Un fuerte ruido despertó a Frida Norrby. Fuera reinaba la oscuridad; la lluvia golpeaba con estridencia el techo de chapa y ahogaba los demás sonidos. Se estiró y se incorporó con agilidad en medio del punzante heno. ¿Dónde estaba? Observó las pesadas vigas del techo y no pudo recordar cómo había ido a parar allí. Su cuerpo, rígido y torpe, no estaba acostumbrado a dormir en una superficie tan dura. Seguramente se había recostado sobre uno de sus brazos, lo tenía adormecido; la espalda le dolía tanto que al sentarse le costó respirar.
La luz de un relámpago penetró por la ventana e incidió sobre las balas de pienso que había junto al muro lateral del establo. Las vacas se agitaban inquietas en sus cajones. Se encontraba en un establo, hasta ahí llegaba. Pero ¿dónde? En su sueño, que aún coloreaba su estado de ánimo, había estado en un lago de agua invernal, negra y gélida. Helge llevaba los remos de la barca. Para bien o para mal, se encontraba a su merced: «¿Confías en mí, Frida?», sus ojos eran negros como las profundidades de esas aguas estancadas. No podía leer nada en su mirada. «¿Confías en mí?». La neblina sobre la superficie del agua se había espesado y materializado en un monje sin cabeza: con su hábito blanco, notando mayestáticamente sobre el agua, se deslizó junto a ellos. En su mano relucía un anillo raro y antiguo. Entonces el monje se lo entregó, su voz fue un eco de una vieja canción: «Hablaré cuando esté muerto y no has de estar triste, mi amada…». Trató de recordar el sueño con el máximo de detalles posible. Era tan extraño que ya despierta pudiera recordar esos aromas… Mirto y menta mezclados con otras sensaciones de más difícil definición, tal vez sudor y ceniza. Helge estaba tan joven y atractivo que verlo le partió el corazón. Ella, por el contrario, estaba vieja y arrugada e intentaba ocultar su ajado rostro para evitar que su contemplación lo repugnara. Se avergonzaba tantísimo de sus manos artríticas… Trataba de esconder la cara en el chal, pero a Helge simplemente le hacía gracia su turbación. En la orilla se hallaba Signe, ataviada con un vestido de novia blanco, joven también ella. Tenía una piel dolorosamente joven y tersa. «¿Me crees si te digo que te amo?», dijo Helge mirándola entre risas. De repente, la máscara se rompió y se transformó frente a ella. Envejeció. Su pelo se tornó blanco, su cuerpo se encorvó, la presión de las manos sobre los remos se aflojó y todo él se desvaneció en cenizas. Sin el empuje de los remos, una suave brisa los trasladó hacia la orilla donde se encontraba Signe. Sí, ahora estaba en compañía de Signe. Helge la había llevado hasta allí en la barca, y el lago no era más que el estanque del molino de Móllebos. «¿Qué querías enseñarme, Helge?».
Bajo la tenue luz del amanecer, Frida sacó los mapas del desgastado sobre marrón y los desplegó. Le gustaba pasar la mano sobre ellos como él solía hacer. Era casi como tocarle. En la granja de Hunninge no encontró nada de interés. En uno de los cajones de Helge, Frida había descubierto un antiguo folleto en el que se contaba que la granja, según una vieja leyenda, había recibido su nombre del obispo Unni, el cual llegó como misionero siguiendo la estela de Ansgar en el siglo X. El obispo Unni tocó tierra firme en la costa sudoeste de Gocia y pasó la noche en una granja próxima a Klintehamn. Según algunos fue lapidado, mientras otros sostienen que enfermó y murió, y que después le cortaron la cabeza para enviarla como reliquia a Bremen. Un camino que parte de la granja aún conserva el nombre de Biskopsgatu, «la vía del obispo». Frida no comprendía qué podía tener aquello de particular, ni tampoco a qué iba a Kulstade, aunque sabía que en ese lugar se ubicó la primera iglesia de Gocia, que era de madera y posteriormente fue incendiada. La primera iglesia de Ansgar también fue reducida a cenizas, según se decía, cuando él trató de cristianizar a los paganos suecos. El patriarca regresaría más tarde en una nueva misión y haría levantar una iglesia de piedra. «Kul» de Kulstade procedía del término sueco para carbón, y es que no quedaron más que unas ruinas carbonizadas.
La siguiente cruz en el mapa indicaba Móllebos.
El cielo nocturno se iluminó con un relámpago, las vacas mugieron y el estruendo de un trueno hizo vibrar el aire. Frida echó un vistazo por la ventana del establo. Se encontraba en Móllebos, tal como había sospechado, y en el interior del edificio principal probablemente estuviera Signe durmiendo. También la enfermera Ingrid. Debía tener mucho cuidado de que no la viera la enfermera del centro de salud. El problema radicaba en que Ingrid solo abandonaba la casa con la luz del día, así que Frida quedaría expuesta. Ingrid le había recomendado que fuera al hospital a someterse a un examen. ¡Un examen! ¡Era a ella a quien tendrían que examinar: una persona adulta, a punto de cumplir los cincuenta, que era incapaz de separarse de la falda de la mujer que la crio! Si había alguien que necesitaba un chequeo era Ingrid. Así se lo había dicho Frida. Obviamente existía el riesgo de que ella se enfadara y empezara a decir majaderías en represalia por las hirientes palabras de Frida. ¿Y si lograba convencer al responsable de algún organismo, alguien que creyera sus sandeces, de que Frida no era capaz de valerse por sí misma? Tal vez la llevarían a la fuerza a un manicomio, donde tendría que convivir el resto de sus días con lunáticos desquiciados. ¿Cómo puede alguien resistir durante años en un lugar así sin perder la cordura? El personal, naturalmente, vuelve cada día a casa, pero tener que estar allí las veinticuatro horas del día, todos los días del año, sin ninguna muestra de piedad… Vivir un día tras otro con la única esperanza de la llegada de La Parca. Mientras reflexionaba sobre el modo de acercarse a Signe sin ser descubierta, se dispuso a ordeñar una vaca apacible y con un redondeado vientre llamada Theodora. Pasó un rato buscando algún recipiente donde meter la leche. Junto a la puerta, en el suelo, había un cubo metálico con tachuelas, clavos y tuercas. Eso serviría. Manipulando diestramente las ubres del animal, los hilos de leche empezaron a caer entre sus dedos. Sería su desayuno, o su cena, ya que Frida no podía determinar con seguridad si estaba oscureciendo o amaneciendo ahí fuera. Guardaría para más tarde los panecillos que se había llevado de casa. Debía reservarlos.
Una vez que dejó de llover se envolvió en una manta de caballo, cubriéndose también la cabeza para ocultar su rostro, y se dirigió hacia la vivienda. La manta era de un color demasiado claro, pero no había nada más con que abrigarse y fuera hacía frío. Un vapor blanco se alzaba del estanque del molino y goteaba de los árboles. La humedad de la hierba no tardó en penetrar sus desgastados zapatos, cuyas suelas se habían soltado ligeramente. Frida sintió súbitamente un frío intenso, procedente de su interior más que de las bajas temperaturas. Se frotó durante un momento los brazos para entrar en calor y dio unos pisotones sobre el suelo. En ese instante divisó una momia sobre el porche de la casa, muy por encima de su cabeza. Era Signe, envuelta en una mortaja blanquísima. Aquella visión fue tan inesperada que se le escapó un grito ahogado y tuvo que reprimirse para no chillar. Si Signe formaba parte del mundo de los muertos, y sus almas son omnipresentes, no serviría de nada correr; pero si todavía estaba entre los vivos, este era el momento de la verdad, el que Frida estaba esperando. Con ese pensamiento, avanzó lentamente hasta llegar bajo la terraza de la azotea, protegida por su manta de color claro. La momia se movió casi imperceptiblemente. Le pareció advertir que volvía ligeramente la cabeza. ¿Y ahora? De repente, Signe se levantó de la silla y entró a toda prisa en la casa. ¿Se habría asustado? Eso quería decir que estaba viva.
Frida halló la llave de la puerta de entrada en el lugar habitual, sobre el marco de la puerta. Pausada y cuidadosamente giró el pomo y entró en el vestíbulo, igual que aquellas noches en las que Helge desaparecía. Entonces, se apostaba abajo, en el vestíbulo, completamente en silencio, para escuchar sus confesiones y las preguntas incitadoras de Signe. Era una verdadera bruja, una mujer falsa y con una lengua viperina. Merecía una muerte lenta y dolorosa, ya que no se puede estar seguro de que existen las llamas del infierno hasta que no te llega el turno. En aquellos momentos, Frida sentía una especie de repulsión que le subía por la garganta, una helada rigidez en los músculos, que se rebelaban contra aquello que ella no quería escuchar. Tendría que haber salido corriendo, pero fue incapaz. Esas palabras la agujerearon como gusanos sobre un cadáver, carcomiendo lo que en el pasado fue amor y confianza mutua entre marido y mujer. Allí se encontraba de nuevo, en el mismo vestíbulo y con las mismas sensaciones, aunque creía haber logrado olvidar y perdonar después de que Helge le jurara y perjurara que no había pasado nada. Nada físico. Como si eso fuera lo único que importara. En ese momento se apoderó de ella el mismo odio y la misma sensación de no valer nada. No fue capaz de darle un hijo, y Helge ni tan siquiera quiso hacerla partícipe de su decepción. Un muro de silencio se erigió entre ellos. Un silencio sofocante. Él optó por compartir sus pensamientos más íntimos con Signe; ya no importaba en la cama de quién durmiera. Frida se dijo a sí misma que ahora todo estaba destruido. Si pasaba la noche junto a ella pero añoraba otro lugar donde poder abrir su corazón, todo dejaba de tener sentido. Más valía que se marchara. Pero cuando ella le confesó lo que pensaba, Helge le reafirmó su amor y Frida le prometió olvidar y perdonar. Quizá él lo hiciera por cobardía, por miedo a los cambios si se quedaba solo. Así, continuaron su vida juntos y en silencio.
Oyó que Signe trasteaba en el piso de arriba, un grifo abierto y el tintineo de su vaso de agua. ¿Por qué no dormía? ¿Qué pensamientos la mantenían despierta? Frida dejó caer la manta de sus hombros y empezó a subir sigilosamente la escalera. Algunos peldaños crujieron ligeramente bajo su peso y, en un par de ocasiones, se quedó paralizada esperando escuchar unos pasos rápidos y la pregunta: «¿Quién anda ahí?». Estar dentro de la casa sin que Signe lo supiera suponía una ventaja estratégica, una pequeña y subrepticia sensación de triunfo. Sobre la mesa del baño se encontraba la vetusta peluca de Signe, con un grasiento mechón de pelo pegado en torno a la coronilla. El cabello se le había ido cayendo con el tiempo… y ¿qué hizo la criatura? Comprar las pieles de un pobre animal en lugar de algo discreto que se asemejara al original. La idea de llevársela, como si fuera una cabellera que clavar en el poste de la verja, para advertencia de todos, hizo que Frida se riera en su fuero interno. Silenciosamente, para evitar ser descubierta, arrancó un poco de pelo y lo apretujó como si de un ciempiés gigante manipulado genéticamente se tratara. Se sintió mucho mejor.
La puerta de la habitación de Ingrid estaba cerrada con llave. Atravesándola había una cinta adhesiva de color blanco y azul, lo cual le llamó la atención, pero no comprendió en absoluto su significado. Ni siquiera se paró a pensarlo, tan absorta estaba por la emoción de pasearse por la casa sin que nadie advirtiera su presencia. Probablemente se había vuelto invisible, no sabía cómo, pero esa era su impresión. Al entrar en el dormitorio de Signe la invadió de nuevo una sensación de desolación, aún más intensa que antes. Era ahí donde Helge había cometido el adulterio. Ni podía ni quería verlo de otra manera en ese momento, aunque nunca se hubiera consumado físicamente. Helge había revelado los secretos más íntimos de ambos y puesto al descubierto las vergüenzas de Frida ante Signe. ¿No es esa la más grave de todas las infidelidades? ¿Revelar las confidencias recibidas?
Permaneció por un momento en el umbral de la puerta viendo cómo Signe se revolvía en la cama tratando de encontrar una posición confortable, lo cual puede resultar difícil cuando te atormenta la conciencia: la almohada irrita, las sábanas se retuercen y el colchón se vuelve desigual y duro. Signe suspiró profundamente y se colocó de costado; luego, volvió a resoplar y a girarse. Los vapores de amoníaco que exhalaba ese cuerpo angustiado llenaban de acidez el aire de la habitación. Lanzó otro suspiro, seguido de un gemido. Hubiera resultado tan fácil matarla en ese momento… Asfixiarla con la almohada o apuñalar sus carnes flácidas con un cuchillo de cocina. Rajar ese pellejo decrépito y observar bajo la luz del amanecer cómo se derramaba una maldad líquida, densa y negra. Ese pensamiento, que surgió espontáneamente, exigía un mayor desarrollo. La policía encontraría a Signe sin vida; muchas personas la verían, indefensa y desprovista de su peluca, con sus entrañas repugnantemente al aire. Pero sí mataba a Signe, ¿quién le contaría lo que quería saber? ¿Cómo se enteraría de los secretos que Helge guardaba? Necesitaba conocerlos, lo único que daría sentido a su vida. Frida se adentró con decisión en la habitación. Ahora o nunca. Necesitaba una respuesta.
—Signe, ¿estás despierta? —preguntó en voz alta.
Signe se incorporó de un salto en la cama y abrió mucho los ojos. Su barbilla quedó colgando de tal manera que la boca se le antojó a Frida como un enorme agujero negro. Bajo la luz del alba se dibujó el contorno del fantasma, pero sus labios no alcanzaron a pronunciar palabra.
—Tenemos algunas cosas que aclarar —dijo Frida agarrando a Signe de los hombros y sacudiéndola para que reaccionara—. Hay algo que necesito saber antes de morir.
Signe ahogó un grito y se le cortó la respiración; su aliento quedó retenido en el pecho, comprimiéndolo y expandiéndolo.
—¿Estás viva? ¿Eres realmente tú, Frida? —preguntó Signe en un susurro.
—¿Quién si no? —replicó Frida, que empezaba a irritarse con la torpeza mental de Signe—. ¡Arriba! Debemos hablar.
—¿De verdad estás viva? ¿Cómo saliste indemne del incendio? Solo quedaron cenizas de tu casa, y tú estabas dentro. ¡Ese fuego! —exclamó Signe agarrando lánguidamente la muñeca de Frida como para cerciorarse de que efectivamente era de carne y hueso.
—Alguien va a por mí. Vi cómo se quemaba mi casa. Si logras levantarte de la cama y nos sirves un café podremos esclarecer algunas cosas, tú y yo.
Una vez que hubo recobrado la compostura y se puso la bata, Signe bajó lentamente la escalera. Para entonces, Frida ya había empezado a preparar el café y había dispuesto sobre la mesa unas tazas y unas galletas.
—Tratemos de hablar en voz baja para no despertar a Ingrid —dijo Frida, casi para sí misma. En realidad, pensó, no le convenía en absoluto que Ingrid se uniera a ellas. Serían dos contra una y tal vez ello le impediría marcharse una vez que hubiera dicho lo que tenía que decir.
—Ingrid está muerta —dijo a duras penas Signe, con un susurro ronco, casi un graznido—. La mataron allí abajo, en la Casa de los Monjes. ¿Has oído bien, Frida? ¡Ha muerto!
Signe avanzó a tientas desde la jamba de la puerta, apoyó una mano sobre la mesa de la cocina y se dejó caer pesadamente sobre una silla; ya había superado el susto y la estupefacción tras aquel brusco despertar.
Frida sintió cómo desaparecía la justificada ira que había acumulado. Las incisivas palabras que había afilado para herir a quien la había agraviado tan profundamente ya no tenían sentido, habían perdido toda su legitimidad. La condena se había ejecutado, pero de otra forma. Un intenso sentimiento de decepción la invadió al ver que le habían arrebatado su derecho a vengarse.
—¿Es cierto? ¿No estás mintiendo? —preguntó Frida mientras se encendía en ella una pequeña chispa de esperanza. Tal vez esas palabras terribles no fueran más que otra de sus tretas. Pero no, podía leer en la cara de Signe que no era así—. Entonces, es verdad. ¿Qué ha pasado? No me he enterado de nada. Hace varios días que no veo a nadie. Debe de haber sido horrible para ti, Signe —añadió, y su expresión se ablandó.
Signe se lo contó. Aunque con frases entrecortadas, Frida se enteró de lo acontecido, tanto a Ingrid como a esa muchacha, Camilla, su vecina de la casita roja. Las palabras arrojaron alguna claridad sobre esos terribles sucesos. Ambas se olvidaron de servir el café, que después de hervir acabó enfriándose en el fogón de la cocina. El bollo que había cogido Frida era incomible; además, le resultaba imposible tragar con el estómago encogido por la pena.
—Me lo temía. Constantemente he tenido la sensación de que alguien quería hacernos daño —comentó Frida secándose con la manga de su rebeca los ojos escocidos por las lágrimas. Conocía a Ingrid desde que llegó a Roma.
—¿Por qué has venido esta noche? ¿Qué querías de mí? —preguntó Signe cogiendo con ambas manos el brazo de Frida.
—Antes de morir, necesito saber algo acerca del niño. El que estaba enterrado en la parcela junto al cementerio. ¿De quién era? Debes decirme la verdad.
—¿De quién era? —repitió Signe con expresión aterrorizada.
—Suéltalo ya. De lo contrario me enfadaré.
—Perdóname, Frida. No sé cómo decirte esto. Te entenderé si no puedes perdonarme jamás. El niño no era ni de Helge ni mío. Se hallaba en el prado contiguo al cementerio. En opinión de Helge, databa de la Edad del Hierro y se trataba de un sacrificio. Quería hacerte sufrir… por tener lo que yo siempre quise. A Helge. Me hizo tanto daño saber que él era tuyo y que yo tendría que vivir con mi infelicidad… Me parecía tan injusto, tan duro y carente de sentido.
—¡Pero tú lo tenías todo! Un esposo, una granja enorme y una hija adoptiva. No entiendo cómo funciona tu mente, Signe. ¡Tenías a Tryggve!
—Jamás lo amé. Era un buen trabajador y no nos faltó de nada, pero nunca le quise.
—Siento tanta pena por él —sollozó Frida al pensar en esa vida sin ninguna muestra de amor—. Imagínate vivir en tal pobreza espiritual. Yo creía que erais felices juntos. Él te trataba verdaderamente bien, Signe. ¡Cómo pude equivocarme tanto! En cualquier caso, Helge está muerto. ¿Qué podías ganar con una historia tan terrible? ¡Contéstame! —gritó Frida agarrando con fuerza el brazo de Signe y mirándola fijamente.
—¿Piensas que yo no sufro por la muerte de Helge? No pasa un minuto sin que lo haga, pero ¿a quién le importo yo? A ti todo el mundo te ofrece cariño, amor y respeto. Pasaste a ser la honorable viuda con derecho a duelo. No sé qué se me pasó por la cabeza, Frida, lo siento muchísimo. Debes creerme. Lamento profundamente no haber podido dejarte en paz. Pero aquello parecía no acabar nunca. Tú recibías todo el consuelo, y yo nada. Ni siquiera pude decírselo a Ingrid. Pero ahora que ninguna de las dos tenemos nada que perder ya no importa. En realidad, nada importa ya —dijo Signe hundiéndose en la silla y con su cabeza marchita y pesada hundida entre esos hombros arqueados.
—Tonterías, Por supuesto que hay cosas que importan. Si te metiera un hierro candente por el culo te importaría muchísimo, ¿no crees? Hay que vivir hasta el último suspiro. ¡Deja ya de compadecerte!
Signe la miró sorprendida. Poco a poco fue recuperando sus fuerzas y finalmente se dejó vencer por la curiosidad.
—Ingrid dijo que habías estado en Hunninge en mitad de la noche. ¿Qué pretendías hacer allí, Frida?
Frida se amilanó. No le apetecía hablar de eso.
—Fue un delirio de Helge. Un desvarío, sencillamente. Nada de lo que haya que preocuparse.
—Es cierto, la fiebre le hacía delirar. Pero si continúas con las tonterías a las que él se dedicaba darás con tus huesos en el manicomio. Y ahora, ¿qué piensas hacer? ¿Llamarás a la policía y les contarás que estás viva?
—¡Ni loca! Me he propuesto sobrevivir a todo esto.
—Espera, Frida. ¿Adónde vas a ir? Cálmate un momento. Puedes quedarte aquí. Podría ocultarte en el establo; nadie tiene que saber dónde estás si no quieres —propuso Signe sujetando a Frida de la rebeca, pero ella se apartó.
—¿Sabes qué se traía Helge entre manos? Él se negaba a contármelo, pero vosotros hablabais de muchas cosas a solas, así que he pensado que tal vez te había dicho algo.
—No era nada; únicamente disparates y fantasías. Deja de pensar en esas tonterías. De lo contrario, podrías salir perjudicada. Te encerrarían para el resto de tu vida, ¿entiendes? Si quieres vivir sola debes demostrar que estás en tu sano juicio. Quédate aquí hasta que sepas qué quieres.
—¡Jamás! ¿Acaso estás mal de la cabeza? —espetó Frida, antes de huir con paso ágil y perderse en la neblina gris.
Signe tanteó con las manos buscando el teléfono, pero acabó desistiendo.
—¡Espera, Frida, espera! Nadie quiere hacerte nada. ¡Detente, Frida! ¡No quiero estar sola!