Joakim Rydberg dejó caer suavemente la barra de pesas sobre su tórax. La dura sesión de spinning no había bastado para apaciguar su ira. Tenía que seguir haciendo ejercicio hasta que, extenuado, se rindiera; así podría pensar con claridad. La policía andaba tras él. Habían tratado de empapelarlo, pero no tenían pruebas suficientes. Por el momento. Pero si buscaban un poco más se armaría la de Dios es Cristo. Tenía que dar con Stina Haglund para preguntarle qué cojones le había dicho a la policía. Esa era la preocupación número uno. La siguiente era el alquiler, todos esos malditos recibos con IVA, tasas de facturación, de expedición y demás mierda que esos cabrones añadían sin que comprendieras cómo podían hacerlo impunemente. ¡Tasas de facturación! ¡Fuck yow! Verdaderos métodos mafiosos. El ciudadano de a pie paga sus recibos y calla. Si llamas para quejarte, te sueltan un contestador y nadie se responsabiliza de nada. Todos culpan a todos y se dan por vencidos. Nadie aguanta de pie un buen puñetazo. Si por lo menos hubiera alguien como tú, con quien enfrentarte cara a cara, pero las compañías eléctricas, telefónicas y de televisión por cable solo contratan a tontas del culo que te dan coba.
Mientras volvía a subir la barra Joakim divisó a Ubbe de cuerpo entero en la máquina de remos. Ahí estaba tan ricamente, con su gorra, sentado de través y bebiendo de su biberón mientras echaba un ojo a las chicas; chicas sudorosas, de pechos grandes y tops demasiado pequeños, a ser posible con el culo en pompa. Ubbe solía decir que cargaba su memoria visual para sus sesiones de cine en casa. En realidad, era un majadero que nunca se había tirado a una tía, un lechuguino incapaz de levantar cincuenta kilos en las pesas. Eso de que hacía musculación era un cuento. Él no entrenaba en el gimnasio, solo iba de un sitio para otro bebiendo de su biberón. Dos levantamientos de pesas y luego enseguida echaba un vistazo a sus bíceps en el espejo para comprobar si habían aumentado un poco, todo ello rematado con un nuevo trago de su maldito biberón. ¡Menuda nenaza! Y ahí no acababa la cosa. Asistía a un curso de acuarela para mariquitas con un grupo de viejas en Roma. La verdad, era para hartarse de reír… si no fuera porque una de esas viejas era poli. Seguro que habían hablado de los asesinatos. Están en boca de todo el mundo. Y luego, esa tal Maria Wern se había presentado sin previo aviso en su apartamento para hacer preguntas. La verdad es que estaba bastante buena para su edad… ¿Qué le habría dicho Ubbe? Sin duda había largado para impresionarla. Por supuesto, ese capullo negó rotundamente que hubiera dicho nada. Joakim le había dado una lección; le retorció el brazo hasta que se puso a berrear como un cerdo en la matanza y a llorar como un maricón. No, no se había chivado juraba una y mil veces. Pero ¿quién podrá fiarse de ese tipo? Ubbe tenía mucho pico, demasiado. Con esa poli debió de ponerse a cien. Claro que a veces viene bien tener labia, por ejemplo con las tías, pero Ubbe se pasaba de rosca. ¿Qué sacas dando palique a unas viejas en un curso para invertidos? ¡Una mierda! Tenía que haber entendido que lo más importante era proporcionar a la policía una sola versión, que no quedaran puntos oscuros por aclarar. Joakim obligó a Ubbe a que borrara a toda prisa el contenido de su disco duro en cuanto Maria Wern abandonó su apartamento, pero por lo visto ese tipo de cosas se pueden reconstruir. Ubbe había dicho que lo mejor era deshacerse de él. El problema era lo caro y complicado que resultaba conseguir uno nuevo. Podías pillar un buen cabreo por mucho menos. El puto ordenador anterior había salido volando por la ventana por culpa de un rebote que pilló un día hablando con el capullo del soporte técnico. Pero ¡qué cretino era! Además de torpe, chulo. Tenía que haberse llevado también una buena hostia. El caso es que el ordenador acabó hecho añicos sobre el asfalto.
¿Cuántos años pueden caerte por asesinato? ¿Diez? Tal vez te suelten en cinco años si te portas bien. Iban a por él. Estaba en libertad condicional, así que en cualquier momento la policía podía trincarlo para charlar con él. ¡Jodidos métodos mañosos! Un pequeño gesto con el meñique y no había más remedio que obedecer o te detenían de malos modos. Era como vivir en una dictadura militar. A Joakim le ponía de los nervios pensar en ello, y su nerviosismo terminaba en rabia. Acompañándose de un rugido ahogado volvió a levantar la barra con los brazos totalmente rectos. El ácido láctico hacía temblar sus brazos de agotamiento, pero a fuerza de voluntad realizó cinco levantamientos más antes de dirigirse a la ducha, con los brazos colgando y dando largas zancadas. Todas las duchas estaban ocupadas por cabrones que seguramente llevaban allí una hora o más, derrochando dinero en agua caliente. ¡Su dinero! Porque alguien tendría que pagarlo, ¿verdad? No tenían por qué ser su padre o su madre quienes acoquinaran dinero suplementario para que esos majaderos se ahogaran en agua caliente. Al final, siempre acaba alguien pagando el pato. En este caso, aquellos que compraban el bono completo del gimnasio. Se enfureció tanto pensando en eso que le dieron ganas de darles a todos una buena paliza.
—¡Ya has tenido más que suficiente!
Joakim quitó de un empujón a un chico de unos trece años, flaco y aterido. El muchacho se sorprendió y se asustó tanto que acabó resbalándose con la toalla y se hizo una rozadura que empezó a sangrar. Haber tenido más cuidado, pensó Joakim. Cerró los ojos y dejó que el chorro de agua cayera sobre su cara para evitar ver las miradas acusadoras de los demás. No había hecho nada, era culpa del chaval por ser tan torpe, o de su puta madre por mimarlo tanto y haberlo convertido en un cagón. El tuvo que arreglárselas durante los años que pasó en la escuela sin que sus padres se metieran por medio. ¿De qué le hubiera servido llegar a casa y decir que tenía miedo de los niños mayores cuando su madre también lo tenía? A ella le amedrentaba todo, aunque lo que más le atemorizaba era que los profesores pensaran que era una mala madre. «No te metas en peleas. Verás como mañana se arregla…». ¡Y una mierda! Lo único que valía eran los músculos. Solo te respetaban por tus músculos.
Ahora tenía que encontrar a Stina. Joakim se encaminó al vestuario. Del crío no había rastro; probablemente se había ido corriendo a casa para esconderse en las faldas de su mamá. Ese pensamiento le incomodaba, así que se lo quitó rápidamente de la cabeza. Estaba buscando su móvil en los bolsillos del pantalón cuando de repente se le ocurrió que seguramente la policía rastrearía la llamada a Stina; pero tenía que dar con ella de alguna manera. ¿Acaso era ilegal? Habían estado juntos, maldita sea. Eran amigos, ¿no? Aunque ella quería ir más allá. Joakim dejó el móvil en su bolsillo y decidió que era mejor pasarse por casa de Stina. Con un poco de suerte estaría allí.
Stina vivía dentro de las murallas de la ciudad, en un coqueto estudio que subarrendaba a otra persona. Para ello había que tener contactos, por supuesto. Su padre estaba asquerosamente forrado y ella era una deportista famosa. Los ricos con los ricos… La primera vez que fue a su casa no pudo evitar cabrearse; en primer lugar, por su glamuroso baño con grifos dorados y por los muebles y el televisor tan caros, y luego aún más al descubrir el balcón con vistas al mar. Hasta la escalera desprendía un agradable olor a recién fregado. Le angustiaba pensar que ella acabaría viendo su ratonera, en donde estabas de suerte si alguien no se había meado en la escalera o pringado los botones del ascensor.
Joakim salió del coche y echó un vistazo a su alrededor. Empezaba a oscurecer. La muralla circular proyectaba densas sombras negras que devoraban poco a poco las calles adoquinadas. El viento traía consigo los ecos del órgano de la catedral; se oían con tanta intensidad que parecía que alguien estuviera tocándolo en la casa de al lado. Las ramas de un abedul recién florecido se balanceaban sobre la valla roja, lo que hizo volar su pensamiento hasta Camilla. El hecho de que no fuera perfecta era consolador. Resultaba tan dulce como el azúcar, pero moqueaba y se le ponía la nariz roja por su alergia al polen, así que constantemente se restregaba los ojos y el rímel dejaba unos anillos negros a su alrededor. En cierta forma, afearse de ese modo le restaba valor, pero, por otro lado, lo intensificaba. Camilla debía sentirse agradecida de que estuviera dispuesto a tocarla pese a su moqueo y a su aspecto repugnante, lo cual lo colocaba a él en una posición de ventaja. En cualquier caso, ahora estaba muerta. Joakim trató de no pensar en ello. ¿Qué sentido tiene la vida si vas a morir de todas maneras? Más valía palmarla en el parto que quedarte esperando a que te llegase la hora. Era más o menos como con las mujeres. ¿Para qué esperar a que se cansaran y rompieran? Era mejor dar carpetazo al asunto una vez agotada la pasión inicial, cuando el sexo se convertía en una rutina. Justo cuando dejaban de estar embelesadas empezaban a ver su ratonera como el zulo de mierda que era realmente; entonces comenzaban a soltar comentarios de que había que fregar y pasar la aspiradora. Los que se quedan pillados por las tías se vuelven unos imbéciles, unos calzonazos que se dejan chulear por cualquiera. No, el momento de cortar es cuando el hierro aún está caliente, así evitas posteriores desilusiones. La vida es una mierda de todas maneras, así que al menos te ahorras las decepciones. Por ese motivo había roto con Stina, aunque romper realmente no rompió… Cuando le dio calabazas, ella comprendió que la cosa acababa ahí. Si se lo hubiera dicho a la cara se habría puesto a lloriquear y le habría montado un pollo, cosa que él quería evitar. Las mujeres lloran solo para vengarse. Son así de jodidas.
Cuando llegó frente a su puerta y llamó al timbre sintió unas ganas irrefrenables de llorar; fue una emoción tan repentina como una puñalada entre las costillas. En ese mismo instante se abrió la puerta. Stina llevaba una camiseta muy escotada y una falda corta. Esas formas suaves y redondeadas aumentaron su necesidad de llorar. No consiguió pronunciar ni una palabra, ni un simple gemido.
—¿Qué quieres? —preguntó ella echándose para atrás.
Adivinó el miedo en sus ojos. Sin tan siquiera responder, Joakim se internó en el vestíbulo, la cogió de las muñecas y la puso contra la pared. Su tacto era muy blando y desprendía un delicioso olor a limpio, como a golosina con sabor a naranja.
—¿Pero qué haces? ¿Te has vuelto loco? ¡Suéltame! —gritó Stina.
—Tenemos que hablar —dijo con voz áspera, apretando aún más las muñecas de la muchacha, con una fuerza superior a la que él mismo hubiera deseado.
—No te he hecho nada —repuso ella, que ahora parecía realmente aterrorizada.
Joakim se envalentonó más todavía.
—¿Qué le has dicho a la policía? —inquirió pegando prácticamente su cara a la de ella. Si hubiera querido, podría haberla besado. Con toda seguridad, no habría opuesto resistencia. Era precisamente lo que esa zorra quería, lo que había buscado siempre: que se la tirara.
—Nada. Solo les dije que fui a nadar con Camilla y que luego ella se entretuvo y yo me fui.
—¿Les contaste que estuve allí? ¿Les dijiste que me habías visto? —preguntó sin poder ocultar la angustia en su voz.
Un instante antes de que ella respondiera, le pareció adivinar en su mirada un brillo de regocijo.
—No lo recuerdo muy bien. Quizá sí.
Le retorció las muñecas y la obligó a echarse en el suelo. Así era como le gustaba verla: subyugada y sumisa. Le puso el pie en el cuello. Si la hubiera pisado con más fuerza habría acabado con ella.
—Déjame, por favor. Si no me haces daño, no le diré a nadie que has estado aquí. ¡Por favor Joakim!
Su mirada era esquiva, el pavor en su cara recordaba a un animal aterrorizado. El miedo era completamente real; todo lo demás era mentira.