La mañana se presentaba fresca por el viento procedente del mar. Maria Wern recogió el periódico, puso el café en el fuego y preparó dos rebanadas de pan integral con queso para untar y salami. La noticia de portada de la mañana se ocupaba del peligro que suponía para las mujeres salir a la calle tras caer la noche. El periodista preguntaba a varias mujeres si ahora, después de los asesinatos, sentían más miedo cuando salían de sus casas y si tomaban medidas de precaución. El planteamiento no dejaba lugar a dudas: la violencia se dirigía contra las mujeres y solo contra ellas. Las víctimas eran de distintas edades. Contando el incendio provocado, habían sido tres las mujeres afectadas. Una de las encuestadas tenía la teoría de que los hombres que se comportan violentamente contra las mujeres escogen a las pequeñas y frágiles, no a las musculosas o más robustas, ya que estas podrían pelear en igualdad de condiciones; por ello, animaba a todas las mujeres a que se apuntaran a un curso de defensa personal. El poder no se recibe. Se toma. Según las últimas estadísticas a las que Maria había tenido acceso, salir por la noche era considerablemente más peligroso para los jóvenes varones que para las chicas, ya que se veían envueltos en peleas con mayor frecuencia y sufrían lesiones más graves, pero esas estadísticas no constituían un argumento válido cuando tres mujeres de una misma localidad habían sido atacadas.
De acuerdo con los informes de autopsia preliminares, ni Camilla Ekstróm ni la enfermera Ingrid Bogren habían sufrido ningún tipo de violencia sexual. La estadística señalaba a un varón como responsable de las muertes antes que a una mujer. La policía desconocía incluso si el autor de los tres sucesos era el mismo. Después de haber interrogado a todos los testigos, ahora tenían que componer un gigantesco rompecabezas. Quién vio a quién en los baños de Roma y en Móllebos, dónde y a qué hora. Los testigos recuerdan con distintos grados de precisión: algunos olvidan muchas cosas y otros dan mil vueltas a cualquier detalle para no equivocarse. Cuanto antes se obtienen los testimonios, mejor, así la gente no tiene la posibilidad de intercambiar sus observaciones. Lo que en un primer momento es un hecho constatado puede saltar por los aires si no coincide un simple detalle. Cuando por fin hallas a un sospechoso, resulta muy tentador hacer que todos los datos coincidan; te dejas llevar por el deseo de resolver el caso. Lo más peligroso es empecinarse en la certeza de una hipótesis… aunque es precisamente una hipótesis lo que se necesita para poder establecer un patrón y seguir avanzando. Según Maria, la posibilidad de que el responsable de los crímenes solo quisiera hacer daño a mujeres era una de esas hipótesis.
Justo cuando Maria Wern se disponía a salir de su casa de color amarillo de Sódra Murgatan para dirigirse al trabajo sonó su móvil. Era Rebecka. Desde el momento en que la saludó y le preguntó cómo estaba, Maria tuvo una sensación de desasosiego. ¿Per ha empeorado? No habrá muerto, ¿verdad? ¡Di algo! Tengo que saberlo ya. Déjate de una vez de cumplidos. No puedo esperar más.
—¿Por qué no respondes? —preguntó Rebecka con voz tensa.
—¿Pasa algo con Per? ¿Sabes algo? —repuso Maria sin lograr contener su impaciencia. Debía de ser algo importante. En el caso contrario, Rebecka no habría llamado.
—El tratamiento estrictamente médico en Upsala ha finalizado. Van a llevarlo a Gocia para la rehabilitación.
—¿Es cierto? ¡Qué noticia tan maravillosa! ¿Tanto ha mejorado? —dijo Maria regocijándose por dentro. Pronto estaría en casa y nada ni nadie podría separarlos de nuevo—. ¿Cuándo llega?
—Esta tarde. Hay algo que quiero que sepas. Escúchame con atención, Maria. Per ha cambiado. Probablemente nunca volverá a ser el que era.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Maria sintiendo cómo se desinflaba y empezaba a temblar descontroladamente. No quería oírlo, todo se arreglaría. Necesitaba escucharlo. Di que todo irá bien. Mi querido, mi amado Per. Todo tiene que salir bien.
—Per no quiere verte, Maria. Me pidió que te lo dijera. No desea que os veáis.
—¿Por qué? —susurró Maria—. ¿Por qué no quiere? ¿No puedo ir a hablar con él? Necesito conversar con él.
—Debes aceptar su decisión, Maria. Así están las cosas. Confío en que respetes su voluntad… Después de todo lo que ha tenido que pasar… —añadió Rebecka.
—¿Cómo está? ¿En qué estado se encuentra? Es una tortura no saber… —alcanzó a decir Maria antes de que Rebecka colgara el teléfono—. ¡Oye! ¡Rebecka!
Maria intentó llamarla de nuevo pero el teléfono estaba apagado. Entonces se dejó caer en cuclillas con la espalda apoyada contra la valla. Las piernas no la aguantaban. Tenía una horrible sensación de vacío en el estómago, como si fuera a vomitar. Unas gotas de sudor frío resbalaron entre sus pechos y los labios se le secaron. ¿Por qué Per no quería verla? Después de haberlo añorado tanto, de toda esa preocupación, de todas las promesas de un futuro juntos sin importar lo que tuvieran que afrontar…
Necesitaba oírselo decir a él. Mírame a los ojos. Si me dices que no me amas y que quieres irte a vivir con tu esposa te creeré. Si me miras y me lo dices a la cara, te dejaré en paz y nunca más volveré a molestarte.
Nada más llegar a la jefatura de policía, Maria subió directamente al despacho de Hartman. Estaba hablando por teléfono, pero finalizó de inmediato la conversación al verla tan conmocionada.
—¿Qué pasa, Maria? ¿Te ha ocurrido algo? —se interesó.
Se levantó para ofrecerle una silla, pero Maria permaneció en pie frente a él, con una mano sobre el escritorio como punto de apoyo. Se lo contó del modo más comedido posible.
—Solo conozco la versión de Rebecka. Necesito saber cómo se encuentra. Tomas, si Per te recibe… ¿podrías preguntarle si quiere verme?
—Llamaré a Rebecka esta tarde, cuando Per haya llegado al hospital de Visby. ¿Tienes fuerzas para trabajar hoy? Tal vez debieras… —comenzó Hartman, buscando las palabras—. Cuando el trabajo y la vida privada exigen un esfuerzo sobrehumano, es necesario cuidarse.
—Me las arreglaré. ¿Cómo están las cosas? —preguntó Maria recogiéndose el pelo en una cola ceñida y sentándose delante de Hartman con la espalda rígida—. Necesito algo que hacer para no volverme loca. En cuanto a lo de hablar con Per, lo único que me queda es esperar y desear. Aquí en la oficina hay bastante trabajo, ¿verdad?
Hartman asintió con la cabeza y se acarició la barbilla.
—Ese empleado de la limpieza de los baños al que interrogaste.… Al que encontraron conmocionado en el arcén…
—Sebastian Sverkersson.
—Exacto. Lo estuvimos buscando todo el día de ayer sin éxito. Hay bastantes puntos poco claros en su testimonio, así que hemos tratado de traerlo aquí para que explique con más detalle algunos aspectos.
—Y quieres que vayamos a hacerle una visita.
—Exacto —dijo Hartman. Guardó los papeles en la carpeta y se puso los zapatos, que se habían quedado bajo la mesa—. Vive en la calle Jarnvagsgatan de Roma, a tiro de piedra de Simón, tu profesor de acuarela, siempre que tengas buena puntería, claro está…
El incipiente verano mostraba su mejor sonrisa de color verde claro, con la luz del sol sobre los campos de cultivo. Los abedules acababan de florecer y entre los tilos se filtraba una suave luz esmeralda sobre la alameda que conducía al Kungsgárd de Roma y a las antiguas ruinas del monasterio. Un aroma a tierra calentada por el sol y a flores de arriate les dio la bienvenida cuando se detuvieron frente a la pequeña casa de color blanco donde vivía Sebastian Sverkersson. Al otro lado del camino se encontraba la fábrica de azúcar desmantelada, como una gigantesca caja de galletas vacía, rodeada por una valla metálica muy alta. Era curioso cuánto podía cambiar una localidad. Hantverksgatan, Bruksgatan y Jarnvagsgatan eran nombres de calles en los que resonaban ecos de una época ajetreada, cuando la isla aún contaba con ferrocarril y la ciudad era el centro de recepción de la remolacha azucarera. Todos los caminos efectivamente llevaban a Roma, y era aquí donde había que ir para trabajar. La remolacha debía estar lista para el día de San Martín. La campaña de recogida se extendía desde mediados de septiembre hasta Navidad, un período de gran actividad en la localidad. Cuando Maria Wern y Hartman llegaron, toda la comarca parecía estar disfrutando de una siesta. No se veía un alma.
Salieron del coche y llamaron a la puerta. Sobre el cristal había una pegatina con la foto de un pastor alemán y el texto: «Entra y alégrame el día», pero no oyeron ningún ladrido. Hartman volvió a pulsar el timbre, que se escuchó claramente; no hubo respuesta. Rodearon la casa; la hierba estaba alta, como si ya nadie se preocupara o se molestara en cuidar el jardín. Varias de las ventanas tenían las persianas bajadas.
Maria se detuvo de nuevo junto a la puerta de entrada, ahuecó las manos frente al vidrio de la puerta y llamó en voz alta, pero no se escuchó ni un solo ruido en el interior.
—Podríamos acercarnos al supermercado y preguntar si ha ido recientemente a comprar —propuso—. Conozco a Gun, la mujer de la charcutería. Va a mi clase de acuarela —añadió Maria poniéndose en camino mientras Hartman, dubitativo, permanecía frente a la puerta—. ¡Vamos! Tal vez nos enteremos de algo.
—¿Por qué no cogemos el coche? —preguntó Hartman mostrando las llaves en su mano.
—No seas tan perezoso. Será un paseo.
Gun, la charcutera, no había visto a Sebastian desde el día en que este volvió del hospital.
—Al pobre le dio un soponcio después de encontrarse a la chica en la sauna, pero su madre estuvo aquí ayer mismo y fue a hacerle una visita. No cocina y apenas come, según ella. Se pasa todo el día en la cama dándole vueltas a las cosas. Tampoco ha ido al trabajo ni es capaz de hablar con su jefe para contarle su situación. Tendrá que hacerlo su madre.
—Entonces ella tiene la llave de la casa.
—Debe de tenerla —contestó Gun, pensativa, mientras se limpiaba en el delantal las manos llenas de sangre.
—¿Sabes dónde podemos encontrarla?
—Acabo de verla —repuso Gun inmediatamente—. Me ha dicho que iba a la peluquería para que le arreglaran el pelo. —Señaló en la dirección de la que venían—. Tenéis que pasar por delante de La rosquilla de Espegard, del otro supermercado y de la farmacia, hasta llegar a un edificio amarillo de apartamentos. Ahí es.
Gun los acompañó luego a la puerta. El viento, peinaba su encrespado cabello castaño separándolo por la raya de en medio. A Maria le recordó uno de esos duendecillos de goma que solía poner en su bolígrafo en primaria, pero optó por apartar ese pensamiento de su mente.