15

A lo largo del fin de semana la gente acudía al supermercado para hablar de lo que le había pasado a la enfermera del centro de salud. Cada uno aportaba sus propias conjeturas. Camilla, aunque solo la había visto en la caja y apenas habían intercambiado un par de palabras sobre cosas cotidianas, estaba apenada y consternada. También hacían suposiciones acerca del incendio. ¿Había hecho las dos cosas la misma persona? Gun, la de la charcutería, tenía sus teorías. Bibbi Johnsson, las suyas. La jornada laboral discurría asombrosamente lenta hacia su fin, lenta como una tortuga, como cuando uno espera ardientemente un encuentro amoroso. Las únicas interrupciones eran las breves pausas en las que Camilla enviaba SMS a su nuevo ligue Joakim. Iban a verse por la tarde. Camilla pensaba coger el bus hasta la ciudad. Él la recogería en Ósterport. Luego ella se quedaría a dormir en su casa por primera vez. Solo de pensarlo, su deseo y su excitación crecían, se sentía atolondrada, aturdida, nerviosísima y muy feliz. Aquello era maravilloso pero también complicado. No exento de problemas ni de remordimientos. Habían coincidido en una fiesta de cumpleaños el fin de semana anterior. Stina, una antigua compañera de clase de Camilla, cumplió veinte años y sus padres le organizaron una fiesta por todo lo alto. Había una carpa, un montón de bebida y un pinchadiscos casi profesional que se llamaba Ubbe. Su hermano mayor trabajaba en Munken.

Hubo hasta fuegos artificiales y tartas con velas que chisporroteaban. Todos los que estuvieron allí opinaban que la fiesta había sido un éxito. El problema era —Camilla se dio cuenta de ello cuando ya no tenía remedio— que Stina había invitado a Joakim Rydberg porque estaba enamorada de él en secreto. Habían salidos juntos antes pero él había roto y ella tenía la esperanza de que volvieran a empezar. Stina se lo contó cuando se quedaron un momento solas a la puerta del baño, justo antes de que el padre de Camilla fuera a buscarla. La confidencia fue como un puñetazo en el estómago. Si ella hubiera intuido cómo estaban las cosas no habría pasado nada. O al menos no tan pronto. Pero ¿cómo iba a saber que Stina estaba enamorada de Joakim? La semana anterior estaba colada por Ubbe, un chico de Burs, totalmente colada. Lo cual era de todo punto incomprensible, Porque al tío o le faltaba un tornillo o era exageradamente amanerado, resultaba difícil saber cuál de las dos cosas. Y estaba obsesionado con su pene. Se sacó la pilula en mitad de la borrachera y les preguntó a todos si era demasiado pequeña. No ligaba nunca. Decídmelo sinceramente… ¿es demasiado pequeña? No, Ubbe, le dijo entonces Joakim. Lo que tienes demasiado pequeño es el cerebro. Pero Stina salió en defensa de Ubbe. Así que Camilla, en su ignorancia, pensó que Ubbe estaba vedado y que sobre el resto de los chicos no pesaba ninguna restricción. Pero los vientos cambian de rumbo. Y tratándose de los ligues de Stina era más acertado hablar de ventoleras.

La antigua granja de piedra donde celebraron la fiesta estaba situada en una colina, los prados se extendían por las laderas hasta donde alcanzaba la vista. Al atardecer la temperatura descendió bruscamente. Extensas capas de niebla envolvieron el valle hasta cubrirlo como un edredón ondulado; parecía como si estuvieran rodeados de agua. Exactamente como había sido hacía mucho tiempo. Era tan impresionante y tan hermoso que cuando el sol de poniente se abrió paso entre la niebla y lo coloreó todo con reflejos dorados y rojos se sintieron como embriagados. El olor a hierba recién cortada se extendió y llegó hasta ellos en bocanadas frescas. Era como si se hallaran envueltos por los vapores de un brebaje afrodisíaco, como si el deseo amoroso emanara de la tierra y los narcotizara. Joakim surgió de entre la niebla. Con su camisa blanca de mangas amplias, ascendió como un héroe desde las profundidades de la tierra hasta la colina; parecía tan irreal que Camilla no pudo evitar mirarlo fijamente, mientras seguía calentándose las manos sobre la parrilla en la que iban a preparar la comida, hasta que él llegó a su lado. Cuando él le cogió las manos entre las suyas para comprobar si realmente las tenía tan frías como ella decía, Camilla no pensó ni por un momento en Stina ni en las esperanzas que ella pudiera tener puestas en aquella noche. Solo existía Joakim. Todo ocurrió muy deprisa. Cuando el deseo es tan fuerte, basta una mínima insinuación para que la conciencia se encoja como una pasa. Quizá fue el vino. Se alejó de los demás con Joakim para ir a ver las gallinas. Habría ido encantada a mirar cualquier cosa con tal de poder estar a solas con Joakim.

Había plumas esparcidas por todo el patio, así que cabía suponer que por algún sitio en la linde del bosque merodeaba un zorro satisfecho y feliz. Allí, mientras estaba en cuclillas y hablaba sobre el curioso comportamiento de las gallinas, él la rodeó con el brazo. Y ella, nerviosa, siguió hablando de las gallinas, de que realmente, si uno las observaba con detenimiento, encontraba parecidos con la gente a la que conocía. Las que les gusta hablar, las que se ofenden fácilmente, las que cacarean que todo es peligroso, las que quieren ponerse en el palo más alto y ser un poco más que las demás, las que sufren picotazos, las malhumoradas que se mantienen alejadas, y las que no pueden estar solas un segundo y se cuelan en el centro para que el zorro se coma primero a las otras. Entonces él se echó a reír y la volvió hacia sí, la miró en silencio de tal manera que ella pensó que iba a besarla, pero no lo hizo. «Ven», dijo señalando la fachada lateral de la caseta roja.

Una escalera conducía al desván que había encima del gallinero. ¡Ven! La ayudó a subir por la estrecha trampilla. Allí arriba el techo era tan bajo que no podían estar de pie. A la luz de la luna que entraba por un ventanuco vieron que el suelo estaba lleno de cajas de madera. «Azucarera de Roma», ponía en ellas. Él la ayudó con ternura a tumbarse encima de las cajas y se echó a su lado. Aquello era duro e incómodo, pero se olvidó de eso en cuanto él la besó y deslizó una mano entre sus muslos desnudos y bronceados en el solárium.

Después él le puso la cadena que llevaba al cuello. Era una copia de plata de una moneda medieval. Aún la llevaba puesta, y cuando no había clientes, la tocaba. Le parecía que era casi como estar prometida.

Un par de minutos después de las seis, Camilla Ekstróm vació la caja y la apagó. Cogió la cazadora que tenía colgada en el cuarto del personal. Gun la fulminó con la mirada. Camilla había prometido verse con Stina en la casa de baños de Roma. Los lunes, cuando la piscina estaba abierta por la tarde, solían ir a nadar unos largos y tomar una sauna juntas. La mala conciencia le hacía arrastrar los pies. Era una traidora. ¿Se le notaría en la cara lo que había hecho? Había quedado con Joakim, y Stina no sabía nada. Si lo supiera, se enfadaría tanto que no volvería a hablarle en la vida. En la pequeña casa que Camilla tenía alquilada en Roma durante el verano solo había agua fría, y quería ducharse, lavarse y arreglarse el pelo antes de ver a Joakim. Iba a prepararse delante de Stina para ver a su amante. Solo de pensarlo se sentía fatal, una traidora, pero ¿qué podía hacer? Se querían.

Caía una lluvia fina. Camilla caminaba bajo los árboles para no mojarse. Rozó con los dedos la cadena que él le había prestado y sonrió. Pronto, muy pronto estaría en sus brazos y todo sería tan maravilloso y fantástico como ella había imaginado mientras desempaquetaba artículos en el supermercado, fregaba suelos y contaba los periódicos. Ojalá el tiempo pasara rápido en la piscina. Todo sería estupendo si estuviera ya en el bus rumbo a la ciudad y pudiera librarse de ver a Stina.

Stina esperaba en la entrada. Era evidente que estaba enojada.

—¡Qué tarde llegas! —le espetó, luego infló el chicle hasta formar un globo grande y rosa que estalló. Aquello no auguraba nada bueno.

Camilla sonrió nerviosa.

—Gun me ha retrasado. He tenido que fregar el suelo de la sección de lácteos. Un niño dejó caer allí un cartón de huevos esta mañana.

Aquello no había pasado ese día sino la semana pasada, pero no era del todo mentira. Una vez que has empezado a mentir, qué más da seguir mintiendo. Una mentira lleva a otra. Y para mentir hay que tener buena memoria. Repetía para sí misma lo que acababa de decir.

—¿Y qué te pareció Joakim? ¿Es majo, verdad? —Stina le cogió del brazo mientras se dirigían hacia la sección de mujeres—. Creo que le gusto, me dio un abrazo muy largo antes de irse. Un abrazo normal dura más o menos tres segundos y él me abrazó durante ocho segundos. ¿Entiendes? Puede significar algo, ¿verdad? Y dijo: «Nos vemos». Y lo dijo de una manera cariñosa, le brillaron los ojos. Si no tuviera intención de hacerlo, no lo habría dicho, ¿verdad? Quizá le pareció que había demasiada gente y le dio vergüenza. Estaba un poco tenso, menos hablador y alegre que otras veces. La verdad es que antes parecía más interesado. ¿Crees que la túnica roja me hacía gorda? ¿Crees que debería haberme puesto la negra, como pensé al principio?

—Noo… —contestó Camilla, y escondió el rostro enrojecido en la taquilla.

—La primera vez que estuve con él me dejó su cadena. Pero al día siguiente quiso que se la devolviera. Sin decirme que cortábamos ni nada. Lo peor es no saber si somos pareja o no. ¿Si alguien te deja una cadena significa que eres su pareja? Me dijo que era el regalo que le había hecho su abuela el día de la confirmación y que ella se enfadaría si no la llevaba. —Stina se envolvió en la toalla, la sujetó doblando la punta por encima del pecho y cerró su armario—. Hay una sauna nueva, tenemos que probarla.

—Pensaba tumbarme en el solárium —dijo Camilla mientras trataba de quitarse la cadena de Joakim sin que le viera. Sintió la mirada de Stina y los dedos se le agarrotaron y empezaron a temblarle. El cierre era difícil de abrir. ¿Podría ser que Stina le hubiera visto la cadena? ¿Había dicho eso solo para torturar lentamente a su víctima? No tenía por qué saberlo. La cazadora le tapaba el cuello, ¿no? ¿Podría ser que alguien en la fiesta les hubiera visto subir al desván? ¿Le habría contado Joakim a Ubbe lo que habían hecho y el asunto había llegado hasta Stina? Su mente no paraba quieta. ¿Confesar o no confesar? Una confesión la condenaría al ostracismo. Stina podía ser muy refinada cuando trataba de aislar a los que quería castigar. Era increíblemente hábil difamando sin decir nada malo en realidad. Lo hacía siempre con palabras bienintencionadas, voz asombrada y lengua venenosa.

Nadaron unos cuantos largos; pensar en ofensas anteriores dio fuerza a las brazadas de Camilla. «Pero ¿qué dices, se me olvidó decirte lo de la fiesta? No sabes cuánto lo siento, no vi que estabas allí. ¿Cómo ha podido saliiir tan mal? A propósito, un suéter muy bonito, creo que Lisa tiene uno igual. A ella además le sienta bien. Si yo estuviera así de pálida jamás llevaría algo de color turquesa. Pero, por Dios, qué rodillas más rugosas tienes, qué lástima, nunca podrás llevar falda… perdón. Pero ¿te has puesto triste? ¿Es nueva la falda? Venga, anímate. Con ese aspecto tan triste y tan aburrido nadie querrá estar contigo, ¿entiendes? Solo quiero ayudarte a encontrar tu estilo. Este jersey beis y holgado es justo tu estilo, Camilla, es tu estilo. Pruébatelo. ¿No vas a probártelo? No, joder, tienes una pinta horrorosa. ¿Por qué te enfadas? ¿Así es como me agradeces todo lo que hago por ti?».

Después permaneció un buen rato bajo la ducha. Dejó que el agua caliente le acariciara el cuerpo, como si las manos de Joakim tocaran su piel. Sus labios suspiraban por él. Apretó la palma de la mano contra la boca… tan fuerte era el deseo. En realidad, no sabían nada el uno del otro. «Cuanto menos sabes, mayor es el espacio para la imaginación», solía decir su madre cuando la advertía sobre las hormonas y le sermoneaba sobre el uso de condones. «La fantasía imagina a una persona que satisface todos tus deseos y necesidades, y después al príncipe azul de carne y hueso le cuesta un suplicio estar a la altura de lo que esperabas. Las decepciones, para los dos, están servidas», sentenciaba su madre con su típico cinismo.

—Camilla, ¿me estás escuchando? Pareces totalmente ida. ¿Qué te pasa? Puedes ir al solárium después. Vamos primero a la sauna. ¿No tienes prisa, verdad?

—Sí, no —balbució Camilla dejándose llevar hacia la sauna—. Joder, qué calor. Aquí no se puede respirar. ¡Cuánto vapor!

—Como cuando Joakim salió de entre la niebla. Casi como en el programa Pequeñas Estrellas, cuando salen de la niebla vestidos como sus ídolos —dijo Stina—. ¿Quién quieres que salga ahora? ¿Dejo que resucite Elvis? «Love me tender, love me sweet…» —cantó haciendo como si tuviera un micrófono entre las manos.

Se sentaron en la sauna. El banco de azulejos quemaba. Stina echó unos cucharones más de agua y el cuarto desapareció por obra del vapor. Camilla se sentía mejor sin verle la cara a Stina. No tenía que seguir disimulando. Poco a poco se acostumbraron al calor y Camilla se adormiló. Las últimas noches no había dormido demasiado, había pasado mucho tiempo intercambiando SMS con Joakim sobre los juegos amorosos que practicarían cuando se vieran, SMS cariñosos que habían ido subiendo de tono. Le gustaron más los cariñosos. Empezó a sentir que la cabeza le pesaba, se tumbó y se perdió en la niebla. Cayó inconsciente en un sueño en el que alguien le ponía una soga al cuello y la apretaba cada vez más. No podía verle la cara. Pero reconoció el olor a abedul.

La despertó el ruido metálico de un martillo. Estaba a oscuras. El ruido siguió. ¿Dónde estaba Stina? La piel le ardía como el fuego. La garganta también. Le costaba respirar y le escocían los ojos. No podía expulsar el aire de los pulmones. Hacía esfuerzos por respirar. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Stina no estaba en la sauna. El calor era insoportable y los espasmos le dificultaban la respiración. Tenía que salir inmediatamente y tragar aire. El pánico aumentó y la paralizó. Su cuerpo le pareció muy pesado, tan pesado y ajeno, que le resultaba imposible moverlo a voluntad. Debía salir. Estaba completamente a oscuras. «¡Socorro!». Su voz sonó como un silbido seco. El corazón le latía con fuerza en el pecho. De pronto comprendió que estaba luchando por su vida. Su cuerpo no le obedecía. Cayó al suelo. Se dio un golpe en la cadera y se quemó las palmas de las manos con el suelo al intentar frenar la caída. Los pulmones le ardían. Se le nubló la vista. Arrastrándose con los codos llegó hasta la puerta. ¡Tengo que salir! Tengo que salir, tengo que coger aire. Tengo que respirar para coger aire fresco. El pánico causo un grito ahogado por la falta de fuerzas. La mano contra la puerta. Para abrirla bastaría un empujón. Rascó y arañó con las uñas la madera pulida. No encontraba dónde agarrarse. Trató de obligar a su cuerpo a ponerse de rodillas, pero no tenía fuerzas.

—¡Stina ábreme! ¡Socorro, abre! —Pero sus palabras no eran más que graznidos sordos. La cabeza le estallaba. La piel le escocía—. ¡Ayúdame! ¡Por favor, ayúdame!

El aire era denso como el almíbar y era imposible expulsarlo de los pulmones. Se estancaba abajo, en el pecho, mientras ella se sentía como si estuvieran despellejándola con cuchillos de púas. Estaba ciega. Los ojos le ardían como el fuego. Se concentró para hacer un último esfuerzo. Tenía que conseguirlo. Trató de dar patadas a la puerta con todas sus fuerzas, pero la puerta no se movió lo más mínimo. Quizá había pateado la pared con sus últimas fuerzas. El calor era insoportable. El vapor le quemaba la piel. Ardía como sosa cáustica. Presa del pánico, gritó. Tenía que localizar la puerta, pero ni siquiera podía abrir los ojos. ¿Tal vez los tenía abiertos en medio de la oscuridad? Una última patada y todo desapareció lejos, muy lejos, donde ni el dolor ni la falta de aire podían alcanzarla.