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—Puedes venir conmigo, Mirja. Te acompaño y así me entero de qué pasa con Ingrid, si ha aparecido o no —dijo Maria cuando ya estaban en la explanada a la luz del atardecer. Ante ellas se alzaban las ruinas del magnífico monasterio cisterciense que fue destruido tras la época de poderío sueco y cuyas piedras fueron reutilizadas en la construcción de las cuadras de la Granja Real. La cultura surge y desaparece. Tuvo que ser impresionante contemplar el monasterio en aquel tiempo, pensó Maria.

—Los monjes cistercienses vivían en una comunidad basada en el orden y el derecho —explicó Mirja—, en la cual el noble y el humilde recibían el mismo castigo por igual delito, eso en un tiempo en el que imperaba la superioridad del fuerte frente al débil. Cultivaban la tierra y eran autosuficientes. No comían carne y construyeron varios estanques para la cría de carpas. Aquí se mezclan los rasgos de varias épocas históricas. En el siglo XVIII el gobernador Gronhagen mandó construir la Granja Real imitando el modelo de la mansión campestre peninsular. Ordenó también que se abrieran paseos flanqueados por tilos, para irritación de los campesinos de Gocia, que opinaban que el tilo era un árbol peninsular. El edificio principal, de piedra caliza revocada, con sus dos alas, también está decorado con elementos tomados de otras épocas. —Mirja señaló dos bellas portadas medievales integradas en el muro de la fachada—. El material para rellenar las paredes se extrajo del cementerio que los monjes tenían más allá de la puerta oeste, por eso… —Mirja sonrió de una manera peculiar— a veces, al anochecer o al amanecer, se puede ver a alguno de aquellos desdichados monjes a los que sacaron de su descanso eterno. Se ha visto una sombra gris vagando entre los árboles en dirección al claustro. El gobernador Gronhagen la vio en su lecho de muerte, ¿comprendes? «No temáis al monje», dijo el gobernador entornando los ojos hacia lo desconocido. «Es a mí a quien ha venido a buscar». —La voz dramática de Mirja recuperó su tono normal—. Por lo visto, los demás no tenemos nada que temer.

—Vaya historia más espeluznante… Ahora parece que están haciendo una obra de teatro en las ruinas.

—Shakespeare. Este año representarán Hamlet. «Ponedme el nombre de cualquier instrumento; aunque me destempléis, no soltaré nota» —recitó Mirja con gestos teatrales y continuó—: «… el color natural de nuestro ánimo se mustia con el pálido matiz del pensamiento».

—Impresión ante. Yo solo me sé: «Ser o no ser, esa es la cuestión». Mi hermano solía sujetarme la cabeza como si fuera un cráneo y pronunciar las palabras mágicas para hacerme rabiar.

—Me sé muchas escenas de las obras de Shakespeare de memoria. Estuve muchos años en un grupo de teatro de aficionados, antes de que me decidiera por el sector de la sanidad y me convirtiera en diseñadora de nuevos estilos de vida. —Mirja siguió declamando con voz profunda—: «Soy el alma de tu padre, condenada por un tiempo a vagar en la noche y a ayunar en el fuego por el día mientras no se consuman y purguen los graves pecados que en vida cometí». —Soltó una carcajada y sacudió la cabeza de tal manera que su larga melena morena cayó hacia atrás.

Maria pensó que Mirja en su juventud tuvo que haber sido una Julia muy bella. En su rostro, de perfil acorazonado, destacaban los ojos oscuros y vivarachos y, aunque seguramente pasaba ya de los cuarenta, aún tenía el cuerpo esbelto de una quinceañera.

—¿Por qué no seguiste con el teatro?

—Demasiada inseguridad. Aparecen nuevos talentos y te quitan el trabajo, así de sencillo. Hay muchos papeles, quizá demasiados, de heroínas jóvenes y guapas, y muy pocos de viejas arpías. Me cansé de esperar a que me llamaran y decidí encaminarme yo sola hacia el éxito y la felicidad. —Mirja soltó una risa seca—. No, bueno… llevo una buena vida. Tengo un buen marido, dinero y un proyecto interesante.

—Cuenta, cuenta. —Maria abrió las puertas del coche y se sentó al volante.

—Se trata de una clínica privada: los mejores médicos y terapeutas del país y un spa con todo lo que una persona moderna pueda desear. ¿Por qué renunciar al lujo cuando se está enfermo? Hay tiendas exclusivas, entrenador personal y controles médicos cuando el cliente los desee. He contratado a buenos conferenciantes que ofrecen algo más que un rato entretenido. Además, la historia del lugar desempeña un papel decisivo. Un sueño hecho realidad con la ayuda de algunos patrocinadores.

—Parece de lo más exclusivo. —Maria se imaginó por un momento envuelta en toallas esponjosas y en aceites aromáticos. La idea de experimentar por una vez en la vida el lujo de que la cuidaran, no tener que cocinar, que le dieran masajes, le hicieran la manicura y la pedicura y darse baños termales era sencillamente fascinante. Y por supuesto tenía que ser carísimo. En Klinten ella se había tenido que conformar con una variante más modesta. Erika y ella habían organizado un spa casero con mascarilla para el cabello y sales para los pies compradas en la farmacia, velas y una botella de Riesling. Erika solía bromear diciendo que si se limaran los pies con un rallador, cuando terminaran podrían hacer una vela con las ralladuras. Luego, mientras estuvieran allí a gustito, podrían quemarse con el mechero los pelos de los dedos gordos.

—La idea es que el establecimiento sea de lujo y atraiga a gente adinerada. Nada para «el ciudadano de a pie». La estancia en el spa será prácticamente gratis mediante unas bonificaciones que se conseguirán al comprar en las tiendas y que darán ventajas en la utilización de las instalaciones. Cuanto más dinero gasten en las tiendas, más gratificaciones obtendrán en las instalaciones. Lo que se pierde en los columpios se gana en el carrusel, ¿comprendes? Ha sido un trabajo enorme organizado todo, obtener los permisos y conseguir patrocinadores y todo eso. Estábamos agotados, necesitábamos venir aquí para descansar un poco antes de que todo empiece a funcionar en serio en otoño.

Maria asintió con la cabeza, aunque en realidad no tenía ni idea del trabajo que podía suponer la organización de aquel proyecto. La energía de aquella mujer la tenía impresionada. Alguien que se atrevía a alzarse sobre la mediocridad cotidiana y a hacer algo más con su vida. El precio, al parecer, era ser la pareja de un hombre acaudalado al que no amaba. Pero ¿quién tiene derecho a juzgar las decisiones de los demás? Tal vez habían estado enamorados al principio y ahora mantenían la relación por mutuo interés. ¿Por qué moralizar acerca de ello?

—Sí, vinimos buscando la tranquilidad en el campo y ¿con qué nos encontramos? ¡Con un incendio provocado! Entre nosotras, Maria, ¿qué opinas de esto?

—¿Conoces de antes a la madre de Ingrid? —preguntó Maria para evitar un tema sobre el que no podía pronunciarse. La gente debería comprender que no podía comentar un caso en el que estaba trabajando.

Muja se encogió de hombros.

—Conocer, lo que se dice conocer…, hemos cruzado algunas palabras en la tienda. He estado en su casa tomando café y la he ayudado con algunos papeles. Un campo de labranza se asemeja a una empresa más de lo que parece. A mi marido le gusta hablar de literatura con ella, así que se han visto bastantes veces. Es una auténtica rata de biblioteca, y fue enfermera. Las mujeres como ella llevan la cultura sobre sus hombros y mantienen la vida en comunidad en los pueblos. Hornea bollos para la fiesta de Navidad que celebra el círculo de costura, es miembro de la Asociación Local y vende lotería. Se llama Signe. Mi Gunnar suele decir que le gustaría verla en jeopardy!

—Si no te importa, ponte el cinturón —dijo Maria cuando salieron a la carretera.

—No, me gusta vivir peligrosamente. Las personas que no se atreven a correr riesgos son las que se arrepienten cuando llega el final.

—A lo mejor sobreviven hasta el final precisamente porque han sido prudentes. —Maria sintió que la embargaba una irritación que crecía por momentos. La rabia de ver a alguien que pone su vida en peligro cuando no tiene nada que ganar en ello. La vida era tan preciosa… Tan frágil… Le asaltó el recuerdo de Per. Si no hubiera sido tan temerario, ahora estaría viviendo una vida diferente—. ¡Ponte el cinturón o sal del coche!

—¡Menudo genio! Está bien, está bien —respondió Mirja, sorprendida.

Tomaron el desvío a la derecha en dirección a Viklau y después enfilaron una alameda a la izquierda. El camino conducía hasta una bonita granja antigua. Allí, junto al enorme estanque rodeado de sauces llorones, los monjes habían tenido hacía mucho tiempo un molino donde molían su propia harina con la que luego hacían el pan para el convento.

—¿No es una granja demasiado grande para dos mujeres solas? —Maria contempló las reses que pastaban en la ladera que bajaba hasta el agua.

—Supongo que tienen las tierras arrendadas, pero no estoy segura. Ingrid sabe más de lo que parece. Seguro que en su tiempo libre podría ser agricultora. —Mirja abrió la puerta del coche antes de que este se hubiera detenido y se apeó casi en marcha. Cerró con un portazo que hizo temblar los cristales de las ventanillas, como solo cierra quien tiene una chatarra cuyas puertas solo se cierran pegando un portazo. ¿Por qué tiene un Volvo Amazon viejo y roñoso alguien que arriesga en proyectos millonarios? ¿Vivían con unos márgenes tan estrechos? Maria estaba a punto de preguntar, pero Mirja ya había abierto la verja de hierro con la letra N elegantemente forjada y se disponía a cruzar el patio. Una mujer con el pelo gris recogido en un clásico rodete en la nuca las esperaba en la escalera envuelta en un mantón grande de lana. Su rostro, deshecho en llanto, presentaba un extraño color plúmbeo. Maria no pudo evitar mirarla fijamente. Hasta el blanco de los ojos lo tenía de color gris.

—Por lo que dicen, siempre ha tenido este aspecto —dijo Mirja en voz baja.

—Estoy muy preocupada, terriblemente preocupada. Ha tenido que sucederle algo horrible. Ingrid jamás pasaría tanto tiempo fuera de casa sin avisarme. Como tengo muy poco apetito, ella suele prepararme la comida y, si tiene previsto salir por la tarde, la deja en la nevera. Cuando asistió a un curso en la península me dejó comida repartida en bandejas para cinco días. Nunca desaparecería sin decir nada.

La anciana empezó a llorar desconsoladamente; Maria la tomó con delicadeza del brazo cuando entraron en la cocina. La mujer se recostó contra su hombro. Todo su cuerpo se sacudía con el llanto.

Mirja, que parecía sentirse como en casa, preparó el café; se sentaron a la mesa de la cocina, que estaba llena de frascos de medicinas, botellas de cristal de color marrón, una tarea de punto empezada, folletos de propaganda y crucigramas. Colocó los medicamentos en la repisa de la ventana para hacer sitio a las tazas del café. Signe miraba fijamente a través de la ventana intentando controlar el llanto.