13

Signe Nilsson estaba sentada envuelta en mantas de lana en la terraza de Móllebos. Desde el piso superior del edificio de piedra construido en el siglo XVIII pudo contemplar el estanque cuando se disipó la niebla del amanecer. Desde que la policía se había marchado a la ciudad, había pasado la noche sentada fuera en mitad del frío, envuelta en las mantas. Dentro le parecía que las paredes se le caían encima. En el exterior se sentía mejor. Pese al miedo a ver al monje sin cabeza flotando entre los árboles, junto al estanque. Estaba allí, en la neblina, ella lo sabía. Lo había visto junto al agua justo al romper el día, con su hábito blanco y extendiendo los brazos hacia ella, como invitándola a saltar. Por un momento Signe pensó en hacerlo, pero la hierba de abajo era blanda, probablemente en vez de matarse se rompiera una pierna y tuviera que pasar una temporada en el hospital. Deseaba morir. ¿Qué podía esperar ahora que Ingrid ya no estaba? Ingrid había muerto, y con ello el futuro de ambas había desaparecido. La vejez tranquila que Signe había imaginado se había esfumado; un abismo de incertidumbre se abría ante ella. Cuantos más allegados se van al otro mundo, mayor es la tentación de ir hacia lo desconocido. Cuando no te queda nadie quizá sea más fácil dejarse morir… te acuestas, dejas de respirar y te dejas llevar por la corriente. Tan fácil no debe de ser, claro. Primero hay que sufrir úlceras de decúbito, hemorragia cerebral y neumonía. Ahí no cabía esperar un golpe de gracia, por mucho que suplicaras evitar seguir sufriendo y acabar con dignidad. En ese momento le habría gustado despedirse, que le pusieran una inyección y morir mientras aún quedaba alguien que quisiera asistir a su entierro. No cabía esperar nada. Absolutamente nada. Solo el vacío y la soledad a medida que empeorara y ya no pudiera salir y ver gente. Le aguardaba el aislamiento total en un apartamento adaptado para personas mayores; de vez en cuando pasaría alguien a dejar un paquete de comida para toda la semana. ¿Es tan raro intentar retener a la única persona a la que ves en toda la semana? Sin contacto con otras personas y sin estímulos, te marchitas y envejeces. Quedarte solo con tus pensamientos es peor que el hambre, las úlceras y la falta de higiene. Por eso a ella no le ha quedado más remedio que tomar ciertas medidas para evitar ese purgatorio. La caridad bien entendida empieza por uno mismo.

Por otra parte, le remordía la conciencia, claro… pero eso había empezado mucho antes de lo que cualquiera podría suponer. No hay peor infierno que verte obligado a enfrentarte a tus propias culpas.

Un trozo de la cinta policial azul y blanca flotaba alrededor del tronco de un árbol. En la oscuridad de la noche le había parecido un jinete a caballo. Un emisario con una confesión del pasado.

Helge Norrby llegó a Móllebos un colorido día de otoño. Los árboles caducifolios de la alameda llameaban con todas las tonalidades rojas y amarillas del otoño, y el cielo estaba tan asombrosamente azul y limpio que el juego de colores era motivo suficiente para sentir el corazón alegre. Signe recordaba verlo llegar a caballo hasta el patio. Aunque ya habían pasado casi setenta años le dolía pensar en ello. El viento le alborotó el cabello moreno, tenía la piel bronceada y la nariz aguileña como la de un indio. Como un indio. En aquel momento se enamoró locamente de él. Helge Norrby buscaba trabajo en la granja como jornalero, y se lo dieron. Signe intentó contener su alegría, pero el amor es como la tos, casi imposible de ocultar. No se cansaba de verlo ni de oírlo. Era un dios que había ido a visitarlos, sin defectos, elevado por encima de la mediocridad humana. Eso pensaba ella entonces.

Aquel fue un invierno largo y frío. El deseo que empezó como una semilla llenó su cuerpo y la convirtió en mujer. Le crecieron los pechos, se le redondearon las caderas, pero nadie parecía haberse dado cuenta. Sus noches se llenaron de sueños extraños y en el día ardía de deseo de algo que no conocía. Los hombres trabajaban en el bosque y ella apenas los veía. Finalmente llegó otra vez la primavera y el verano. Cuando los hombres no tenían tiempo de entrar a desayunar por culpa del heno, ella les llevaba la cafetera grande envuelta en una manta, para que conservara el calor. La misma manta de cuadros rojos con la que ahora se cubría los hombros encorvados. Su madre la seguía con la cesta. Luego pidió que le dejaran quedarse para ayudar a rastrillar el heno y su madre accedió aunque había mucho que hacer en la casa. Seguro que imaginaba lo que ocurría, pero no dijo nada. Su madre solía reservarse para sí misma lo que pensaba. Signe se colocó detrás de Helge, que tenía la espalda desnuda, para recoger lo que él segaba. Vio sus músculos trabajando bajo la piel reluciente y morena, y cuando él se volvió y bromeó con ella, le dio tanta vergüenza que le entraron ganas de llorar. Pero por la noche, cuando estaba acostada en su cálida cama en la buhardilla, él la visitaba en sueños como un amante cariñoso. La besaba en la boca y le acariciaba la piel desnuda. Más atrevidas que eso no eran sus fantasías. Pero con eso bastaba. Quizá fue eso lo que más la confundió, el desfase entre fantasía y realidad. Porque cuando soñaba despierta, él era tan real, tan cercano… Aún podía ver sus manos algo pecosas. El pulgar amoratado, la cicatriz que tenía en la almohadilla y que ella había besado en secreto por la noche.

En agosto, cuando las manzanas del jardín empezaron a ponerse rojas, se soltó el cabello, largo y ondulado, y salió a la ventana para que él la viera. Se asomó sobre el alféizar e hizo como que miraba los animales que pastaban en el prado, al lado del estanque. Se inclinó hacia delante para que se le viera el pecho a través del escote de la blusa, y su madre, que creyó que se iba a caer, la agarró con fuerza de la cintura. Aún le ardían las mejillas al recordar la vergüenza que sintió: Helge estaba debajo de la ventana riéndose de ellas.

Y luego llegó la Navidad. Ella le tejió unos guantes. Tejió todo su amor en aquellos guantes, punto a punto siguiendo un patrón complicado, deshacía y volvía a empezar. Pensaba que con aquellos hilos de lana lo ataría a ella como lo haría un hechizo de amor. Siguiendo un cabo invisible de la lana, él se metería en su corazón y jamás volverían a separarse. Esos eran sus sueños. Pero la realidad dispuso otra cosa.

Al año siguiente, en la fiesta del solsticio de verano hubo baile en Klintehamn. Por alguna razón extraña, su padre le dio permiso para que fuera al baile en bicicleta si iba en compañía de Frida, Helge y Ester de Björke. Tryggve, que había sido contratado como jornalero en invierno, también se apuntó, y fueron los cinco juntos. Ojalá que aquel día nunca hubiera amanecido. Cayó un chaparrón y buscaron cobijo bajo un pequeño tejado en las escaleras de la escuela de Sanda. Tryggve les invitó a dar un trago de su petaca para combatir el frío; quizá fueron esas gotas las que hicieron que no se lo pensara dos veces. No estaba acostumbrada a beber. Después, se sentía menos nerviosa. Cuando dejaron las bicicletas apoyadas en los árboles del parque, se atrevió a coger a Helge del brazo, él le sonrió y la llevó hasta la pista de baile. Aquello fue como cargar con un cajón de leña, le dijo ella luego a Tryggve en un tímido intento de ocultar su vergüenza con una broma. A Signe no le habían enseñado a bailar, como si eso fuera algo que uno aprendía solo. Todas las demás labores femeninas, inútiles y aburridas, había tenido que ejercitarlas hasta realizarlas casi a la perfección: tejer, hacer ganchillo, preparar embutido con la cabeza de cerdo y entremeter las cintas en las fundas de las almohadas. Pero en lo más importante para conseguir la felicidad era una absoluta novata. Frida, por el contrario, no lo era. Seguía los pasos de baile como una sombra y su melena recién lavada brillaba a la luz del atardecer. Signe no se había atrevido a pedir permiso para lavarse el cabello porque la última vez que lo preguntó la respuesta de su padre fue una sonora bofetada. Era una frivolidad y un derroche de agua caliente. Pero Frida… ¿cómo habría podido Helge evitar enamorarse de ella? Iba vestida a la última, the new look, una bonita chaqueta de traje corta con talle de avispa, falda estrecha, medias con costura atrás y zapatos de tacón, con los que sabía moverse con soltura. La risa, la risa cálida y suave de Frida cuando se volvía hacia Helge, trepanaba los oídos de Signe. Entonces se acercó Tryggve, volvió a ofrecerle la petaca y ella no se hizo de rogar. El alcohol mitigó momentáneamente el dolor, pero el alivio habría que pagarlo. Lo pagaría muy caro.

—Hacen buena pareja, ¿verdad? —resonó la voz de Tryggve; había acercado demasiado su rostro enrojecido y abotargado y Signe vio que tenía un grano infectado por encima del cuello de la camisa; un grano asqueroso, inflamado y amarillento en el centro, a punto de estallar. Le entraron ganas de vomitar y Tryggve la acompañó de buena gana detrás de unos arbustos. Las manos de él empezaron a abrirse camino por debajo de su odiosa y anticuada falda de rayas cosida en casa. Ella lo dejó hacer; el mareo casi le impedía respirar y el estómago se le revolvía agitado. Quería irse a casa; meterse en la cama, acurrucarse y llorar. Pero el mareo le impidió levantarse; veía la cara de Tryggve por todas partes; su boca húmeda la asfixiaba y le provocaba náuseas, pero se sentía incapaz de hacer nada. Él le hablaba con palabras tranquilizadoras, como se les habla a las vacas cuando van a tener un ternero. Esa misma voz adormecedora, y ella le dejó hacer lo que quiso. Ojalá hubiera podido parar el tiempo y que la mujer adulta hubiera estado en el lugar de la joven. Pero la vida nunca ofrece esa posibilidad.

Se oyó entonces la risa histérica de Ester, que los miraba con la boca abierta. El sonido hizo que la gente se arremolinara a su alrededor y el peso que había oprimido a Signe contra el suelo de pronto desapareció. Tryggve soltó un juramento. Unos brazos fuertes levantaron a Signe, que miraba aturdida a su alrededor. Miraba las caras perplejas y ávidas que la rodeaban como una masa negra. Ester seguía riendo como una loca, y Signe, en un acto reflejo, se bajó azorada la falda sobre las rodillas.

—Será mejor que nos vayamos a casa —dijo Frida a Ester—. Pronto oscurecerá y no llevo faro en la bici.

Se fueron con Helge hacia las bicicletas y dejaron a Signe sola con Tryggve y el montón de ojos curiosos. Pero la vergüenza no la alcanzó hasta el amanecer del día siguiente, cuando se despertó y comprendió el significado de lo que había pasado. Quizá habría sido mejor si la vida se hubiera acabado entonces. Si se hubiera atrevido a hacerse un corte más profundo en la muñeca. Para morir hay que tener valor, y a ella, aunque llevaba ya mis de un año poniéndose blusas de manga larga para que nadie viera los cortes, le faltaba valor.

Al día siguiente los rumores de lo que había pasado en el baile en Klintehamn llegaron al padre de Signe. Después de ensayar con el coro de la iglesia, volvió pálido y circunspecto a casa y se la llevó a la sala con el cinturón en la mano. El dolor estuvo a punto de hacerle perder la conciencia y en ese sentido fue un antídoto contra su tormento interior. Recibió los latigazos sin ofrecer resistencia. Se sentía sucia, utilizada y una deshonra para la familia, y lo único que podía hacer para atenuar su desgracia era casarse con Tryggve antes de que lo que habían hecho se le notara por fuera. No le quedaba otra salida, después de lo que había pasado.

Llegó la guerra y enviaron a Helge a un lugar secreto; Tryggve se quedó en la granja. A ella nunca llegó a notársele nada por fuera. Lo más espantoso quedó oculto. Fue como si el grano que Tryggve tenía en el cuello aquella maldita noche se le hubiera contagiado a ella y le hubiera llenado el cuerpo de impureza. Pensó durante mucho tiempo que eso era lo que había ocurrido. Hasta muchos años después, cuando estudiaba para ser enfermera, no oyó hablar de las enfermedades venéreas. De sus partes íntimas e innombrables salía un líquido amarillo y maloliente, y permaneció en cama con fiebre sin atreverse a contarle a nadie lo que le pasaba. Por la noche, a oscuras, lavaba las bragas. Su madre quería mandar a buscar al médico, pero a su padre le pareció innecesario hacerlo venir por un poco de fiebre. Signe salió adelante, pese a los dolores de tripa, los mareos y el dolor en las articulaciones. Frida iba a visitarla. Tenía un remedio, le dijo, y Signe estaba demasiado enferma para protestar. Todos los días bebía el reluciente líquido. Cuando la infamante enfermedad finalmente remitió, Signe había envejecido media vida y la piel se le volvió para siempre de color gris plomo. La culpa era de Frida. Aquella bruja le había dado una sobredosis de plata. Lo único que se podía decir en su defensa es que era lo suficientemente sensata para callar lo que sabía.

Para la inconfesable decepción de su padre, el hijo que se convertiría en heredero de la granja jamás llegó, ni siquiera una niña. La enfermedad se había llevado por delante esa posibilidad, y quince años después apareció en su camino la pequeña Ingrid. Una chiquilla asustada cuya madre había sido ingresada en un centro a causa de su afición por la bebida. Un lluvioso día de noviembre de 1968 la recogieron en Visby con el Ford nuevo. Una niña desamparada que necesitaba una buena familia. Tryggve se opuso a adoptarla. Con esos genes nunca se sabía cómo podía acabar la cosa, opinaba. Y así se quedó. Nunca del todo. Nunca enteramente aceptada, Ingrid tuvo que vivir de la misericordia y dando gracias. Para Signe, la niña constituyó una prueba de que era una mujer honrada y una persona buena y responsable. Ese era el objetivo, e Ingrid fue el medio. Después comprendió lo que había hecho y sintió cierta vergüenza. Ingrid había sido su posibilidad de redención. Si Ingrid era una inadaptada, Signe era una mujer buena que la había cogido como si fuera su propia hija. Nunca de verdad. Nunca con el cariño incondicional que recibe una hija. El aprecio hay que merecerlo; el cariño, ganárselo. Quizá por eso pasó lo que pasó… porque el amor entre madre e hija nunca fue sin reservas, pensó Signe, sentada en la terraza bajo las pálidas estrellas del amanecer.

Fue a la cocina para prepararse una taza de café bien cargado y luego bajó al buzón para recoger el periódico del día, antes de volver al frío de la terraza. Los recuerdos del pasado no cesaron de dar vueltas en su cabeza durante toda la noche y seguían allí cuando amaneció.

Frida y Helge se casaron. La boda, pequeña y pobre, tuvo lugar cuando terminó la guerra. Vecinos y amigos contribuyeron con sus cupones de racionamiento para comida y Tryggve les regaló un cerdo que mataron clandestinamente. Parecían muy felices, y para Signe fue insoportable ser testigo de aquella felicidad. Helge siguió trabajando durante algún tiempo en la granja; luego, estudiando por correspondencia, llegó a ser ingeniero. Continuaron viviendo en su pequeña casa y Frida empezó a cultivar rosas y plantas medicinales; más tarde, Signe estudió enfermería y surgieron las disputas entre la oscura superstición de Frida con sus decocciones de plantas y la medicina clínica blanca de la escuela de enfermería. Una lucha en la que cada una defendía lo suyo y criticaba y se alegraba de los errores y fallos de la otra. Su rivalidad aumentaba día tras día, pero Signe, por otra parte jamás dejó que Frida percibiera cuán profunda era aquella rivalidad. De cara a la galena eran amigas íntimas y todos los años participaban en el mismo círculo de costura. Allí Signe podía preguntar por Helge y hacerse una idea de cómo era su vida. Y aunque le dolía, aquello era mejor que perder el control y dejar de saber de él.

Frida, gracias a Dios, tampoco tuvo hijos, y esa añoranza la consumía. Cuando otras hablaban de sus hijos y más tarde de sus nietos, a Frida se le nublaban los ojos y se le enrojecía la nariz, en cambio Signe no deseaba realmente ser madre. El sufrimiento de Frida fue como una bendición para Signe. Cuando Frida se sentía vulnerable e indefensa porque no podía tener hijos, Signe la consolaba, la abrazaba, y pensaba que, de alguna manera, al abrazar un cuerpo que él también había abrazado estaba más cerca de Helge. De la misma manera que tocaba las herramientas que él había tenido entre sus manos, el mazo, el martillo, y luego se acariciaba la mejilla. Un pensamiento mágico… pero qué sabe uno de las fuerzas ocultas.

A veces sucede lo inesperado. Una noche llegó Helge a Móllebos para pedir consejo. Tryggve había ido a la península para comprar un caballo y no volvería hasta el día siguiente. Se sentaron enfrente de la chimenea francesa, en la planta de arriba, en el bonito sofá de estilo rococó, como se habrían sentado todas las tardes si todo hubiera salido tal como ella lo había deseado y esperado hacía mucho tiempo. El fuego chisporroteaba y la cerveza de Gocia que ella le sirvió para acompañar las finas lonchas de cordero curado sobre rebanadas de pan casero le soltó la lengua y él le contó lo que le afligía. La irritabilidad de Frida, el hijo que no llegaba. Le confió sus penas y Signe disfrutó de lo lindo con aquellas mieles. Alentó su disgusto, halagó su vanidad. Frida debería estar agradecida de que la aguantes. Cualquier otro hombre habría buscado consuelo en otro sitio. Le acarició el brazo y la espalda y él se dejó consolar hasta llegar al dormitorio. Allí lo abandonó la virilidad, pero ella por una vez pudo abrazar su cuerpo. Una sola noche había poseído su cuerpo y él se durmió en sus brazos. Por la mañana Helge estaba profundamente arrepentido de haber engañado a su querida Frida^ Signe le aseguró que no había pasado nada; nada de nada. Pero la fantasía es libre como un pájaro. Él se apresuró a ponerse los pantalones e irse a casa antes de que Frida se despertara. Signe pensó que lo había perdido para siempre, pero él volvió una y otra vez en busca de consuelo… si bien solo con palabras. Ella se convirtió en su paño de lágrimas. Jamás en lo que añoraba y deseaba, solo en la persona a quien él confiaba el cuento de su vida. Alguien que lo escuchaba. Solían verse en la iglesia, como por casualidad. Eso daba un halo de respetabilidad y confidencia a sus encuentros. Para no despertar sospechas, él salía de casa con una pala. Sin dar demasiadas explicaciones, le decía a Frida que iba a investigar lo que descubrió durante la guerra cuando enterraron los depósitos de combustible en Guldakern. Quería saber con seguridad dónde había estado el Alltinget[1]. Probablemente se hallaba al lado de la iglesia. En la fachada norte de la iglesia había una puerta, y eso era raro. ¿Tal vez se abría al lugar donde se reunía la asamblea? Dibujaba mapas y tomaba notas; a veces hacía los mapas con el sacristán.

A Frida no le interesaba el tema. Bastante tenía con su pena; se fueron distanciando el uno del otro cada vez más, y Signe no tardó en aprovechar el nuevo interés despertado en Helge.

Juntos encontraron los esqueletos de los niños sacrificados en el Alltinget cuando las cosechas eran malas. Pequeños cráneos, brazos y piernas. Después, cuando Helge murió, Frida recibió toda clase de atenciones y condolencias por parte de Signe, pese a que el duelo de Signe era mucho más grande y sus deseos habían quedado insatisfechos. Entonces el demonio se apoderó de ella y le contó a Frida dónde estaba enterrado el esqueleto de un niño. Se lo contó junto al lecho de muerte de Helge y Frida prometió guardar silencio. La promesa que Signe le exigió era sagrada. Le contó que allí, justo en aquel sitio, Helge había enterrado a un niño. Quizá lo había tenido con una mujer desconocida de Visby. Eso decían los rumores. Una mujer con la que se encontraba las noches que pasaba fuera de casa. Signe le dijo que Helge se lo había confesado el último día, cuando Frida tuvo que ir en bicicleta hasta el centro de salud y ella se quedó cuidándolo. Delirando a causa de la fiebre, se lo había confesado. Había mentido cruelmente. Y después… solo tenía que esperar a que Frida cavara y encontrase lo que minaría su alma para siempre.

A la espera del juicio final, era duro imaginar qué castigo podría acarrearle semejante acción, por eso pensaba que lo mejor para ella sería vivir un poco más. Aunque el monje le invitaba a reunirse con él.