Simón Bergvall se encontraba en La rosquilla de Espegard tomando un café cuando recibió la llamada de la policía. Aunque la esperaba, no pudo evitar sobresaltarse. Acababa de terminar su segunda taza y pensaba ir en coche a la granja Ejmund para comprar algo que asar en la parrilla durante la celebración del final del curso de acuarela. Las brochetas y la mantequilla a la trufa las adquiriría en Björke, además de unas cuantas patatas. En ese sentido, la llamada de la policía llegó en un momento de lo más inoportuno. Después de ciertas vacilaciones, se citó con ellos frente a la tienda de la granja. Por un momento había temido que quisieran ver su apartamento. Por principio, nunca dejaba entrar a nadie en casa. Era una zona franca, un lugar donde deseaba estar a solas con sus pensamientos y su propio orden de las cosas, y que nadie se inmiscuyera. Cuando era más joven había hecho algunos intentos, no demasiado entusiastas, de vivir en pareja, pero siempre habían desembocado en enfado por ambas partes, peleas sobre la distribución de las tareas, llantos y ruptura. Había decidido que no dejaría entrar a ninguna mujer más en su vida. No valía la pena. Aunque a veces se sentía muy solo, sus noches eran tranquilas y armoniosas en comparación con aquellas veladas de gritos y broncas con su pareja de turno. Entonces conoció a Ingrid. Al pensar en ella se le humedecían los ojos. Cuando llamó a Maria y esta le contó que había hallado el cuerpo sin vida de Ingrid en la antigua casa de piedra de Móllebos, aunque había llorado, no había asimilado realmente lo ocurrido. Solo ahora comprendía lo que aquello significaba. Ingrid y él nunca más volverían a verse, jamás… Nunca más podría besar el hoyito de su cuello. En un principio hubo sobre todo la necesidad de contacto físico y de aprobación por parte de él, pero luego su relación evolucionó en amor. En mayor medida de lo que él había creído. Las muestras de atención que recibía de otras mujeres por internet no eran nada en comparación con aquello. Carecían completamente de importancia, no eran más que un mero pasatiempo.
Tras conversar con Mirja esa misma noche, estaba esperando que la policía lo llamara. No era tan inocente. Sabía que escudriñarían el ordenador de Ingrid, hurgarían en lo más íntimo y sagrado. El recuerdo de ciertos mensajes bastaba para incrementar el grado de rubor de sus mejillas. Pero ¡qué demonios!, él era una persona normal con necesidades normales. Lo que uno escribe en la embriaguez del enamoramiento parecen meras majaderías bajo el tubo fluorescente del análisis clínico. Analizarían con lupa las hermosas palabras de Ingrid, su calidez y su capacidad de comprensión. Esa idea le daba asco. Ingrid había entendido incluso su necesidad vital de estar solo a veces, algo que a las anteriores mujeres que había habido en su vida les parecía antinatural; lo que hacían, en cambio, era pegarse a él hasta que Simón ya no las soportaba. Pero Ingrid lo comprendía. Ella necesitaba tanto como él estar sola de vez en cuando, y eso ejercía entre ellos una evidente fascinación. Cuando te aíslas para pensar, luego tienes más que compartir con la persona amada, un paisaje interior digno de estudio. En cuanto vio las acuarelas de Ingrid comprendió que detrás de esa apariencia corriente había una mujer llena de pasión y de lúcido intelecto. Sus pinceladas no reflejaban dudas, ni imitaciones ni trazos de lápiz vacilantes en busca de un rumbo, pese a lo cual se preguntaba de dónde sacó el valor para enseñarle lo que escondía a todos los demás.
Se había atrevido a confiar en él, y eso le llenó de orgullo, pero también temió no estar a la altura del semidiós que ella había imaginado que era. La había visto internarse en el huerto al caer la noche, cuando los demás alumnos ya se habían marchado a sus respectivos hogares. Entonces Ingrid volvió y le mostró la carpeta con las ilustraciones de él que había dibujado en secreto. Era una declaración de amor. La más hermosa que nunca le habían hecho.
Fuera de la tienda de la granja Ejmund, Maria Wern se divertía con el perro rastreador de trufas, un labrador muy juguetón que perseguía con tal afán una pelota pinchada que no podían más que reírse. Erika Lund degustaba un helado sentada con las piernas en alto. Después de esperarle un buen rato, Simón Bergvall hizo acto de presencia. Lo que a primera vista parecía una situación distendida se transformó rápidamente en eficaz formalidad. Maria se frotó los restos de barro que las enormes patas del perro habían dejado en su ropa.
—Supongo que imaginabas que nos pondríamos en contacto contigo. —Maria se sentó a la mesa y señaló con un gesto la silla de jardín vacía frente a ella—. Por favor, siéntate.
Simón echó un rápido vistazo a su alrededor. No había nadie más cerca. Se encogió de hombros y tomó asiento. Maria le tomó los datos personales, mera rutina.
—¿Dónde te encontrabas la tarde del jueves y la noche del jueves al viernes?
—El jueves por la tarde… —mientras reflexionaba, Simón se pasó la parte plana del puño por la barba— estuve todo el día en Kungsgárd. El establecimiento acaba de inaugurar la temporada y fui a echar una mano para ordenar y limpiar la cafetería. Lo mejor sería abrir el muro hacia el jardín, pero es un edificio histórico protegido. Elaboramos un borrador para solicitarlo a los organismos competentes. Creo que eran poco más de las ocho cuando volví a casa. Vivo encima de La rosquilla de Espegard, entre los dos supermercados. Acababan de cerrar, así que no me dio tiempo de comprar comida para la cena y tuve que conformarme con unas gachas de avena. Esa noche me acosté temprano. No, nadie puede confirmarlo, estaba solo en casa. Así son las cosas cuando uno es soltero.
—El viernes por la noche sí sé lo que hiciste. ¿A qué te dedicaste hasta el lunes?
—Si insistes en saberlo, te diré que el fin de semana me quedé en casa y pillé una terrible borrachera. Nadie sabía que Ingrid y yo…
—¿Y nadie puede tampoco corroborar que estuviste en casa?
—Nadie. El lunes fui a la casa de Mirja y Gunnar. Mirja había encargado papel para acuarela.
—De regreso, ¿pasaste quizá por los baños públicos? —preguntó Maria como si tal cosa.
—Ya veo por dónde vas… —replicó Simón estirándose cuan largo era y mirándola a los ojos—. Ni tengo nada que ver con esa muchacha ni maté a Ingrid. De hecho, la quería. Entiendo que lo mío pinta muy mal, pero soy inocente.
Maria repitió la pregunta:
—¿Estuviste el lunes en la casa de baños?
—Fui para ver los horarios de verano y preguntar por la llave de mi bicicleta, que la había perdido. Quería empezar una vida más saludable y quitarme estos michelines —dijo sujetándose la barriga que le colgaba sobre la cintura—. Pensé en la natación y consulté en la recepción el horario de piscina. En verano abren menos horas. Luego me fui a casa… Maria, tú me conoces, no creerás que lo he hecho yo…
—Estas preguntas forman parte de mi trabajo, Simón. No estoy sacando ninguna conclusión, todavía. Llegaste a casa. ¿Qué hiciste el resto de la tarde-noche?
—Estuve navegando por internet.
—O sea, que pasaste el resto del día en casa.
—¡Ya te lo he dicho antes! —Simón tenía los ojos inyectados en sangre, parecía que iban a salirse de las órbitas. Agarraba la mesa con tal fuerza que en cualquier momento podría volcársela encima—. Yo no lo hice, pero podría matar a la persona que acabó con la vida de la mujer a la que amaba.
—Tengo una pregunta —intervino Erika; se situó a un lado, por detrás de Simón. Parecía haber advertido la tensión del momento—. Hablamos con una mujer de la limpieza de la casa de baños que afirmó que en el pasado te había sorprendido tumbado en el suelo y espiando el vestuario femenino. ¿Es cierto? Nos dijo que el abrir la puerta te dio con ella, tú te caíste y aterrizaste sobre tu mochila. ¿Sueles hacer ese tipo de cosas?
—En absoluto… No es lo que estáis pensando.
—En ese caso, tal vez podrías contarnos qué pasó —dijo Maria.
Simón emitió un sonoro quejido y agitó la cabeza como si quisiera apartar a una molesta mosca.
—La llave de la bicicleta se me cayó al suelo y se coló por debajo de la puerta, es decir, dentro del vestuario de las mujeres. Sé que suena extrañísimo, pero es cierto. Cuando me incliné para ver sí podía alcanzarla con los dedos, me dieron un portazo en la cabeza y luego me preguntaron si mi esposa estaba dentro. La situación era tan absurda que no fui capaz de contestar nada. Estaba claro lo que iban a pensar.
—¿Recuperaste la llave?
—Ese día no, pero sí el lunes por la noche. Pregunté por la llave y resultó que la tenían. Podéis hablar con los empleados.
—Ya lo hemos hecho —repuso Erika.
—Me gustaría profundizar en tu relación con Ingrid —prosiguió Maria—. Si te soy sincera, me sorprendió un poco.
Simón se pasó la mano por el ojo y una lágrima se coló entre sus dedos y se internó en su barba. Permaneció un momento así, en silencio.
—Ingrid y yo habíamos decidido vivir juntos. El jueves se lo iba a contar a Signe. No sé si llegó a hacerlo, si se atrevió. Es alucinante que una madre tenga tanto poder sobre su hija, que haya manejado a su gusto a Ingrid durante toda una vida. —Simón miró hacia el cielo mientras las lágrimas recorrían sus mejillas—. Yo no la maté. Tenéis que creerme.
—Por el momento ni creemos ni dejamos de creer nada. ¿Sabías que Signe no era la madre biológica de Ingrid? ¿Y que tampoco era adoptada?
Las preguntas de Erika se sucedieron rápidamente con la esperanza de lograr una respuesta espontánea.
—No, pero eso ¿qué tiene que ver?
—¿Sabías que Ingrid no habría heredado nada de Signe a no ser que esta lo hubiera consignado expresamente en su testamento?
—Sigo sin entender qué importancia puede tener eso.
—Esa granja vale millones —señaló Erika al tiempo que sacudía la cabeza ante la torpeza de Simón.
—Entonces, ¿quién sería el heredero de Signe? —preguntó Simón sin verdadero interés por conocer la respuesta.
—Nadie lo sabe. Es posible que ni siquiera lo haya decidido.