A juzgar por su expresión, parecía que Pritkin estaba intentando determinar si estaba loca de verdad, o si había perdido el juicio momentáneamente.
—¿Recuerdas lo que hay dentro de ese sitio? —preguntó con voz salvaje y grave, señalando con grandes aspavientos a la oscura silueta de la MAGIA—. ¡No salvaríamos el pellejo ni aunque todos los magos de la guerra se pusieran de nuestra parte!
Billy asentía ostensiblemente por detrás de la cabeza de Pritkin.
—Escucha al mago, Cass. Lo que dice tiene mucho sentido.
Ni me molesté en intentar convencer a Billy de que hiciera algo por Tomas. Nunca le había gustado, y la cosa era así incluso desde antes de que me traicionase. Además, en virtud de nuestro acuerdo, Billy consideraba que aquella traición no solo era un ataque contra mí, sino contra él mismo. Volví la vista hacia Mac, pero no atisbé mucha animosidad por ese frente tampoco. Parecía un tipo bastante comprensivo, pero también era amigo de Pritkin, por no mencionar que magos y vampiros no se profesaban amor mutuo precisamente. Se toleraban, pero no arriesgarían el pellejo los unos por los otros.
Solté un suspiro.
—Si ninguno me quiere ayudar, entonces esperad ahí sentados. Ya me las apañaré sin vosotros.
Tomas no iba a morir esta noche.
—¡Intentó matarte! —Según parecía, Pritkin había decidido intentar razonar conmigo.
—Lo cierto es que fue a ti a quien intentó matar. Pensó que me estaba ayudando, solo que a veces no tenía muchas luces.
Pritkin se movió, pero entonces apareció Mac de repente colocando una mano sobre el pecho de su amigo.
—Enfrentarte a ella no va a ser de ayuda, John —argumentó con calma—. No sé qué significará este vampiro para ella, pero si dejamos que muera creo que podemos olvidarnos de que la pitia nos ayude.
—Aún no es pitia —farfulló Pritkin con tal rechinar de dientes que no sé ni cómo le salieron las palabras—. Es una cría estúpida que…
Empecé a enfilar la cuesta abajo, preguntándome si me había vuelto loca de verdad, pero en cuestión de segundos una mole con la forma de Pritkin se interpuso en mi camino, impidiéndome continuar.
—¿Por qué haces esto? —preguntó, con un gesto que parecía mostrar auténtica confusión—. ¡Dime que no estás enamorada de él, que no estás a punto de arriesgar nuestras vidas por las técnicas de seducción de un vampiro!
Me detuve un momento. No estaba segura de cómo llamar al maremágnum de sensaciones que me inspiraba Tomas, pero no creía que se pudiese denominar amor.
—Era mi amigo —dije, intentando explicárselo en términos que pudiera comprender, lo cual resultaba difícil porque no estaba segura de comprenderlo yo misma—. Me traicionó, pero desde su forma distorsionada de ver las cosas él creía que me estaba ayudando. Puso mi vida en peligro, sí, pero también la salvó. Supongo que estamos en paz, en cierto modo.
—Entonces no le debes nada.
—No se trata de lo que le debo. —Y era cierto. Quería rescatar a Tomas, pero, ahora me daba cuenta con claridad meridiana, también quería algo más—. Se trata de hacer una declaración de principios. Alguien que se sabe que es importante para mí va a ser humillado, torturado y ejecutado en público. Y con todo, ¡nadie!, ¡ni magos, ni el Senado, ni una sola persona de la comunidad sobrenatural, se ha planteado ni por un momento pedirme permiso!
—¿Pedirte permiso? —Pritkin parecía estupefacto—. ¿Y por qué les iba a hacer falta precisamente tu permiso?
Me quedé mirándole y meneé la cabeza. A tomar por culo. Si tenía que tragarme los inconvenientes del puesto, ya iba siendo hora de que disfrutará de alguna de las ventajas también.
—Porque soy pitia —murmuré sosegadamente y, acto seguido, me giré.
Había dado por sentado que el Senado estaría utilizando su propia cámara para esto y no me había equivocado. La inmensidad habitual de la cámara, en la que el más mínimo ruido hacía eco, había dejado de estar vacía. El enorme tablón de caoba que hacía las veces de mesa del Senado seguía allí, si bien había adquirido un nuevo propósito. Las sillas que normalmente estaban alineadas en uno de los lados habían sido desplazadas de sitio y colocadas en semicírculo delante de la mesa. Detrás de ellas había filas y filas de bancos, repletos de híbridos, magos y vampiros. Los únicos que no se habían presentado eran los duendes, a no ser que se parecieran tanto a los magos que no fuera capaz de diferenciarlos. Pero, después de mi experiencia en el Dante, como que lo dudaba.
Aterricé justo donde había planeado, al lado mismo de Tomas. No tenía especial interés por mostrar sutileza, aunque es probable que aquello tampoco hubiera sido muy factible en aquel lugar. Tenía que limitarme a tocarle y los dos nos trasladaríamos lejos de allí. Jack había retrocedido unos metros al verme aparecer y, para mi sorpresa, no había hecho ningún intento de agarrarme.
Mis ojos escanearon automáticamente las filas de gente, buscando una cara en concreto. Lo encontré fácilmente, sentado en un extremo de la primera fila, en el asiento más cercano al sitio donde estaba yo. El elegante traje negro de Mircea era perfecto tanto por su corte como por la caída y la camisa gris palo con cuello de rayas que llevaba debajo era de seda. Los gemelos de platino que refulgían levemente bajo la luz de los focos eran las únicas joyas que llevaba encima. Su aspecto era tan elegante y poderoso como de costumbre, pero su aura ondeaba frenéticamente. Llegó a su punto álgido cuando me vio, pero no hizo ademán alguno de moverse hacia delante.
Detrás de él, un buen número de los espectadores allí presentes volcaron sus sillas al tratar de incorporarse precipitadamente. La Cónsul estaba de pie con una mano levantada, supuse que era una especie de señal para que se quedaran quietos donde estaban. La zona de cada grupo dentro de la MAGIA era sacrosanta, del mismo modo que una embajada en suelo extranjero pertenece al gobierno titular de la embajada. Los híbridos y los magos tenían que comportarse adecuadamente cuando estuvieran en territorio vampiro, pues cualquier acto impropio se interpretaría como una violación de los tratados que les protegían y no hay que olvidar que ya se había levantado la veda.
Noté que Sheba se despertaba y empezaba a lamerse una pata sobre mi omóplato izquierdo. Estaba lista para la pelea, una pena que ella sólo fuera una y los que estaban enfrente de mí fueran miles.
—Cassandra, has vuelto a nosotros.
Como siempre, la Cónsul parecía estar perfectamente serena. El único movimiento que acontecía cerca de ella era el de su conjunto de piel desnuda cubierta por serpientes que no dejaban de retorcerse. Esta vez eran pequeñas, ninguna superaba el tamaño de un dedo, y se deslizaban sobre ella formando una radiante segunda piel.
—Nos tenías preocupados —prosiguió.
Algo me invadió de repente en oleadas, una sensación extraña que me propagaba un picor por toda la piel. No me hacía daño, pero no sabía qué era y, dadas las circunstancias, aquello no era una buena señal. Con todo, decidí no perder el tiempo intentando descubrir qué era.
—Seguro que sí. Ojalá pudiera quedarme un rato a charlar, quizá la próxima vez.
Agarré a Tomas por el hombro con más fuerza y traté de que ambos nos trasladásemos en el tiempo, pero no pasó nada. No sentí ni el menor resquicio de poder, a pesar de que momentos antes había estado brillando y mostrando su fuerza.
—No puedes hacer viajes en el tiempo, Cassandra —explicó la Cónsul con su habitual tono grave. Tenía una buena voz, bien modulada y ligeramente ronca. A un tío probablemente le habría parecido sexi, pero en mí estaba despertando una reacción bien diferente.
Tomas se movió ligeramente y yo miré hacia abajo para encontrarme con su mirada.
—Es una trampa —musitó débilmente con voz ronca—. Dijeron que vendrías a por mí. No me lo creía, no había motivos para pensarlo. ¿Por qué regresaste?
Su llanto ahogado pareció haberle sorbido la fuerza y se desplomó inconsciente. Me quedé mirando a la Cónsul, que me devolvió una mirada serena, si bien no se apreciaba rastro alguno de disculpa en aquel bello rostro.
Tomas estaba con vida, pero sus heridas eran graves, muy graves. Estaba tendido encima de la madera oscura como si aquello fuera una estrafalaria obra de arte, algo que podría haber pintado Picasso de haber tenido la costumbre de plasmar sus pesadillas sobre el lienzo. Tal vez aquello era una trampa, pero resultaba obvio que, si no me hubiera presentado, el Senado hubiera permitido que Jack acabase con él. Es probable que entre sus planes se encontrase terminar haciéndolo de todos modos, ahora que ya les había hecho el servicio.
Le lancé a la Cónsul una mirada de odio, pero no me respondió. Había visto cómo era capaz de matar a dos vampiros veteranos que se encontraban a más distancia de ella que yo en esos momentos con poco más que una mirada. Pero, en mi caso, no sentía los aguijones de la arena del desierto clavándose contra mi cara, no había ningún torrente de poder advirtiéndome del peligro. De repente me dio por pensar que cómo era posible que, en una habitación llena de criaturas mágicas, no estuviese percibiendo ningún tipo de magia.
—Has usado una bomba de vacío contra mí, ¿no?
La Cónsul sonrió. Aquel gesto no era una buena señal.
—Te dejaste unas cuantas.
Teniendo en cuenta todo lo que rodeaba a aquella situación, no tenía muchas ganas de disculparme por quedarme con sus cosas.
—Vaya, qué putada. Intentaré ser más minuciosa la próxima vez.
—No tenemos tiempo para un combate dialéctico —interrumpió un viejo mago que no dejaba de mirarme—. El efecto no durará mucho más y ya sabes que no podemos permitirnos explotar otra.
Uno de los miembros del Senado, una morena con crinolina, le alzó por el cuello, ahogando su voz según le levantaba del suelo. Acto seguido lanzó una mirada inquisitiva a la Cónsul, pero la líder del Senado meneó la cabeza. El daño ya estaba hecho. Tan solo me hacía falta entretenerlos lo suficiente como para que el hechizo se rompiera. Una vez sucediera esto, podría sacar a Tomas de allí con mi poder. Por desgracia, no tenía ni idea de cuánto podría durar aquello.
—Mira, lo único que quiero es llevarme a Tomas —le dije—. Estabais a punto de matarle, así que supongo que no le vais a echar de menos.
Mi intento de dar pie a un diálogo cayó en saco roto.
—Desearía que esto no fuera necesario, Cassandra —afirmó la Cónsul tranquilamente. Después volvió la vista hacia los vampiros que la rodeaban y que pasaban por ser algunos de los más poderosos del planeta—. Detenedla —ordenó sin rodeos.
Ni me molesté en intentar escapar. No tenía sentido. En otras circunstancias, habría sido hasta divertido. Pero, ¿qué se pensaba que podía hacerle como para que hicieran falta doce maestros de primer nivel para detenerme? Sin mi poder y con mi protección dándome quebraderos de cabeza, hasta el vampiro más joven del lugar podría haberme convertido en su cena sin problemas.
Entonces me di cuenta de que no era por mí por la que estaba preocupada.
—¡Soltadla!
Mircea se había parado en seco al pie de la mesa y, aunque su rostro permanecía impasible, tenía los puños asidos en jarra a la cintura. Aquella no era una buena señal tratándose de alguien que normalmente se sabía controlar tan bien. Al resto de vampiros les debió de dar la misma sensación. Ya no me miraban a mí, todos los ojos estaban clavados en él.
—Mircea.
La Cónsul se acercó hasta colocarse detrás de él y posó una mano suave y bronceada sobre su hombro. A juzgar por la intención, parecía querer ser un gesto tranquilizador, pero Mircea reaccionó con indiferencia. El círculo de vampiros inspiró al unísono y la belleza sureña se quedó boquiabierta. La mano de la Cónsul se convirtió rápidamente en un brazo que le rodeaba el cuello, pero seguía pareciendo que Mircea ni se percataba.
—Te sugiero que le hagas entrar en razón —me dijo. Me di cuenta de que, a pesar de que la Cónsul lo estaba sujetando, Mircea seguía avanzando lentamente, aunque solo fuera cuestión de centímetros—. ¿Qué crees que vas a ganar prolongando esto?
—¿Prolongando qué?
En medio de la creciente confusión, mi atención se desplazó desde la Cónsul hasta Mircea y aquello me bastó para comprobar que su fachada de calma se iba desdibujando un poco más todavía. No me hacía falta que la Cónsul me dijera que algo iba mal. Mircea tenía la cara totalmente blanca, pero sus ojos estaban encendidos como si fueran dos velas.
—Esto ha ido demasiado lejos —coincidió la Cónsul conmigo—. Soltadle y discutiremos las cosas amistosamente. Si no…
—¿Si no qué? —Tal vez no comprendiera lo que estaba pasando, pero sabía reconocer una amenaza.
—Me quedaré de brazos cruzados —musitó serenamente—. Veremos entonces si puedes hacer frente a las consecuencias de tu venganza. Ya llevamos haciéndolo mucho tiempo. —Sus ojos oscuros relampaguearon y, de pronto, comprendí cómo había conseguido dominar un imperio siendo tan solo una adolescente—. ¡Lo necesito, Cassandra! Estamos en guerra. No puedo tenerle en este estado, ahora no.
—Cassie. —De alguna manera Mircea había conseguido levantar el brazo derecho, a pesar de que llevaba colgado de él a un miembro del Senado que tenía más o menos la misma edad que la Cónsul.
Su mano irradiaba una estela de sensaciones que se asemejaba al humo que sale del fuego. En un principio, pensé que se le estaba escapando poder, pero entonces me golpeó una brizna de aquello y lo comprendí todo. Las sensaciones eran las mismas que las de una de mis antiguas visiones, aquellas en las que por mis ojos pasaban fogonazos de imágenes futuras. No había vuelto a tenerlas desde mi discusión con la pitia y ya me preguntaba si por fin se habrían ido del todo. En cierto modo deseaba que así fuera. Habían sido parte de mí desde que tengo uso de razón, pero nunca me habían mostrado nada bueno. Esta tampoco era una excepción.
Un fragmento de visión dibujó una espiral en torno a mi brazo a pesar de que hice todo lo que pude por esquivarlo. Estaba tan caliente que me dio la impresión de que se me iba a hacer una ampolla en la piel. En lugar de eso, me salió algo peor, un mosaico de imágenes, a cada cual más cruel que el anterior: un Mircea cubierto de sangre luchando por salvar la vida en una confrontación con espadas que volaban tan rápido que costaba seguirlas con la vista; una Myra de aspecto triunfante apareciendo a la carrera de entre las sombras para lanzar algo contra él; una explosión que más que oírse se sintió, reverberando contra el suelo y desgarrando el aire; y, finalmente, allí donde se habían estado batiendo dos elegantes contendientes, se dibujó una masa informe de carne y huesos, roja, resplandeciente y mojada que brillaba bajo la tenue luz, tan entremezclada que era imposible diferenciar dónde acababa un cuerpo y empezaba el otro.
Pegué un grito y retrocedí unos pasos, lo que hizo que la escena se rompiera en pedazos. Al ir hacia atrás me acabé tropezando, pero estaba demasiado ansiosa por escapar de aquellas imágenes como para preocuparme por mi dignidad. Miré frenéticamente a todos lados, pero la mayoría de los vampiros seguían con la mirada fija sobre Mircea. Algunos de ellos me echaron un vistazo asombrados, pero ninguno de ellos tenía pinta de haber visto algo fuera de lo corriente, ni mucho menos la sangrienta muerte de uno de sus miembros más veteranos. Sin embargo, mi cabeza no albergaba ninguna duda sobre lo que había presenciado. En algún momento, en algún lugar, Myra había conseguido su objetivo.
Me sentía como si alguien me hubiera metido una palangana de cubitos de hielo en el estómago. Mis visiones siempre se cumplían, siempre. En otras ocasiones ya había intentado cambiar el curso de la historia, sobre todo cuando era más joven. A Tony le informé en numerosas ocasiones de los desastres que se avecinaban, en la creencia de que, tal y como él me aseguraba, iba a hacer todo lo posible para detenerlos. Sin embargo, por supuesto, lo único que se limitaba a hacer era idear alguna manera de sacar tajada de aquello. Y, al final, todo siempre se había acabado cumpliendo exactamente de la manera en la que había previsto. La regla se seguía cumpliendo en el caso de una visión que tuve ya de adulta, cuando intenté alertar a un amigo de su inminente asesinato. Nunca llegué a saber si recibió el mensaje o no, pero no importó mucho. Se acabó muriendo.
Pero todo aquello había sucedido antes de que me convirtiera en pitia o, al menos, en su heredera. Desde entonces había cambiado algunas cosas, ¿no? Y, si Myra había salido victoriosa, ¿por qué estaba Mircea aún allí?
Finalmente mi atención volvió a centrarse en la Cónsul. Necesitaba respuestas y Mircea no estaba en condiciones de facilitármelas.
—¿Qué está pasando aquí? ¿Es un truco?
Aunque era yo quien pronunciaba esas palabras, sabía que aquello no era así. Había tenido suficientes visiones como para saber cómo eran las cosas reales cuando sucedían.
Los ojos de la Cónsul se estrecharon hasta convertirse en leves hendiduras.
—¿Estás jugando conmigo? —preguntó, con un tono tan aplacado que apenas pude oírla.
Miré hacia abajo y al ver a Tomas respiré hondo. No era la única que se andaba con jueguecitos por allí.
—Quiero a Tomas —exigí, con menos firmeza de la que hubiera deseado—. Es obvio que tú quieres algo también. Dime qué es y quizá podamos llegar a un acuerdo.
—No sabes lo que dices. —Por fin vi un rastro de emoción atravesando aquel rostro adorable. Toda una sorpresa.
Tomas emitió un pequeño ruido y dejé de escucharlo.
—¡Vamos, dímelo!
La visión me había destrozado los nervios y no me sentía de humor como para andar de cháchara mientras Tomas se desangraba lentamente.
La Cónsul respiró profundamente, cosa que no le hacía falta, y asintió con la cabeza.
—Muy bien. Si quitas el geis que le pusiste a lord Mircea, te entregaré al traidor.
Los ojos se me abrieron como platos.
—¿Cómo? —Me había perdido algo por el camino—. ¡El único geis que hay por aquí es el que me puso él a mí! Me está haciendo pasar por un infierno.
—¿Infierno? —Mircea se rió abruptamente, pero sin alegría alguna—. ¿Qué sabes tú del infierno?
Acto seguido consiguió liberarse de sus cadenas vivientes y se cayó al suelo. Dos vampiros salieron en su busca metiéndose por debajo de la mesa, pero nunca llegué a ver cuánto se acercaron a él. Lo único que sé es que no fue suficiente. De repente me vi estampada contra un pecho duro.
—Prueba el mío —susurró Mircea antes de atrapar mis labios con un beso violento.
El empuje de sus emociones atravesó claramente el geis, golpeándome como una patada en el estómago. La misma energía que fluía entre nosotros siempre que nos encontrábamos brotaba ahora de Mircea, sólo que ampliada y extendida. Esto no era ya un leve escalofrío de pasión. Las ansias que habían estado ardiendo en silencio a la espera de algo que las encendiese de verdad, se habían convertido en una llama apabullante. Era como ahogarse en un río de lava fundida. Por un instante lo noté en sus venas, un placer tan punzante como el dolor, antes de que se derramara en el interior de las mías, convertida en un torrente hirviente de deseo. Me sentí confusa, tratando de mantenerme a flote mientras me sumía en aquellas oleadas de calor, mientras mis pensamientos se evadían hacia un lugar en el que las sensaciones me consumían por completo. Fuego. Dulce fuego.
El beso fue duro y brutal, como si quisiera comerme viva. No había nada de ternura en él, nada romántico. Y era exactamente lo que deseaba. Mis manos se cerraron compulsivamente sobre sus hombros y mis uñas se clavaron en su abrigo. Su boca se cernía implacable sobre la mía, con fiereza e insistencia, y de pronto una mano firme se deslizó por detrás de mi cabeza para colocarme en la posición adecuada. Uno de sus colmillos se clavó ligeramente sobre mi piel y pude degustar mi propia sangre. Mircea emitió un grito ahogado y retrocedió, con ojos indómitos y el rostro hermosamente asilvestrado.
Asomó la lengua para catar el sabor de mi sangre sobre sus labios; después cerró los ojos y se estremeció. Le abrí el cuello de la camisa sin remilgos y la cabeza se le quedó inmóvil, casi como si estuviera ciego, con la mirada clavada en el techo para facilitarme el acceso. Con las manos le arranqué la camisa haciendo saltar los botones, mientras deslizaba la lengua y los labios por los músculos de su cuello. Con las palmas de las manos tracé el contorno de su pecho y seguí la estela de sus costillas, deleitándome al notar que su respiración se aceleraba al sentir mis caricias. Después, con mis besos marqué un sendero que cruzaba aquella piel tensa, repleta de músculos fornidos, hasta llegar a uno de los pezones y, cuando lo mordí, de su boca salió algo que casi podía considerarse un grito. Sabía cómo se sentía, la energía que fluía entre nosotros bailaba al compás de los latidos de mi corazón y daba la impresión de que podría echar a arder en cualquier momento.
Mircea me oprimió contra el muro de arenisca, pero si me quedé allí sujeta fue más por el impacto físico de aquellos ojos en llamas que por que su cuerpo mantuviese preso el mío. Con una de mis piernas rodeé una de las suyas y deslicé una mano hasta la parte posterior de su cuello, en un intento de amoldarme a su anatomía. Sus manos cayeron hasta por debajo de mi cintura para luego volver a subir y no pude evitar emitir un gemido al notar cómo su erección rampante me oprimía. Su presencia era grande y dura, y la sensación que me proporcionaba era maravillosa, pero quería más. Según parecía, a él también le pasaba lo mismo, pues no dejaba de pronunciar mi nombre entre jadeos, regalarme más besos salvajes ya brutales, deslizar su mano por mi pelo y por todo mi rostro, blasfemar en rumano y, en general, olvidarse por completo de su dignidad. Yo tampoco estaba mucho mejor y me limitaba a lanzar peticiones incongruentes en cuanto recuperaba el resuello.
Al rato me encontré montando a horcajadas sobre una de sus piernas, con mi muslo bien prieto contra su ingle. A pesar de nuestra ropa, la sensación era increíble: una combinación de placer crudo, hambre y anhelo. Entonces Mircea se apartó de golpe, poniendo abruptamente centímetros de distancia entre ambos. Su expresión era de desesperación, con un gesto casi de malestar, como si le carcomiese la misma necesidad que me atormentaba a mí. Así y todo, cuando intenté volver a acercarme a él, incomprensiblemente, se retiró como si mi roce le provocase dolor.
Inmediatamente, el geis nos mostró a los dos lo que era el dolor de verdad, pues empezó a arder desprendiendo sobre nosotros un intenso calor blanco. En ese momento sentí el golpe brusco de un dolor que estaba más allá de lo concebible y aquello arrancó de las profundidades de mi garganta un grito tras otro, hasta tal punto que creí que me iba a desgarrar las cuerdas vocales. La sangre me quemaba bajo la piel y llegué a pensar que me iba a morir ante la imposibilidad de saciar tal necesidad. Por mis mejillas cayeron lágrimas ardientes que morían en las manos de Mircea, mientras él me sujetaba el rostro intentando calmarme. Pero nada me servía de ayuda, el dolor era literalmente insoportable. Las rodillas se me quebraron cuando los gritos dejaron de elevarme, pero, en ese momento, Mircea me recogió según me caía contra él.
—¡Mircea! Por favor…
No sabía qué le estaba pidiendo, solo quería que lo detuviese, que lo hiciese menos insufrible. Aborté la pequeña distancia que nos separaba y le besé con desesperación. Pude disfrutar de unos breves segundos para deleitarme en la calidez familiar de su boca y en el aroma prístino de su piel antes de que volviese a echarse para atrás.
—¡Cassie, no! —musitó con dificultad, como si estuviese obligándose a pronunciar aquellas palabras.
Me puso las dos manos sobre la parte superior de mis brazos, para mantenerme a cierta distancia de él, pero le temblaban y la potente columna de su garganta siguió trabajando para tragar saliva en silencio. Finalmente me di cuenta de que estaba resistiéndose al geis, pero no podía ayudarle. A continuación sus manos treparon hasta llegar a mi cabeza y empezaron a acariciarla y a mesar sus cabellos. La mezcla de dolor y placer era acongojante. Mi cuerpo se veía empujado alternativamente hacia cascadas de agonía y éxtasis, y mi pulso rugía con tanta intensidad dentro de mis oídos que apenas podía escuchar nada más.
Justo cuando pensé que me iba a volver completamente loca, la energía soltó una llamarada y se transformó en algo completamente nuevo, un resplandor centelleante, como el del agua bajo el sol del desierto. Se cernió sobre nosotros como una marea de sensaciones y el dolor, simplemente, desapareció. En su lugar quedó una sensación desbordante de alivio, seguida de un torrente de pura alegría. En los ojos de Mircea pude ver también asomar una expresión de asombro al notar esta sensación.
Me di cuenta abruptamente de que mi rostro se había vuelto a humedecer con más lágrimas. No era por el recuerdo del dolor, sino por lo bien y lo segura que me sentía a su lado. Era como fundir todos los sueños que había tenido en mi vida en uno solo (hogar, familia, amor, aceptación) y resultaba tan estimulante que me impedía ver nada más. Por un instante, me olvidé de Tomas y de Myra, de Tony, de mi enorme lista de problemas. Ya no parecían importarme.
Entonces sentí una sacudida y, de repente, todo cobró sentido. No es que me sintiese simplemente atraída hacia Mircea. La atracción no provocaba estas sensaciones, no exterminaba mi capacidad respiratoria, no me suscitaba ese dolor, no me inundaba de desesperanza y desesperación ante la sola idea de alejarme de él. Me agarré a él, sabiendo que no había manera de que sus sentimientos pudieran ser recíprocos a no ser que un hechizo se lo ordenase, pero no me importaba. Me daba igual que me correspondiese. Lo ansiaba como uno anhela una droga, lo necesitaba para sentirme viva y plena. Si aquello seguía así, haría lo que fuera, cualquier cosa, para no volver a alejarme de él nunca más.
Noté una respuesta emocional por su parte cuando me agarró con más fuerza y finalmente lo comprendí todo. Parecía que la pasión era tan solo uno de los trucos del repertorio del geis y no se trataba del más atroz. Ni mucho menos.
—¿Cuándo lanzaste el hechizo? —preguntó la Cónsul.
Me quedé mirándola con los ojos en blanco, no recordaba ni siquiera dónde estaba. Mis pensamientos fluían espesos y lentos, el aire que me rodeaba me parecía pesado y tuve que hacer esfuerzos para comprender la pregunta. Barajé las opciones que tenía y, ciertamente, no eran muchas. «No lo sé» no tenía pinta de que fuera a funcionar muy bien, pero destapar el hecho obvio de que la Cónsul se estaba equivocando tampoco parecía que me fuese a venir mucho mejor. No tenía ni idea de qué respuesta podría satisfacer su curiosidad ni cuánto más tendría que entretenerlos. Y el hecho de que Mircea estuviese utilizando algo para darme pinchacitos en la caja torácica tampoco era de gran ayuda.
Al mirar hacia abajo para ver qué era aquel objeto tan ofensivo me encontré con un tacón alto de color rosa palo que se debía de haber sacado de algún bolsillo interior del abrigo. Su aspecto era extrañamente frágil, pues aquel delicado satén del que estaba hecho empezaba a desconcharse, y las lentejuelas, de un color más oscuro, empezaban a quedar colgando en hileras. Hubiera parecido una antigüedad de no ser por el diseño. No parecía muy lógico que en los viejos tiempos hicieran tacones de ocho centímetros.
Un minuto después, las piezas del puzle encajaron en mi cabeza. Si había estado cojeando en la cocina del Dante aquella mañana era porque había perdido un zapato. Era de un color rojo brillante, no rosa palo, y a juzgar por su aspecto estaban sin estrenar; pero, aparte de eso, era la pareja del que tenía Mircea. Por suerte, el cuerpo de Mircea me obstruía casi totalmente la visión, porque dudo que hubiera podido controlar la expresión de mi rostro. El teatro. Había perdido el zapato hace más de cien años en un teatro de Londres.
—¿Cassandra?
A la Cónsul parecía que la demora no le estaba haciendo gracia, lo cual no dejaba de ser irónico teniendo en cuenta su costumbre de ausentarse en los peores momentos. No respondí; estaba ocupada recordando el chisporroteo que creí haber imaginado en aquella otra ocasión. El Mircea de aquella época no se encontraba bajo los influjos del geis, pero yo sí. El hechizo debía haberle reconocido como el elemento necesario para completarse, así que estableció la conexión por su cuenta. Sólo con pensar en lo que aquello implicaba me dejaba la misma sensación que la de un mazo golpeándome en la cabeza. Según parecía, le había echado involuntariamente un hechizo que después había estado creciendo en su interior durante más de un siglo.
—¿Hace cuánto tiempo? —repitió la Cónsul con la voz de alguien que no está acostumbrado a tener que decir las cosas dos veces.
—No estoy segura —concluí finalmente. La voz me salía ronca, pero no parecía que pudiera aclararme la garganta de ninguna forma—. Posiblemente… —Al final me las apañé para poder tragar saliva—. Debió de ser en la década de l880.
Alguien profirió una blasfemia, pero no pude ver quién había sido. Fue todo lo que pude hacer para mantener al menos parte de mi concentración en la Cónsul. El calor del cuerpo de Mircea y el pavor de pensar en lo que le había hecho estaban sembrando el caos entre mis emociones. La pasión y la culpa estaban peleando por hacerse con el control, pero el miedo estaba mostrando sus cartas también. El estómago se me contraía una y otra vez.
La Cónsul no pareció muy satisfecha con aquello.
—El geis entró en letargo después de que te marcharas, porque era incapaz de estar completo sin ti —me informó—. Cuando los dos os volvisteis a encontrar, eras tan solo una niña, demasiado joven, por tanto, como para que el geis se manifestara. Sin embargo, cuando os encontrasteis siendo ya ambos adultos, se activó y su poder empezó a incrementarse.
Me las apañé para asentir con la cabeza. Mircea me había estado acariciando la mano para mantener un contacto entre los dos, mimándome los huesos de la muñeca y deslizándose por mi piel para masajearme la palma con su pulgar. Sin embargo, ahora ya se había ganado el derecho a deslizar sus manos por todo el brazo, como si ansiase más y más contacto. Y dondequiera que me rozase quedaba un vestigio de lo que parecía placer líquido. Aquel tacto se me filtraba por la piel, mareándome tanto que parecía que sus meras caricias fueran tóxicas, y tal vez lo fuesen de verdad. No tenía ni idea de cómo funcionaba el hechizo, pero lo que si sabía es que era tremendamente bueno haciendo lo que hacía.
No deseaba más que quedarme allí para siempre, mientras el geis fluía a nuestro alrededor como una catarata deslumbrante. Sabía que no era real, que no era más que un hechizo que se nos había ido de las manos tanto que resultaba ya incontrolable, pero resultaba muy difícil andarse preocupando por esas cosas. ¿Cuándo iba a volver a sentir algo así en mi vida? Ya había vivido veinticuatro años de realidad y ni siquiera me había acercado a algo parecido. ¿Acaso no merecía la pena sacrificar algunas cosas por disfrutar de una mentira tan buena? La respuesta de mi cuerpo fue un sonoro «sí». Sólo una minúscula vocecita susurró que aquella no era la pregunta, ¿verdad que no? La pregunta no era si merecía la pena sacrificar algunas cosas, sino si merecía la pena sacrificar todo, porque era eso precisamente lo que exigía el hechizo.
Y era lo que no podía tener.
—Quien inicia el hechizo es quien lo controla —aseguró la Cónsul—. Pero tú lo dejaste desatendido durante más de un siglo.
—¡No fue adrede!
La Cónsul describió con su ceja un arco perfecto y se limitó a repetir el código no oficial de los vampiros.
—Lo que estamos discutiendo es el resultado, no la intención.
Los vampiros son extremadamente prácticos con este tipo de cosas. Los resultados de una acción son siempre más importantes que la intencionalidad del hipotético perjuicio. Y el resultado de mi acción era catastrófico.
—¿Y qué me dices del hechizo original, el que Mircea me puso a mí? —pregunté con desesperación—. Si él lo quitase, quizá los… los efectos se atenuarían.
Y, de paso, nos permitiría ganar algo de tiempo para encontrar un mago que pudiera deshacer el duplicado del hechizo.
—Eso ya se ha intentado, Cassandra —me comunicó la Cónsul con impaciencia—. El hechizo está demostrando ser… resistente.
—¿No se va a romper?
Estaba intentando concentrar mis pensamientos en torno a esa idea, pero Mircea hacía que me resultase imposible pensar detenidamente en nada. Traté de zafarme de su roce, lo justo para aclararme las ideas, pero de su garganta emergió un sonido no articulado de protesta y volvió a tirar de mí hacia él.
—No —repuso la Cónsul con templanza.
Le lancé una mirada que pretendía ser de fiereza, sin que me preocupase en ese momento lo estúpido que pudiera resultar aquello. Si la Cónsul pretendía ayudar a Mircea, lo estaba haciendo como el culo. Según decía Casanova, el hechizo se fortalecería si Mircea y yo estábamos cerca el uno del otro, y en ese momento no podíamos estarlo mucho más. En poco tiempo a ninguno de los dos le iba a importar el resto. Y aquello significaría también que no habría nadie que pudiera detener a Myra. De pronto, empezaba a ver cómo mi visión podía convertirse fácilmente en realidad.
Por un momento, contemplé la posibilidad de intentar explicarle la situación a la Cónsul, pero tenía dudas de que me fuese a creer. No podía ofrecerle ninguna prueba y a los vampiros no se les conoce precisamente por fiarse de la palabra de la gente. Me moví ligeramente para zafarme por un momento de su mirada penetrante y mis ojos se encontraron con los de Mircea. Se le había ocurrido traer el zapato, lo que significaba que, en algún momento, debió figurarse qué iba a ocurrir. Tan solo esperaba que siguiese estando lo suficientemente lúcido como para comprender lo que le tenía que decir.
—Myra —musité moviendo la boca. Los magos no podían oírnos y, sin magia, no podían utilizar ninguna herramienta de refuerzo para escucharnos mejor. Sin embargo, los vampiros podrían escuchar cualquier conversación sin problemas.
Mircea me miró durante un buen rato y casi pude ver por mí misma cómo ensamblaba mentalmente las piezas del puzle. Hasta dónde llegó a comprender, eso ya no lo sé, pero lo que sí sabía era que había estado junto a mí la primera vez que Myra y yo nos vimos las caras. Mircea sabía que Myra había intentado matarme y que después había conseguido huir. Y también me oyó llamarla por su nombre en Londres, suponiendo que se acordase de un detalle tan insignificante después de tanto tiempo. Francamente, lo dudaba. Probablemente llegó a suponer que Myra estaba detrás de las mismas fechorías, pero no que él era su nuevo objetivo. Y no se lo podía hacer saber de ninguna forma.
Tampoco es que pudiera hacer mucho si se enteraba de cómo estaban las cosas. Mircea podría ser capaz de defenderse en el presente si se le avisaba de antemano, pero Myra podía atacarle en el pasado. El hecho de que siguiese todavía allí era la prueba de que Myra todavía no había conseguido su objetivo, pero si yo no era capaz de mantener la cordura para detenerla, aquello no iba a seguir siendo cierto durante mucho tiempo. La Historia se reescribiría, y Mircea no estaría en ella. Y Myra sería la pitia.
Después de un momento que pareció durar un año, Mircea asintió ligeramente.
—Dos minutos —dijo silenciosamente. Me quedé mirándolo confundida hasta que me imaginé lo qué quería darme a entender. Me estaba diciendo cuánto tiempo iba a tardar en desactivarse la bomba de vacío.
Me iba a dejar marchar.
Miré a Mircea con desconfianza.
—¿Y qué pasará contigo? —gesticulé con los labios.
Mircea meneó la cabeza. No sabía si aquello significaba que no podía decírmelo mediante aquella forma de comunicación tan limitada o si no quería que lo supiese. Me di cuenta de que le estaba sujetando los brazos con tanta fuerza que podía haberle dejado moratones, si hubiera sido humano, claro.
Pero fue sólo entonces, cuando dejé de agarrarlo con tanta fuerza, cuando un espasmo de dolor atravesó su rostro. Noté cómo un eco de aquel dolor me inundaba también a mí misma, un dolor físico derivado de la disminución del contacto, y tuve que resistirme a la tentación de restablecerlo de inmediato.
—Tienes que irte —musitó en silencio.
Tragué saliva. El segundo geis me resultaba nuevo, pero había tenido un siglo entero para apoderarse de Mircea. Si yo me sentía así y el hechizo sólo había dispuesto de un día para clavarme sus garras, ¿qué calvario estaría pasando él? Incluso aunque la Cónsul tuviese razón y el influjo del geis se hubiese atenuado después de que yo regresara a mi tiempo, siguió estando allí, madurando lentamente a lo largo de las décadas. Y, a juzgar por su reacción, cuando se despertó, lo hizo con ganas de venganza.
El solo hecho de pensar que iba a volver a meterlo en aquel infierno a propósito resultaba insoportable, pero, ¿qué otra opción me quedaba? Tenía que ocuparme de Myra o los dos acabaríamos muertos y no podía llevármelo conmigo y arriesgarme a estar continuamente expuestos al peligro. Miré hacia arriba para reencontrarme con sus ojos y que pudiese ver el remordimiento que me invadía el rostro.
—Lo sé —dijo escuetamente.
Cerró los ojos y sus brazos me envolvieron durante un momento que se alargó mucho. Lo atraje hacia mí, lo besé e inmediatamente el dolor se alejó. El geis se quedaba satisfecho siempre y cuando nos mantuviésemos en contacto y yo sabía cuál era la razón. Casi podía sentir cómo se fortalecía el vínculo entre nosotros, cómo la energía soltaba un zumbido feliz siempre que nos tocábamos. Ahora estaba contento, pero ¿qué pasaría cuando me marchase? Cuando llegué pude sentir la agonía en la que se encontraba inmerso y tenía mis dudas de que este breve encuentro pudiese aliviar las ansias por tener más. De hecho, era posible que la cosa fuese a peor, como cuando se le ofrece un mendrugo de pan al hambriento.
Mircea abrió lentamente sus brazos y se echó hacia atrás. Era lo que yo esperaba; pero, aún así, el dolor casi me hace hincar la rodilla de nuevo. De algún modo conseguí mantenerme en pie, pero no pude más que medio contener un ruido de agonía. De mi interior manaban espasmos salvajes que me sacudían violentamente y las manos se me quedaron frías como el hielo. Mis hombros se encogieron contra la llama de deseo que me sacudía y me envolví en mis propios brazos para evitar que se abalanzaran sobre él.
Tal y como me lo había explicado Casanova, me dio la impresión de que el vínculo era algo que crecía de forma lenta y progresiva, quemando etapas durante un largo periodo de tiempo. Sin embargo, el nuestro no estaba funcionando así. Quizá porque no era exactamente nuevo, al menos por una parte, o quizá porque se había duplicado accidentalmente. Lo único que tenía claro era que era un círculo vicioso.
Mircea estaba allí de pie, a una distancia lo suficientemente cercana como para dar la sensación de que seguía sujetándome. El dolor me había aclarado las ideas del mismo modo que lo habría hecho un baño de sales aromáticas, así que estaba en condiciones de comprender por qué Mircea estaba haciendo aquello. Aunque tal vez él sí estaba deseando liberarme, de lo que no había dudas era de que la Cónsul no estaba por la labor. Me había negado a convertirme en su mascota, le había robado algún que otro objeto bastante valioso y había sometido a su negociador jefe al influjo de un peligroso hechizo. El hecho de que esto último, al menos, hubiera sido sin intención resultaba irrelevante bajo su punto de vista. Me preguntaba qué tendría planeado hacer conmigo si sus magos no podían romper el hechizo. A juzgar por lo que le había ocurrido a Mircea, podía apostar sin temor a equivocarme. Hay pocos hechizos que sobrevivan a quien los invocó. Y si yo no iba a convertirme en la pitia que me postrase a sus pies, a la Cónsul ya no le quedaría interés alguno en mantenerme con vida.
Mis ojos se toparon con los de Mircea.
—Encontraré la manera de romper esto —le dije. No me molesté en susurrar esta vez—. Lo prometo.
Mircea sonrió ligeramente, pero en sus ojos yacía una tristeza infinita.
—Lo siento, dulceaţă.
La Cónsul dijo algo, pero no la oí. Por un momento, la sala se quedó tan en silencio que se podía escuchar hasta el ruido de un alfiler cayendo al suelo; al minuto siguiente, un aullador viento ártico inundó la sala, agitándome el pelo de tal manera que los mechones se me clavaban como aguijones en la cara. Se detuvo un instante, el tiempo que tardó en reunir fuerzas cerca del techo de la sala, y después explotó, desatando la peor tormenta de hielo que había visto nunca.
Aquellos vientos brutales me ignoraron a mí y al pequeño espacio que había a mi alrededor y, por un minuto, pensé que mi protección había decidido por fin despertarse; pero no aparecía por ningún lado la avalancha de luz dorada ni la forma distintiva del pentáculo. Era otra cosa lo que me protegía y, de momento, no me importaba lo que fuera mientras siguiese estando allí. Al margen de aquel pequeño islote de paz, el caos campaba a sus anchas por todos los demás sitios.
Mircea se alejó y yo solté un grito de dolor en el momento en el que el geis se dio cuenta de que algo había ido mal. Me habría vuelto a agarrar a él, a pesar de las consecuencias, pero no podía verlo en medio de aquel vacío blanco que no dejaba de dar vueltas.
—¡Mircea! —bramé, pero mi voz se perdió entre los vientos ensordecedores.
Como no sabía qué más hacer, salté hacia delante y me abalancé sobre Tomas. Afortunadamente, el espacio de seguridad me acompañó. No lo tapé por completo y sus heridas eran de una gravedad tan extrema que no me atrevía a tumbarme totalmente encima de él. Aun así, que se le quedase congelada la parte inferior de las piernas era la menor de mis preocupaciones.
Con las manos busqué a tientas sus ataduras, pero no pude verlas, no podía ver nada que estuviese junto al mundo blanco que daba violentas vueltas a mi alrededor. Entonces algo botó sobre la mesa que había justo a mi lado y comprendí qué era aquel extraño ruido sordo que nos envolvía a todos. El viento traía consigo granizo del tamaño de pelotas de bolos y, como estaban atrapadas entre las cuatro paredes de la cámara del Senado, no les quedaba otra opción que desatar su furia rebotando una y otra vez contra las superficies de aquel lugar. Era como estar atrapado en medio del pinball del mismísimo infierno. Si no conseguía soltar a Tomas pronto, le iban a acabar aplastando los pies y ni por asomo iba a llevarle a rastras a ninguna parte.
Tenía que conseguir que saliéramos de allí y tenía que encontrar a Myra, a pesar de que no tenía ni idea de cómo me las iba a apañar con ella en mi estado actual. Lo único que de verdad quería era que mi cuerpo se enroscase como un ovillo y esperar a que Mircea me encontrase… y si me quedaba esperando, sabía que eso precisamente era lo que acabaría pasando. Fuera cual fuera la fuerza que había conseguido alejarle de allí, el geis era más fuerte. No andaría muy lejos.
Algo golpeó la pierna derecha de Tomas, lo que le dejó temblando todo el cuerpo. Me aferré a él, pero no le tapaba lo suficiente como para cubrirle las extremidades inferiores sin dejarle la cabeza al descubierto y no podía subirle las piernas porque las tenía atadas. Intenté hacer que nos trasladásemos a otro lugar, pero, aunque esta vez sí que sentí algo, una especie de ligero empujón, seguía sin poder ir a ninguna parte. Vamos, deprisa, pensé en medio de la desesperación.
Al final se me ocurrió una forma de desabrochar las ataduras de las manos de Tomas y, en cuanto las dejé libres, la habitación pareció llenarse súbitamente de gente. En medio de ella había ahora un salón de tatuajes, tan cerca de la mesa principal que casi estaba encima de nosotros. La cara de Mac, medio tapada por la nieve a pesar de que se encontraba a escasos metros de mí, apareció en la ventana principal que había bajo el neón que rezaba MAG INK. Un segundo después, un brazo cubierto de dibujos serpenteantes se asomó por la puerta principal y agarró a Tomas por la pierna, liberando la atadura del tobillo derecho con la facilidad de un experto.
En cuanto Mac arrastró a Tomas hacia el interior de la puerta, salí gateando por encima de la mesa en su búsqueda. La tienda había aterrizado sobre la impresionante escalinata que conducía al estrado en el que se encontraba la mesa, y por tanto se encontraba inclinada hacia mí. Si conseguía avanzar unos metros más, el impulso que cogiera debería hacer el resto.
Justo cuando acababa de apañármelas para aferrarme a la mano que Pritkin me había tendido, alguien me agarró por el tobillo. Mi protección (¡qué cabrona!) no se encendió, pero Sheba de repente pareció haber encontrado algo con lo que entretenerse. La pantera había estado ignorando a Mircea, ya fuera por el efecto de la bomba de vacío o porque no lo veía como una amenaza. Sin embargo, lo de que quienquiera que fuese aquel tipo me que me estuviese agarrando era harina de otro costal. Noté que bajaba por mi cuerpo, después se oyó el rugido de un gran felino y el gañido de sorpresa de la solemne líder del Senado. Sheba salió catapultada de mi pie y acto seguido la Cónsul me soltó la pierna.
—¡Vamos! —vociferó Pritkin tirando de mí, lo que estuvo a punto de conseguir que recorriera al vuelo el resto del camino que me quedaba a través del oscuro tablero. Acabamos aterrizando en la puerta de la tienda y, de repente, recuperé la visión. Ni Mac ni Tomas estaban en la parte de delante, pero no tenía tiempo para preocuparme por ellos. Al grito de «¡Ya estamos todos!» que vociferó Pritkin, el edificio entero empezó a dar vueltas.
Un minuto después dimos con nuestros huesos sobre un suelo de piedras macizas, describiendo un alocado zigzag en el medio de los cimientos de la MAGIA. Íbamos bastante bien de tiempo, me parecía, aunque estaba tan ocupada intentando no soltarme de Pritkin, que a su vez se aferraba con todo el alma al mostrador, que me resultaba difícil saberlo a ciencia cierta. No obstante, sí pude ver una sombra borrosa y oscura que bajaba por el túnel recién excavado, y un minuto después apareció Kit Marlowe dando tumbos por la habitación.
Su aspecto era adusto y decidido, y a su alrededor flotaba un halo de peligro que no le recordaba de nuestro breve encuentro cuando era niña. Por supuesto, aquella noche estaba disfrutando de Tony en su versión más hospitalaria, mientras que lo que ahora tenía entre manos no dejaba de sangrar por una docena de heridas.
—¡No me jodas! —oí a Pritkin farfullar.
A continuación me apartó de su espalda, me puso las manos contra los bordes del mostrador y me gritó «¡Espera aquí!» con un tono de voz lo suficientemente alto como para que tuviese motivos para temer por la integridad de mis tímpanos. Entonces me liberó y se dirigió apresuradamente hacia la parte de la sala en la que se encontraba Marlowe.
Empezaron a forcejear, pero desprovistos ambos de magia como estaban, la cosa se rebajó a una sucia pelea a la vieja usanza, sin más armas que los músculos, y ante tal circunstancia parecía que ambos estaban más o menos empatados. Marlowe me gritaba algo, pero no podía escucharle por encima del jaleo que estaban produciendo nuestros esfuerzos excavadores. Además, el dolor en oleadas que recorría mi interior a consecuencia del geis me tenía demasiado consumida como para andarme preocupando por más cosas.
Cuanto más me alejaba de Mircea, peor; hasta el punto de que apenas era consciente de lo que estaba sucediendo. Las lágrimas me cegaban, mi estómago se contraía por los espasmos y cada vez me resultaba más difícil respirar. Recordé a Casanova contándome que había gente que se había suicidado bajo el influjo del geis para no seguir sufriendo el progresivo incremento del dolor que provocaba la separación y al fin pude entender sus palabras.
Marlowe había conseguido aprisionar la cabeza de Pritkin y los dos se tropezaron contra el mostrador, lo que estuvo a punto de hacerme perder mi ya de por sí tenue agarre. Entonces Pritkin le clavó un cuchillo al vampiro en el pecho y se separaron. Sin embargo, el mago, que parecía aturdido por la falta de aire, no aprovechó su ventaja y, por alguna razón, Marlowe tampoco. El vampiro se estaba limitando a sacarse de dentro el cuchillo de un modo muy desagradable cuando, sin previo aviso, la tienda dio una última sacudida y se quedó quieta.
Me di un golpe bastante doloroso en las rodillas al chocar contra uno de los laterales del mostrador, pero al menos conseguí apañármelas a duras penas para no salir volando por encima de él. Aun así, aquel dolor no me preocupaba en absoluto. El geis se había marchado de repente, dejó de sentirse como cuando alguien desconecta una de las dos salidas de audio de un equipo estéreo. Jadeé en busca de resuello y me di cuenta de que podía respirar hondo de nuevo. Mi cabeza nadó en medio del oxígeno insuflado y de la sensación de alivio. Pero, casi inmediatamente, me percaté de una nueva sensación: el hambre.
Sólo por la magnitud de su ausencia podía saber cuan fuerte era el vínculo. Quería reír y llorar al mismo tiempo. El alivio por el dolor perdido también había puesto fin a aquel placer adictivo y que me consumía por completo. Y las ansias por recuperarlo comenzaron de inmediato.
Fui dando tumbos alrededor del mostrador, sintiéndome extrañamente vacía y hueca en mi interior. Entonces eché un vistazo a la ventana frontal y fue tal la sorpresa que me provocó que tuve que mirar dos veces. Lo que me contaban mis ojos era suficiente para borrar de mi mente hasta el geis.
Lo que teníamos delante no era otro pasillo de arenisca, ni siquiera un pedazo de desierto vacío, no. En lugar de eso, lo que vi fue una enorme pradera repleta de hierba alta que se mecía hacia la izquierda por el soplo de una ligera brisa. A juzgar por la posición del sol, suponía que era mediodía, si bien la luz difusa hacía que resultase difícil decirlo con total seguridad. A lo lejos se veía una cadena de afiladas montañas azules rematadas por cotas de nieve, pero la brisa que se colaba hacia el interior de la tienda a través de la puerta principal era cálida y desprendía un ligero olor a flores silvestres. Era hermoso.
Mac asomó la cabeza con cautela desde detrás de la cortina y pegó un grito de pura alegría.
—¡Toma ya! ¡Y decían que no se podía hacer! ¡Por mis cojones!
Me di cuenta de que sus protecciones se habían detenido, estaban congeladas en su sitio como si fueran tatuajes normales y, de pronto, se me encendió la bombilla. Mac, ese loco hijo de puta, había conseguido que el salón de tatuajes entero atravesase el portal y se metiese en el Reino de la Fantasía.