Cuando Maria Wern subió al coche rumbo a Roma su mente estaba con Per Arvidsson, que un par de horas antes había llegado al hospital de Visby. Hartman había hablado con Rebecka para averiguar si Per podía recibir visitas. Maria estaba de pie junto a él para escuchar la conversación, se sentía demasiado nerviosa para sentarse. Rebecka se había mostrado seca y renuente, como si sospechara que Hartman no se encontraba solo. No, Per no podía recibir a nadie. En mucho tiempo. Quería que lo dejaran en paz y necesitaba pensar tranquilamente, sin interrupciones ni distracciones. Reflexionando sobre ello, a Maria se le ocurrían varios motivos para el comportamiento de la ex: bien el amante de Rebecka le había dado calabazas en el hospital y esta anhelaba regresar a la cálida seguridad del matrimonio; bien Per se había replanteado su vida y había reconsiderado su decisión. Era comprensible que quisiera disfrutar a diario de la compañía de sus hijos y, por tanto, estar dispuesto a dar una segunda oportunidad a su matrimonio. Otra posibilidad era que no quisiera que lo vieran por el alcance de sus lesiones… una actitud de superhéroe un tanto ridícula. Rebecka se había negado a informarles en cuanto a su estado, ni siquiera si era capaz de andar. Solo de pensarlo se le aceleraba la respiración. ¿Y si se había quedado paralítico? ¿No era más fácil decirlo que disimular? Si estaba totalmente recuperado, ¿por qué no daba la cara?
¿Y si no fuera así…? Si se quedaba inválido, ¿se ocultaría del resto del mundo? Si eso es lo que pretendes nunca te perdonaré, pensaba Maria. Si ahora me excluyes, no me atreveré a vivir contigo. ¿Qué harás entonces conmigo el día en que me convierta en una vieja horrible, cuando esté enferma y achacosa y te necesite? ¿Te desharás de mí porque no estoy a la altura de tus expectativas respecto a la mujer que escogiste, esa mujer sana que te parecía bonita y alegre? De todo lo malo, eso sería lo peor: no confiar en que una vale por lo que es. ¿Se puede vivir con alguien que desprecie hasta tal punto la debilidad?
Ya había pasado una semana desde la tarde en el curso de acuarela de Kungsgárd en que se preguntaron qué habría sido de Ingrid Bogren. Se diría que habían transcurrido eones. Esa tarde era el último día de clase. En un primer momento, Maria había pensado no acudir, pero Simón la llamó y la convenció. Quería que fueran todos. Le dijo que era importante que pudieran conversar con total franqueza sobre lo sucedido, y Maria estuvo de acuerdo. La noche del viernes, cuando halló a Ingrid muerta en la Casa de los Monjes de Móllebos, había terminado en un estado de shock, preocupación y desesperación. «Tenemos que hablar de ello», le dijo Simón, y Maria se dejó convencer para ir a la fiesta de final de curso, pese a sentirse muy incómoda.
Era una noche templada y en calma. Simón se había empleado a fondo para organizar una velada agradable. Había montado una barbacoa al lado del jardín y sobre la mesa de madera de diseño rústico había dispuesto pan, ensalada, brochetas y patatas. Puso jarras de barro con vino tinto y en el centro un cuenco con mantequilla a la trufa. Las servilletas verdes hacían juego con el mantel de papel que había comprado en la ciudad, y en el extremo de la mesa se alzaba un hermoso jarrón de cristal con tulipanes silvestres esplendorosamente en flor. En cuanto Maria dobló la esquina, la saludó con la manopla, el delantal terso sobre el estómago, a la manera de un auténtico chef estrella. La recibió con una sonrisa amplia y cariñosa.
—Llegas pronto. ¡Bienvenida! ¿Puedo ofrecerte algo de beber?
—He venido en coche.
Maria echó un vistazo a su alrededor en busca de una alternativa adecuada.
—No hay problema —dijo Mirja surgiendo de entre la espesura—. Te puedes quedar a dormir en mi casa. —Se desprendió ágilmente de sus zapatos y se echó sobre una manta en el suelo.
Maria no pudo evitar fijarse en sus uñas pintadas de rojo y sus primorosos pies, con una piel suave como la de un bebé, en clara contradicción con los talones agrietados y la falta de amor que Erika había mencionado.
—No hay ningún problema, ¿sabes? Desde aquí es un paseo. Vamos, Maria, necesitas soltarte un poco el pelo. Te lo mereces. En casa hay mucho sitio.
—Quizá tengas razón.
Maria se dio cuenta de lo maravilloso que sería, por una vez, bajar un poco la guardia y dejar de ser tan buena chica. Estaba de vacaciones y entre amigos. Habían interrogado a varios de ellos como testigos, pero ninguno en calidad de sospechoso. ¿Por qué no podía permitírselo?
—¿No quieres hablar primero con tu marido? —preguntó.
—Ni siquiera se dará cuenta —soltó Mirja con una grácil carcajada a la que se unió Simón—. Seguro que cuando lleguemos a casa está frito. Y seguirá dormido cuando te marches temprano por la mañana. Bueno, tal vez os topéis en el baño, pero supongo que no creerá que está teniendo una pesadilla. ¡Oye, que es broma!
—Aquí tienes.
Simón le alcanzó una copa de vino y Maria no pudo evitar sonreír para sus adentros al verlo tan contento.
—¿Verdad que está bueno? Lo he traído yo mismo de Francia. Soy propietario de una hilera de cepas en Provenza, y eso me da derecho a quedarme un par de cajas de vino al año.
—¡Vaya lujo! —gritó Gun atravesando el césped en dirección a ellos cargada con dos grandes bolsas—. He traído unas cositas que he hecho al horno. A ver si os gustan. También viene Ubbe, he venido con él. Me ha dicho que antes tenía que pasarse por la casa secreta.
—Guarda un secreto en esa casa —dijo Mirja entre risas—. Una pequeña sorpresa para ti, Simón.
—Me muero de curiosidad.
Simón removió un poco las brasas y colocó las brochetas en la parrilla mientras buscaba con la mirada a Ubbe, que experimentaba un gozo infantil con las sorpresas. Parecía que iba a ser una fiesta divertida. Después de las cosas terribles que habían sucedido, lo necesitaban. La felicidad hay que ganársela; las desgracias vienen solas.
—¡Hola a todo el mundo! —exclamó Ubbe apartándose a un lado su moreno y largo flequillo para que pudieran verle bien la cara. Llevaba puesto un sombrero horroroso de señor mayor, tan feo que hasta le quedaba bien, y casi arrastraba su trenca negra por la pendiente.
Ubbe entregó un paquete a Simón.
—Esto es de todos. Pe hecho, fue idea de Ingrid —añadió en voz baja, como tanteando si podía mencionar su nombre o si, tras su muerte, era tabú.
—¿Qué puede ser? —dijo Simón palpando el paquete.
—Una cosa que creemos que te hace falta.
Mirja soltó una carcajada estruendosa y sin venir a cuento, lo que llevó a Maria a sospechar que tal vez había empezado antes la fiesta por su cuenta.
—¡Unos tirantes y unos calzoncillos Björn Borg! ¡Gracias! —dijo Simón tras abrir el paquete. Por su tono de voz era fácil adivinar que esperaba una explicación.
—Es un regalo que cubre todas las alternativas —explicó Ubbe.
—Ah, ¿sí? —repuso Simón mientras lo examinaba detenidamente—. ¿Puedes concretar un poquito más? No lo pillo.
—Puedes ponerte los slips Björn Borg para que veamos algo elegante cuando lleves los pantalones caídos, o utilizar los tirantes y evitarnos así la visión de tus calzoncillos de abuelo.
—Eso es una provocación. ¿Fue idea de Ingrid? Si hubiera estado aquí me la habría llevado detrás de la casa para ajustar cuentas con ella. De hombre a mujer.
Se le quebró la voz y rompió a llorar.
—La echo tanto de menos… No, no debemos evitar hablar de ella. Por eso estamos aquí, para recordarla, no con frialdad como en un entierro, sino con calidez, como si estuviéramos en un picnic sobre la hierba. Aquí podemos llorar y reír juntos, y consolarnos mutuamente. Así, en cierta forma, estará entre nosotros.
—Lo siento tanto por ti… —dijo Maria, que en ese mismo instante comprendió la desolación de Simón. Le dio un abrazo y se echó a llorar.
Una vez que había empezado parecía imposible parar. Eran lágrimas de agotamiento y decepción por la actitud distanciada de Per. Luego, todavía entre los brazos de Simón, alzó la mirada, se dio cuenta de que lloraban juntos y, extrañamente, lo sintió como algo natural e incluso agradable.
—La quería tanto… —repuso Simón—. Tanto como uno puede querer a otra persona sin perder la cordura. Bueno, un poco loco sí que me volví. Se le denomina «regresión en aras de la reproducción». Con ella utilizaba un lenguaje infantil, y cuando me di cuenta, es decir, cuando comprendí lo ridículo que sonaba, pensé que ese no podía ser yo, Simón. Me encontraba bajo un hechizo.
En mitad del llanto estalló una carcajada, y rieron sin realmente comprender por qué. Entre el llanto y la risa hay tan poca distancia…
—Me gustaría que conversáramos sobre Ingrid, las cosas que recordamos. Quiero que apartemos a un lado todo lo terrible para que su recuerdo sea hermoso —dijo Simón mirándoles con aire implorante.
—Yo la vi pocas veces —empezó Maria—, pero recuerdo algo que contó Signe. Madre e hija se encontraban junto al estanque de Móllebos al atardecer. Ingrid era una niña. En uno de los árboles vivían unos murciélagos. Aquella tarde una cría se había caído del nido e Ingrid cuidó de ella. ¿Sabes cómo la llamó?
Simón negó con la cabeza.
—Le puso Simón de la Mirada Extraña. Qué casualidad, ¿verdad?
Antes de que nadie tuviera tiempo de hacer ningún comentario tomó el relevo Gun.
—Había una vez un asesino fugado llamado Noak que se escondió entre la paja del establo de Móllebos. Esto ocurrió cuando Signe era muy joven. Imaginaos qué mal rato para los de la granja. No se enteraron de nada hasta que llegó la policía.
Gun prosiguió sin apercibirse de la animosidad de los demás. Simón les había pedido que omitieran todo lo negativo.
—¿Y si es el mismo que ha vuelto a las andadas? Noak… Tal vez el asesino sea él. Es decir, el de Ingrid… Está claro que no sabemos quién es…
—Recuerdo —la interrumpió Mirja— que Ingrid contó que una vez ganó un viaje. Por aquella época, Lennart Björk y ella salían juntos. Sí, eso no lo sabíais. El sacristán y ella tuvieron un romance. No es tan extraño: ¿entre cuántos puedes elegir en una parroquia tan pequeña? Lo guardaron en secreto. Signe tampoco lo sabía. Era un viaje para dos personas a Tenerife. Lo ganó en un concurso y estaba deseando irse, pero Signe se cayó por las escaleras en mitad de la noche y se rompió un brazo. Así era Ingrid, tan sacrificada y atenta. La relación entre Signe e Ingrid era verdaderamente entrañable y envidiable.
—¿No había contratado ningún seguro de cancelación? —preguntó Gun.
Mirja se encogió de hombros, como señalando que no iban por ahí los tiros.
—Yo también recuerdo una cosa —dijo Ubbe. Hasta entonces había permanecido tendido en la manta sobre la hierba, se apoyó sobre un codo y entornó los ojos hacia el sol del atardecer—. Un día, el invierno pasado, la acerqué a casa. Las clases habían comenzado tras las fiestas de Navidad. Estábamos en el coche hablando de lo que queríamos pintar… cuál era el verdadero sentido de pintar. Entonces me dijo algo importante: «Uno pinta para definirse a sí mismo».
—Bonitas palabras —comentó Simón, de nuevo con los ojos humedecidos.
—Le mostré mis dibujos —prosiguió Ubbe— y, sin saber nada de mí, empezó a decirme lo que veía en ellos. Y lo que veía era justamente lo que yo siento. Las imágenes me definían. Luego le pedí que me enseñara los suyos.
—¡Qué interesante! —exclamó Mirja—. Era una persona realmente dotada.
—Simón, eran dibujos de ti, muy conseguidos. Ella te veía de otro modo. ¿Sabes? Creo que estaba un poco enamorada de ti. Pero también había otras ilustraciones —añadió Ubbe y se le enrareció ligeramente la mirada—. Imágenes en negro y rojo y un niño muy, muy pequeñito devorado por la oscuridad. En una de ellas se veía al niño bajo la luz de un túnel. Le pregunté qué significaban, pero no quiso responderme. Me dijo que no se lo podía contar a nadie. Había bebido bastante vino esa noche. Seguro que os acordáis. Estaba rara. Después de eso fue como si el encanto se hubiera roto y nunca más volvimos a estar tan próximos, en ese estado en que uno puede hablar de las cosas realmente importantes. Fue solo esa vez. Me dio la impresión de que se transformó en una persona completamente diferente.
—No sabía que Ingrid y Simón habían sido pareja. ¡Vaya sorpresa! —confesó Mirja cuando abandonaron la fiesta.
—No, desde luego en el curso se cuidaron de no mostrar nada.
—Me alegro de no tener que volver sola a casa en esta oscuridad —dijo Mirja cogiendo a Maria del brazo—. Después de lo que ha pasado, no es fácil. ¿Qué piensas? ¿Crees que es un loco, un malnacido que puede aparecer en cualquier momento? Tenemos un retrete exterior, pero la última semana he utilizado el orinal por no salir sola de noche. Además, desde el incendio en casa de Frida, hemos puesto una alarma anti incendios, extintores y mantas ignífugas. Hay que tener mantas ignífugas, las sintéticas se derriten con el fuego. La gente no piensa en eso. ¿Quién quiere una manta fundida sobre la piel? ¿Te imaginas lo que debe de quemar? El tacaño con el que vivo alquila una casa con retrete exterior porque es lo más barato. ¡Es algo que no soporto! Quiero glamour, y un retrete exterior no tiene nada de glamuroso. De hecho, es lo menos glamuroso que puedas imaginar. Lo hace aposta, para torturarme. ¡Detesto los retretes exteriores!
—Sí, puede ser un poco incómodo.
—Veo cosas tan raras en la oscuridad… Recuerdo una película de miedo de una mujer que conducía de noche. De repente ve algo en la carretera, inmóvil. Al acercarse se da cuenta de que es un bebé en una sillita de niño, en plena calzada. Obviamente, detiene el automóvil y al salir se da cuenta de que se trata de una muñeca con ropa de bebé. Oye un ruido en el arcén y se asusta. Piensa que es una trampa y vuelve a todo correr al coche, cierra de un portazo y pone el seguro de la puerta. De camino a casa no pierde de vista el retrovisor. ¿Se le ha podido meter alguien en el asiento trasero? Al abrir la puerta del coche, tres dedos seccionados caen al suelo. Se ha librado por los pelos.
—¡Qué horror! Mientras vamos a tu casa a oscuras no quiero pensar en cosas desagradables.
Maria comprobó si había recordado cerrar el coche con llave. Dentro estaba la grabadora que había llevado al interrogatorio. No se atrevía a dejarla allí, así que la metió en el maletín.
Mirja se tambaleaba ligeramente, por lo que Maria tuvo que agarrarla más de una vez. La luna brillaba, grande y redonda, y unas sombras extrañas las seguían por el paseo que llevaba a la iglesia. Casi podían adivinarse los hábitos blancos de los monjes flameando a su paso para, un instante después, desaparecer entre los troncos de los árboles al desplazarse la perspectiva. A veces Maria los percibía como una sombra negra esfumándose a la luz de la luna que atravesaba el follaje. Podía haber alguien detrás del tronco, aguardando, inmóvil. Dos mujeres solas en mitad de la noche son más difíciles de atacar que una, pensó, contagiada del miedo de Mirja. Los tilos emitían un ligero susurro, como queriendo relatar el gozo y la desolación que habían vivido en tiempos pasados. Secretos custodiados por la tierra que se hallaba bajo sus pies… ¿Quiénes habían caminado por allí antes? Quizá era cierto lo que contaban: que los monjes cuyas cenizas habían utilizado como relleno en la construcción del camino se aparecían para mostrar su descontento por la falta de respeto de la que habían sido objeto tras su muerte.
—No me he traído mi neceser. No pensaba quedarme a dormir —dijo Maria, que empezaba a arrepentirse de no haberse llevado el coche. En ese momento era un incordio, y más lo sería mañana, cuando tuviera que pasarse primero por Kungsgárd para recoger su automóvil y luego ir a la ciudad. Echó de menos su cama y la seguridad de su casa.
—Tengo un cepillo de dientes por si alguien se queda en casa.
—¿El mismo para todas las visitas? —preguntó Maria.
—El mismo para todos. Como dijo aquel: «Ni niños mimados, ni hijastros» —exclamó Mirja con una carcajada acallada repentinamente—. ¿Has oído eso? Hay alguien ahí delante. Demos la vuelta. ¡Ven!
Maria permaneció quieta y aguzó el oído, pero no oyó nada. Mirja dio un par de pasos y se detuvo.
—¿No lo oyes?
—¿El qué? —repuso Maria mientras aguzaba el oído al máximo.
Las copas de los árboles oscilaban ligeramente bajo el viento terral. Un coche aceleró en la distancia y en ese momento se oyó un ruido en la cuneta, algo se había movido.
—Larguémonos de aquí —dijo Mirja—. Hay alguien en la cuneta. Parece que esté lamentándose. ¡Ten cuidado, no te acerques! —Agarró del brazo a Maria con tanta fuerza que le hizo daño. Y la sacó de allí.