30

A última hora de la tarde se reunieron en la sala de conferencias de la jefatura. El calor era insoportable y se respiraba cierta irritación.

—No sé si es ilegal imprimir tarjetas de visita con información falsa —dijo Hartman—. Hace unos años detuvimos a un tipo que iba por ahí dejando su tarjeta de visita; recogía los productos y pedía a las empresas que le enviaran las facturas a una dirección inexistente. Una estafa. Pero si escribes en la tarjeta que eres masajista o, peor aún, masajista intuitivo, la cuestión resulta más difícil de dilucidar. Desde luego, cualquiera puede considerarse masajista intuitivo. En lo que respecta a Joakim Rydberg, no creo que podamos detenerle por eso. La posibilidad de que cobre en negro a sus clientes es un asunto que compete a Hacienda.

—Pero niega haber estado en los baños, aunque tenemos a dos testigos que juran que estuvo allí y a otro que «tal vez» lo recuerda. Podemos traerlo para completar el interrogatorio. ¿Hay algo más en lo que podamos trabajar? —preguntó Maria invitando a Erika Lund a que tomara el relevo.

Erika había permanecido pensativa y en silencio en su silla de la sala de conferencias. Resulta curioso, pensó Maria, que cada uno se asigne tan rápido un lugar específico. Ella siempre se sentaba junto a la ventana de la sala del café y se sentía desplazada si su lugar lo ocupaba otra persona. Erika se sentaba infaliblemente junto a la pizarra de la sala de conferencias. Era ligeramente miope, pero se negaba a utilizar gafas.

—En las cuñas que bloqueaban la puerta de la sauna no había ninguna huella dactilar. Hemos comprobado las cizallas de Móllebos y no cabe duda de que son las que se emplearon en el asesinato. Encontramos una pequeña muesca en una de las hojas que ha dejado una marca en el hierro. Desconocemos quién las manejó, porque tampoco hemos hallado huellas, pero sí había fibras. Alguien secó las cizallas con un trapo de algodón, un tejido de algodón común de color blanco; podría ser de un jirón de una sábana cualquiera. Signe Nilsson no prestó las cizallas a nadie, ni tampoco las echó en falta. Ni siquiera sabía que las tenía, según su testimonio. Las cuñas están fabricadas de un modo torpe e inexperto, con chapa flexible, eso ha dicho el chapista con el que me puse en contacto para que me asesorara. Las cizallas de Móllebos y el asesinato de Ingrid Bogren parecen relacionados, así que ha sido un acierto incluirlos en la misma investigación. El incendio provocado es un caso aparte. No sabemos si tiene algo que ver con los demás delitos.

—Estaba pensando en Frida Norrby, que desapareció durante el incendio. ¿Sabemos algo más de ella? —preguntó Eriksson, que llevaba callado un buen rato.

—Por desgracia, no —reconoció Hartman sintiendo una opresión en el pecho. El aire parecía cargado y difícil de respirar—. Con cada hora que se prolonga su desaparición, disminuyen las posibilidades de encontrarla con vida. Tenemos un testigo que creyó identificarla en el autobús de camino a la ciudad, pero estaba tan bebido que podría haber visto cualquier cosa. Estuvimos a punto de llevarlo a dormir la mona a la comisaría. Era incapaz de bajarse del autobús sin ayuda. De no haberse presentado su mujer para recogerlo, tendríamos que habérnoslo traído a que pasara aquí la noche.

—Tenemos dos asesinatos y un incendio intencionado ocurridos a lo largo de varios días, pero ¿cuáles son los motivos? —preguntó Maria; consideraba que esa era la cuestión central en esos momentos—. No podemos decir que sean delitos de carácter sexual ni motivados por el robo… Por lo que sabemos, no se ha sustraído nada, excepto quizá el teléfono móvil de Ingrid, y ni Camilla ni la enfermera del centro de salud eran ricas. ¿Hay algún otro elemento que las relacione? Por ejemplo, alguna persona que conociera a las tres. ¿Existe alguna otra conexión aparte de que todas residían en Roma? —Miró a sus colegas a la espera de una reacción—. ¿Es mera casualidad que les tocara a esas tres mujeres?

—En lo que respecta al incendio provocado —intervino Haraldsson—, la casa no estaba asegurada. La última cuota se abonó cuando el marido de Frida Norrby todavía vivía. Tras la muerte de este el seguro quedó anulado por impago, lo cual induce a pensar que Frida no estaba totalmente lúcida. En otras palabras, la vieja salió perdiendo si fue ella quien prendió fuego a su casa. —Se puso en pie cuan alto era y estiró la espalda. Después de cuatro horas frente a la pantalla del ordenador, clasificando y comprobando la información, tenía los músculos entumecidos—. No disponemos de ningún testimonio sobre el asesinato de la enfermera. Nadie vio a ninguna persona que fuera o volviera de Móllebos en coche. Estoy tentado de creer en la vieja leyenda del túnel subterráneo. En lo referente a la casa de baños, había un montón de gente en ese lugar. Tiene que haber sido un asesinato planeado, ya que tuvieron que fabricar unas cuñas. No obstante, en el caso de Ingrid Bogren me atrevería a decir que fue un homicidio.

—Aunque el responsable podría ser la misma persona —replicó Erika sin volver la cabeza hacia Haraldsson.

Maria creyó advertir cierta rivalidad.

—Es posible, pero poco probable —contraatacó Haraldsson—. En la mayoría de los casos, el asesino recurre al mismo modus operandi. Si has tenido éxito con un método, parece poco inteligente arriesgarse, pero quizá escondes algún as en la manga. ¿Tienes alguna prueba de que se trate de la misma persona? ¿Algo que quizá puedas compartir con los zoquetes con los que trabajas?

—El quid de la cuestión es el porqué —interrumpió Hartman. Estaban cansados y hacía calor. Los medios de comunicación y la opinión pública exigían resultados que aún no podían ofrecerles. La forma más sencilla de acallar el clamor popular habría sido detener a Joakim como sospechoso, pero probablemente se habría visto obligados a soltarle por falta de pruebas—. Antes de venir hacía aquí he recibido una llamada del padre de Camilla. Todos se preguntan lo mismo. ¿Por qué? No hay ninguna explicación razonable. Carecemos de un motivo sólido.

—Supongamos que se trate de un loco, un loco conocido… —dijo Haraldsson mirando de reojo a Erika, que hizo caso omiso de su mirada—. En este momento no hay nadie a quien hayan soltado que estuviera cumpliendo una condena en un centro psiquiátrico, al menos en Gocia. Por el contrario, tenemos a gente que ha sido sentenciada anteriormente por malos tratos. Por ejemplo Joakim Rydberg.

—¿Qué tipo de malos tratos? —preguntó Hartman.

—Agresión en estado de ebriedad. Insultos y un puñetazo en el mercado de Hemse, entre muchachos. No constan malos tratos a mujeres.

—Lo cual no demuestra que no haya agredido a mujeres; por lo visto así es como suele resolver los conflictos —añadió Erika, mordaz—. Para algunos hombres, la violencia física es el único recurso cuando las palabras no alcanzan.

Haraldsson, que acababa de acomodarse en su silla, se levantó airado y se acercó un par de pasos hacia Erika, que se reía en sus narices.

—¿Cuándo vais a respetar a los hombres como individuos y dejar de tratarnos como un maldito colectivo? Estoy hasta la coronilla de tener que responder por todos los atropellos que comete la mitad de la humanidad. Basta con que cada uno se responsabilice de lo suyo. Ni todos los hombres zurran a las mujeres ni todas las mujeres son víctimas. Hay mujeres que pegan a sus maridos, pero de eso no hablamos casi nunca, ¿verdad? ¿Por qué los hombres maltratados por las mujeres no reciben la misma atención ni simpatía?

—Yo no estaría tan segura —repuso Erika dándole un cachete en el trasero.

Haraldsson se volvió hacia ella con cara de pocos amigos.

—Podría denunciarte por acoso sexual. Me has pegado en el culo en presencia de testigos.

—Disponemos de poco tiempo. Centrémonos en el asunto —terció Hartman—. Si queremos avanzar, debemos colaborar. Para pensar de un modo creativo, tenemos que confiar unos en otros, y ni las pullas ni las críticas contribuyen a ello. No estoy dispuesto a aceptar este mal ambiente. Si no podéis funcionar juntos en una investigación, deberé plantearme ordenar traslados. Y Haraldsson tiene razón —dijo Hartman dirigiéndose a Erika—. Lo que acabas de hacer es denunciable. La próxima vez, independientemente de quién sea, no haré la vista gorda. La situación es grave, joder, no estamos en una maldita guardería.

Maria se quedó asombrada. Alzar la voz no era algo que Hartman soliera hacer. Observó descorazonada a Erika y a Haraldsson, que intercambiaban muecas como si fueran críos.

—Una teoría que ha lanzado Hartman y que no puedo quitarme de la cabeza es que Stina Haglund pudiera ser la responsable —continuó Maria—. Stina fue pareja de Joakim, al menos según el diario de Camilla. Imaginemos que se enteró de que Camilla y Joakim estaban juntos. Se asegura de que Joakim esté presente en los baños y luego mata a su rival, de forma que el joven traidor reciba su castigo convirtiéndose en sospechoso.

—¿No parece eso demasiado rebuscado? —dudó Erika—. De ser así, ¿por qué mata a la enfermera y prende fuego a la casa de Frida Norrby? Es cierto que las chicas de esa edad pueden ser bastante canallas e intrigantes, pero de ahí a cometer un asesinato a sangre fría y perfectamente estudiado…

—Así son las mujeres —intervino Haraldsson, provocando una mirada admonitoria de Hartman.

—También podría haber sido Joakim —dijo Maria—. Aunque nadie viera un coche que se dirigiera a Móllebos, bien pudo pasar alguno sin que nadie lo advirtiera. Él contaba con la posibilidad. La cuestión es cuáles pueden haber sido los motivos. —No conseguía apartar de su mente ese pensamiento.

—Quizá estuviera enfadado con Camilla por alguna causa que desconocemos —apuntó Hartman—. Tal vez ella pensaba dejarlo. Sin embargo, eso seguiría sin explicar la muerte de la enfermera o el motivo que tenía Joakim para quemar la casa de Frida Norrby. En cualquier caso, resulta bastante llamativo que fuera en taxi con él justo la noche del incendio —añadió, acercándose luego a la ventana abierta. El ambiente era realmente sofocante.

—Joakim conecta a Frida con Camilla, y Móllebos con Ingrid. Ingrid se encontró a Camilla en el supermercado. Pero ¿qué es lo que no vemos? ¿Cómo se resuelve esta ecuación?

—No sé qué pensar de Joakim. Rompió con Stina y a ella no la ha agredido —lanzó Hartman—. Al menos que sepamos.

—Ayer por la tarde vi a la madre de Joakim en el supermercado —señaló Eriksson—. El otoño pasado coincidimos en un curso de baile de rock and roll, así que sé quién es. Parecía que le habían dado una buena paliza.

—¿Le preguntaste algo? —indagó Hartman.

—Me evitó cubriéndose el rostro con la mano e inclinándose sobre el mostrador frigorífico, pero alcancé a verla —dijo Eriksson. Se quedó pensativo unos instantes—. Las madres raras veces denuncian a sus hijos. Supongo que muchos casos de maltrato familiar nunca llegan a oídos de la policía. En mi opinión, deberíamos traerlo aquí para interrogarlo de nuevo. Es bueno que sienta que estamos encima.

—Pero ya lo hemos hecho y no ha soltado prenda, como si no le importara en absoluto. Se limita a sonreír burlonamente —dijo Haraldsson con un suspiro de resignación—. Que lo interrogue otra persona. A mí me saca de mis casillas.

—Esa risita sarcástica puede ser un mecanismo de defensa. De ser así, debemos suponer que esconde algo. Erika, ¿traes algo nuevo? —preguntó Hartman mientras se disponía a recoger sus papeles, a la espera de la intervención de la agente.

—Según Stina Haglund, el jueves, uno de los servicios del vestuario femenino estaba cerrado con llave cuando iba a marcharse de los baños. Hemos revisado el contenido de la papelera, una labor bastante repugnante si no estás curtido en estas labores. Había un montón de huellas dactilares. Tengo la esperanza de hallar las huellas o el ADN de Joakim Rydberg en el baño de las mujeres, eso demostraría su presencia en una zona equivocada de las instalaciones.

—Buena idea. Si no hay nada más que debamos conocer todos, continuaremos trabajando por separado.

Hartman fue el primero en abandonar la estancia.