Mis rodillas volvieron a experimentar lo que era aterrizar sobre otro suelo bien duro, en esta ocasión de mármol. Mi cabeza también acabó golpeando contra algo, emitiendo un sonido perfectamente audible. Un nubarrón verde se me apareció delante de la cara y lentamente conseguí que mis ojos lo enfocaran correctamente. Resultó ser un jarrón de pórfido más alto que yo, rematado con unas asas con la cabeza de las Gorgonas sonriendo maliciosamente. Me quedé tendida debajo de él durante un rato, mirando sus horribles caras mientras mi cabeza y mis rodillas competían por el título de región anatómica más maltrecha. No obstante, el mármol estaba frío al contacto con mis piernas desnudas y no me pareció que quedarme allí tumbada fuese muy inteligente. Me incorporé hasta quedarme sentada, usando el pedestal del jarrón para no caerme y eché mi primer vistazo franco a la zona.
Me encontraba en un gabinete que estaba al lado de una enorme habitación redonda. El mármol de color verde oscuro tenía unas hendiduras cubiertas por líneas doradas que se agrupaban como si fueran brotes estelares justo debajo de una inmensa lámpara de araña. Había tres más que iluminaban una imponente escalinata, con sus cristales lanzando fogonazos de luz sobre la multitud que se encontraba a sus pies.
La gente me pasaba por encima en lo que era una riada salpicada por luces de velas, satén y sombras flotantes. Los hombres vestían frac y acompañaban a mujeres salpicadas de joyas. Los sutiles brocados se disputaban la atención con las llamativas sedas. Los abanicos no cesaban de agitarse y los dobladillos bailaban formando un caleidoscopio de color y movimiento que no ayudaba en absoluto a serenar mi aturdida cabeza.
La mayoría de las indumentarias se parecían a las que había visto en el teatro, pero había unos pocos invitados vestidos de manera más exótica, incluyendo un jefe africano con tanto oro encima como para comprarse un país pequeño y un tipo con una toga. Parecía una fiesta de disfraces, pero más tarde me di cuenta de que no era así. Estiré las piernas y me comprimí todo lo que pude dentro del oscuro gabinete. No es que fuera un gran escondite, teniendo en cuenta la naturaleza de la mayoría de los ocupantes de la habitación. Durante unos momentos, me limité a mirar alrededor, aturdida e intimidada. Nunca había visto a tantos vampiros en un mismo sitio en toda mi vida.
Entonces avisté algo aún más extraño. Una forma diáfana, lo suficientemente transparente como para ser casi invisible, se deslizó por una de las paredes. Se mezcló tan bien entre las sombras proyectadas por las largas velas de la araña que por un momento no supe bien si creer lo que me decía mi instinto. Después pasó por delante de una pintura tan oscurecida por la edad que el tema era irreconocible y pude verle con más claridad: era una columna amorfa de color pastel iridiscente. Al principio pensé que era un fantasma, pero los únicos rasgos discernibles en la protuberancia que supuse que era su cabeza eran dos enormes ojos plateados. Fuera lo que fuera aquella cosa, nunca había sido humana.
Estaba tan intrigada que, por un momento, casi me olvido del lío en el que estaba metida. Había muchas cosas sobre todo el rollo de la pitia que no comprendía, pero sí conocía bien a los espíritus. Había conocido algunos tan antiguos que llevaban siglos vagando, y otros tan nuevos que, en ocasiones, ni siquiera sabían que estaban muertos; algunos eran amistosos, otros daban miedo, había conocido incluso algunas cosas que no eran fantasmas del todo. Pero el caso es que este no encajaba en ninguna de esas categorías. Me di cuenta, no sin sorpresa, que no sabía muy bien qué era aquello.
Fluía entre la multitud dirigiéndose hacia una sala de baile que se encontraba justo enfrente de las escaleras. No pude ver bien el interior, cuya iluminación estaba pensada más para los ojos de un vampiro que para los míos, y sólo percibí una impresión de caras risueñas iluminadas a la luz de las velas y ricos tejidos. No obstante, el intenso y empalagoso olor a colonia mezclada con sangre que despedían sus puertas me convenció de que no quería acercarme más.
Un hombre joven, probablemente cercano a la veintena, se detuvo a pocos metros de mí. Su indumentaria daba la extraña sensación de estar fuera de lugar dentro de aquella multitud tan formalmente vestida, ya que no llevaba más que unos pantalones de seda color ciruela de talle bajo. El pecho y los pies los llevaba desnudos y el pelo largo le caía suelto alrededor de los hombros. De hecho se le ondulaba ligeramente según caía por su espalda, como si fuera seda negra sobre su piel clara.
Realmente quería moverme, salir de aquel lugar en el que los latidos de mi corazón se tenían que poder oír en toda la sala, pero él se interponía en mi camino. Y lo último que me hacía falta era ponerme a responder preguntas sobre si tenía derecho a estar allí cuando ni siquiera sabía qué era allí. Entonces uno de los invitados se acercó, un vampiro de pelo rubio claro que llevaba lo que parecía un uniforme militar, rojo con galones rojos y botas negras bien lustrosas. Se paró justo delante del joven, escrutándole de arriba abajo con la mirada.
El chico se estremeció, espalda tensa, nalgas apretadas. Agachó la cabeza tímidamente, lo que provocó que los juegos de luces y sombras se entretuvieran en sus pómulos y en el hoyuelo de su barbilla. Su cara se encendió con un brillo de vida, lo que hizo parecer un querubín, como los que observaban desde los murales que había sobre nuestras cabezas, con todo oscurecido excepto sus caras sonrosadas.
El vampiro se quitó uno de los guantes blancos que venían con el uniforme. Su mano sujetó al muchacho por un lado con firmeza posesiva, con los dedos jugueteando entre las costillas hasta que se decidieron a descansar en la fina seda que se aferraba a su cóccix. El pecho del j oven empezó a hincharse y deshincharse con más rapidez, pero, aparte de respirar más fuerte, no emitió ningún sonido. Mis ojos se centraron en los pies desnudos del chico, que se interpusieron en mi ángulo de visión según trataba de desviar la mirada al suelo. Eran espantosamente blancos, en contraste con el verde oscuro del suelo, y parecían extrañamente vulnerables al lado del calzado recio del vampiro.
El cuerpo del joven se tensó mientras la cabeza rubia se inclinaba sobre él, probablemente al atisbar por vez primera los colmillos, pero en ese momento una mano le sujetó posesivamente por su espalda temblorosa para que dejara de moverse. El joven soltó un pequeño chillido al notar que le perforaban el cuello y se pudo ver que un escalofrío le recorría de arriba abajo. Sin embargo, en cuestión de segundos, deslizó un brazo alrededor del cuello del vampiro y comenzó a emitir sonidos graves desde su garganta, abiertamente, invadido por el deseo.
El vampiro lo apartó un minuto después, con la boca manchada de un rojo similar al de su uniforme. El chico le sonrió y el vampiro mesó sus cabellos afectuosamente. Le echó su capa corta por encima de los hombros y se encaminaron juntos hacia la sala de baile.
Con un nudo en el estómago, me di cuenta de por qué no había visto por allí a ningún camarero con bandejas de bebidas ni escuchado el tintineo de las copas. Cuando el corazón se detiene, la tensión sanguínea del cuerpo se detiene, las venas se colapsan y la sangre empieza a coagularse. Y ya no es sólo que resulte menos apetecible en ese estado, sino que también resulta más difícil de extraer. Hasta los vampiros más jóvenes se dan cuenta de eso enseguida y se alimentan únicamente de los vivos. En esta fiesta, los refrescos iban andando por su propio pie. Y con mis minúsculos pantalones cortos y mi camiseta de tirantes, tenía mucha más pinta de ser parte de los refrigerios que de los invitados.
Como si hubiera podido escuchar mis pensamientos, de repente un vampiro volvió la vista en dirección a mí. Tenía una barba de chivo grisácea que le iba al pelo con el brocado color plata de sus ropajes, que estaban rematados por lo que parecía piel de lobo. A todo ello había que sumar otra piel de animal que llevaba puesta alrededor de los hombros. Había también algo casi lobuno en la forma en la que se detuvo, un pie clavado en el último escalón, la nariz elevada como queriendo percibir algún aroma. Sus ojos, de color negro mate, se quedaron posados sobre mí y noté cómo una mirada de ávido interés atravesó su rostro, que había permanecido totalmente inexpresivo hasta entonces.
Me tiré al suelo y, presa del pánico, empecé a gatear entre la multitud amontonada. Las únicas puertas iban a dar a la sala de baile, así que me abalancé hacia ellas como si mi vida dependiera de ello, y en verdad podía ser así. De alguna forma conseguí llegar hasta mi objetivo por delante de él, probablemente porque era demasiado educado como para coger a un invitado por el codo y sacarlo a rastras de allí. Sin embargo, en cuanto eché un vistazo por encima del hombro nada más entrar en aquel espacio oscuro y cavernoso me di cuenta de que no estaba muy lejos. Sus ojos inexpresivos se habían encendido ante las expectativas y noté que el nudo en mi estómago se apretaba aún más. Hay vampiros que prefieren que su comida esté asustada y se resista, era típico de mi suerte que me hubiese topado con uno de esos al primer contacto.
Eché un vistazo rápido a la sala de baile, pero no había salidas visibles. Desde luego, las escaleras deberían haberme servido de aviso: probablemente nos encontrábamos bajo tierra. Intenté centrarme, pero era difícil con aquella cantidad de poder surcándome la piel como si tuviera encima una nube de insectos. No es que ninguno de ellos se dirigiera concretamente hacia mí, era simplemente que me sentía desbordada por el influjo de aquellos seres que me empujaban por todas partes. Me di cuenta, y aquello fue como un jarro de agua fría, de que no estaba viendo simplemente una habitación repleta de vampiros; era una habitación llena de maestros vampiros, cientos de ellos.
Convocatoria, pensé aún paralizada, no podía ser otra cosa más que eso. Cada Senado tenía una reunión bianual en la que los maestros vampiros se congregaban para debatir sobre las políticas que había que adoptar. Nunca había estado en ninguna, pero Tony se pasaba días preparándose cuando le tocaba asistir a una, cambiando de opinión sobre la ropa y los acompañantes con tanta frecuencia que parecía un adolescente en su fiesta de fin de curso.
Todo su séquito estaba pensado para impresionar y la razón era de peso. Aquella reunión de fin de semana era la única ocasión en la que el resto de maestros de baja alcurnia podían estar codo con codo con los pesos pesados (los miembros de su propio Senado y dignatarios de otros Senados de todo el mundo que se encontraban allí de visita). Allí se hacía la pelota, se cerraban tratos y se sellaban alianzas para los dos años siguientes.
Tony siempre había acudido armado hasta los dientes y rodeado de guardaespaldas, porque nunca se sabía si la diversión se podía escapar un poco de las manos. Salí disparada hacia la orquesta siguiendo mi instinto, porque sus instrumentos dorados eran lo más brillante de la habitación, y crucé los dedos para que no estuviese a punto de ser una víctima más de la convocatoria. Por supuesto, fue una mala idea. No había puertas de servicio, vestíbulos o salidas en ninguna parte que yo pudiera ver, tan solo un amplio gabinete flanqueado por cortinas color burdeos. Miré hacia atrás y, al ver que mi perseguidor me estaba a punto de echar el guante, los pulmones se me quedaron sin respiración.
Descubrí horrorizada que la piel de lobo que había creído que tenía encima no era exactamente de lobo. Las patas que colgaban de su pecho eran de un tamaño normal, si acaso un poco grandes. Pero la cabeza que pendía a medio camino de su espalda tenía un color rosado y una pelambrera de color marrón claro. No pude verlo con claridad, lo que percibía era más bien fogonazos de lo que asomaba bajo su brazo según se me iba acercando, pero con aquello fue más que suficiente. Mis ojos corroboraron lo que mi cerebro no quería creer. Había desollado a un hombre lobo justo a medio camino de su transformación, de modo que el pelaje gris se transformaba en piel humana alrededor de sus hombros.
Traté de pensar en otra cosa, pero me sentía demasiado mareada como para poder concentrarme en nada. Me mordí el interior de mi mejilla con fuerza para evitar desmayarme y traté de meterme en el foso de la orquesta. Tenía la esperanza de encontrar una salida oculta, pero un clarinetista me sacó de allí a empujones con tanta fuerza que acabé dándome de bruces contra el suelo. Al alzar la mirada mis ojos se toparon con un par de botas negras bien lustradas que brillaban a pesar de la baja intensidad de la luz. Una mano me agarró por el pelo, usándolo a modo de agarradera para levantarme del suelo.
Mi mirada se quedó fija en unos ojos que oscilaban entre el negro y el fuego oscuro, y me olvidé del dolor en mi cuero cabelludo.
—Tú apestar a magia —masculló el vampiro, con la voz enfangada en un acento que no pude determinar—. No creía que ingleses tan valientes como para regalamos presente tan raro.
Mis ojos cayeron hasta la cabeza sin cráneo que traqueteaba ligeramente contra uno de sus lados. Estaba ahora a menos de medio metro y la garganta se me quedó muda de horror. Lo veía todo perfectamente: los rasgos hundidos, el pelo apagado, las órbitas vacías; y el caso es que aquella cosa lacia y sin vida me daba más miedo que el vampiro que la llevaba puesta. Si se rozaba conmigo, había una posibilidad de que pudiera ver parte de la vida de aquella criatura y, conociendo mi don, sin duda alguna sería la última parte.
Me aparté todo lo que pude de él, no quería saber cómo era que te desollaran vivo, y el vampiro me soltó el pelo para sujetarme por el codo. Su pulgar me acariciaba la piel en la coyuntura del brazo, con levedad y delicadeza; pero me sentí como si me estuviera vertiendo metal líquido con la mano directamente en mis venas. Decir que era dolor era quedarse bastante corto para describir la impresión que reverberó en mi interior y que me inundó los ojos de lágrimas, cegándome de todo aquello que quedase fuera de mi propio cuerpo. Su mano se deslizó hasta mi muñeca con un golpe delicado que, no obstante, me dejó un rastro de sangre por todo el brazo como si su tacto fuese el de un cuchillo.
—Suelen ser reticentes a alimentarse de usuarios de magia, les asustan represalias de magos —musitó despectivamente—. Tendré que acordarme de agradecérselo a nuestro anfitrión.
El pánico inundó mi interior de adrenalina, pero no podía salir de allí.
Retrocedí, aunque sabía que era un esfuerzo en vano, y él sonrió.
—Ahora, veamos si sabes tan bien como hueles.
Una mano cálida descendió por mi hombro y su sonrisa se disipó.
—Ésta está cogida, Dmitri.
No me hizo falta darme la vuelta para saber quién había hablado. Los matices sonoros de su voz eran inconfundibles, como también lo era el bienestar que bailoteaba por mi brazo, horadando el dolor, haciéndolo menguar hasta dejarlo en un leve latido. Un fogonazo de ira atravesó el rostro de Dmitri.
—Entonces tendrías que haberte quedado con ella, Basarab. Ya conoces las reglas.
Una capa color burdeos cayó sobre mí, era de un rojo tan intenso que casi se acercaba al negro.
—Tal vez no me has escuchado bien —repuso Mircea amablemente—. Estando tan cerca de una orquesta tan horrible, no me extraña.
—No noto su olor en ti —replicó Dmitri con suspicacia.
—Nuestro anfitrión solicitó verme poco después de que llegara. No creo que le hubiese hecho gracia que trajera un par de orejas más de la cuenta.
Dmitri no parecía hacer caso a la advertencia. Sus ojos se habían clavado en el pulso acelerado de mi cuello y blandió una sonrisa de desprecio que dejó al descubierto sus caninos extendidos.
—Ésta no va a vivir lo suficiente como para contar nada que pueda haber escuchado.
Dicho eso me sujetó con más fuerza, sus dedos me apretaban la carne con tanto ahínco que me iban a salir moratones. La rasgadura de mi brazo se abrió aún más, vertiendo todo un caudal de sangre sobre mi piel.
—Eso lo decidiré yo —intervino Mircea, con voz suave pero fría como el acero.
Dicho eso me rodeó con su brazo por la cintura, apretándome contra él. Con la otra mano cogió a Dmitri por la muñeca. Con la cara blanca, el vampiro tragaba saliva y la mano no dejaba de darle espasmos mientras Mircea se la sujetaba. Ráfagas de poder chisporrotearon entre ambos, tiñendo el aire que nos rodeaba de una fina lluvia candente que daba la impresión de que podría comérseme la piel si me quedaba allí mucho rato.
Me refugié en el brazo curvado de Mircea, sujetándome con todas mis fuerzas para evitar que se me doblaran las piernas. El flujo de poder de Mircea llegó a su apogeo, lo que dejó un cálido torrente de energía revoloteando por mi cuerpo. A Dmitri, en cambio, la sensación no parecía resultarle tan agradable. Se arqueó ostensiblemente, pero se empeñó en sujetarme, con tanta fuerza que la mano se me quedó dormida. Los dos vampiros se quedaron mirando el uno al otro durante un minuto que resultó bien largo, hasta que Dmitri optó por retroceder de repente, sujetándose el brazo y jadeando, con mirada asesina.
Mircea me cogió el brazo lastimado, me lo puso recto y me limpió la sangre de la piel. Agachó la cabeza, con los ojos aún clavados en el otro vampiro, y empezó a darme lametazos con su lengua, deslizándola por todo mi brazo con embates decididos y desafiantes. Observé aturdida cómo me quitaba la sangre a lametones, incapaz de apartar la vista de aquella cabeza orgullosa inclinada sobre mi muñeca, hipnotizada por la cálida humedad de la lengua que repasaba mi piel. Un momento después, Mircea alzó la cabeza y me quedé mirando mi brazo con incredulidad. Donde debería haber habido heridas, solo había piel pálida e inmaculada.
Los ojos de Mircea nunca dejaron de mirar a Dmitri.
—Si deseas continuar con esta disputa, quedo a tu disposición.
Dmitri movió la boca durante un momento, pero acabó apartando la vista.
—No ofenderé a nuestro anfitrión violando su hospitalidad —replicó con rigidez. Acto seguido dio media vuelta, con el cuerpo envenenado de ira a cada movimiento—. ¡Pero tu escasa observancia de las normas no caerá en el olvido, Mircea!
En cuanto se marchó, aún airado, la bruma roja que nos envolvía se disipó como la niebla bajo la luz del sol. La adrenalina que me había mantenido en pie desapareció abruptamente, dejándome fría y temblorosa. De no haber sido por el brazo de Mircea, me habría golpeado contra el suelo de nuevo. Algunos invitados que estaban allí cerca y que habían estado observando la escena con ávida expectación dieron media vuelta defraudados.
Mircea me llevó lentamente hacia dentro, donde se veía un grupo de sombras alineadas junto a la pared. Cerca de allí una pareja de vampiros, una morena escultural y un rubio, se estaban alimentando de una joven. La vampiresa estaba sentada en una silla que había junto a la pared, con el cuerpo de la chica tendido sobre su regazo mientras le bebía la sangre de la yugular. La cabeza de la joven había cedido hacia atrás, con los rizos rubios y sueltos cayendo alrededor de sus hombros y contrastando con el color rosa del vestido largo de la morena. El vampiro estaba arrodillado delante de ellas, con su toga larga de color zafiro cayendo a su alrededor como una cascada. Presumiblemente estaba buscando otro objetivo.
El vampiro desabrochó las joyas que sujetaban la túnica sedosa y de color ciruela de la chica, dejando que se deslizara lentamente entre sus manos. Las dobleces de la seda refulgían al deslizarse por su cuerpo para acabar naufragando en sus caderas. La joven emitió un leve gemido, si era de angustia o de excitación, eso ya no lo sé. El vampiro le acarició con dulzura las caderas y el vientre durante un rato, y después con un dedo siguió el rastro de las prominentes venas azules de sus senos. La joven alzó lentamente la mano hasta posarse sobre el hombro del vampiro, en lo que podía entenderse como un tímido intento de abrazarle.
El vampiro acurrucó en su mano con ternura aquel pálido globo, con el pulgar recorriendo el pezón con una leve caricia. La chica tembló visiblemente al notar cómo le tocaba, pero se inclinó hacia delante mientras la cabeza del vampiro seguía los pasos de su mano. Un momento después la joven experimentó una violenta sacudida cuando los colmillos afilados del vampiro se adentraron aún más en su carne blanquecina.
La vampiresa empujó hacia atrás a la chica con su boca, lo que hizo que ésta describiera un arco perfecto con su cuerpo, tras lo cual el vampiro volvió a acercársela hacia él con manos, labios y dientes. Cada movimiento se fundía suavemente con el siguiente, construyendo una cadencia hipnótica. El cuerpo de la chica se debatía inevitablemente entre los espasmos que le producía aquella succión por partida doble. Su respiración se articulaba en torno a breves jadeos que nacían del torrente de sensaciones que estaba experimentando y que provocaron que acabase implorando incoherentemente más y más.
Tragué saliva. Era obvio que los vampiros europeos no seguían el método de extraer moléculas de sangre por la piel o por el aire que había sido aprobado por el Senado. Quizá era la época, o quizá se regían por normas diferentes. Los vampiros de Tony se habían alimentado en público tantas veces que creía que aquello ya me dejaba indiferente, pero lo que hacían ellos era un acto mucho más básico, carente por completo de estos matices de sensualidad. Si hubiera podido elegir, en ese momento pensé que habría preferido la brutalidad cruda. Si la muerte se me iba a echar encima, prefería verla como el enemigo que realmente era, en vez de darle la cálida bienvenida de quien recibe a un amante.
El vampiro había deslizado una mano bajo el tejido color ciruela y en unos segundos la chica estaba gritando de placer. Con todo, él no la estaba mirando; sus ojos estaban clavados en los de la morena, con una mirada compartida tan caliente que podía haber echado a arder. El de alimentarse era un acto íntimo para los vampiros y nunca compartían un cuerpo a la ligera. La chica no parecía ser consciente de lo que pasaba, o quizá no le importaba. Pegó un empujón hacia arriba con las caderas y acompañó el movimiento con un gemido lo suficientemente alto como para lograr captar unas cuantas miradas divertidas de la gente que pasaba por allí.
Con un cierto aturdimiento aún, aparté la vista. Me preguntaba si la chica se daba cuenta de que no era más que un simple conducto para la pasión de otros. Me preguntaba si enfilaría el camino de su propia muerte con una sonrisa en la boca, o si apurar los refrigerios hasta dejarlos sin una gota se consideraba un gesto de mal gusto. Pero, por encima de todo, me preguntaba si era así como Mircea me veía a mí. Un mero conducto, en mi caso, hacia el poder.
Unos labios cálidos se toparon con mi cuello.
—Los únicos humanos que hay aquí están para divertirnos o para servirnos de alimento —murmuró, un susurro ronco en la oscuridad—. ¿Cuál de ellos eres tú?
Sentir su respiración revoloteando sobre mi nuca y mis hombros era suficiente para acelerarme el pulso, para conseguir que mi cuerpo se pusiera tenso. Mircea inspiró profundamente para capturar mi aroma y yo me estremecí, cautiva en un territorio situado entre el miedo y el deseo. Al geis no le importaba que ese no fuera el Mircea que yo conocía, que éste fuese un maestro vampiro que no tenía razón alguna para protegerme. No comprendía que lo único que quería aquel era satisfacer su curiosidad sobre lo que había ocurrido en el teatro. No le importaba que pudiera tener hambre.
—Estoy aquí para avisarte. Estás en peligro.
El argumento me sonó poco convincente hasta a mí, pero había tanto que no podía contarle que aquello era casi lo único que me quedaba.
—Sí, lo sé. Dmitri está observándonos. Y no suelta a sus presas tan fácilmente. Tendremos que ser convincentes, ¿no es así?
Pude ver cómo un relámpago de ardor atravesaba sus ojos un segundo antes de que una mano se deslizase detrás de mi cabeza y una boca fogosa descendiese sobre la mía. Me esperaba pasión, pero no aquel caudal de alivio desbordante que me llenó por completo y me dejó sumida en una extraña y tranquila sensación de felicidad. Me sentía como si hubiese estado aguantando la respiración demasiado tiempo y por fin me dejaran coger aire. Mis manos se combaban para amoldarse a su pecho y, durante un buen rato, me quedé inmóvil, dejando que me besara. Después mi mano bajó de su hombro y se dirigió por su torso hasta aterrizar en las cálidas y lustrosas caderas de Mircea. No tenía intención de que aquello fuese una caricia, pero en cierto modo es en lo que se acabó convirtiendo. La palma amplia de una mano rodeó mi cintura, una lengua cálida se deslizó entre mis labios y entonces el geis se despertó de verdad.
La diferencia fue la misma que la que existe entre una cerilla y una hoguera. Inspiré una bocanada sollozante y empujé a Mircea hacia abajo. Las llamas se concitaron en aquel beso, se dispersaron por nuestros cuerpos y recorrieron toda nuestra piel, lanzando una lluvia de destellos que cayó sobre mí. Fue mejor de lo que pensé que podría ser: fuerte y duro, caliente y fiero. Parecía que mis manos sólo existieran para perderse entre ese pelo tupido y oscuro, y mi boca solo perseguía el sabor de aquella lengua suave.
Unos brazos poderosos me incorporaron de golpe y acto seguido Mircea me empujó contra la pared; al instante estábamos devorándonos el uno al otro con un ansia estremecedora y desesperada. Su brazo se tensó alrededor de mi cintura, sus piernas se movieron para abrirse paso entre las mías, colocando mi muslo entre sus cálidas y musculosas columnas. Necesitaba tanto sentirlo dentro que me dolía y, al igual que le había sucedido a la chica antes, de repente me dejó de importar lo que nos rodeaba o los ruidos desesperados que estaba emitiendo. Lo quería con unas ansias tales que amenazaban con devorarme.
El beso acabó quebrándose finalmente por falta de aire por mi parte, así que oprimí mi mejilla contra el pecho de Mircea, jadeando en busca de resuello. El aroma a pino que siempre se desprendía de él me engulló por completo, era casi como si pudiera ver el bosque, verde y espeso, que se extendía bajo un cielo de atardecer. Lo único que me mantenía en pie era su fuerza, que me apuntalaba contra la pared, oprimiendo su piel contra la mía.
Mircea se retiró después de un rato, él mismo parecía un poco aturdido, y de alguna forma conseguí recuperar la estabilidad sobre mis piernas.
—Pareces tener algún que otro talento, brujilla.
Cualquier respuesta que pudiera haber empezado a fabricar se quedó presa en mi garganta en cuanto me di cuenta de lo que llevaba puesto encima Mircea. Su ropa en el teatro ya me había parecido un poco excesiva, pero lo que llevaba puesto ahora se pasaba de la raya sin lugar a dudas. Hundí las manos en un abrigo color burdeos lo suficientemente voluminoso como para servir de capa. Estaba hecho de una lana tupida y pesada, y tenía un ribete de seda flanqueado por una lista ancha con bordados dorados. Caía ligeramente por debajo de sus rodillas, lo justo para tocar levemente la parte superior de unas botas de color marrón oscuro. La indumentaria exterior daba paso a una toga interior fina y dorada tan suave que no podía ser de otra cosa sino cachemira. Era holgada, pero lo suficientemente ligera como para ceñirse a su cuerpo, remarcando los músculos perfectamente definidos de su pecho, la larga cintura, las estrechas caderas y el peso pesado que era su sexo.
Di por supuesto que se trataba de la vestimenta tradicional de los nobles rumanos y, curiosamente, le sentaba bien. No obstante, tenía mis dudas de que la hubiera elegido por cuestiones estéticas. Mircea prefería ropajes simples que destacaran por su soberbia confección. Esta noche estaba haciendo una declaración de intenciones; no en vano su indumentaria servía de recordatorio de su ascendencia de manera mucho más imponente que el chaleco que había llevado puesto en el teatro. Los dragones, una sutil referencia al símbolo de su familia, eran casi invisibles en aquel chaleco, aunque supongo que un vampiro tendría una vista lo suficientemente sagaz como para reparar en ellos con facilidad. Pues bien, si aquello podría considerarse como un susurro que recordaba su alcurnia, su indumentaria actual la constataba a voces. Me preguntaba a quién iría dirigido el mensaje y por qué le haría falta ir por ahí con pinta de ser el líder de algún pueblo bárbaro.
Para reforzar aquella impresión, Mircea también tenía una espada colgada del cinturón enjoyado que llevaba en la cintura. El oro y los rubíes en cabujón centelleaban sutilmente bajo la pálida luz de la sala, se los veía pesados y obviamente antiguos, como algo sacado del tesoro de alguna cruzada. Y quizá fuera así. Nunca antes había visto a Mircea llevar un arma encima, cuando eres un maestro vampiro, queda un poco redundante, así que me dejó sorprendida.
—Vas armado.
—Con estas compañías, ciertamente.
Mircea se movió hacia mis espaldas, dejando mi cuerpo desnudo en medio de la habitación. Después deslizó un brazo alrededor de mi cadera y me oprimió con fuerza contra su cuerpo. Según me besaba por el hombro, su pelo sedoso, más largo que el mío, caía por mi cuello, aunque no era aquel su objetivo. Me colocó el brazo hacia arriba y rodeó con él su cuello haciéndome abrazarle hacia atrás y, acto seguido, noté un alfilerazo de sus colmillos hundiéndose sobre mi piel.
Se encontraba justo encima de la arteria de la parte superior de mi brazo, pero no se estaba alimentando; habría notado la succión de energía, aunque ni siquiera me hubiese perforado la piel. Con todo, probablemente parecía convincente. Asimismo aquello le sirvió para colocarse en la posición idónea para susurrarme al oído, con voz grave y peligrosa.
—Lo que me preocupa es que tú, que dices ser simplemente humana, no lo eres. O eres muy estúpida o… más de lo que aparentas. ¿Qué asunto tan urgente te ha traído aquí esta noche?
Al geis le estaba encantando el aire sedoso de la respiración de Mircea contra mi mejilla. Aquello inundaba mi cuerpo con un mar de dulzura hasta el punto de que apenas podía respirar, ni mucho menos hablar. ¿Y qué le decía yo? Que había un problema estaba claro, si no yo no estaría allí, pero no tenía ni idea de cuál era. Y con esta clase de compañía, resultaba más que absurdo pensar que mi presencia podía ejercer influencia alguna sobre nadie. Empezaba a dudar seriamente que mi poder supiera lo que se hacía.
—Me estropeaste la función —susurró Mircea—. No he podido dejar de pensar en ti. Lo único que veían mis ojos era ese cuerpo adorable tendido para mí… en mi palco… en mi carruaje… en mi lecho.
Mircea tiró de mí para ponerme la cara delante de la suya y su boca cubrió la mía de nuevo, transportándonos a ambos lejos de allí. El beso fue más tosco y más dulce a la vez, y amenazaba con hundir mi ser en medio de un torrente de placer en el que no había nada que resultase realmente importante. Las posibilidades de escaparme de allí eran exactamente las mismas que tenía de enfrentarme a todo el mundo en aquella habitación y salir victoriosa.
Mircea acabó soltándome, con los ojos encendidos y las mejillas sonrosadas.
—¿Por qué tengo tantas ansias de tocarte? —Su voz se volvió más aspera—. ¿Qué me has hecho?
Pensé que me tocaba intervenir a mí.
—Estoy aquí para ayudarte —musité con la voz quebrada—. Estás en peligro.
Sus dedos se deslizaron por la curvatura de mi cara, lentamente, con cariño, como si estuviese tocando algo mucho más íntimo. Me lamí los labios y los ojos de Mircea descendieron hasta mi boca.
—Ya lo veo.
—¡Mircea! ¡Lo digo en serio!
—Así que ya nos podemos llamar por nuestro nombre de pila. Estupendo, detesto las formalidades.
A medida que hablaba, el geis tiraba de mí con un deseo persistente y que pedía a gritos ser saciado. Sentía la fuerza de los hombros de Mircea bajo mis manos y su recia masculinidad contra mis caderas. Tardé una cantidad de tiempo increíble en controlar que mi cuerpo no se arquease sobre él, implorando silenciosamente que me poseyera.
—Dado que ya conoces el mío, ¿crees que podrías decirme tu nombre?
Estuve a punto de decírselo; baste con eso para describir hasta que punto estaba ida. Fue en cambio un pequeño reducto racional el que se hizo oír en el último instante, lanzando un grito de advertencia, y me mordí la lengua para evitar que salieran las palabras. El dolor me hizo recobrar la cordura, el hilo de las notas de un vals y el rumor de la gente conversando.
Miré a mi alrededor, pero lo único que podía ver más allá de la orquesta era una oscuridad parpadeante tachonada por las luces de las velas. El techo alto se perdía entre las sombras y los únicos puntos de luz que quedaban eran los escasos destellos provocados por las velas repartidas entre las grietas doradas de los muros. Cerca de allí, los dos vampiros habían terminado su comida y, sorprendentemente, la joven estaba aún con vida. El vampiro le estaba dando algo de beber en una petaca y ella aceptó el ofrecimiento sin dudarlo. En ese momento, probablemente se tiraría de cabeza desde el tejado si él se lo pedía.
En alguna parte de todo aquello se encontraba el problema que me habían mandado a solucionar, así que tenía que concentrarme si tenía alguna esperanza de dar con él.
—Podría ser la mujer, la que estaba contigo en el teatro, la que fuese el objetivo —le expliqué a Mircea—. ¿Está aquí?
Sería mejor tenerlos a los dos juntos, a pesar de que no tenía ni idea de que se suponía que tenía que hacer yo si otro maestro vampiro los atacaba.
Una de esas cejas oscuras se arqueó con un gesto muy familiar.
—¿Y por qué habría de decírtelo? Ya sé lo que eres. Trato de no tener prejuicios con estas cosas, al menos cuando la bruja es joven, guapa y lleva tan poca ropa estudiadamente. —Recorrió con un solo dedo mi columna, entreteniéndose ligeramente en las vértebras—. Cada vez que nos vemos llevas menos, cosa que aplaudo. —Sus palabras sonaban livianas, pero sus ojos estaban clavados intensamente en mi rostro—. Pero, por más pesada que me resulte Augusta en ocasiones, su muerte lo sería aún más.
—¡Entonces ayúdame a evitarla!
—Pero, ¿tú estás aquí para evitarla? Si rescataste a un hombre que nos había echado veneno…
—¡Fue otro el que os lo echó! ¡Él sólo intentaba quitarlo de allí!
—… y ni siquiera me dices tu nombre. Y, aún así, me pides que confíe en ti.
—Si me ves como a un enemigo, ¿por qué me rescataste? ¿Por qué no dejaste que Dmitri me hiciera lo que pretendía?
Mircea curvó la boca hasta formar una sonrisa de predador.
—Una exhibición de fuerza resulta a menudo útil en estas ocasiones y el tipo ese no me preocupa en absoluto. Todos conocen bien los gustos de Dmitri y, por lo que a mí respecta, me resultan… desagradables. Privarle de un premio no fue muy duro. —Su mano acarició suavemente la curvatura de mi espalda y la columna se me derritió por completo—. Y ahora, brujilla, me vas a contar qué es lo que estás haciendo aquí y me vas a explicar algunos incidentes muy curiosos que tuvieron lugar en el teatro hace un par de noches.
Me quedé mirándole con la mente en blanco. La verdad resultaba imposible de contar si tenía alguna esperanza de no alterar el curso temporal más de lo que ya lo estaba, pero Mircea era capaz de oler una mentira antes siquiera de que acabase de terminar la frase. Sólo había una posibilidad que podría funcionar.
—Llévame ante Augusta y me lo pensaré. —Al ver que dudaba, saqué una sonrisa forzada—. ¡El gran Mircea tiene miedo de una chica desarmada!
Los labios se deslizaron hacia arriba con una cierta alegría. Un momento después, su expresión se abrió definitivamente en una sonrisa, una de esas que le hacían parecer años más joven. Me levantó la mano y besó la palma.
—Tienes mucha razón, claro que sí. ¿Qué sería la vida sin una pizca de peligro? —Me cogió el brazo con el suyo—. Ven, vamos a ver qué puede hacer Augusta contigo.
A pesar de lo abarrotada que estaba la sala de baile, no fue difícil encontrar a Augusta. Tanto ella como otra vampiresa, una morena pequeñita, habían formado un hueco en el otro extremo de la habitación y habían dejado libre una pequeña parcela dentro de la sala. La multitud agolpada en torno a ellas reía y las vitoreaba, si bien yo no veía cuál era la diversión. Las dos vampiresas parecían estar simplemente de pie en medio del círculo.
Nos detuvimos al llegar delante del vampiro de la toga.
—Tu Augusta se está haciendo muy popular —apuntó.
Mircea le lanzó una mirada de reproche.
—No es mi Augusta —murmuró, ante lo cual el otro vampiro soltó una carcajada.
En un principio me había parecido poco atractivo, con su pelo lacio y castaño, que parecía como si hubiera ido al mismo peluquero que Pritkin, y la cara roja. Sin embargo, al reírse, la cara le cambió por completo, sus ojos color güisqui cobraron más vida y su expresión adquirió más encanto. Cuando se reía, era guapo.
—No es eso lo que va diciendo ella por ahí.
—Usted debería saber mejor que nadie, Cónsul, que algunas mujeres tienen tendencia a la exageración… y a ciertos cambios de humor.
—Las más apasionadas —corroboró—. Aun así, con frecuencia merecen la pena. —Hablando de arpías apasionadas, ¿cómo está vuestra Cónsul?
—Está bien. Pensaba en por qué no lo habría preguntado antes.
—Tus novedades me borraron cualquier otra cosa de la cabeza.
—¿Debo hacerle llegar tal comentario?
Aquella respuesta se ganó otra carcajada.
—Sólo si deseas provocar una guerra.
El vampiro no me había echado más que una mera ojeada, lo cual se debía, suponía, a mi estatus de aperitivo de la fiesta. Sin embargo, sus ojos se volvieron de repente hacia mí.
—¿Y ésta quién es? ¿Has empezado a coleccionar rubias de postín, Mircea?
El Cónsul me sonrió, pero no le miré a los ojos. Mircea me agarró ligeramente más fuerte.
—¿Acaso no se nos permite traer invitados, Cónsul?
—Invitados, sí. Siempre que sean uno de nosotros, o humanos.
Con un dedo me levantó el mentón. Algo se movió detrás de sus ojos, una mirada asesina que procedía desde más allá de su máscara jovial.
—Muy guapa. Y muy poderosa. Responderás de sus acciones, por supuesto.
Mircea hizo una pequeña reverencia y el Cónsul dio media vuelta para retomar el parloteo en la sala. Su talante era de nuevo agradable en un abrir y cerrar de ojos. Tuve que contener las ganas de temblar.
—Parece que por aquí no gustan mucho los usuarios de magia —musité débilmente.
—Pueden complicar las cosas. Es preciso adoptar precauciones distintas a las que habitualmente nuestra gente necesita.
—En ese caso me sorprende que me haya dejado quedarme.
—Le has cogido de buenas. Augusta y yo acabamos de sacarle de un problema.
—Yo no tengo intención de causar ningún problema —le aseguré con fervor. Mircea se limitó a mirarme, con un gesto irónico en sus labios—. ¡De veras!
—¿Por qué tendría que dudar de ti? ¿Simplemente porque la primera vez que nos encontramos casi me envenenan y la segunda estuve a punto de verme metido en un duelo? —Su sonrisa se hizo más amplia—. Por suerte, no me importa meterme en problemas. Siempre y cuando, como dijo el Cónsul, la recompensa merezca la pena.
No sabía qué responder a eso, así que nos quedamos mirando a la mujer durante un rato. Todavía no sabía muy bien qué estaban haciendo, posiblemente porque nos estaban dando la espalda. La morena vestía de azul pálido, color gélido adornado con excesivos encajes; pero Augusta lucía un espectacular vestido largo de satén palabra de honor color champán. Podía ser verdad que no me gustaba, pero lo que era indiscutible era que sabía vestirse. Las faldas largas me obstaculizaron la visión durante un momento, después algo se abrió paso y fue directo hacia mí.
—¡Oh, no! ¡Anda suelto!
La voz de Augusta, jalonada por sus risas, hizo saltar la alarma por toda la habitación. Una criatura desnuda y de ojos fieros se encaminaba moviéndose sobre las manos y las rodillas hacia el extremo del círculo, dejando un rastro de gotitas detrás de él. Las gotitas, negras y grasientas, contrastaban con el verde oscuro del suelo. Justo antes de que pudiera llegar donde estaba yo, algo le tiró la cabeza hacia atrás y le dejó clavado de golpe.
Augusta tenía una correa en la mano y caminaba hacia él, que tenía el cuello atado al otro extremo. Después de eso se tumbó sobre su espalda, temblando por el pánico, mientras ella, de pie, llegaba a su altura.
—Arriba —ordenó impacientemente, tirando de la correa.
Le obligó a elevar el mentón y pude ver brevemente su rostro entre una maraña de pelo negro grasiento. Su boca se quejaba del dolor y después se endureció con un rictus de rabia, lo que deformó sus rasgos hasta dejarlos irreconocibles. Así y todo, aquellos ojos negros como escarabajos me eran bien conocidos. Los había visto en más de una pesadilla.
—Jack —susurré, lo que hizo que alzase sus ojos hacia mí con la mirada en blanco.
—¿Qué ocurre? —intervino la morena—. ¡Creí que te gustaba jugar con mujeres!
—Creo que prefiere las indefensas —espetó Augusta, deslizando sus largas uñas por el pecho de él, con la suficiente intensidad como para dejar ronchas rojas entre el pelo ralo de Jack—. Así que te llaman el Destripador, ¿no? —canturreó—. Cuando haya acabado contigo, te merecerás el nombre de verdad.
El hombre se hizo una pelota en un vano intento por protegerse de aquellas uñas como dagas y no pude evitar carraspear al ver su espalda. Se la habían golpeado con saña hasta hacer que la piel se cayese a tiras, la poca que le quedaba, al menos. Mircea también se percató de ello.
—Si no le dejas descansar pronto, Augusta, morirá y acabará tu diversión —apuntó, moderadamente.
Augusta soltó una carcajada.
—Oh, no lo creo —repuso, con una mirada coqueta.
Mircea frunció el ceño y se puso de rodillas al lado de Jack. Solo un instante después, volvió a elevar la vista.
—¿Has convertido a este loco en uno de nosotros? —preguntó incrédulo.
Augusta se encogió de hombros.
—Me lo quitaré de encima cuando acabe con él, o quizá prefieras hacerlo tú, por todos los problemas que te causó. Pero, si es así, tendrás que esperar —explicó, acariciando como quien no quiere la cosa el rostro de Jack, en un gesto casi tierno; ante lo cuál él lanzó un quejido roto y desesperado. En ese momento me percaté con gran disgusto de que le había metido una de esas uñas enormes en el ojo derecho—. Éste sí que me gusta. Sus chillidos son tan adorables…
Mircea apartó la mano de Jack, que se había agarrado al dobladillo de su pantalón a modo de súplica silenciosa, y Augusta arrastró a su prisionero de nuevo hacia el centro del círculo. Mejor exhibirlo, supuse. Mircea me miró y tuve que hacer esfuerzos por no mostrar mis emociones.
—¿Cómo sabías quién es? Augusta ha desvelado su identidad esta misma noche.
—Se escuchan rumores —acerté a decir, después de tragar saliva con esfuerzo—. ¿Cómo disteis con él?
—Fue él quien dio con nosotros. Buscábamos a otro. —Jack pegó un grito cuando la morena le clavó el tacón en toda la ingle y yo no pude evitar estremecerme—. Se aburrirán de él enseguida, en cuanto lo rompan del todo —dijo Mircea.
No hice ningún comentario. No tardarían mucho en darse cuenta de que es difícil romper una mente ya fracturada.
Mi atención dejó de centrarse en Jack en cuanto vi dos siluetas fantasmagóricas. Se habían estado moviendo entre los espectadores congregados en aquel círculo, pero la multitud no los había visto. Una de ellas era la intrigante silueta de antes, todavía una mancha sin facciones, y la otra era Myra.
Me quedé helada. En el borde del círculo estaba la madre de todas mis preocupaciones, eso sí, de forma espiritual. Me resultó fácil reconocerla porque la única vez que nos habíamos encontrado anteriormente también había adoptado la forma espiritual. Apenas podía creer lo que me decían mis ojos, sobre todo teniendo en cuenta que parecía mucho más en forma que antes de que la apuñalase. Su pelo claro, que la última vez estaba arremolinado en mechones lacios y sucios, ahora estaba bien peinado y reluciente. Su cara tenía un color pálido, pero parecía que había ganado unos cuantos kilos, que buena falta le hacía. ¿Cómo cojones se había recuperado tan rápido?
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunté.
Mircea se creyó que le estaba hablando a él.
—Querías ver a Augusta. Ahí la tienes, sana y salva.
—Corrigiendo un error, por supuesto. —La voz de Myra era chillona y dulce, como la de un niño. No encajaba mucho con su expresión. Si las miradas matasen, yo ya me habría ido al otro barrio—. ¿No nos preparaban para eso?
Myra estaba cerca de la morena, no se acercaba ni un paso más. No estaba segura de que aquello se debiese a que Augusta también estaba allí o al hecho de que el cuerpo de la morena le servía de parapeto contra mis cuchillos. Solté la mano con la que estaba agarrando la capa de Mircea, por si acaso, pero él me cogió por la muñeca.
—Es bonita la baratija que llevas, pero no me molestaré en avisarte de que no intentes nada mortal contra Augusta. Ya ves lo que hace con los que son tan estúpidos que se creen que pueden atacarla.
Ignoré sus palabras.
—¿Qué error?
—Oh, espera, que me había olvidado —añadió Myra con dulzura—. A ti no te había preparado nadie, ¿no? ¡Qué lástima!
Aquella voz cantarina me estaba empezando a poner de los nervios de verdad.
—Esto no es un juego, Myra.
—No —aprobó ella—. Es un concurso, y de los gordos. El más gordo, si quieres decirlo así.
—¿Y eso qué quiere decir?
Mircea siguió mi mirada, pero, evidentemente, no le llevó a ninguna parte.
—¿Con quién hablas?
—Quiere decir que no estás preparada para ser pitia. —Myra me miró, con esos ojos de un color azul tan pálido que casi era blanco, completamente fuera de sí. Supuse que no eran tan claros cuando estaba en su cuerpo normal, pero en ese momento daban miedo—. Agnes estaba mayor y peligrosamente inestable cuando te designó a ti. Si su decisión hubiera tenido que pasar por los procesos habituales de revisión, se habrían reído en su cara. Pero se saltó todo eso, ¿verdad que sí? Lo hizo a espaldas de todo el mundo y se ciscó en un sistema que lleva vigente miles de años. Si estoy aquí es para arreglar eso.
—¿Matándome?
—No hay que ser tan primitivo. Permíteme que te dé una lección, la primera y la última que recibes, todo en uno —se jactó con suficiencia—. Cualquier ser que viaje por la línea del tiempo viene definido por su pasado. Elimina ese pasado, o cámbialo, y estarás redefiniendo a ese ser —explicó con una sonrisa, totalmente ácida, eso sí—. O te lo estarás cargando por completo.
—Eso ya lo sé.
Lo que no comprendía era por qué estaba allí, en ese momento del tiempo. Si Augusta acababa de convertir a Jack, entonces parecía que estaba de vuelta a la década de 1880. Si Myra quería cambiar mi pasado, iba con un poco de antelación.
—¿Quieres llegar a alguna parte? —insistí.
—¿Qué pasa? —preguntó Mircea, mirando a todos lados hacia mí y hacia los vampiros como si se estuviera dando cuenta de que había algo que se le escapaba.
—¿Quiero llegar a alguna parte? —me parodió Myra—. Dios, mira que eres lenta. ¡Conozco aprendices de primer año que cogen las cosas más rápido!
Se quedó mirando a Mircea y mi cuerpo se tensó. Aquella expresión no me gustaba nada.
—Si quieres matarme a mí, ¿por qué vas a atacarle a él?
—Todavía no pillas lo de causa y efecto, ¿verdad? —Su voz delataba sorpresa de verdad—. A ver si te aclaro las cosas. Mircea te ha protegido la mayor parte de tu vida. ¿Por qué te crees que Antonio nunca perdió los papeles y te dejó con vida? ¿Por qué te recibía con los brazos abiertos cada vez que volvías después de escaparte? Si eliminamos a Mircea, eliminamos a tu protector. Lo que significa que mueres mucho antes de que te conviertas en un problema para mí.
La criatura fantasmagórica que estaba detrás de Myra se arqueó ligeramente, como si lo que estaba oyendo no le gustase mucho más que a mí. Movió sus enormes ojos a uno y otro lado entre nosotras, con un color que bailaba entre los matices plateados y el morado oscuro. De repente, alrededor del borde de su silueta diáfana comenzó un extraño revoloteo y, sin previo aviso, cambió de forma. La cara pálida y casi sin facciones se aclaró con una boca llena de colmillos mortales de necesidad y unos ojos de color rojo oscuro, como el de la sangre coagulada. Me quedé mirándolo sin poderme mover, pero Myra no pareció enterarse. O quizá pensaba que mi reacción iba dirigida a ella.
—¿Y Agnes se convirtió en un problema para ti? —pregunté.
Daba por supuesto que era Myra la mujer que había envenenado el vino de Mircea en el teatro. No tenía ni idea de cómo había conseguido recuperarse tan rápido; pero, si estaba aquí, era evidente que podía haber estado allí. Y tampoco tenía pinta de que pudieran ser muchos más. No tenía forma de saber si el veneno que había usado era del mismo tipo que el que había matado a Agnes, pero las similitudes en el modus operandi eran interesantes.
—¿Por eso la mataste? —insistí.
Myra se echó a reír como si hubiera dicho algo realmente gracioso.
—Eso va contra las reglas, ¿o es que no lo sabías? —inquirió.
Acto seguido se metió dentro del cuerpo de la morena y desapareció.
Mircea me agarró por los hombros.
—¿Estás loca o qué?
—La morena —jadeé.
No pude decir nada más, porque de repente la vampiresa que Myra acababa de poseer se abalanzó hacia Mircea. Él la agarró por el cuello antes de que yo pudiese siquiera pestañear y la mantuvo fuera de su alcance. La vampiresa se revolvió y trató de zafarse, pero no podía llegar a su objetivo. Tampoco es que hubiera sido muy diferente si hubiera podido alcanzar a Mircea. Según parecía, para Myra un vampiro era un vampiro y nada más. No comprendía que la morena era una chiquilla comparada con Mircea y que él podía destrozarla sin pestañear. Con todo, Myra aprendía rápido. En menos de un minuto, Myra salió volando del cuerpo de la morena y desapareció entre la multitud.
La morena se derrumbó, sollozando y agarrando a Mircea por los pies implorando perdón de manera casi incoherente.
—Estaba poseída, no sabía lo que hacía —le dije.
Mircea hizo que la vampiresa histérica se incorporase y me miró por encima de su cabeza, con el rostro oscurecido por la ira.
—¡Un vampiro no puede ser poseído por nadie!
Pensé en Casanova, pero decidí no entrar en discusiones.
—No por la mayoría de las cosas —corroboré, con la mirada perdida entre la multitud, que había aumentando notablemente al dar comienzo la escena.
Yo misma había invadido a un vampiro con anterioridad, un maestro de primer nivel para ser exactos. La diferencia fue que yo lo hice accidentalmente, ya que no conocía esa faceta de mi poder, y me pegué un susto de muerte. A él tampoco le sentó nada bien. Sin embargo, resultaba obvio que Myra podía manejar eso a voluntad y allí había toda una habitación repleta de vampiros para elegir el que quisiera.
—¿Qué pasa ahí fuera? —Mircea empujó a la sollozante vampiresa hacia Augusta, su maestra, supuse, y empezó a examinar personalmente a la multitud, con esos ojos oscuros y rápidos dedicándose exhaustivamente a la tarea de memorizar las caras. Una pena que esa clase de cosas no sirviese de mucha ayuda.
No tuve que responderle, porque una mujer que podía haber salido del mismo Versalles, enfundada en un miriñaque color crema y un tocado de más de medio metro de alto, se salió de la multitud dando bandazos. No se fue directa a por Mircea como me había esperado, sino que fue dando tumbos alrededor del círculo como si estuviese borracha, para acabar chocándose contra Jack, que se había acurrucado en un lado, en su intento por desaparecer entre las sombras. Los dos se precipitaron contra la multitud tambaleantes, desnudos, piernas sucias entrelazadas con satén bordado, hasta que Augusta tiró hacia arriba de la correa de Jack y lo apartó de la escena.
En lugar de levantarse, la vampiresa se quedó tirada allí en medio, con las extremidades soltando golpes aquí y allá, la cabeza dándole vueltas y los ojos entornados. Parecía como si tratase de resistirse a ser poseída, como si tratase de expeler a Myra de su cuerpo. Si lo conseguía, sería de gran ayuda. Mis cuchillos podían rajar la piel humana tan bien como la de los espíritus, pero no me podía arriesgar a lanzar un ataque cuando Myra estaba metida en el cuerpo de otra persona. Sus mascotas podían no merecer una muerte prematura, por no mencionar las consecuencias que aquello podría tener en el curso del tiempo.
Unos cuantos vampiros se empezaron a acercar a la mujer con cara de preocupación y yo cogí a Mircea por el brazo.
—¡Diles que vuelvan aquí! Puedo detener esto si tengo un disparo franco.
—¡No! No vas a matar a la huésped tan sólo porque…
—No voy a tocar a la huésped —repliqué mientras la mujer gritaba y hacía aspavientos como si quisiera arañar al aire—. Una vez que el espíritu se dé cuenta de que no puede controlarla, saldrá. En cuanto…
Me detuve, pero demasiado tarde. En condiciones normales, Myra no habría sido capaz de escuchar un comentario susurrado a metros de distancia, pero en el cuerpo de un vampiro, también tenía las prestaciones acústicas de ellos. La cabeza de la mujer se irguió y me lanzó una sonrisa que estaba a medio camino entre la complicidad y la burla, tras lo cual se derrumbó. Una de las mujeres que habían estado tratando de ayudarla volvió a fundirse entre la multitud, sin duda alguna con un pasajero a bordo. ¡Joder!
Busqué entre la multitud para ver si descubría a la nueva huésped, pero, cuando finalmente la divisé, se había desmayado en los brazos de un joven vampiro. Myra estaba jugando al escondite.
—Vigila a las mujeres —le musité a Mircea, con la esperanza de que Myra me estuviese escuchando. Hasta ahora sólo se había metido dentro de mujeres, posiblemente porque no le gustaba invadir cuerpos de hombres mucho más de lo que me gustaba a mí. Además, todas las que estaban más cerca de Mircea eran mujeres. Si Myra me escuchaba y empezaba a centrarse en los hombres, al menos Mircea tendría medio segundo de aviso antes de que le volvieran a atacar.
Volví a escrutar entre la multitud de vampiros, que murmuraban entre ellos, pero no mostraban intención alguna de dispersarse. De hecho, a cada minuto llegaban más procedentes de la sala de baile, porque la gente se empezaba a dar cuenta de dónde estaba la diversión en ese momento. Y cuantos más se congregaban, más difícil resultaba predecir desde dónde nos atacaría Myra la vez siguiente.
Sentí que por mi espalda trepaba un hormigueo de pavor. Lo único que veía era ese círculo de personas, ávidamente deseosas de ver sangrar a alguien, de ver morir a alguien. Un vampiro enfundado en un albornoz bereber de color verde intenso cayó al suelo. En un instante se incorporó y empezó a mirar alrededor gruñendo algo, con los colmillos bien blancos en contraste con su piel oscura. En ese momento pude ver que había movimiento en el centro del círculo y divisé una mirada de odio en el rostro de Augusta. Sus ojos azules se habían estrechado hasta convertirse en esquirlas gélidas. Había utilizado al joven para despistar.
Agarré a Mircea por el brazo y señalé a Augusta.
—¡No es él! ¡Está en Augusta!
Por la multitud se expandió un murmullo, todo el mundo sabía que había algo que iba mal, pero nadie tenía pinta de tener ganas de meterse en el lío. Esto era Europa y tanto Mircea como Augusta eran miembros del Senado norteamericano. Si querían matarse el uno al otro, era asunto suyo. Nadie movería un dedo para entrometerse ni para ayudar.
—No puedes matarla —le recordé azorada—. Tan solo… redúcela, o algo.
Algo que fuera suficiente para obligar a Myra a salir y dar la cara delante de mí. Augusta agarró un enorme candelero de hierro del tamaño de un perchero que había estado iluminando la zona. Lo elevó como si estuviera hecho de papel y me di cuenta de que mi plan tenía un fallo. Si Augusta era miembro del Senado, tenía que ser una maestra de primer nivel.
Lo mismo que Mircea.
Augusta se dirigió hacia nosotros, blandiendo el candelero en llamas, y Mircea me apartó de su camino. Augusta se pasó de frenada, pero se dio la vuelta en un santiamén y regresó a por más, empuñando el candelero como si fuera una espada extralarga. Las chispas volaron por todas partes y el pánico se desató entre la multitud. A los vampiros el fuego les da un miedo de muerte y, viendo cómo balanceaba aquello, podía acabar golpeando a cualquiera. Los vampiros se arremolinaron como locos en su carrera por llegar cuanto antes a la puerta.
Augusta volvió a protagonizar una nueva embestida. Mircea la esquivó y una silueta oscura salió de entre la multitud, abalanzándose hacia Mircea con una mano extendida. Mircea no le había visto, pero lo sintió cuando notó que le clavaban una estaca en un costado. Pegué un grito y Dmitri miró hacia arriba durante un instante, con una sonrisa de satisfacción; a continuación la expresión de su rostro se quedó congelada. Al mirar hacia abajo, vi cómo la hoja de una espada salía de su pecho en la posición perfecta para rebanarle el corazón, y la empuñadura estaba en la mano de Mircea. Dmitri lanzó una mirada incrédula y se derrumbó, mientras su cuerpo comenzaba a dar espasmos violentos.
Mircea se postró sobre una de sus rodillas, con una mano en uno de sus costados, y supe que aquello no era bueno. La espada que había empleado Mircea era de metal, lo que significa que Dmitri podía llegar a recuperarse, pero la estaca que se acababa de sacar Mircea era de madera. Cuando la vi, el mundo entero se nubló ante mis ojos. Traté de convencerme a mí misma de que, aunque le hubiese dado en el corazón, aquello no sería suficiente para matar a un maestro de primer nivel. Con todo, no era de mucho alivio teniendo en cuenta que Augusta estaba merodeando por allí con ganas de rematar el trabajo.
Su ataque se había detenido por la sorpresa que la había producido ver caer a Mircea. Sin embargo, recobró las ganas casi al instante y se lanzó corriendo a arrancar del pecho de Dmitri la espada ensangrentada. Me miró y se echó a reír.
—Ni siquiera vas a hacer que esto se convierta en un desafío, ¿verdad que no?
Dicho eso se volvió hacia Mircea y ni siquiera lo dudé. Matar a Augusta cambiaría radicalmente el curso temporal, pero dejar que Mircea muriese también lo haría. Nunca había sentido tanto miedo como cuando vi sangrar así a Mircea por el costado y no tenía poder para detener aquello. Tampoco iba a quedarme allí viendo cómo le rebanaban la cabeza.
Mis cuchillos saltaron del brazalete y salieron volando hacia Augusta. Como tenía la agilidad de un vampiro, Augusta fue capaz de blandir el candelero justo a tiempo para escudarse detrás de él; pero, por el camino, se le soltó una vela, que acabó aterrizándole en el hombro antes de caer al suelo. Tras eso, una chispa prendió en el corpiño de su vestido y de ahí nació una llama minúscula, más pequeña que la de una cerilla. Cualquier humano se la habría apagado con la mano sin mayores problemas, pero Augusta empezó a gritar y a agitar las manos por todas partes como alguien que se ahoga y da sus últimos coletazos antes de hundirse definitivamente.
Según parecía, el pavor que le había provocado el fuego fue suficiente para deshacerse del control de Myra porque, acto seguido, Augusta se olvidó por completo del ataque. Mircea intentó que se quedara quieta para poder apagar el fuego con su pañuelo, pero ella no atendía a razones. En pleno furor, Augusta se resbaló con un charco de sangre de Jack y acabó besando el suelo con sus elegantes posaderas. De hecho yo tuve que quitarme de en medio dando un saltito para evitar que me acabase llevando por delante.
—¡Augusta! ¡Quédate quieta! —bramó Mircea, pero Augusta no escuchaba.
En lugar de aplacar el incendio, al salir rodando había cogido más oxígeno, lo que provocó que una llamarada diese el salto a uno de los largos rizos que flanqueaban su rostro. Sus gritos se convirtieron en chillidos y se quitó apresuradamente los distinguidos rizos, que salieron volando de inmediato. Aquello explicaba por qué no se le había prendido la cabeza entera: la mitad de aquel peinado dorado era de pega, probablemente hecho con pelo humano.
Myra se salió de su interior, abandonando el barco ahora que ya no podía controlarlo. Agité los brazos y grité con todas mis fuerzas a mis cuchillos, que estaban apuntando a la aterrada Augusta.
—¡No… a ella no! ¡A por Myra!
O no me escucharon o se lo estaban pasando demasiado bien como para obedecer.
La criatura espiritual era más de ideas fijas. Se zambulló en el interior de Myra, tan insustancial como un soplo de viento, pero lo suficiente como para hacer que Myra se tambalease hacia atrás, arañándose el pecho y dando gritos. Tras un momento de desconcierto, me di cuenta de que le estaban provocando el equivalente espiritual de un atraco. El espíritu emergió de su espalda, tan cargado con el poder que acababa de robar que había adquirido un color plateado que casi cegaba. Mirarle era como quedarse con los ojos clavados en un reflector de luz.
Pestañeé y, cuando volví a mirar, se había desvanecido. Myra cayó de rodillas, casi transparente, desprovista de la energía que le habría permitido quedarse allí durante horas. Me lanzó una furiosa mirada azulada.
—No importa. No puedes protegerle todo el tiempo.
Myra se fue de allí justo cuando Augusta se incorporó de nuevo y, acto seguido, se abalanzó sobre Mircea, gritando y braceando como si le culpara de los riesgos sufridos. Le tiré la capa y Mircea la usó para envolver a Augusta y aplacar las llamas, justo en el instante en el que volví a sentir que mi poder tiraba de mí.
—Dime, brujilla —atisbó a decir entre jadeos, sujetando con dificultades obvias a aquella vampiresa que trataba de zafarse de él—. ¿Qué es lo que ocurre cuando intentas de verdad causar problemas?
Una sensación de mareo y de nauseas me invadió por completo y me sentí caer. Me estampé con la cabeza por delante en la camilla de Mac, en la que Billy Joe había estado jugando al solitario, desparramando las cartas por todas partes.
—No voy —musité débilmente y me desmayé.