Cuando Joakim Rydberg fue a abrir la puerta de su apartamento se dio cuenta de que la llave no estaba echada. Probablemente había olvidado cerrarla con las prisas, lo cual ya era suficiente para asustarle. Pero eso no fue lo que más le desconcertó. Ni siquiera el inusual olor a pan recién horneado, que le dejó atónito y boquiabierto en el vestíbulo. Se trataba de algo más sustancial. Había alguien dentro del apartamento, esperándolo. No era ninguno de los amigos habituales, ni una de las personas a las que debía dinero. Todo aquello era muy raro.
Junto a la mesa de la cocina, delante de un fregadero reluciente, se encontraba Frida Norrby sorbiendo el café a la manera tradicional: sobre el platito y con un terrón de azúcar entre los dientes. Al entrar, la cara de Frida se iluminó y le saludó solícitamente con un gesto.
—¿Permites que me quede contigo un tiempo? Puedo dormir en el sofá. Veo que tienes sitio más que suficiente —dijo sin ambages tendiendo la mano para coger otro bollo.
—Pero ¡qué demonios…! —exclamó Joakim, estupefacto e incapaz de articular palabra, ni siquiera de pensar—. ¡Qué demonios es esto! —repitió sacudiendo la cabeza con la misma energía con la que se sacude un termómetro de mercurio. Se negaba a creer lo que veían sus ojos y oían sus oídos, pero en vista de que ella continuaba sentada en su silla preguntó por fin—. ¿Qué está haciendo aquí?
—Como podrás comprender, necesito algún lugar donde quedarme ahora que se ha incendiado mi casa. No resulta particularmente cómodo dormir sobre la paja y tampoco es muy agradable tener que lavarse al aire libre con agua fría. Pero aquí dentro se está la mar de bien —dijo estirándose con deleite al tiempo que se arremangaba la rebeca y se balanceaba ligeramente en la silla mientras una amplia sonrisa se dibujaba en su cara.
—¡Qué demonios…! —A Joakim no se le ocurría otra cosa que decir y finalmente estalló en una carcajada. No podía dejar de reír. Se reía tanto que era incapaz de mantenerse en pie, así que, apoyando la mano sobre la mesa, se arrodilló en el suelo sin dejar de desternillarse—. ¡Esto es imposible! ¡No puede ser verdad!
—Hay café para ti en la cafetera, y bollitos si te apetecen, pero tendrás que comprar más harina porque he cogido la última que había en la bolsa. Te he puesto en remojo un par de pantalones y una camisa; tenían un aspecto lamentable. No he encontrado en toda la casa un buen detergente en polvo para fregar. También debes comprar jabón para la ropa, que sea eficaz.
—¡Qué cono! ¿Ha estado revolviendo mis armarios? —preguntó Joakim. La simple idea lo dejó anonadado. ¿Cómo narices se atrevía esa mujer enclenque a hacer algo que ni los individuos más peligrosos de Visby y alrededores osarían hacer?—. ¡Está como una regadera! —añadió golpeándose la sien con la palma de la mano—. ¡Totalmente majareta!
—Todavía no, pero es muy probable que pille un buen resfriado. Viviendo al aire libre y expuesta al frío, tarde o temprano caes. Podía haber pillado una neumonía y haber muerto —repuso Frida. Le dio un ávido mordisco al bollo y sorbió sonoramente las últimas gotas de café sobre el platito, como si fuera su última cena antes de la ejecución.
—¿Cómo ha encontrado mi casa? ¿Cómo ha sabido dónde vivía? —inquirió Joakim poniéndose en pie para ir a sentarse en la silla libre de la cocina.
Cogió un bollo. Olía fantásticamente y el primer bocado se deshizo en su boca. Mantequilla en abundancia, y de la buena.
—Vi tu nombre en un papel en el taxi. Busqué dónde vivías en una guía telefónica en casa de Signe, en Móllebos.
—Mi carnet… ¡Y se instala aquí como si fuera mi pareja! Es la propuesta más descarada que me han hecho nunca —dijo Joakim riendo con tanta fuerza que hasta las migajas del bollo salían disparadas de su boca. Sin duda, era la situación más estrambótica en la que se había visto nunca.
Frida parecía ofendida.
—Oye, todavía puedo ser muy útil. No tengo la intención de ser una carga para ti —dijo haciendo un mohín con la boca, con los ojos entornados.
Joakim tuvo que tomar aire antes de volver a echarse a reír.
—Si ni siquiera eres capaz de limpiar tu porquería es que necesitas ayuda —prosiguió, molesta—. Eres como un gatito al que han separado de su madre demasiado pronto. Ellos tampoco saben limpiarse. No me sorprende que me recuerden a ti.
—Supongo que se refiere a mi pelo en punta. Es totalmente intencionado. Se consigue con gomina. ¿Qué quiere de mí realmente? —repuso después de recuperarse un poco.
—Como podrás comprender, necesito tu ayuda. Soy vieja y en poco tiempo moriré, pero no quiero irme a la tumba sin satisfacer mi curiosidad —dijo Frida y fue a por una taza para Joakim. Luego sirvió a ambos un poco de café y se inclinó hacia delante—. Necesito que me ayudes a excavar, pero solo podremos salir por la noche, cuando nadie nos vea. —Se acercó un poco más a él y pudo sentir en su cara el dulce aliento de Joakim, saturado de aroma a café—. Hay alguien que quiere escondernos algo —agregó recalcando sus palabras con un movimiento de la cabeza, tras lo cual volvió a su platito de café sin apartar la mirada de Joakim.
—¡Está verdaderamente chiflada! —exclamó Joakim, cada vez más dubitativo. Mientras habían hablado en el taxi, la vieja le había parecido una mujer con la cabeza en su sitio, incluso sumamente lúcida, pero todo aquello le sonaba a disparate. ¿Quería que cavaran una tumba para ella, o de qué mierda se trataba? ¿Qué debía hacer? ¿Llamar a la policía para comunicarles que la había localizado? No, no quería que la pasma se mezclara en aquello. Además, ella no tenía adonde ir. Por otra parte, ¿qué pasaría si de repente la palmara en su casa? ¿Le echarían la culpa también de eso?
—No tengo dónde esconderme. Tienes que ayudarme. Desconozco de quién se trata, pero hay alguien que pretende acabar conmigo.
—¿Cómo sabe que no soy yo? —preguntó Joakim, de repente muy serio. ¿No era eso lo que todos los demás pensaban, que era culpable? Debería tenerle miedo y, en cambio, acudía a él para que la protegiera. Totalmente incomprensible.
—Si hubieras querido matarme lo habrías hecho al amparo de la oscuridad en Hunninge. Un golpe expeditivo con la pala y luego un empujoncito en la zanja. No sabía con certeza qué tipo de canalla eras, pero vi la rabia que acumulas dentro, una enorme cólera, y me pregunté a qué se debía. Sin embargo, no estabas enfadado conmigo aunque me cogieras fuerte del brazo. Incluso trataste de ayudarme a subir la escalera cuando quería hacerlo yo sola. Por eso eres la única persona en quien puedo confiar. Tienes que ayudarme. Están tratando de envenenarme y han prendido fuego a mi casa, pero conseguí salvar los mapas de Helge, que es lo que creo que estaban buscando.
—¿Quién quiere hacerle daño? —inquirió Joakim, incapaz todavía de decidir si la vieja estaba o no en su sano juicio.
—Como puedes imaginar, si lo supiera acudiría a la policía, pero tengo miedo de que no me crean y me internen en alguna residencia con robustas enfermeras que me impidan llevar a cabo lo que tengo que hacer; no quiero que me encierren en mi habitación para obligarme a jugar al bingo y escuchar música de acordeón. La ley no les da derecho a hacer eso, pero sé muy bien cómo funcionan las cosas. Si te opones, te medican, te convierten en una inválida. Si eres vieja, pierdes todos tus derechos. Tienes que ayudarme, porque ya no soy capaz de hacerlo por mí misma.
—¿Puede explicármelo otra vez desde el principio? ¿De qué mapas se trata? ¿Por qué tenemos que excavar?
A su pesar, Joakim sentía cierta curiosidad y admiración. Esa vieja mujer mostraba una resolución y una intrepidez que le seducían. Aunque fuera imprevisible y estuviera loca, era divertida y apartaba de su mente todas esas cosas terribles en las que no quería pensar.
Frida le habló de las andanzas nocturnas de Helge, y que al principio ella creía que iba a casa de Signe, aunque eso no explicaba por qué motivo llevaba la pala. Se trataba de otra cosa, según Frida, algo que le carcomía por dentro y que acaparaba toda su atención. Debía de ser algo gordo, importante y peligroso; por eso había querido dejarla al margen. O tal vez temía convertirse en el hazmerreír de todo el mundo por dedicarse enteramente a su secreto sin saber qué resultaría de ello…
—Pero ¿cómo averiguarlo? —preguntó Frida—. ¿Cómo saber que no estás haciendo el ridículo? —prosiguió mientras desplegaba los trozos de papel medio rotos que guardaba en el bolsillo del abrigo y los colocaba sobre la mesa de la cocina—. Esto es Móllebos. Aquí tenemos una cruz y un signo de interrogación. Luego está Hunninge, en Klintehamn, donde Helge dibujó de forma algo más difusa un círculo en esta zona del camino, y aquí la Casa del Abad en el Kungsgárd de Roma. Esto no sé exactamente a qué se refiere —añadió Frida desenrollando una hoja de gran tamaño con una copia al carboncillo donde podía leerse una inscripción en latín—. No lo entiendo en absoluto. Tú has ido a la escuela. ¿Sabes latín?
Joakim negó con la cabeza y luego se inclinó hacia delante para bajar la persiana. ¿Qué ocurriría si alguien les viera? ¿Creerían que había tomado a la anciana como rehén? ¿Y si era cierto lo que estaba contando? Quizá hubiera algo de verdad en todo aquello.
—Ingrid, la enfermera del centro de salud, fue asesinada aquí —dijo Frida señalando la cruz sobre la Casa de los Monjes en Móllebos—. ¿No te parece muy extraño?
—Está bien. Me ha convencido. Estoy con usted.
Joakim sintió que no tenía otra alternativa. Era posible que la vieja poseyera información que pudiera exculparle, o tal vez simplemente era una chiflada que vivía en una realidad diferente y había dibujado los planos ella misma. Existía incluso la posibilidad de que fuera ella quien había mandado al otro barrio a la enfermera.
—¿Hay alguien más que haya visto el mapa?
—Por supuesto, Helge. Pero no sé a quién más pudo enseñárselo. Le pregunté a Signe si sabía algo sobre Hunninge, pero me respondió que solo eran delirios de Helge.
—¿Su marido no tenía amigos? —preguntó Joakim siguiendo con el dedo el camino entre el Kungsgárd de Roma y Móllebos—. Le oí decir a Ubbe que tal vez había un pasadizo secreto entre el monasterio y la iglesia de Roma. Me pregunto si existe de verdad. Pensemos un momento. La persona que descubra ese pasadizo y compre el terreno podría forrarse. Sería como volver a encontrar la cueva de Lummelundagrottorna. Si existiera esa vía, uno podría llegar hasta allí sin que le vieran.
—Helge y yo hablamos muchas veces de ese túnel y sin duda es una idea muy atractiva, pero, según Helge, era completamente imposible. ¿Cómo hubieran podido excavar los monjes un pasadizo secreto con tantísima gente alrededor de ellos? Además, toda la zona estaba cubierta de agua; se les hubiera anegado desde el principio, según me explicó Helge. Hay otro mapa en el que dibujó las vías de agua tal como creía que eran en el siglo X —dijo Frida desplegando cuidadosamente el mapa bajo la luz.
—En ese caso los barcos pudieron acceder por el puerto de Kappelshamn y luego llegar hasta Roma por las marismas de Tingstade. ¡Increíble!
—Exactamente, aunque es probable que desde Lárbro hasta Tingstade tuvieran que hacerlos rodar sobre troncos. Helge consideraba que la fortaleza de Bulverket en Tingstade era en realidad un puerto donde amarraban las embarcaciones. Después de dragar y elevar el terreno, las naves medievales tenían problemas para llegar hasta Roma, así que construyeron un nuevo núcleo comercial. Helge especulaba con la posibilidad de que existiera un fortín similar en las aguas situadas junto al Kungsgárd de Roma. Tras pagar una barbaridad por alquilar una avioneta, pudo observar desde el aire un rectángulo de grandes dimensiones sobre la vegetación del terreno, de ochocientos por ochocientos metros, que no se ajusta a lo que establecía la antigua ley sobre ordenamiento de tierras —dijo Frida. Se le ensombreció la mirada y calló súbitamente. Tal vez era un recuerdo que se abría paso en su mente. Apartó a un lado los mapas y miró fijamente a Joakim—. Signe me contó lo de esa muchacha en los baños. Camilla. Era mi vecina. No puedo quitármela de la cabeza.
Joakim se sobresaltó. No deseaba pensar en ello.
—Era mi chica. La policía se ha empeñado en seguirme los pasos…
—Ay, Joakim, pobrecito mío… —dijo Frida acariciándole la mejilla. Joakim sintió cómo las lágrimas empezaban a brotar de sus ojos—. ¿Qué piensas al respecto?
—No me apetece hablar de eso —respondió él.
Se inclinó sobre la mesa de la cocina y escondió la cara entre los brazos para que no le viera llorar. Frida le pasó la mano por el pelo.
—A veces crees que puedes pasar por la vida sin que te hagan daño, pero eso no ocurre jamás. Cuando menos te lo esperas, todo el edificio se derrumba y aquello que hasta entonces era valioso y esencial queda reducido a nada.
—Entonces, ¿dónde cavaremos esta noche? —preguntó Joakim cuando se hubo recobrado un poco.
—Primero tenemos que hablar con el sacristán. Él sabe latín. Lo malo es que no sé si podemos confiar en él. Luego continuaremos hasta Móllebos, ya que todavía no he tenido tiempo de echar un vistazo a la Casa de los Monjes, aunque no sé qué estamos buscando. Solo sé que es algo importante.
Joakim se frotó los ojos escocidos y fue al frigorífico a coger una cerveza. Cuando regresaba a la mesa se volvió hacia Frida para ofrecerle una lata, pero esta la rechazó. Se sentó de nuevo en su silla mientras le daba vueltas al asunto.
—Tengo coche, pero no tengo dinero para la gasolina. ¿No tendrá…?
Frida dio unas palmaditas sobre su bolso.
—Aquí tenemos los medios. ¿Crees que con veinticinco mil coronas habrá suficiente para repostar?
—¡Veinticinco mil! ¿Está mal de la cabeza? ¿Va por ahí con veinticinco mil coronas en el bolso? Podrían asaltarle por mucho menos.
Más tarde, Frida se quedó dormida en el sofá roncando plácidamente mientras Joakim, tumbado en su cama, no podía dejar de mirar el techo. ¿Qué pensarían sus colegas si lo vieran en ese momento?