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La inspectora de la brigada de homicidios Maria Wern se enteró del incendio de una casa al este de la iglesia de Roma el viernes por la mañana, al pasar por la recepción de la comisaría de policía. Aquella mañana no había oído las noticias. Tras meses de desasosiego, desde que habían disparado a su amado Per en acto de servicio, necesitaba silencio. Flotaba un murmullo en el aire de la comisaría. Era evidente que había pasado algo por la noche. En el pasillo se encontró con su colega Tomas Hartman y entraron juntos en la sala de reuniones; casi todos los demás ya estaban allí. Jesper Ek, que había estado de servicio las últimas doce horas, se encontraba frente a la pizarra esbozando un plano de la zona donde se había producido el incendio.

—No se puede descartar que el incendio haya sido provocado, aunque la anciana que vivía allí, Frida Norrby, había empezado a volverse… como os diría… un poco rara. Por supuesto, podría haber sido un accidente, un aparato eléctrico que se incendió o una placa que se quedó encendida. De todos modos, ella no fumaba. Su vecino, Lennart Björk, con quien hablamos anoche, dijo que Frida Norrby era una mujer lúcida y que no se había vuelto nada olvidadiza en esas cosas. Al menos él no lo había notado. Sin embargo, últimamente andaba preguntando cosas raras y respondiendo de forma extraña a las preguntas de otros.

«Como si no oyera bien», nos dijo. Ya sabéis, las personas que oyen mal a veces tratan de ocultarlo hablando ellas mismas todo el tiempo.

—¿Podrías empezar desde el principio? —Hartman echó una ojeada al reloj—. Todavía no son las ocho, pero creo que ahora ya estamos todos. Hasta Erika Lund. Para quienes no hayáis coincidido antes con ella, está haciendo la suplencia como técnico criminal. Bienvenida a estas bonitas tierras, Erika.

—Gracias. Viene una a disfrutar de unas pequeñas vacaciones en una isla que promete playas, sol y ocio, y aterriza en el ojo del huracán. Iré a ver el incendio de Roma en cuanto terminemos. Me gustaría oír lo que Ek tenga que decir sobre lo que sucedió anoche, si es que por fin consigue concentrarse y soltarlo. Por favor, no te entretengas en todos los detalles, vale con un resumen. —Erika se estiró por encima de la mesa y estrechó el brazo a Maria—. Tú y yo luego tenemos que hablar.

Maria asintió. No quería mezclar su vida privada con el trabajo, pero no había manera de evitarlo.

—Iré contigo en el coche —concluyó Erika.

—Erika Lund va a trabajar durante el verano en el puesto de Knutsson —explicó Hartman; después se volvió hacia Ek para escuchar el resto de los acontecimientos de la noche.

Ek esperó a que todos le prestaran atención y, cansado como estaba tras una noche de duro trabajo, trató de concentrarse. Se le escapó un bostezo, se disculpó y señaló con la mano extendida el plano que había dibujado.

—A las 04.17 recibimos un aviso de incendio en una casa de Roma, al norte de Palacio Real, cerca de la iglesia. La alarma la dio una vecina, Bibbi Johnsson, con la que ya nos hemos visto las caras anteriormente. —Sonrió y miró a su alrededor buscando apoyo—. La señora Johnsson ha denunciado en varias ocasiones a otro vecino, Lennart Björk, por tratar de envenenar a su perro, un monstruo fruto del cruce de varias razas que no entiende que un no es un no. Por lo que sabemos sigue vivo y goza de una salud envidiable, para horror y disgusto de la gente del pueblo. Bibbi Johnsson ha denunciado al mismo vecino por haberse exhibido en la ventana del salón. Eso fue el martes de la semana pasada a las once, y ni siquiera tenía la luz encendida. Él asegura que fue a la cocina desnudo de cintura para arriba a beber un vaso de leche. Afirma que ella tenía que estar pegada al seto para poder verlo. En la última semana la señora Johnsson ha llamado no menos de cuatro veces porque la chica que ha alquilado la casa de al lado, Camilla Ekstróm, pone música indecente a todo volumen. Por eso anoche, cuando recibimos la alarma de fuego, no le hicimos mucho caso. Últimamente se han montado tantos pollos con unas míseras plumas que ya tenemos un gallinero. —Ek arrugó la frente mientras pensaba si el símil era acertado o no.

—¿Ha habido algún herido en el incendio? —preguntó Maria. Ek parecía realmente muy cansado. Si se concentrara un poco y dejara de andarse por las ramas podría irse antes a la cama.

—Por desgracia, eso creemos. En estos momentos están trabajando a marchas forzadas para apagar el incendio. Probablemente la anciana estaba dormida en su cama. De momento no sabemos mucho más. Bibbi Johnsson dice que se despertó a eso de las cuatro por los ladridos del maldito perro. Se levantó para hacerlo callar, miró por la ventana de su cocina y entonces vio el fuego en la casa de Frida Norrby. Las llamas salían por las ventanas del piso de abajo. No sabemos cuánto tiempo llevaba ardiendo, pero el incendio ya se había extendido por la casa. Aún desconocemos si el fuego se avivó con algún líquido inflamable. Eso tendrán que averiguarlo los técnicos. Llamamos a la casa de la vecina más cercana, la joven que pone música indecente, pero ella no había oído ni visto nada.

—Por lo que se refiere a la salud mental de Frida Norrby, quizá lo mejor sea hablar con la enfermera del centro de salud que suele ir a visitarla a su casa —continuó Eriksson, que hasta ese momento había permanecido callado—. La enfermera Ingrid. No sabemos su apellido, pero trabaja en Roma en el servicio de visitas a domicilio. Bibbi Johnsson nos contó que suele ir en bicicleta a visitar a los ancianos. Ayer por la tarde la bicicleta de la enfermera estaba tirada de manera descuidada y peligrosa en el césped de la casa de Frida Norrby. Eso fue lo que dijo exactamente. «Tirada de manera descuidada y peligrosa». Bibbi preguntó si existía algún tipo de castigo por provocar situaciones peligrosas.

Al terminar la reunión, Hartman llamó a Maria aparte. Había concertado un encuentro con el fiscal y le preguntó si podía ir antes a Roma a recoger todos los datos que pudiera. Los testigos olvidan pronto las cosas. La gente empieza a hablar. Cuanto antes se registran los datos, mayor es su fiabilidad.

Erika Lund asió con fuerza el brazo de Maria nada más subirse al coche. Se habían mirado a los ojos con disimulo durante la reunión. Pero aquel no era momento de hablar. Había llegado el momento de las confidencias.

—¿Qué tal estás, Maria? He pensado tanto en ti…

A Maria se le pusieron los ojos brillantes. Sollozó y se pasó la mano por la cara.

—Me resulta imposible hablar de ello sin llorar —dijo, y miró suplicante a su colega. Se sentía como si ya no le quedaran fuerzas para hablar del tema. Cada minuto que pensaba en ello, la dejaba hecha polvo. Porque no podía hacer nada. Por más vueltas que le diera, no había marcha atrás. Per yacía donde yacía, le habían pegado un tiro, y eso no había quien lo cambiara.

—¡Pues llora! Me dio tanta pena cuando Hartman me lo contó… Cualquiera menos Per. Que no sea Per, pensé cuando recibimos la alarma. Le tengo mucho aprecio, es un buen colega. Pero vuestra relación era especial, ¿verdad? Estás enamorada de él, ¿no? —Como Maria no contestaba, Erika continuó—: ¿Por qué tuvo que suceder? Cuando oyes que un policía ha recibido un disparo siempre te parece algo lejano, como si eso a ti no te pudiera suceder. Quizá para dedicarse a esta profesión haya que vivir con la ilusión de ser inmortal. Si tuviéramos miedo todo el tiempo, podría ser peligroso. Dispara primero para que no te disparen. ¿Qué tal está? ¿Sabes algo?

—Estuve con él en el hospital antes de que llegara el helicóptero. Abrió los ojos un momento. No dijo nada, pero vio que estaba allí, y su mujer también. Entramos juntas en la habitación. Rebecka lo quiso así. Per me reconoció cuando le acaricié la mano. Llevé a Rebecka a Uppsala cuando lo trasladaron allí.

—¿Fue… sensato? Quiero decir… ¿fuiste capaz? —La voz de Erika era apenas un susurro.

—Sé que no debería haberme puesto al volante. No estaba en condiciones. Pero en aquel momento no había nada más importante. Tenía que estar con él. Era imposible pensar con sensatez. Nosotras no podíamos hacer nada, claro. Ni siquiera Rebecka, que es médico, pudo ayudarle.

—¿Y ahora? —preguntó Erika—. ¿Qué tal está ahora?

—Todavía no saben cómo evolucionará, pero ya ha salido del coma. Según dice Rebecka, permanece estable, sin cambios. Toda la información la recibo a través de ella. Sigue siendo su mujer, y además es médico. Los médicos en vez de hablar conmigo me remiten a ella. Es muy duro. Porque aunque quisiera no puedo llamarla varias veces al día. Me ha dicho que él no puede recibir visitas. No sé cómo se encuentra. Me parece que ella no me cuenta toda la verdad. No me contesta cuando le pregunto qué lesiones tiene.

—Así que lo único que sabes es que ha sobrevivido…

—Sí, y no sé qué piensa de nosotros y del futuro. No sé si no quiere o no puede hablar de ello.

—¿Conoce Rebecka tu relación con Per? —Erika apartó la vista de la carretera y miró a Maria. Contempló abiertamente su fragilidad. Maria Wern, habitualmente fuerte y decidida, en aquel momento parecía una niña asustada.

—Rebecka sabía que Per pensaba dejarla por mí. Y si él no la hubiera dejado, ella habría pedido el divorcio. Está con otro, con un compañero de trabajo del hospital. Llevan saliendo medio año o más. Por ese lado la verdad es que no hay ningún problema. No nos llevamos mal. Creo que fue tan generosa conmigo porque mi relación con Per hizo que no tuviera que sentirse culpable por haberle sido infiel. Hablamos de ello en el viaje de vuelta a casa. Fue bastante extraño, pero luego nos sentimos bien.

—Sentí mucho no poder venir a verte para darte un abrazo. Me habría gustado estar aquí, pero me tenían que operar. —Maria percibió un cambio rápido en su semblante y temió que fuera algo grave. Erika la tranquilizó—. Varices, nada más. Empiezo a hacerme vieja. Después de los cuarenta el cuerpo comienza a pasarte factura por las imprudencias. Debería haber usado inedias reforzadas, con lo feas que son. Llevaba una eternidad esperando esa operación y me dieron cita para entonces. Estaba deseando que la operación hubiera pasado, venir a ver cómo estabas y poder trabajar contigo durante el verano.

—¿Qué tal estás ahora? —preguntó Maria.

—Llevo las piernas vendadas. Si no cojo ninguna infección, supongo que todo irá bien. Pero tengo que moverme, nada de quedarme sentada. Así que ya me dirás si quieres compañía para tus paseos por la tarde. Aún no estoy como para salir a bailar, pero todo llegará.