Joakim Rydberg se miró la cara en el espejo lleno de manchas del baño y se pasó la mano por el cabello castaño. Tenía un aspecto lamentable. Sus grandes ojos, con pestañas negras y densas que a las mujeres solían parecerles tan atractivas, se habían encogido; tenía ojos de cerdo. Además, tenía las mejillas de un gris pálido. Y unas horribles bolsas bajo los ojos. Hizo un cuenco con las manos bajo el grifo de agua fría y se lavó la cara. No había dormido mucho después del turno de noche. En parte porque entraba mucha luz y hacía mucho calor, pero sobre todo por los pensamientos que no dejaban de dar vueltas en su cabeza. El día anterior, dos horas después de que terminara el turno de taxista, su madre se había presentado en su casa. No le había llamado por teléfono para preguntarle si le iba bien que fuera. Imagínate que hubiera tenido una chica en casa. Habían quedado en que llamarían antes, no se presentarían sin avisar. Él cumplía su parte del acuerdo, su madre a veces tenía compañía y era bastante desagradable encontrarse con aquellos viejos repugnantes. Pero ella el día anterior se presentó sin llamar antes. Joakim se dio cuenta inmediatamente de que había pasado algo grave. Los ojos llorosos de su madre y sus movimientos espasmódicos le pusieron sobre aviso. Por eso no le echó la bronca por no haber avisado. Bueno, al menos no directamente.
Su madre recolocó las revistas, recogió la ropa sucia que había encima de la cama y se sentó; no hizo ningún comentario crítico acerca del desorden ni de que la cama estuviera sin hacer. Otra muestra más de que aquella visita se salía del acostumbrado control semanal. Ni siquiera le preguntó: «¿Cómo estás? ¿Comes algo? ¿Cómo andas de dinero?». Como hacía siempre en sus apresuradas visitas. Su mirada era vigilante e inquieta. Cuán sensible es uno a los ojos de una madre, penetran la conciencia sin que podamos evitarlo. Tras un minuto de reflexión, Joakim no estaba seguro de querer oír lo que la preocupaba.
—¿Es verdad que has participado otra vez en una pelea? —Hacía esfuerzos por no gritar. Su voz parecía ahogada, hablaba despacio y claro, como si creyera que él se había vuelto corto de entenderás.
—No me he metido en ninguna pelea, mamá. ¿De dónde has sacado eso?
—Una chica, una compañera de trabajo, te vio a la puerta de Oster Centrum. A ti y a otros dos chicos. ¿Eran Hjalle y Ubbe? El viernes.
—¿Ese cono amargado que se cree tan guapa? Que le den por el culo a esa bruja. No tiene sentido del humor. Está sonada. Solo estábamos divirtiéndonos. —Joakim la obsequió con la mejor de sus sonrisas y notó que su madre se ablandaba un poco—. Vamos, mamá, solo fue una broma.
—Estás en libertad condicional, Joakim. Lo cual significa que quizá no puedas permitirte tantas bromas como los demás. Si te ponen otra denuncia, irás a la cárcel. ¿Lo entiendes? ¿Entiendes la gravedad de la situación?
—Tranquila, mamá. No pasó nada.
—Mi amiga vio que pusisteis a un chico contra la pared y que os entregó el dinero y el móvil. Quiero saber la verdad, Joakim. Hayas hecho lo que hayas hecho, te quiero y te protegeré todo lo que pueda, pero no me mientas.
Joakim vio que a su madre le temblaba el rostro. Eso significaba que estaba furiosa con él. Lo detestaba, le daba tanto asco como una vomitona. Sabía por experiencia que eso era exactamente lo que pensaba.
—¡Estaba hecho un gallito! Tuvimos que bajarle un poco los humos. El padre de ese cerdo está forrado, le colma de regalos y luego él va por ahí exhibiéndolos, haciéndose el interesante. Y encima va y nos suelta que va a dar la vuelta al mundo y que tiene un porrón de dinero en la cuenta. Tiene veinte años y su propio Porsche. ¿Entiendes? Yo tuve que ahorrar como un cabrón para comprarme este móvil. —Joakim agitó su móvil, lo soltó y volvió a cogerlo en el aire.
—Joakim, ¿qué le hicisteis? —Le clavó su mirada azul y él se sintió agobiado; no tenía escapatoria.
—Él se lo buscó, menudo cerdo… Solo lo pusimos contra la pared. Pero, joder, no queríamos su dinero ni su móvil de mierda. Que se lo meta donde le quepa. Lo único que queríamos era que alejara sus pezuñas de nuestras chicas. De mi chica. Se quería ligar a Stina. ¿Entiendes?
—Quizá Stina quería estar con él. Las chicas no son propiedad de nadie, Joakim. Además, me habías dicho que ella ya no te gustaba. La verdad es que creo que lo que te gustaba era que una estrella de baloncesto estuviera colada por ti. Y no me parece justo que la comprometas si tú no te la tomas en serio.
—Hasta hace poco era mi chica; lo menos que uno puede esperar es un poco de respeto y no que se lancen sobre ella en cuanto queda libre. Joder, todavía llevaba el calor de la cama.
Al ver que su madre seguía observándolo con aquella mirada acusadora y resignada, algo explotó dentro de él. Perdió totalmente el control y le pegó. A su propia madre. En plena cara, hasta que empezó a sangrar por la nariz. Cuando vio aparecer las lágrimas, y luego las vio deslizarse fue todavía peor. No podía reparar aquella atrocidad, lo hecho, hecho estaba; lo invadió una furia irracional contra ella por haberlo llevado hasta ese extremo. No pudo dominarse, ya estaba todo perdido. Perdió el control de las manos y la abofeteó una y otra vez; le costó un gran esfuerzo no cerrar los puños; no darle patadas directamente en la espalda encorvada, solo al lado. Pero en un descuido le dio una patada en el costado. Ella se arrastraba por el suelo tratando de esquivar los golpes. ¡Maldita madre! ¿Por qué había ido a provocarlo? La culpa era de ella. Ella tenía la puta culpa, se lo había buscado. La echó a patadas por la escalera y cerró la puerta. Su madre no iría con el cuento a la policía, de eso estaba seguro. Aquello era humillante también para ella. Jodidamente humillante para los dos.
Cuando se tranquilizó un poco, recordó algo más de lo que había pasado el día anterior. La chica con la que había estado en la fiesta de Stina debería haber llegado antes de que él terminara su turno de noche con el taxi. Se llamaba Camilla, una Barbie con los ojos grandes y tristes. La muy impresentable no le había llamado. Tenía que haberle dado un toque cuando hubiera subido en el autobús y luego él se vería con ella en Ósterport. En eso habían quedado. Pero como ella no llamó y él sintió una necesidad imperiosa de desahogarse, decidió ir a dar una vuelta a Roma y buscarla.
En el supermercado donde Camilla trabajaba le dijeron que había ido a la casa de baños de Roma y eso coincidía con lo que ella le había dicho. Pero no le había llamado al subir en el bus… ¿Y si no lo hubiera cogido? Seguro que solo había estado jugando con él. Una chica de buena familia acostumbrada a tener todo lo que quería y a tirarlo cuando se había cansado. Pero Joakim Rydberg no era un tipo del que se pudiera pasar sin más. Si has quedado en llamar, llamas; si no, a la mierda. No cumplir lo que se ha acordado es una falta de respeto. Cuando uno no muestra claramente dónde están los límites, deja de infundir respeto. Hay que castigar a los traidores. Estaba claro que tenía que ser más duro con ella para que lo entendiera. Luego, si ella le suplicaba y le pedía perdón, puede que él se ablandara e hiciera el amor con ella, pensó. En otro caso, no. El día anterior a las nueve tenía asignado el turno de noche, iba a sustituir al sacristán, que no podía hacerlo y avisó con poca antelación. Le quedaba poco tiempo para ligar, pero igual le salía bien. Podrían pasar un rato metiéndose mano en el coche y que después ella esperara en el piso hasta que él volviera a casa por la mañana. Si era de esas que sueñan con restaurantes, mantel blanco y tonterías similares, la largaría inmediatamente, pensó en el coche de camino hacia Roma. Hizo caso omiso a los límites de velocidad. Si lo pillaban, esperaba que fuera su padre el encargado de realizar el control. En la casa de baños no la había visto nadie, y no le permitieron entrar en la sección de mujeres, además tenía que darse prisa para volver a Visby. Joder, qué puta. Esa necesitaba que la pusiera en su sitio.
Su madre le había contado hacía poco que su padre biológico había llegado a Gocia. Jesper Ek. Un madero. Era para morirse de risa. Después de veintidós años se había puesto en contacto con su madre, quería saber cómo le iba y ver a su hijo. Joakim se había negado, claro está. Hay que tener un poco de amor propio. Su madre le había explicado que se quedó embarazada por un descuido. Un descuido caro de cojones para el tal Ek. De todos modos, había pagado puntualmente la pensión alimenticia. Según su madre, tenía más hijos a los que pasar la pensión, pero ninguno a su cargo. Su padre vivía solo. Su madre le dijo que había vuelto a llamar. Que tenía muchas ganas de verlo. ¿Para qué? ¿De qué iban a hablar? De nada, una conversación de puro trámite, porque las cosas que realmente importan no se pueden compartir con un forastero. Solo pasaría a engrosar la lista de falsos padres que en el fondo solo eran un estorbo. Igual de cargante que la pesada de su madre. Te quiero. Palabras que en realidad no eran más que la expresión de sus remordimientos. Decirlo no costaba nada. Afirmaciones que a la hora de la verdad no significaban nada; su comportamiento chocaba con lo que ella esperaba y quería de él. Así que era una expresión vacía de contenido. Como clavar la mirada en las cuencas oscuras y vacías de la muerte.
Joakim se pasó otra vez las manos mojadas por el pelo mientras contemplaba su rostro en el espejo. El día que vio que los ojos no tienen vida, que solo son estructuras muertas e iridiscentes con un agujero dentro, fue un descubrimiento horrible. Una red fina que obedece los impulsos de un cerebro regido por procesos químicos. Eso es lo que somos. Toda nuestra existencia se derrumba cuando la examinamos. Somos animales. El ego manda. Se trata de sobrevivir y reproducirse, todo lo demás son gilipolleces. Para sobrevivir uno tiene que estar dispuesto a sacar provecho de todo. Una vieja con su bolso, como esa tal Frida Norrby a la que llevó en el taxi el jueves por la noche, en realidad no era nada más que la base de la pirámide de alimentación de la que él era el rey. Sin embargo, aquella vieja tenía algo que consiguió que se apocara y se sintiera pequeño. Se atrevió a ser pequeño. Aquella mujer no conocía el miedo, escuchaba lo que él decía, y luego, después de escuchar, asentía pensativa, como si mereciera la pena reflexionar acerca de lo que él acababa de decir. No se atrincheraba en sus posiciones, sino que era muy tolerante. Aunque era vieja como el demonio, no era de ideas fijas. Había calidez y amabilidad en su arrugado rostro, como si fuera dueña de algo tan grande y tan importante que le permitiera ser generosa.
Casi sin querer le contó la historia de su vida. Se le humedecieron los ojos y la nariz y se comportó como un marica, y al mismo tiempo sintió que lo invadía un extraño sentimiento de generosidad. Trató incluso de ayudarla a subir la escalera de la casa, sin que ella se lo hubiera pedido. Entonces ella le dijo que podía arreglárselas sola, lo cual aumentó aún más el respeto que sentía por ella. Él era exactamente igual que esa mujer. No pensaba depender de otra persona jamás de los jamases. Seguramente esa señora mayor preferiría morirse de hambre en su casa o caerse y romperse un hueso antes que consentir vivir en una residencia de ancianos. Frida no tenía que exigir respeto. Sin embargo, inspiraba respeto. No tenía miedo de él como los demás. Claro que él sintió también cierta envidia. Luego, cuando le preguntó si quería que la esperara o quizá que volviera más tarde a buscarla para llevarla de vuelta a su casa, ella le contestó que no le importaba quién la recogiera, que ya llamaría cuando necesitara un taxi. Aquello fue como un puñetazo en el estómago. Hasta entonces el trato había sido de lo más cordial. Él le había desnudado sus pensamientos, le habría gustado continuar la conversación en el viaje de vuelta a Visby, pero ella le soltó que podía volver a casa con cualquier taxista. Para ella él era tan reemplazable como una bolsa de basura.
Fue entonces cuando la cogió del brazo. Más fuerte de lo que en realidad quería. Se lo retorció hasta que sonó un crujido y la vieja gritó. Cuando se dio cuenta de que se lo podía haber roto, se quedó helado y salió de allí a toda prisa para no hacerle más daño. Sabía muy bien hasta dónde era capaz de llegar por todas las veces en que la situación se le había ido de las manos. Cuando empezaba y sobrepasaba el límite, era casi imposible dejar de pegar. Había estado a punto de agredir a Frida. Habría sido muy fácil romperle la nuca de una patada. La diferencia, porque había una diferencia, era que Frida no era víctima. Ni siquiera le daba miedo morirse. Eso le daba ventaja.
No, no soportaba pensar en ello… en cómo todo se iba volviendo una mierda. Necesitaba acostarse y dormir otro poco. Tenía que dormir para poder conducir esa noche y la siguiente. Cuando no había dormido bien, no podía dominarse. La furia se apoderaba de él tan deprisa que era incapaz de sujetarla. Tenía que tratar de concentrar sus pensamientos en algo que le ayudara a relajarse. Después de los turnos de noche acostumbraba a tomar cerveza y pastillas para dormir que le mangaba a su madre, Rohypnol. Solía tomar dos. Era un infierno trabajar por la noche sin haber dormido bien.
Joakim se acercó al frigorífico. Olía muy mal. ¿Pueden enmohecerse las salchichas de Falún? Después de constatar que no quedaba ninguna cerveza, le dio una patada a una silla que le pareció que estaba en medio y la estampó contra la pared. Tenía una botella de Vodka de su último viaje a Tallin. Echó un poco en una taza y se tomó las pastillas. Debía tranquilizarse. Si no, perdería también ese trabajo. Le habría gustado hablar con una chica. Cualquier chica hubiera valido. Se tocó la entrepierna; aquello estaba muerto. Se acostó en la cama y repasó los números que tenía en el móvil, encontró el número de Stina, justo iba a llamarla cuando sonó el timbre de la puerta. Su madre no se atrevería a molestarlo otra vez sabiendo que había trabajado toda la noche. Se volvió hacia la pared, pero el timbre siguió sonando. Podía ser Hjalle. O Ubbe; tal vez había llegado a nuevas conclusiones acerca de La Vida. Él carecía de teorías; estaba hueco, vacío, no tenía opinión acerca de nada, lo único que tenía claro era a quiénes les hacía falta una hostia para que aprendieran a respetarlo. Por eso había adoptado agradecido las teorías de Ubbe sobre el destino y el sentido de la vida. Las chicas quedaban impresionadas con ellas, demostraban una profundidad que realmente les infundía respeto. A las chicas les interesaban esas cosas. Estábamos predestinados a encontrarnos, estamos hechos el uno para el otro y blablablá…
Más pasos en la escalera. Llamaron a la puerta.
—Soy Maria Wern, de la policía. Buscamos a Joakim Rydberg.
—¿Qué hostias pasa ahora? —Se dio un cabezazo contra la pared, tenía que quitarse la borrachera.
—Nos gustaría preguntarle un par de cosas.