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Sebastian Sverkersson siempre se ponía nervioso cuando entraba en la sección de mujeres. La casa de baños aún no estaba abierta y lógicamente allí no podía haber nadie a esas horas de la mañana, pero aun así él se sentía incómodo. La idea de sorprender a una mujer, que ella lo viera, se pusiera a gritar y le acusara de haber estado mirando a escondidas, le daba pavor.

Hacía poco una mujer de la limpieza había pillado a un hombre en cuclillas mirando por la ranura de la puerta de la sección de mujeres. La mujer, que no sospechaba nada, abrió la puerta con tal ímpetu que el hombre cayó en el pasillo. De espaldas sobre la mochila y pateando el aire en el intento de levantarse, parecía un escarabajo. «¿Está usted esperando a su mujer?», le preguntó amablemente la mujer de la limpieza con la esperanza de obtener una explicación aceptable. Tal vez el hombre era tan tímido que no se atrevía a llamar a la puerta para enterarse de si su mujer estaba allí. Pero él respondió que no y se retiró cabizbajo.

Cosas así podían hacer que Sebastian se pusiera colorado hasta la raíz del cabello. Se sentía culpable por el mero hecho de ser hombre. Una culpa colectiva desde una perspectiva de género. ¡Perspectiva de género! ¡Bah! ¡Una perspectiva de mierda es lo que era! ¡No decían más que gilipolleces! Él no les había hecho absolutamente nada y sin embargo ellas lo odiaban. Todas las mujeres lo odiaban y hacían que se avergonzara, por eso él les pagaba con la misma moneda. Encontrar un sujetador o unas bragas colgadas y llevarlas al cajón de las prendas olvidadas bastaba para que se sintiera de lo más incómodo. Un azoramiento que ni siquiera él podía explicarse. O lo de la noche anterior. A veces uno se pregunta cómo funciona la gente. A la hora de cerrar la casa de baños, si resulta que alguna taquilla ha quedado cerrada con candado se descerraja y se vacía. Que ocurra algo así es incomprensible. ¿Cómo puede ser nadie tan despistado para salir a la calle sin vestirse? El día anterior volvió a pasar. Sebastian cogió la cizalla y cortó el candado: allí dentro colgaba ropa de mujer, una falda blanca, una blusa negra con blonda que olía mucho a un perfume cítrico que le pareció insoportable, un sujetador negro transparente y un tanga también con blonda. Le temblaron las manos cuando las tocó. ¿Cómo puede una mujer olvidarse la ropa, salir desnuda y que nadie lo note y se lo diga? Se había dejado incluso el bolso. Cuando fue a dejar las cosas en el cajón de las prendas olvidadas sonó el móvil. ¿Debería haber contestado? No fue capaz. ¿Qué habría podido decir? Habría sido una situación de lo más embarazosa. Pensarían que había robado el móvil o que mantenía una relación amorosa con su dueña.

Se había pasado toda la noche haciendo solitarios en internet, pero se sentía tan inquieto que era incapaz de concentrarse. Todo le salía mal. Pensándolo bien, quizá debería haber contestado. Si al día siguiente por la mañana volvían a llamar, quizá le pediría a alguien que contestara. Podía ser la dueña del móvil.

Esa ropa de mujer le había provocado un gran desasosiego. A eso de las dos de la madrugada, en sueños, vio esa ropa en un cuerpo de mujer, el cuerpo de una mujer joven que apestaba a un perfume cítrico para mantenerlo a distancia. Vio el sujetador transparente, los pezones duros, las diminutas bragas con blonda y todo lo que solo ocultaban a medias y se excitó como un loco: le arrancó la ropa y luego, para que no lo denunciara, le golpeó la cabeza contra el duro suelo. Ella estaba a punto de ponerse a gritar, y entonces todos se habrían enterado de lo que él había hecho.

En el sueño se encontraban en una fiesta; en el cuarto de al lado estaba su profesora de secundaria; Gunnel, de la oficina de empleo; su padre; unos compañeros de clase que eran unos cabrones, y un camionero malhumorado que, cuando estuvo haciendo la semana de prácticas obligatoria para todos los alumnos, siempre le reprendía. Se despertó entre sudores fríos mucho antes de que sonara el despertador. Se duchó con agua fría y se fue al trabajo.

Con unas pasadas fuertes con el cepillo de fregar dejó lista la primera parte del vestuario. Con el agua, el suelo de color gris claro adquiría una tonalidad más oscura. Estaba escribiendo con el cepillo la palabra «culo» realizando pasadas largas y elegantes, cuando descubrió con disgusto que la sauna nueva estaba en funcionamiento. En el panel lucía la luz roja. Estaba casi seguro de que la había apagado antes de irse a casa. Eran casi las nueve de la noche y había algunos rezagados hablando en el pasillo. Un hombre con una mochila (tal vez el que había estado mirando a escondidas a las mujeres) fumaba al otro lado de la ventana. Exhalaba círculos de humo en actitud indolente y provocadora. ¿Seguro que Sebastian había apagado la sauna la noche anterior? Era una tarea nueva en su trabajo. Él solía hacer las cosas siguiendo un orden determinado, y la sauna era una tarea nueva. Sí, tenía que haberlo hecho, porque recordaba que cuando estaba enfrente del panel había imaginado una cosa: había imaginado que ese botón, en vez de ser el botón de la sauna, era el botón que él, como presidente, podía apretar para empezar una guerra nuclear. Señor presidente, estamos siendo atacados por una fuerza enemiga. Solo podemos salvar a nuestra nación si los matamos nosotros antes. Le tembló un poco el dedo, solo un poco, antes de cortar la corriente con decisión.

Era raro que la sauna estuviera en funcionamiento. Un misterio. La posibilidad de que hubiera llegado alguien a las seis de la mañana, cuando la piscina no abría hasta las ocho, parecía fuera de lugar. Agarró con fuerza la manilla de la puerta de la sauna y tiró. No se abrió. Eso era aún más raro. Cogió fuerza y tiró otra vez, pero la puerta permaneció cerrada. Era sumamente extraño, ya que la puerta no tenía cerradura. Vio unas cuñas de metal encajadas en el lado en el que no había bisagras. Al principio no dio crédito, era totalmente incomprensible, pero lo estaba viendo con sus propios ojos. Pensó que sería cosa del diseño de esa puerta de madera, que le habían puesto detalles de metal para que pareciera más elegante. Pero la puerta no se abría, pronto empezarían a llegar los clientes y entonces todas las instalaciones tenían que funcionar. Esa era su responsabilidad. Sebastian se dirigió con paso resuelto al cuarto de las herramientas y sacó los utensilios que necesitaba. Las cuñas de metal estaban realmente encajadas, tuvo que emplearse a fondo para sacarlas. Había cinco cuñas en el suelo cuando soltó la sexta con un tirón fuerte. Le golpeó una nube de vapor caliente. El escozor que sintió en la garganta y en los ojos lo hizo retroceder inmediatamente. Le lloraban los ojos y le ardía la piel de la cara y las manos. Cuando apagó la sauna y la nube de vapor se dispersó, vio que allí dentro, en el suelo, había algo. Un cuerpo desnudo de mujer, una melena larga y rubia desparramada por los azulejos como una fregona, los pechos blancos desnudos… Sebastian no podía apartar la mirada de ellos. Una desnudez tan amedrentadora y peligrosa que hubiera podido cortarle la respiración.

Después Sebastian sería incapaz de explicar su reacción a la policía. Era imposible expresarlo con palabras, ni entonces ni más tarde en el interrogatorio con la inspectora Maria Wern. Lo encontraron en Björke, acurrucado en una cuneta, cuando ya casi había anochecido. Su cuerpo fue incapaz de reaccionar, simplemente abrió la puerta principal y salió de allí. Algunos dijeron que se habían cruzado con él y que corría presa del pánico. Pero no recordaba nada. Hasta que aquella mujer amable lo ayudó a levantarse y le preguntó si estaba herido. Entonces empezó a reírse. Una risa hueca y demente que le asustó a él más que a nadie, y parecía no tener fin; creía que si cesaba y se hacía el silencio, moriría. Luego llegó la ambulancia y le llevó al hospital, donde lo tuvieron en observación. Hablaban de una conmoción. Permaneció allí tumbado mirando fijamente el goteo del suero por encima de su cabeza como si fuera un reloj de arena, pensando si no era su vida la que se escapaba, gota a gota, segundo a segundo, en el río del tiempo, cuando la inspectora rubia entró y se sentó en una silla al lado de su cama. Al principio Sebastian creyó que era la mujer joven que yacía en el suelo de la sauna, que había ido para gritarle insultos por haberla visto desnuda. El mero roce de la silla contra el suelo lo hizo acurrucarse en posición fetal. Ella lo saludó amablemente y le preguntó cómo se llamaba y cuál era el número de su carnet de identidad. Con tacto y delicadeza, le habló de la comida que había en la mesa, le contó que había dejado de llover y que lucía el sol, y poco a poco centró las preguntas en su trabajo en la casa de baños y, finalmente, en lo que Sebastian había observado por la tarde y por la mañana. Pero él no podía acordarse. Solo recordaba al hombre con la mochila que había estado al otro lado de la ventana exhalando círculos de humo hacia el cielo gris. Era un tipo bastante fuerte, llevaba una cazadora negra de Adidas y pantalones cortos, tenía las piernas blancas, algo huesudas y sin pelos, y a su lado había una bici sin faro. Ella siguió hablándole con delicadeza y el por fin se acordó de la sauna.

—Sé que la apagué ayer por la noche. Lo juro. Me fui a casa a las nueve después de cerrar.

—Pero la casa de baños cierra a las ocho. ¿Qué hizo durante la última hora? —preguntó ella con suavidad; su mirada afable penetró su miedo y le fue resultando más fácil hablar.

—Estuve limpiando la sala de personal y la zona de los rayos UVA para no tener que hacerlo hoy por la mañana. —Se sorprendió lo razonable que había sonado; su voz era completamente normal. Parecía extraño que algo pudiera ser normal después de lo que había pasado.

—¿Conocía a la chica que estaba en el suelo de la sauna, la había visto antes?

—Creo que se llamaba Camilla. Solía ir a la casa de baños con su amiga los lunes por la tarde, que es cuando tenemos abierto hasta más tarde. Su amiga juega al baloncesto en el Visby Ladies. Tal vez haya oído hablar de ella… O la haya visto en el periódico… Stina, no recuerdo su apellido. Suele tener prisa por volver a casa y se va antes que Camilla. Llegan juntas, pero Camilla suele entretenerse y Stina no la espera.

Maria esbozó una sonrisa para animar a Sebastian a que siguiera hablando.

—Aparte de usted, ¿había alguna otra persona en el edificio esta mañana?

—La puerta principal estaba cerrada. No había fichado nadie —respiró profundamente y se estremeció—. Estaba muerta.

—Sí. —Maria se llevó la mano a la boca, la bajó lentamente por la barbilla y asintió con la cabeza—. Sí, estaba muerta. ¿Sabe usted algo más sobre eso? ¿Qué recuerda?

—Yo no lo hice. ¿No creerá que lo he hecho yo, verdad? Solo soy un empleado. Tenía la obligación de estar allí, no quería verme implicado. No seré capaz de superar esto. La cabeza me va a estallar en pedazos. Ayúdeme. Póngame una inyección para que me muera. No puedo más. Fue Joakim, tiene que haber sido él. Joakim Rydberg. Él estaba allí y me matará por haberlo dicho. Pero yo no fui. ¡No le diga al periódico que fui yo!

El personal sanitario acudió al grito de Sebastian. El médico se detuvo en el vano de la puerta. Lanzó una mirada acusadora a Maria Wern y luego se dirigió a la enfermera.

—Si tiene la vía puesta, inyéctele diez miligramos de Stesolid. ¡Rápido!