8

En la casa del sacristán, Lennart Björk, no parecía que viviera un hombre soltero. En realidad, es sorprendente que tengamos semejantes prejuicios, pensó Maria. Abrió la verja y contempló las exuberantes jardineras, los coloridos parterres, con narcisos y jacintos, y las macetas colgantes llenas de violetas de color azul cielo que se mecían suavemente con la brisa de principios de verano. Bibbi Johnsson se había ofrecido a acompañarla, pero Maria se despidió de ella con la excusa de que iba a tomar un almuerzo rápido con Erika Lund y con el comisario Hartman antes de que este volviera a la cuidad.

Lennart Björk abrió la puerta tras el primer timbrazo, como si la estuviera esperando. Iba impecablemente vestido con unos pantalones claros y un polo con el pequeño distintivo de la marca en el bolsillo. Llevaba el pelo entrecano pulcramente peinado a raya. Hablaba tan bajo que Maria tuvo que inclinarse para oír lo que decía cuando le propuso que se sentaran a hablar en el jardín. Hacía tan buen tiempo…

—Es inconcebible que alguien sea capaz de incendiar una casa y dejar que una persona mayor arda dentro. Terrible. ¿Cómo puede uno seguir viviendo teniendo algo así en su conciencia y pensando cómo debió de sufrir aquella mujer entre las llamas? —El sacristán sacudió todo el cuerpo como si sintiera las llamas en su piel—. ¿Por qué? Deme una sola razón para que alguien haga una cosa así. ¿Qué motivo puede haber para decidir quitarle la vida a una persona mayor que siempre ha deseado a todos el bien? La señora Norrby era tan sensata y tan bien intencionada…

—Sí, es terrible; estamos haciendo cuanto podemos para esclarecer lo que ha pasado. Me gustaría saber si vio algo raro ayer por la tarde o por la noche…

—Tuvimos ensayo con el coro de la iglesia hasta pasadas las nueve. Cuando se fueron, cerré la iglesia y apagué las luces. Pero no vaya a creer que yo canto. No sé cantar. En la escuela me mandaban callar cuando cantaban. «Que Lennart se quede en silencio cuando los demás cantamos», decía siempre la señorita —dijo sonriendo para sí mismo—. Como he dicho, cuando el coro salió de la iglesia, cerré y me fui a casa. Había luz en la ventana de la cocina de Frida, pero a ella no la vi. Esa pelirroja, Bibbi Johnsson, estaba con su perro en el jardín. No está bien de la cabeza. Seguro que ya conoce las acusaciones que hace contra mí. Es tan absurdo que uno acaba mareado. ¿Ha hablado con ella?

—Sí, he oído lo del envenenamiento del perro —confirmó Maria—. ¿Qué pasó en realidad?

—He pensado mucho en ello y, honestamente, creo que todo se debe a que la rechacé. Se puso un poco pesada cuando me mudé aquí, así que le dejé muy claro que no quería iniciar ninguna relación. Entiendo que es duro que te rechacen, pero me habría gustado que se lo hubiera tomado mejor. Yo no había alentado en absoluto que se hiciera ilusiones. Para nada, pero cuando me enteré de lo que se rumoreaba en el lea, no tuve más remedio que hablar con ella. Le había dicho a Gun, la de la charcutería, que éramos pareja y que íbamos a hacer juntos un viaje al extranjero. Era cierto que habíamos hablado de viajes. De lo maravilloso que sería ir al encuentro de la primavera en París o en Italia, cuando empiezan a florecer las mimosas, y yo, tonto de mí, no comprendí que ella ya me había incorporado a sus planes de viaje. Luego llegó Frida y me preguntó si tenía la casa en venta. Un poco raro, porque yo me había ofrecido a comprarle la suya si resultaba que con el tiempo ella se trasladaba a una residencia. Frida había oído que yo pensaba vender. Elsa, en Björke, había oído que Bibbi le había dicho a Gun que no podíamos tener dos casas, que era demasiado trabajo. Y ¿cómo reacciona uno ante semejantes comentarios? —La voz de Lennart se elevó un poco, y seguro que habría tenido mucho más que decir de su vecina si Maria, amable pero decidida, no hubiera reconducido la conversación a la tarde del día anterior.

—Sí, es fácil sentirte ofendido cuando te malinterpretan —afirmó Maria—. ¿Qué hizo el resto de la noche?

—Me preparé unos crepés y los comí mirando la tele. Luego vi una película que había alquilado. Un culebrón que me había recomendado una de las señoras del coro. Seguro que me quedé dormido un par de veces mientras la veía. Parecía más una obra de teatro que una película.

—¿A qué hora terminó de verla? —Maria se echó hacia atrás y vio un Saab azul aparcado en el patio trasero de la casa, parcialmente oculto tras el cenador de lilas.

—A las once o así. Recordé que había encendido unas veías mientras tomábamos café y no sabía si las había apagado. Así que subí con el coche hasta la iglesia. Pero todo estaba bien. No sé si las había apagado yo o sí lo había hecho alguna persona prudente. Tanto trabajo es estresante. Al final no te acuerdas ni de lo que has hecho. Se ríe, ¿eh? Pues seguro que no hay ningún trabajo en el mundo más estresante que el de sacristán. Algunos días tenemos hasta tres entierros seguidos. Tres pases con personas llorosas. Hay que decorar la iglesia y luego retirar todas las flores y colocar las nuevas para recibir a la comitiva del siguiente entierro y colocar los libros de salmos y volver a marcar las páginas y, si los familiares quieren quedarse acompañando al muerto, hacerlos salir diciéndoles que pueden ver todas las flores fuera. ¡Qué presión! Es terrible tener que meterles prisa, pero es aún peor que la siguiente comitiva tenga que esperar fuera con la caja y todo. Además, hay que comprobar que hayan cavado el hoyo y que lo hayan hecho en el lugar correcto. No se crea que siempre es así, y se organiza un lío tremendo si entierran a una anciana al lado de un hombre que no era su esposo. Y luego están las bodas. Casi son peores. La novia que duda o que se retrasa en la peluquería. El novio que no encuentra los anillos. La tía que viene desde la península y no llega a tiempo porque el barco lleva retraso. Y los familiares de la boda siguiente tienen que entrar para decorar la iglesia para su ceremonia. Antes entraban con un ramo de flores, el acto duraba poco y todo salía bien, pero ahora hay que decorar la iglesia con lazos y bolas de papel, palomas de plástico en el techo y adornos de seda en las ventanas. Normalmente las parejas que se van a casar creen que son las personas más importantes del universo y que todos los planetas giran a su alrededor. Y no paran de llamarme al móvil. Yo trabajo un fin de semana de sacristán y otro de taxista. Pero se creen que siempre estoy al servicio de la Iglesia, como si formara parte del inventario. Así que no es de extrañar que a uno se le olvide apagar las velas.

—¿Vio a alguien más fuera a esas horas? —consiguió preguntar Maria aprovechando que el hombre había tenido que parar para coger aire. No era fácil interrumpir al sacristán cuando empezaba a hablar.

—No, no recuerdo haber visto a nadie. Había luz en la ventana de Bibbi. Y el perro ladraba, como siempre cuando oye a alguien por ahí fuera. A veces ladra sin ningún motivo, en su perrera. Seguramente porque se aburre. Es un monstruo, y la culpa es de ella. Yo necesito silencio para poder concentrarme cuando leo, o cuando quiero relajarme escuchando música después del trabajo. A mis inquilinos también les molesta. Un perro tiene que sentirse seguro y estar al cargo de una persona responsable. A ella deberían prohibirle hacerse cargo de un animal.

—¿Vio si había luz anoche en casa de Camilla Ekstrom?

—No, estaba a oscuras. No la vi en todo el día. Ella me alquila esa casa, y también soy el dueño de la casa que está justo detrás de esta. Ahora se la tengo alquilada a una pareja de Estocolmo. Han venido a descansar, No querían vivir al lado de la playa ni en Visby porque allí podía haber mucho jaleo. La mujer necesita tranquilidad para trabajar. Dirige una gran empresa. El marido tiene algún problema de nervios. Padece insomnio. A propósito, creo que él habló con Frida. Estuvo en su casa y ella le dio una infusión para que durmiera mejor.

—¿Cómo se llaman? —A Maria le parecía un incordio que el sacristán hablara tan bajo. Se veía obligada a acercarse más de lo normal para poder oírle. Su aliento olía como un sótano lleno de patatas viejas y medio podridas.

—Mirja y Gunnar Fredlund. Él es profesor de arqueología y ella tiene una clínica que ofrece tratamientos a gente adinerada. A mí también me apasiona la arqueología, así que él y yo tenernos mucho de que hablar. Cualquiera pensaría que es ella la que necesita descansar, pero no para. Si mira desde la terraza podrá verlos. Ella está practicando Chi-Kung en el césped y él está sentado en una hamaca con un pañuelo anudado alrededor de la frente. Es una pareja singular. ¿Ha hablado con ellos?

Maria hizo visera con la mano en la frente para poder verlos. Una mujer de larga melena oscura y rasgos ligeramente indios alzaba las manos hacia el cielo, las amplias mangas de la bata revoloteaban al viento como las alas de un cisne.

—Aún no, pero mi colega, Jesper Ek, ha estado allí y ha tomado algunos datos —respondió ella—. Me estaba preguntando cuándo conduce el taxi.

—Cada dos fines de semana, como le he dicho, pero a veces también salgo algún día entre semana por la noche. El trabajo de sacristán me ocupa el setenta y cinco por ciento de la jornada laboral. En realidad tenía que haber trabajado anoche, pero un chico se ofreció a hacer mi turno. He hablado con él hace un momento y me ha dicho que fue una noche tranquila. Bueno, salvo por una señora mayor que se enfadó con él porque trató de ayudarla a subir una escalera. Eso pasa por tratar de ser amable. La gente a veces es muy mal pensada. Cuando alguien hace el turno en mi lugar suelo preguntar qué tal ha ido la noche, así sé si tengo que alegrarme de haberme librado de ese turno o no. A veces, cuando recoges a gente a Ja salida de los bares hay bastante alboroto, bien lo sabe usted que es policía. En cambio algunas noches no pasa nada y te cuesta aguantar despierto. A veces, a las cuatro casi tengo que morderme el brazo para no quedarme dormido. Ahora que lo pienso… ese chico recogió a la señora aquí, en Roma…, cerca de la iglesia. A las doce de la noche… No viven muchas señoras mayores por aquí cerca… Quizá fuera Frida. Sí, ahora que lo pienso, podría ser ella. Pero ¿para qué podía necesitar ella un taxi a las doce de la noche?

—¿Tiene el número de teléfono del conductor del taxi?

—Sí, pero ahora está durmiendo. Tiene que trabajar otro par de noches, o sea que me imagino que dormirá hasta las cinco o así. No sé si era Frida, claro. Parece un poco extraño. Lo único que se me ocurre es que se pusiera enferma y él la llevara al hospital de Visby… ¿Qué iba a hacer ella fuera si no a esas horas?

—Pero ¿allí hay escaleras? —Maria recordaba perfectamente la entrada del hospital: no había escaleras. Y en la entrada de urgencias tampoco. El conductor del taxi había dicho que la ayudó a subir una escalera.

—No. Es raro, la verdad. Quizá debería llamarlo. Ya dormirá después. —El sacristán se tiró del cuello del polo; parecía que la situación le incomodara.

—Dígame cómo se llama y ya me pondré yo en contacto con él. —Cuanto menos hablen entre sí los testigos, mucho mejor.

Cuando obtuvo los datos que necesitaba le dio las gracias y se alejó para hacer la llamada. El teléfono del taxista estaba comunicando y a través de la ventana de la cocina pudo ver que el sacristán había levantado el auricular del teléfono y hablaba con alguien, Un minuto después apareció en la escalera agitando la mano que tenía libre.

—He localizado a algunos compañeros. Estaban en la cafetería del personal. La señora que cogió el taxi aquí, en Roma, fue a la finca de Hunninge en Klintehamn, A las doce de la noche. La dirección coincide con la de Frida Norrby. Dicen que Joakim, el taxista, estaba cabreado cuando dejó el taxi esta mañana. Algo había salido mal con una chica con la que había quedado ayer por la tarde. Parece que intentó cambiar el turno con alguno de los otros pero no fue posible. A mí no me contó nada de eso, pero por lo visto se desahogó con los demás. No lo entiendo, después de las diez habría podido conducir yo aunque estuviera cansado. No sé. Puede hablar usted misma con él.

—¿Recogió luego el mismo taxista a Frida Norrby? Si ha pasado la noche fuera de casa, podría seguir viva.

—No, no tuvo más viajes hasta allí. Ni él ni ningún otro taxista de nuestra asociación.

Maria dio por terminada la conversación y volvió con Erika, que seguía su trabajo en el lugar del incendio, incansable.

—Acaban de pasar por aquí los inquilinos del sacristán —le dijo Erika—. Una pareja singular. Yo que soy soltera no puedo evitar preguntarme qué tal se llevan en realidad las parejas casadas. No estoy segura de que tengan una relación tan estupenda como una suele creer cuando no tiene pareja. Me parece que intento cargarme el mito de que lo mejor es vivir en pareja.

—Mmm… —Maria esperó el resto de la exposición, que no tardó en llegar.

—Solo tuve que mirar los pies de Mirja Fredlund. Calzaba zuecos y tenía los talones como los bordes del queso reseco, llenos de durezas, abiertos y con manchas de hierba. Y ¿sabes lo que he pensado? Esa mujer no tiene un hombre qué le bese apasionadamente los empeines, si no se preocuparía más de limarse y cuidarse los pies. Eso revela algunas cosas, ¿no te parece?

Y luego, incomprensiblemente, me he sentido muy triste por ellos, por lo que se están perdiendo. ¡Qué manera de desperdiciar el goce! Me pregunto qué aspecto tendrán mis pies dentro de diez años. ¿Crees que me habré rendido y me habré convertido en una vieja solterona con los talones resquebrajados y feos?

Maria se rio.

—No, no lo creo. Creo que habrás encontrado a un joven alegre y eternamente enamorado que te besará el empeine y el puente del pie en cuanto tenga ocasión. ¿Qué querían Mirja y Gunnar Fredlund?

—Fisgonear, como los demás. Pero no me refería solo a lo de los pies. Él la corrige de una manera irritante, saca faltas a todo lo que ella dice. Yo no aguantaría ni diez minutos con semejante sabiondo. La interrumpe todo el tiempo. «No, en eso te equivocas, cariño, la subasta fue en Grótlingbo y no en Gothem, y el jarrón que compramos no era antiguo sino una porquería, sencillamente. Pero tú te empeñaste en comprar algo para nuestra abarrotada casa, y yo tuve que sacar la cartera. Porque tú no entiendes de dinero. Ya, ya… No vayas a ocupar tu cabecita…». ¿Y sabes lo que ha dicho el tío cuando yo creía que ella iba a matarle con el paraguas? «Qué guapa te pones cuando te enfadas…». ¿Y qué ha hecho ella entonces? Nada. No le ha dado un tortazo. Se ha reído como una cría. ¿Lo entiendes? Se ha rendido y se ha quedado ahí con la risa tonta. ¡Las mujeres tenemos que acabar con eso si queremos que nos respeten!

—¿Te has enterado de si suelen alquilarle la casa al sacristán todos los veranos o de si esta es la primera vez? —Maria sacó su bloc y anotó algo.

—No, el verano pasado estuvieron en Visby, pero han pasado muchos veranos en Roma. Según él, en Visby había demasiado jaleo. A ella, sin embargo, le encantaba salir por la noche a tomar una copa de vino y a comer un buen filete. Aquí se aburre, se le nota a cien metros. —Erika lo expresó con un gesto: entrecerró los ojos y dejó caer la barbilla—. ¿Qué vas a hacer ahora?

—Voy al Palacio Real de Roma, a un curso de acuarela.

—¿Y eso?

—Lo necesito. Es mi único desahogo.