación mantenía con Camilla Ekstróm?

—Era mi inquilina, igual que los Fredlund —contestó, y nada más decirlo se dio cuenta de que parecía que estaba confesando que había mantenido un romance con la joven—. No, no es eso. No tengo nada que ver con su muerte. En absoluto. Apenas la conocía. El alquiler lo pagaba por internet. Sé por dónde va, pero soy inocente.

Entonces reclinó la cabeza y se encogió todo él. Maria, que un momento antes se había irritado tanto con su persona, tuvo el impulso de pasarle un brazo por el hombro para consolarlo, pero se abstuvo. No era el momento.

—Una última pregunta. ¿Hasta qué punto conocía a Frida Norrby y a su esposo?

—¿Por qué demonios le interesa eso? Helge vivía al lado. A veces nos veíamos, como haría cualquier vecino.

—¿Qué hacían cuando se veían? —insistió Maria dejando caer la pregunta como una pluma. En su última conversación con Erika se enteró de que Helge había muerto de una micosis muy rara, causada por el aspergillusflavus, también conocido como «la enfermedad de las momias», la misma afección que, cual una maldición, sufrió el arqueólogo que abrió la tumba de los faraones. Al no poder determinarse la causa de su fallecimiento le practicaron la autopsia y el resultado sorprendió a todos. Maria había apuntado en un margen de su cuaderno que Helge se había automedicado con una terapia de iones de plata, lo cual coincidía con las observaciones de Gun la charcutera, que se había fijado en que Frida y Helge compraban pilas de nueve voltios en una cantidad considerable.

—Le interesaba la historia, y a mí también. Hablábamos sobre todo de la historia local —añadió con modestia.