¡El código! Tenía que recordar el código. A oscuras y medio dormida, Camilla Ekstróm se sentó en la cama. Era urgente. El código estaba en algún rincón de su subconsciente y no lograba recordarlo… Si estuviera delante del teclado, sus dedos quizá recordaran el movimiento. Pero estaba en la cama y su pánico aumentaba por momentos. Respiraba tan deprisa que la cabeza le daba vueltas. Se acercaba la catástrofe. Solo el código podía salvarla. Todo dependía de que lo recordara. Tenía que dar con las cifras correctas… Tomates en rama 4664, pepinos 4593, melones 4326, cebollas 4666… Pero ¿cuál era el código de los puerros? El catálogo con los códigos de los productos que debía estudiar para el trabajo de verano que había conseguido como cajera en un supermercado lea estaba sobre la mesilla de noche. Sueño y realidad se mezclaban; Camilla intentaba recordar el código mientras en sus sueños la cola de personas irritadas ante la caja de ella crecía y se alzaban voces airadas urgiéndole a que recordara el código, el código, el código… Caramelos al peso 1363, la leche desnatada tenía código de barras… Pero ¿cuál era el código de los puerros? Si no lo recordaba, sucedería algo espantoso a lo que aún no podía poner nombre.
Estaba a punto de encender la lámpara cuando vio una sombra que se movía al otro lado de la ventana. Alguien caminaba por la carretera en mitad de la noche. Miró el reloj. Eran casi las dos. Acababa de pasar un coche y, a la luz de los faros, vio la sombra encorvada de una señora mayor que llevaba una pala al hombro. La anciana desapareció tras unos arbustos de enebro y, cuando el coche pasó, se la tragó la oscuridad. Era algo tan raro, que se obligó a levantarse de la cama y comprobar si había visto bien. Quizá se había concentrado tanto en el aprendizaje de los códigos que se había vuelto chalada.
Pasó un buen rato escudriñando en la oscuridad. Cuando ya se había convencido de que todo había sido una jugarreta de su exhausto cerebro y se disponía a volver a la cama, vio la sombra negra moverse hacia la carretera. Con la pala en una mano y agarrándose la falda con la otra, la anciana pasó por delante de la pequeña casa rústica que Camilla había alquilado para el verano. Qué extraño. Pensó por un instante que podía ser una señora de la residencia de ancianos que había junto al centro de salud, tal vez tenía problemas de senilidad y se había desorientado, las cosas pasaban, y si la buena mujer no regresaba sería una pena tanto para la anciana como para sus familiares. Podrían atropellada, o podría caerse y encontrarse malherida. Seguro que la pobre se sentía perdida y asustada. Camilla se puso un jersey encima del camisón, se calzó las deportivas sin desatarse los cordones, salió y observó a distancia a la anciana para ver hacia dónde se dirigía. Caminaba rápido. Camilla podía haberse olvidado de todo y haber vuelto a casa cuando vio que la anciana avanzaba con paso decidido hacia la casa amarilla de al lado y que abría la puerta de la calle. Había encontrado su casa. Camilla ya podía acostarse y descansar, que tanto lo necesitaba. Pero no lo hizo. Estaba completamente despejada y le picaba la curiosidad. En la casa amarilla se encendió una luz. Como si estuviera en un escenario iluminado, podía seguir a la anciana a través de las ventanas en dirección a la sala de estar. La mujer se sujetaba la falda por delante como si fuera un hatillo y se detuvo justo frente a la ventana donde Camilla estaba escondida detrás un arbusto. Todas las luces de la casa se apagaron. Pasó un rato antes de que una llama oscilante iluminara la sala de estar.
La joven se inclinó hacia delante para ver mejor y resopló al ver lo que salía de la falda. Los restos de un cuerpo humano. Un cráneo pequeño, colocado encima de la máquina de coser que había al lado de la ventana. Era una antigua Singer, de esas que podían guardarse debajo de la mesa.
El sábado anterior, en una subasta, Camilla había estado a punto de comprar una máquina de coser de esas. Así fue como se lo contó a una clienta ese mismo día en la caja del lea. La cola era realmente larga, pero el dueño le había recomendado que diera un poco de conversación a los clientes. Aunque hubiera mucho trabajo, el cliente no debía sentirse estresado. La mujer a la que estaba atendiendo era la enfermera del centro de salud. Se llamaba Ingrid. Una mujer de unos cincuenta años de aspecto anodino; llevaba unos vaqueros baratos que le sentaban de pena y un jersey sintético comprado por correo y lleno de pelotillas. Pero las apariencias engañan. Ingrid era el prototipo de persona ideal para participar en un concurso televisivo, lo sabía todo y algo más. Era realmente agradable hablar con ella, en especial porque se preocupaba de otras personas y no solo de sí misma. Ahora que ya se habían visto un par de veces, a Camilla casi le parecía guapa, quizá porque la enfermera era tan simpática que ella se esforzaba en ver lo positivo.
«Ahora, en la época de la floración, es molesto», podía comentar Ingrid cuando Camilla sufría un ataque de estornudos.
La caja estaba justo al lado de la puerta, con toda la nube de polen de principios de verano fuera. Otros clientes se enojaban, pensaban que debería haberse quedado en casa porque se sorbía los mocos y estornudaba, en cambio Ingrid le daba consejos y comprensión. Cuando Camilla le contó lo de su anciana vecina, sin duda se quedó preocupada.
—¿De dónde puede haber sacado el esqueleto de un niño? —preguntó la enfermera, incrédula—. ¿Seguro que lo viste bien?
Aquello le dio a Ingrid Bogren mucho que pensar. Después de pagar, se olvidó la compra en la cinta y Camilla tuvo que llamarla para que volviera a recogerla. Entonces llegó a la caja una mujer que llevaba el carro a rebosar de muslos de pavo ahumados. Era el producto que tenían en oferta aquel día. Los clientes que llegaran más tarde no verían el pavo ni en pintura. Camilla se puso nerviosa: pillarían un buen enfado cuando vieran que los muslos de pavo se habían acabado… En cierto modo se alegró cuando un señor empezó a coger muslos de pavo del carro de la mujer. Se liaron a discutir, y eso, si uno lograba no verse implicado en el conflicto, siempre animaba un poco la monotonía de la mañana.