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Durante el camino de la tienda a casa en bicicleta, con las dos grandes bolsas de la compra, Ingrid Bogren se sentía realmente atónita por lo que Camilla le había contado. Conocía a Frida de toda la vida y sentía un gran respeto por aquella anciana decidida. Algo en la mirada penetrante de los ojos marrones de Frida le impedía disimular. Si alguien intentaba hacerse el interesante, ella podía dejarlo planchado con una sola réplica. No lo hacía por maldad ni para hacer daño, sino porque solo toleraba la verdad. No le asustaba enfrentarse a situaciones embarazosas o desagradables. Quizá era algo que había aprendido con los años, después de haber pasado por casi todo y de haber sobrevivido. Cuando estuvieron hablando en el cenador, Frida, de repente, le había preguntado: «¿Cuándo te vas a convertir en una persona adulta, Ingrid?».

Ingrid había bajado la vista y se había quedado mirando fijamente la mesa. Era doloroso que alguien pusiera el dedo en la llaga de una forma tan directa, aunque aquello no era un secreto para nadie. Había intentado salir del paso haciendo bromas y diciendo que iba a dejar de comprar caramelos los sábados. Pero la anciana no le había permitido que se saliera por la tangente. «¿Cuándo te vas a tomar tu vida y a ti misma en serio?». «No sé». No puedo. No me atrevo. Es imposible. No quiero porque eso supondría una catástrofe.

«¿Qué pasaría? ¿Qué es lo peor que puede pasar?», le había preguntado Frida, como si hubiera oído su monólogo interno. Aguardó la respuesta. Esperó hasta que Ingrid sintió el silencio como un pulso palpitante dentro del oído.

«Signe me odiaría».

«¿Y eso es mucho peor que ser invisible? Te voy a decir una cosa: en el mundo de Signe, primero viene Signe y luego no viene nada y después nada de nada. Ella no ha querido nunca a nadie y no va a querer nunca a nadie más que a sí misma. Y tú lo sabes. Tu vida es tuya y tu felicidad es responsabilidad tuya. No puedes ser su chica de los recados toda la vida. Si lo haces, te convertirás en una persona amargada y resentida».

Mientras Ingrid regresaba a casa, aquellas palabras aún resonaban en sus oídos. No era solo el esfuerzo de pedalear contra el viento lo que las hacía resonar, sino también la pura desesperación. La necesidad de hacer lo que debía haber hecho hace mucho tiempo. Lo sorprendente era que Frida pudiera mostrarse tan lúcida en un momento dado y al siguiente pareciera loca de remate, como cuando había salido en mitad de la noche con una pala. ¿Qué sería en realidad eso que Camilla le había contado que había visto? ¿El esqueleto de un niño? Ingrid al principio no la había creído. Era totalmente absurdo. ¿Cómo iba a tener Frida el cráneo de un niño encima de la máquina de coser? Pero poco a poco fue tomando conciencia de aquellas terribles afirmaciones. No podía ser. Imposible. La idea le producía vértigo. Tuvo que bajar de la bici e inspirar profundamente. Camilla tenía que haberse equivocado. La única luz que había cuando vio los huesos era el débil resplandor de una vela. Tal vez lo que había visto no era más que una muñeca vieja. Frida había pintado hacía poco unas cabezas de muñecas de porcelana y las había regalado al círculo de costura para el mercadillo de verano. Brazos y piernas sueltos y la cabeza de porcelana, luego se cosían a un cuerpo y lo rellenaban de guata. Debía de haber sido una de esas muñecas de grandes ojos azules, piel clarita y boquita de color rosa. Se parecían mucho a Camilla, la chica del supermercado, una muñeca con rizos como tirabuzones. Ingrid sintió un ligero aguijonazo de envidia. Ella también había sido bastante guapa, no como Camilla, pero había tenido la frescura que da la juventud. Entonces quizá era atractiva. De no ser por el agujero negro que sentía en su interior, el vacío y su incapacidad para entusiasmarse. ¿Cómo ocultar eso? Nunca se había atrevido a amar a nadie, nunca se había atrevido a confiar en que alguien la amara, al menos del todo. El amor hay que ganárselo. Cuando no se es capaz, hay que buscar una salida de emergencia, una vía de escape para evitar las exigencias. Cuando la propia supervivencia depende de ello, tiene que haber una posibilidad de encerrarse y dejar fuera todo lo demás.

¿Qué había desenterrado Frida? ¿Se atrevería a preguntárselo aunque eso diera pie a que Frida a su vez le hiciera preguntas a ella? ¿No sería mejor que le contara a Signe lo que Camilla le había explicado en la tienda? Quizá ella supiera de qué se trataba. ¿Y si fuera realmente el esqueleto de un niño lo que había visto en la penumbra? ¿Qué significaría ese descubrimiento?

Ingrid se puso en cuclillas en la cuneta y aspiró profundamente el aire fresco. Confiaba en que no la viera nadie. Pensarían que estaba haciendo el ridículo, siendo como era una persona adulta. Sentía un nudo en la garganta mientras llevaba la bicicleta por la alameda con piernas temblorosas. Las copas de los árboles se unían por encima de su cabeza y formaban un arco de hojas de color verde claro. Tenía ganas de llorar y de gritar, ese grito que había dirigido hacia dentro durante tanto tiempo. En ese momento tomó una decisión. Entonces o nunca. Aquella noche hablaría con Signe. Con tranquilidad y sensatez. No podía actuar como una chiquilla ni achantarse. Nada de ahogarse en un vaso de agua. Tenía que ser capaz de sacar fuerzas de flaqueza, decir lo que había que decir y no arrepentirse después. Ahí era donde solía fallar. Tan pronto como encontraba oposición, se encogía, sus palabras se empequeñecían y se quedaban en nada. Cuando Signe se ofendía, Ingrid se sentía mala y egoísta y daba marcha atrás, aunque un momento antes sus exigencias le hubieran parecido justas. Esta vez no iba a ceder. Tenía pruebas de las maldades que Signe había dicho. Había empezado a grabarlas en el móvil. Para poder escucharlas. Para prepararse para resistir y hacerse más dura.

Se subió de nuevo en la bicicleta. Mientras pedaleaba hacia casa, preparaba lo que iba a decir. «O te mudas tú o me mudo yo. No tengo fuerzas para seguir ocupándome de ti». Eso era lo que iba a decir. Y se mantendría firme aunque temblara por dentro. Aunque vibraran las paredes, aunque Signe se mostrara muy elocuente. Signe era tan manipuladora que enseguida destrozaría todos sus argumentos, pero Ingrid se lo iba a decir y no pensaba echarse atrás. «¿Te vas tú o me voy yo? ¿Tú o yo?», canturreaban los pedales mientras avanzaba con decisión hacia la verja. Algunos acontecimientos condenan a las personas a vivir juntas aunque se odien. Seguro que Signe trataría de sacarle partido a eso si la situación lo requería. Secretos que deberían descansar bajo la tierra.

Había un Volvo Amazon de color rojo junto a la entrada; toda la determinación que Ingrid había logrado reunir para el encuentro con Signe desapareció como por arte de magia. Visita. Veraneantes. Mirja estaba allí otra vez. Signe había tenido una moratoria en el pago de los impuestos, y Mirja, que tenía una empresa en Estocolmo, había prometido ayudarla con el papeleo. Lo insólito era que a Ingrid, en el fondo, la buena disposición de Mirja le parecía una intromisión y una amenaza. Debería estar encantada de que Signe pidiera ayuda a otra persona. Pero no era así. Mirja era una intrusa. Hay una especie de afirmación en el hecho de ser necesario. Migajas de cariño, nada más, y allí estaba ella, en la puerta, como una mendiga. Ingrid no había sido consciente de ello hasta ese momento, cuando se quedó mirándolas fijamente mientras ellas estaban sentadas a la mesa de la cocina. Mirja incluso había tenido la desfachatez de sentarse en el sitio de Ingrid, al lado de la ventana.