Maria Wern mojó el pincel en el vaso de agua y extendió el color verde azulado sobre el papel, olas rompiendo con la espuma blanca del agua del mar y gaviotas describiendo círculos. La línea del horizonte se adivinaba bajo un cielo amenazante de dramáticas tonalidades grises y violáceas. ¿Cómo plasmar esa luz? La frágil luz que se filtra entre las nubes. No esa luz aclarada que incide sobre los santos en los cuadros de los altares. No, para nosotros, los mortales normales y corrientes, tan solo un leve resplandor. La pequeña esperanza que marca la diferencia entre querer vivir y rendirse.
Después de que Per Arvidsson fuera gravemente herido de un disparo, ella había estado haciendo equilibrios en la cuerda floja. Muy cerca del abismo. De repente, de forma inesperada, se encontró al lado del precipicio. Más complicaciones. Errores que no deberían haber sucedido. De no haber tenido a sus hijos y un trabajo, que requerían su presencia, se habría vuelto loca de impaciencia. Bibbi Johnsson había dicho que es muy peligroso dejar que otra persona lo sea todo en tu vida. Era una mujer irritante, pero en eso estaba en lo cierto. Además, se convierte en una pesada carga para la persona amada. Per no lo era todo en su vida, pero sí más que lo que ella se había atrevido a reconocer. La incertidumbre ante el futuro permanecía ahí como un dolor constante en la boca del estómago. Por fuera no se le notaba. Hablaba, trabajaba, conducía, como siempre. Su cuerpo realizaba todas esas cosas corrientes como un autómata y ella lo contemplaba desde el otro lado de la pared de cristal. De no haber sido por esos momentos que requerían su atención, se habría echado en la cama y se habría negado a enfrentarse a un nuevo día. A veces, cuando salía a correr por el bosque y llegaba donde no podían oírla, gritaba como una loca. Y lloraba desconsoladamente. Aquellos momentos eran una liberación. Pero Per no se recuperaría más rápido por mucho que ella lo deseara. Quizá nada volvería a ser como antes. Era como si él ya no fuera el mismo, no del todo, según le había dicho Rebecka por teléfono. Se había repetido esas palabras una y otra vez tratando de comprender su significado.
El curso de acuarela en el Palacio Real fue idea de Hartman. La obligó a buscar alguna actividad que le pareciera interesante. Cuando los niños eran pequeños había echado de menos disponer de tiempo para sí misma, tiempo para sentarse en una roca a la orilla del mar y pensar. Él se lo recordó. Ahora tenía la posibilidad de hacerlo. El curso había empezado después de Navidad, pero no estaba completo y Maria pudo matricularse sin problemas.
No quedaban muchos alumnos a finales de primavera: una enfermera del centro de salud que se llamaba Ingrid, aunque aquella tarde no había ido, y Mirja Fredlund, la inquilina del sacristán, la que tenía los talones como un trozo de queso seco. No, no quería pensar en ello, no estaba bien. Sin embargo, no podía evitar mirar de reojo los pies desnudos de Mirja, y se avergonzaba de ello. Después de lo que había comentado Erika de los empeines no besados le parecía algo muy íntimo. Luego estaba Simón, el profesor, fumador empedernido, barbudo y con una camisa de cuadros setentera que se le tensaba sobre la panza. Reía por casi todo de una forma cálida y bromeaba sobre su escasa habilidad en la cocina. Maria se preguntaba si no se trataría de una provocación. ¿Acaso buscaba a alguien que le ayudara? Después estaba Gun, que trabajaba en la charcutería del supermercado lea, en Roma, y un chico de la ciudad que ocultaba la mitad del rostro bajo un flequillo negro como el azabache que él retiraba constantemente a un lado. Se llamaba Ubbe, tenía intención de tatuarse unos murciélagos en el hombro y trabajaba como portero en el bar discoteca recientemente inaugurado en los locales de la antigua fábrica azucarera, al menos eso había explicado. En ese momento el chico estaba pintando una escena de guerra entre centauros y panteras; no le faltaba talento. Solo utilizaba el color negro, y prefería las cuerdas y las esponjas a los pinceles.
Gun, la charcutera, mordió el lápiz y levantó la vista cuando Simón pasó. Luego se volvió hacia Maria.
—Lo que ha pasado es horroroso. No me cabe en la cabeza. Conozco a Frida de toda la vida. ¿Quién puede haberlo hecho? ¿Alguien de aquí, de Roma, o un peninsular? O quizá un extranjero. Si el dormitorio no se incendió directamente debió de tostarse por el calor. Como los panecillos que se quedan toda la noche en el horno a cien grados… Debe de ser casi peor que quemarse. Tú que eres policía ¿qué piensas?
Maria cerró los ojos y deseó hallarse a cien kilómetros de allí. No estaba de servicio, necesitaba desconectar un rato para poder recuperarse antes de que el día siguiente se le echara encima con nuevas exigencias.
—No puedo hablar del trabajo de la policía mientras estamos investigando. Espero que lo comprendas.
—Pero mujer… no seas así, nosotros no se lo vamos a contar a nadie. Seguro que tenéis algún sospechoso. Se trata de un asesino en serie, ¿verdad? Pero os faltan pruebas.
Ubbe se metió el cabo de la cuerda en la boca mientras doblaba el papel para duplicar su obra de arte. Se retiró el flequillo y le guiñó un ojo a Maria en un gesto de complicidad, pero Gun no se percató de ello y continuó.
—Björk, el sacristán, le echa miradas a la chiquilla cuando está en la caja. Me refiero a Camilla, la que vive al lado de Frida Norrby. Trabaja con nosotros. ¿Habéis comprobado si Björk tiene coartada? Entre nosotros, es muy mujeriego; tal vez Frida vio algo y él decidió quitársela de encima… Además, quería quedarse con su casa. Bibbi Johnsson dice que…
—Bibbi Johnsson dice muchas cosas a las que más vale no prestar atención —la interrumpió Maria—. No sabes lo que dice de ti, ¿verdad?
Gun se puso roja como un tomate y tomó aire. Los orificios de las fosas nasales se le dilataron.
—¿Qué? ¿Qué puede decir de mí? De todos modos, para que lo sepas, seguro que no es nada comparado con lo que dice de ti.
Maria Wern y Ubbe intercambiaron miradas. Ubbe se llevó las manos a la cabeza en actitud defensiva y sonrió burlón.
—Más sangre… —dijo en voz baja.
—Está bien, cuenta, cuenta. —Maria avanzó hacia Gun contoneándose, con una mano en la cadera y el pincel en la boca, como si fuera un cigarrillo en una larga boquilla negra. Se echó la melena oscura hacia atrás con un gesto estudiado—. ¡Dilo! Cuéntanoslo ahora, estoy preparada para oír la mentira del día. —Dio un ligero taconazo en el suelo y se quedó esperando el ataque de Gun.
—Eso tendrás que preguntárselo a ella —respondió Gun batiéndose en retirada, y luego añadió—: ¿Qué dice de mí?
—Nada bonito. Cosas que no saldrán de mi boca. Naturalmente, no son ciertas en absoluto, por eso no voy comentándolas por ahí. Esas cosas no van conmigo, así que ni siquiera les presto atención. Si cada uno se ocupa de sus propios asuntos, la convivencia es más agradable. Más pacífica. El ambiente es más respirable, ¿no te parece? —Lanzó a Gun una última mirada exterminadora, expulsó el humo imaginario del cigarrillo por una de las comisuras de los labios y volvió a su sitio.
La chimenea chisporroteó y las tablas del suelo crujieron cuando Simón se acercó y puso su enorme mano sobre el hombro de Gun.
—Si no usaras tanto el lápiz y confiaras más en tu talento, yo mismo compraría tus cuadros. Hay pasión ahí dentro, y tenemos que sacarla a la luz.
A Gun le tembló ligeramente una de las comisuras de los labios, una sonrisa contenida, como cabía esperar.
—Y aquí… —continuó Simón—. Qué tenemos aquí… El sueño del paraíso… verdadera pasión o añoranza de algo que te llena… Creo que aquí has hallado la forma de expresarte, Mirja. Despierta inmediatamente mis sentimientos. Me llega aquí… —Simón se llevó la mano al pecho y puso los ojos en blanco—. Lo has conseguido, realmente. Solo me gustaría que te atrevieras a usar un poco más de color, que te atrevieras a dejar que se mezclaran… que te atrevieras a no pensar en el resultado y te dejaras llevar por el entusiasmo…, juega con los colores en toda su gama.
Mientras Gun parecía que estuviera deseando asesinar a alguien, Mirja se abría como una flor.
—Ya la tiene casi en el bote —dijo Ubbe en voz baja—. Yo escucho y aprendo para la vida. ¿Te cae bien?
—Nos da lo que queremos, ¿no? —respondió Maria.
Ubbe sonrió burlón y le guiñó un ojo. La connivencia surgió entre ellos como un premio inesperado.
Simón se colocó las gafas en la frente y estudió con detenimiento la pintura de Maria.
—¿De la Academia?
—No. —Maria se enderezó, tenía el cuerpo entumecido. Cuando se concentraba en la pintura se le pasaban las horas sentada y doblada como una escarpia.
—Bello y conmovedor. Hay melancolía en lo que pintas. Supongo que hace bastante tiempo que lo haces. Este no es el cuadro de un principiante.
—Pinto porque lo necesito. Porque me siento bien… —Maria se mordió la mejilla. Más que eso no quería compartir.
—Si quieres hablar de ello, estoy dispuesto a escuchar —dijo él con una sonrisa difícil de interpretar, y continuó hasta Ubbe—. Una técnica interesante. Si te atreves a experimentar con un poco más de agua, o si añades algo de marrón, obtendrás unos contrastes más suaves… aunque quizá no es eso lo que buscas. —Nueva sonrisa—. Tal vez sea una cuestión generacional. Blanco y negro cuando se es un gallo joven, luego se convierte uno en un viejo pardo.
Tras las palabras tranquilizadoras de Simón se produjo algo parecido a un alto el fuego. Él encarnaba una zona libre de hostilidades, un caballero de la calma, siempre dispuesto a restablecer el buen ambiente.
—Me pregunto dónde estará Ingrid esta tarde. ¿Se habrá olvidado de que teníamos clase? —dijo Gun—. Suelo esperarla en la cafetería. A menudo nos tomamos un café antes. Ya se ha convertido en una costumbre. Nos hemos hecho buenas amigas. Creo que debería haber llamado si no iba a venir. ¿Te ha llamado a ti, Simón?
—No, es la primera vez que falta desde que empezamos. Tal vez le tocaba trabajar esta tarde —comentó Simón mientras buscaba su móvil en la mochila—. Quizá deberíamos llamarla. Si se le ha olvidado que tenemos clase, aún le da tiempo a venir, y si está trabajando, pues nada… No, no contesta.
—Solo trabaja por la mañana. —Gun se revolvió inquieta—. Me hubiera gustado mucho poder hablar con una persona tranquila y sensata después de lo que ha pasado. Además, Frida era paciente de Ingrid. ¿Se habría olvidado la vieja otras veces la placa encendida? ¿Estaba bien de la cabeza? Ya sé que Ingrid tiene que guardar secreto profesional, pero seguro que nos habría aclarado algún que otro interrogante.
—No creo que sea de las que se van de la lengua —la cortó Ubbe.
—Su madre está algo achacosa —continuó Gun—. Tal vez le ha pasado algo. Es mayor. No tiene que ser fácil vivir con tu madre a cierta edad.
—Seguro que no es peor que vivir con un hombre que cree que el sentido de la vida es no dar un palo al agua. —La respuesta de Mirja fue rápida y contundente.
Maria recordó a los Fredlund en el césped. Mirja, enérgica, haciendo Chi-Kung, y su marido descansando en la hamaca sin mover un dedo. Ella le había servido el café, le había llevado las gafas de sol y el periódico. Podía ser un gesto de cariño, claro, pero, a juzgar por el tono de Mirja, al parecer esos días ya habían pasado.
Simón miró a Mirja esperando que continuara. Puso sus enormes manos sobre los hombros de Mirja y empezó a masajeárselos con cuidado. Ella se echó hacia atrás. Maria Wern los observaba hasta cierto punto divertida. De haber sido otro habría parecido algo extraño, pero Simón era Simón. Gun, sin embargo, parecía como si estuviera deseando machacarle los hombros a Mirja y apretarle la garganta con sus propias manos. Aquellos siniestros pensamientos consiguieron que le temblara todo el cuerpo, luego dijo:
—Puedo deciros que no hay mejor persona que Ingrid. Seguro que habría encontrado un hombre con quien vivir si su madre no se hubiera puesto enferma. El corazón, ya sabéis. Signe, su madre, no se atreve a vivir sola. ¿No deberíamos llamar a Ingrid otra vez y preguntar qué ha pasado? Así sabrá que pensamos en ella.
Mirja abrió los ojos cuando Simón terminó de darle el masaje.
—¿Alguien tiene el número de teléfono de su casa? —preguntó.
Simón volvió a sacar su móvil y marcó un número que tenía apuntado en una libreta pequeña que llevaba en el bolsillo de atrás. Le respondieron después de una señal.
—Quería hablar con Ingrid… ¿No está en casa? ¿No ha pasado la noche en casa y todavía no ha vuelto…? ¡Vaya! —Simón se echó a reír, pero en su voz se percibía la inquietud como una nota disonante. Todos lo advirtieron, pero él siguió hablando en el mismo tono jocoso—. ¿Nunca pasa la noche fuera de casa? Entonces, querida señora Nilsson, tal vez ya iba siendo hora. Su hija ya ha cumplido cincuenta… Aunque no haya ocurrido anteriormente, eso no significa que esté muerta y enterrada, ¿no?… ¿Qué suele dejar una nota?… ¿No es exagerado llamar a la policía porque una hija mayor de edad haya pasado la noche fuera de casa? Sí, comprendo que esté preocupada.
—Dile a la señora Nilsson que pasaré por allí después de la clase —dijo Mirja.