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Solo cuando llegó el coche de la policía Signe pudo dejar de pensar en el pasado. Quizá había preferido hurgar en el pasado porque lo que ocurrió después era mucho peor. Lo que le sucedió a Ingrid. Cuando contó a la policía la discusión que ambas mantuvieron, suavizó sus propias palabras, las hizo parecer más suplicantes, y cargó las respuestas de Ingrid de una insidia que nunca tuvieron. Cuando uno se repite algo unas cuantas veces, poco a poco acaba siendo verdad. Una manera de repartir la culpa para que sea más llevadera.

Esta vez Maria Wern llegó sola. La inspectora estuvo un buen rato examinando la verja de hierro. Faltaba un barrote en el lado izquierdo. Según le dijo Signe, llevaba mucho tiempo así. No habían reparado la verja, así que el barrote se había quedado tirado al lado del muro. Ya no estaba allí, eso también lo sabía Signe.

Al subir por el sendero de grava, la trenza rubia de Maria bailaba sobre su espalda. Parecía una chavala. Había en sus movimientos algo ligero, casi infantil, que no encajaba del todo con la idea que Signe tenía de una representante de la autoridad. Cuando se levantó para recibirla en la escalera, le invadió una sensación de desagrado. Signe sintió cierto alivio al comprobar que no venía con ningún compañero. Era mucho más sencillo sentarse en la cocina y hablar entre mujeres. Mucho más sencillo encontrar las palabras cuando se hace el silencio y te apremia a decir cosas que prefieres callar. Los hombres son más agresivos. Esa era la experiencia de Signe.

—Me gustaría ver la habitación de Ingrid —dijo Maria después de preguntarle si necesitaba ayuda con alguna cosa. Si contaba con alguien para que le comprara la comida. Si necesitaba que la llevaran hasta la funeraria.

Signe dijo que podía arreglárselas. Que Mirja Fredlund y su amable esposo se habían ofrecido a ayudarle.

—La habitación de Ingrid está en el piso de arriba, a la derecha de la escalera. En realidad no hay mucho que ver. Una cama y unas estanterías. El ordenador. ¿De qué puede servir examinarlo? Ya está muerta. —Signe se levantó con dificultad. El frío y la incómoda postura en la que había pasado la noche le habían entumecido los músculos. En ese momento se oyó el ruido de otro coche que se acercaba por la alameda y se detuvo junto a la verja.

—Es Erika Lund, mi compañera. Es experta en criminología, tiene que examinar el ordenador de Ingrid y el correo. Lo lamento si le parece una intromisión, pero debemos hacerlo. Necesitamos saber con quién se relacionaba Ingrid, y usted puede sernos de gran ayuda en eso.

—Ingrid no se relacionaba con nadie, al menos de esa manera. Vivía totalmente para su trabajo. Sus compañeros de trabajo eran sus amigos, pero solo en el trabajo. Nunca quedaban para hacer cosas juntos. Cuando yo trabajaba salíamos a buscar setas o nos íbamos de viaje a Hamburgo y comprábamos adornos de Navidad, cosas así. Hoy en día la gente no tiene tiempo para divertirse. Tampoco tenía ninguna amiga íntima. Ni siquiera un círculo de costura, solo el curso de acuarela. Signe suspiró profundamente. El relato rozó el límite de lo que era capaz de contar.

—Me gustaría que hiciéramos juntas una lista de las personas que Ingrid conocía y la relación que tenían con ella, aunque solo fueran contactos superficiales. ¿Sabe si alguien la había amenazado o quería hacerle daño? A veces el personal sanitario es víctima del descontento de los pacientes o de los familiares. Todas esas cosas nos interesan. —Maria sacó papel y lápiz de la mochila mientras Signe iba a abrir a Erika.

Signe reflexionó. ¿Qué podía decir? Nada, en realidad no sabía nada del día a día de Ingrid, y menos aún de sus pensamientos íntimos. Nunca le había preguntado al respecto, nunca le había preguntado siquiera qué tal día había tenido. Signe solo hablaba de lo suyo. De sus dolores, de que había que pintar la casa o de lo que habría que comprar la próxima vez que Ingrid fuera a la ciudad. No tenía ni idea de cómo era la vida de Ingrid fuera de casa. Nunca le había interesado lo más mínimo. ¿Cómo ocultar semejante carencia en la relación madre e hija a los policías que están investigando? ¿Qué iban a pensar?

Entraron en la cocina, hablarían allí; Erika subió a buscar el ordenador, lo examinaría más tarde, en la comisaría. Los cacharros de varios días se apilaban en el fregadero. Sobre la mesa había un bocadillo a medio comer del día anterior; el embutido estaba reseco. Maria ayudó a recoger un poco las cosas mientras hacía unas cuantas preguntas acerca de la situación económica de Ingrid. Preguntas rutinarias para quien las hace, pero molestas para Signe. El dinero es un asunto privado.

—¿Sabe si Ingrid había hecho testamento? —le preguntó Maria desde el fregadero.

Signe siguió con la vista a Erika, que había salido al jardín para examinar la verja.

—No, no lo creo —respondió tras un momento de reflexión.

—Una pregunta más. ¿Ingrid iba a ser su heredera?

—Ingrid no es mi bija. Ni siquiera es adoptada. Nunca le revelé lo que dispone mi testamento. No tengo ningún otro familiar cercano vivo. Nadie que me preocupe lo más mínimo. Si he hecho testamento, lo que pone en él es asunto mío hasta que me llegue el momento de colgar las botas. Además, el testamento puede cambiar, ¿no?

Cuando Maria hubo apuntado los nombres que necesitaba, y después de tomarle las huellas dactilares a Signe para poder contrastarlas, las dos policías regresaron a la ciudad. Maria acompañó a Erika a la sección técnica para ver qué había en el ordenador de Ingrid.

—Resulta un poco desagradable inmiscuirse de esta manera en la vida de otra persona —dijo Erika—. Imagínate que de repente te mueres y alguien lee todos los e-mails que has escrito. De aquí en adelante intentaré expresarme mejor, me mostraré prudente y considerada, así los que vengan detrás pensarán que fui una buena persona. —Sonrió con malicia—. Eso era lo que hacía en la adolescencia cuando escribía el diario. Escribía las cosas interesantes y buenas que había hecho y luego dejaba el diario abierto con la esperanza de que alguien lo leyera y comprendiera lo buena que era.

—¡Qué sinvergüenza! Podía habérmelo imaginado. ¿Has encontrado algo interesante? —preguntó Maria.

—El bolso que llevaba en el portaequipajes de la bicicleta contenía libros de arte. Ingrid asistía a un curso de acuarela.

—Lo sé. Es el mismo curso al que yo he asistido toda la primavera.

—Pues parece que allí hay un hombre que se llama Simón. En un e-mail que acabo de abrir se ofrece descaradamente a lamerle la mermelada de frambuesas con nata donde tú sabes.

—¿Simón Bergvall? —Maria parecía tan sorprendida que Erika se echó a reír.

—El mismo. Por lo visto mantenían una relación íntima. Hay seiscientos cincuenta y cuatro mensajes de él. Y más o menos el doble de ella. Por lo que he podido ver hasta ahora el contenido de los mensajes de los últimos meses es casi siempre el mismo.

Mucha mermelada con nata. Es decir, propuestas sexuales un tanto pueriles. Nada particularmente romántico. Pero parece que estaban juntos. Ingrid habla de una vida en común… «quiero dormirme contigo y despertarme contigo siempre. Pronto, pronto mi amor… Tengo tantas ganas…».

—¿Así que era algo más que un ligue por internet? Confieso que me sorprende. No había notado nada en el curso. Simón flirtea con todas pero parece simplemente una manera de ser.

—Él tiene un perfil en un página de contactos, se presenta como Sorken, el Chaval. Quizá estaba hado con varias mujeres a la vez. —Erika hizo una pausa en la lectura y levantó la vista—. Eso no es algo delictivo. La deslealtad en una relación solo es punible en el mundo de los negocios. A mí me gustaría que la infidelidad en la red pudiera castigarse de algún modo… La maldición de la pantalla negra, por ejemplo, pero no es así. —Erika abrió el siguiente e-mail y soltó un silbido—. Ingrid le ofrece la mitad de su reino… lo invita a trasladarse a vivir a la granja. Le dice que el problema con Signe se resolverá pronto…

—Me pregunto si Signe lo sabía… —dijo Maria en voz baja—. O si fue precisamente la tarde en que murió Ingrid cuando Signe se enteró de que eso era lo que Ingrid quería.

—Ingrid era mucho mayor que él, ¿no? —preguntó Erika que había abierto un archivo que él le había enviado con una foto suya.

—Diez años, aunque si fuera al revés no le extrañaría a nadie. Me pregunto si no estaría pensando en dar un braguetazo… oye, una granja en Gocia vale dinero. Quiero decir, si él le doraba bien la píldora y no firmaban capitulaciones matrimoniales… Signe no vivirá muchos años más. Pero para eso él necesitaba que Ingrid estuviera viva.

—En cualquier caso, no parece que Simón la extorsionara pidiéndole dinero, sino que tal vez no era de fiar en la cuestión amorosa.

Maria pensó en la habitación de Ingrid. Estaba empapelada con un papel de flores, había una cómoda con un pequeño espejo, una cama sencilla y blanca con los cabeceros altos, una cama de ochenta centímetros de ancho, una cama sin expectativas. Cuadros bordados con motivos florales, niñas con flores, cestas con flores.

—La actitud de Simón también puede responder a un estilo de vida elegido conscientemente. A algunos paladines de la promiscuidad les parece demasiado corta para no amarlas a todas. Lo que quiero decir es que no lo ocultan, reconocen abiertamente que así es como quieren vivir su vida. Por lo que veo, él no le ha prometido que sea la única con la que practica juegos amorosos.

—Pero es fácil pensar que una es la única, forma parte de nuestra cultura; si no se dice otra cosa, una tiene la exclusiva. Si se quiere ligar con otras, hay que andarse con tapujos. —Maria pensó en lo que se podía ver de Móllebos desde la carretera donde ellas habían dejado aparcado el coche. Desde allí no se divisaba ni el estanque ni la entrada de la casa de piedra donde habían encontrado al cadáver de Ingrid—. ¿Crees que era allí donde se veían Simón e Ingrid? ¿Qué tenían sus encuentros amorosos en la Casa de los Monjes? Simón vive en un piso en el centro del pueblo, cualquiera puede ver quién entra y quién sale de allí; además, Ingrid a pesar de sus cincuenta años, vivía controlada como una chica de buena familia. ¿Quizá acudía a una cita amorosa cuando la mataron?

—¿Crees que pudo ser él quien la golpeó? Yo no veo que tuvieran ninguna desavenencia. —Erika fue hacia la ventana y contempló para sus adentros la bucólica estampa campestre. El agua espejeando bajo el sol. Los sauces llorones rozando con sus ramas la superficie del estanque. Los toros pastando.

—Puede que ella lo golpeara porque había visto que él seguía tratando de ligar en internet y puede que él le devolviera el golpe. Aunque me resulta difícil creerlo. Simón no parece un tipo agresivo. Creo que lo habría admitido y luego le habría quitado importancia al asunto. A él le gusta que todo sea agradable y que todo el mundo se lleve bien. Esa es la impresión que me ha dado en el curso de acuarela. Ingrid tampoco parecía una persona de temperamento impulsivo. —Maria recordó las lesiones que había observado en el cadáver cuando lo sacaron los de la ambulancia—. Todo apunta a que la golpearon por detrás con un objeto duro y romo, ni un cuchillo ni un hacha.

—Y sin embargo, ¿no es eso precisamente lo que suele ponerse de manifiesto cuando detenemos al culpable? —Erika asintió con la cabeza para reforzar su propia afirmación—. Después, cuando preguntas a los vecinos y amigos dicen: «Jamás habríamos podido imaginar que fuera él. Un chico normal y corriente, casi un poco tímido». ¿No es eso lo que suelen decir?

—Simón Bergvall no tiene nada de tímido. —Maria no pudo evitar esbozar una sonrisa—. ¿No lo dirás en serio?

—Entonces me parece que deberíamos hablar con él.