Me metí en la tienda arrastrando el petate y las bolsas de comida. Hacía casi tanto calor como en el exterior y había un aparato de aire acondicionado que no paraba de vibrar y que amenazaba con dar su último suspiro en cualquier momento. El sonido decrépito encajaba con el resto de la decoración, compuesta por unos mugrientos azulejos en el techo, una moqueta color marrón estiércol y un mostrador laminado lleno de abolladuras. Lo único que le daba algo de vida eran los cientos de dibujos de tatuajes coloridos que habían sido adheridos a casi todas las superficies del garito.
El mostrador separaba la parte frontal de la parte trasera de la tienda, que no podía ver porque una cortina marrón me lo impedía. No se veía que hubiera nadie atendiendo, así que hice sonar la campana mientras concentraba la vista sobre un ejemplar de Crystal Gazing que había sobre el mostrador. El autoproclamado guardián de la libertad de expresión en la comunidad sobrenatural tenía su habitual titular llamativo: Drácula, visto en Las Vegas: ¡El azote de Europa vive! Seh, probablemente estaba sentado en la piscina del Caesar’s Palace, comiendo galletitas rellenas, con Elvis. Lo aparté de mi vista y lo dejé debajo de la caja registradora, dando gracias por que nadie hubiera sacado a relucir mi nombre. Tenía ya suficientes problemas, no me hacía falta que los paparazi se sumaran a ellos.
Unos segundos más tarde, un hombre calvo y huesudo con un gran bigote gris apareció detrás de la cortina. Excepción hecha de las partes que quedaban ocultas por un vaquero recortado, estaba completamente cubierto de tatuajes desde su cuello esquelético hasta los dedos de sus pies, enfundados en unas chanclas. La cobra enroscada alrededor de su cuello se detuvo para sacarme la lengua, mientras que un lagarto pintado se arrastró por su frente hasta que se percató de mi presencia y se escabulló por detrás de su oreja izquierda. El águila de su pecho batía sus alas extendidas con parsimonia, mirándome con su ojo negro, el único que tenía.
Parecía que había llegado al sitio justo.
El hombre decorado observó mi expresión fascinada y se rió.
—Las tiendas que hacen mariposas y flores están cruzando la calle, cielo. —A pesar de que parecía un ángel del infierno jubilado, tenía un ligero acento. Me dio la impresión de que podía ser australiano—. Además, he cancelado todas mis citas para hoy. Me llegó algo urgente.
—No estoy aquí para hacerme ningún tatuaje —le informé, intentando no mirar el athame estampado en su estómago, que cada pocos segundos soltaba una mancha roja por la punta que se deslizaba por su piel hasta quedar oculto entre los flecos de sus vaqueros—. Pritkin dijo que le viniese a buscar aquí. He traído comida —expliqué, sujetando las bolsas en alto, lo que hizo que se le encendiese el rostro.
—Entonces tú tienes que ser Cassandra Palmer —repuso, con aire de sorpresa en su gesto. Yo asentí con la cabeza, me preguntaba qué se estaría esperando. Decidí no preguntarle cómo me había descrito Pritkin—. ¿Por qué no empezaste por ahí? Soy Archie McAdam, pero mis amigos me llaman Mac.
—Cassie —me presenté yo, estrechando la mano que me había tendido.
Alrededor de sus tatuajes más grandes había un bosque de hojas de parra pintadas que silbaban ligeramente, como si las empujara un leve viento. De entre las zonas oscuras que había bajo el follaje asomaban un par de estrechos ojos anaranjados que me observaban malévolamente.
Mac retiró la cortina y yo me metí dentro, después de colarme por el estrecho hueco que había junto al mostrador. Lo primero que vi al fondo fue a Pritkin, tumbado boca abajo sobre un banco acolchado, sin la camisa y con la cabeza mirando para otro lado. Teniendo en cuenta la cantidad de líos en los que se metía habitualmente, me esperaba que su espalda fuera un cajón de sastre de cicatrices nuevas y viejas; pero el caso es que no lo era. Sólo había una fina hilera zigzagueante en uno de los hombros, que parecía algo así como marcas de garras. Por lo demás, su piel estaba absolutamente inmaculada y cubría unos músculos mejor formados de lo que yo me esperaba, impecables de no ser por la silueta levemente morada de un tatuaje que le debían estar haciendo en el lado izquierdo de su cuerpo. El boceto estaba más o menos a medias, si bien todavía no habían empezado a rellenarlo de color. Se trataba de una espada estilizada, dibujada con un trazo muy fino, casi delicado. Pensé que aquel era un momento muy raro para dedicarlo al arte corporal, pero era su hora. Podía gastarla como deseara.
Mac levantó un espejo para mostrarle a su cliente cómo estaba quedando el dibujo y Pritkin frunció el ceño.
—Sigo diciendo que es muy elaborado. Me vale con una simple espada.
—¿Pero de qué te quejas? —preguntó Mac con incredulidad—. Mira qué líneas, qué maestría. ¡Me he superado a mí mismo!
Pritkin resopló y en cierto modo entendí cómo se sentía. Daba la impresión de que le quedaba un buen rato. La hoja de la espada se extendía por todo su lado izquierdo, hasta terminar en la parte superior de la cadera. Le habían bajado los pantalones lo suficiente como para dejar la parte superior de una de sus nalgas al alcance de la aguja. La mayor parte de su espalda tenía, como sus brazos y su cara, un ligero color dorado, como si tomara mucho el sol pero no se le quedara el color fácilmente. Sin embargo, la parte baja de la espalda y las caderas se apagaban en unos tonos más anaranjados primero y blanquecinos después. A pesar de todo, no había una línea clara entre ambas partes. Cuando me quise dar cuenta, mi cabeza se había evadido tratando de adivinar si cada área tendría una textura diferente y, de ser así, que sensaciones despertarían en mis dedos si pudiera tocarlas. En ese momento, mis pensamientos se vieron interrumpidos abruptamente. Miré hacia otro lado, aterrada de solo pensar que había estado mirando con esos ojos… ¡a Pritkin! Era evidente que estar cerca de los íncubos tenía extraños efectos secundarios.
—Tómate un descanso, John —irrumpió vigorosamente Mac—. ¡Esta preciosa jovencita nos ha traído comida!
Pritkin se incorporó, con el ceño fruncido, y dándonos la espalda mientras se subía la cremallera de los pantalones. O bien se había comprado unos nuevos o le había cogido prestados unos a Mac, porque estos no tenían ni rastro de sangre. Le lancé una sonrisa para restar tensión al momento.
—¿John?
—Es un buen nombre inglés, muy honesto —espetó, enfadado por alguna razón que yo no acertaba a ver.
—Perdóname —me excusé, tendiéndole la bolsa de comida para calmarle—. Es sólo que no te pega mucho.
—¿Qué parte? —preguntó Billy Joe, que se encontraba flotando al fondo de la sala, cerca de la pared sobre la que estaba apoyada el golem, tan callado como la estatua que no era—. ¿Lo de buen, lo de honesto o lo de inglés?
Le ignoré y cogí medio bocadillo de albóndigas antes de entregarle el resto de la comida a Mac. El olor que había en el coche me había recordado que el único alimento que había ingerido en todo el día era el puñado de cacahuetes que comí en el garito de Casanova. El bocadillo ayudó mucho a mejorar mi humor y, después de unos bocados, fui capaz incluso de sonreír de nuevo a Pritkin, que estaba cogiendo una camiseta verde de manga corta.
—¿Te habías olvidado de que me iba a pasar?
—No estaba seguro de que fueras a hacerlo —repuso con brusquedad.
Se me planteaba una diatriba: o perdía el tiempo discutiendo con él sobre el valor de mi palabra o me comía el resto del bocata. Opté por lo último. Después de echar un vistazo alrededor, me di cuenta de que la trastienda no era más interesante que la habitación que me recibió y que no iba a encontrar mucho entretenimiento por allí. Sus paredes de ladrillo visto contenían algo metálico que parecía como una especie de lavadora, pero que probablemente no lo era, una mininevera, una cama plegable con un montón de libros viejos apilados encima, una papelera llena a rebosar y la mesa de tatuajes con todo el equipo.
Me tragué el último trozo y me limpié la salsa de tomate de la barbilla.
—Tic tac. Te quedan cincuenta minutos. Si quieres gastarlos comiendo o haciéndote un tatuaje, adelante. Pero cuando se acabe el tiempo, yo me largo de aquí.
—¿Para ir adónde? —inquirió Pritkin mientras observaba su bocadillo como si pensara que le había metido algo poco deseable dentro—. Si te ronda por la cabeza la ridícula idea de sobrevivir a un viaje al Reino de la Fantasía por tu cuenta, permíteme que te señale un pequeño detalle. Tu poder no funcionará allí; y, si lo hace, será muy impredecible. Por esa razón las pitias se han acostumbrado a dejar a los duendes obrar por su cuenta. Puedes ir contra la tradición, pero si no puedes confiar en tu poder y tu protección está bloqueada, no durarás ni un día.
Se sentó en el catre y empezó a diseccionar su almuerzo mientras yo me sumía en mis pensamientos. Mac se había subido a un taburete que estaba junto a la mesa y mascaba la otra mitad de mi bocadillo sin decir ni una palabra. Billy seguía revoloteando y se echaba el sombrero hacia atrás con un dedo nebuloso.
—En eso tiene razón —comentó.
—Hombre, muchas gracias.
Billy elevó su insustancial parte de atrás hasta llegar al extremo de la mesa y me miró con gesto serio. Aquella era una expresión que usaba con tan poca frecuencia que consiguió captar mi atención.
—Ese tío no me gusta más que a ti, Cass; pero, si estás decidida a hacer esto, un mago de la guerra puede serte muy útil. Piénsalo. Tenemos que llegar hasta el Reino de la Fantasía, lo cual no es precisamente fácil en ningún caso, pero mucho menos con toda la seguridad que habrá por la guerra. Una vez allí tendremos que evitar a los duendes, a los que no les gustan los intrusos, mientras buscamos al gordo y a la videntilla esta. Y, dando por sentado que nos las apañemos con todo eso, tendremos que vernos las caras con esos dos al final de todo. Y si los duendes los están escondiendo, no va a resultar divertido. Podemos echar mano de alguien que nos ayude.
—Todavía no tenemos ninguna oferta —le recordé.
Mac parecía sorprendido por mis comentarios aparentemente aleatorios, pero Pritkin los ignoraba. Supongo que había aprendido que, dondequiera que yo estuviese, Billy no andaría muy lejos.
—Si no intenta ayudar, podría haberse apartado y dejar que los magos te capturaran en el casino.
—Me las podría haber apañado por mi cuenta —repuse escuetamente.
Aquello me sonó demasiado subido de tono hasta a mí, pero eso no significaba que no fuese verdad. No me hacía falta que Pritkin ni nadie viniese al rescate.
—Seh, pero creí que estabas intentando evitar usar el poder.
La conversación empezaba a irritarme.
—¿Te vas a limitar a sentarte ahí y comer? —le pregunté a Pritkin enfadada. Él miró hacia arriba con un gesto de disgusto dibujado en el rostro. No estaba segura de si era por mí o por la comida, así que lo dejé correr.
—Hemos trabajado juntos antes cuando teníamos una causa común. Ahora volvemos a tenerla. Te propongo que unamos nuestras fuerzas el tiempo suficiente como para que nos ocupemos de nuestro dilema mutuo.
—¿Te llevas mal con Tony? ¿Desde cuándo?
Aquello me resultaba terriblemente oportuno.
—El Círculo ha lanzado una orden de búsqueda y captura contra él, pero no es eso lo que me interesa.
Hice una bolita con el papel de mi bocadillo y lo lancé a la papelera. Fallé.
—Entonces, ¿qué es lo que te pasa con él?
Pritkin bebió un sorbo de una de las Coca-Colas que nos había pasado Mac e hizo un gesto de hastío.
—Quiero que me ayudes a recuperar a la sibila a la que llaman Myra —me informó.
—¿Cómo? —me quedé mirándole. Resultaba desconcertante y algo más que sospechoso que el primer nombre de mi lista también encabezase la de Pritkin.
—Ninguno de nuestros hechizos de localización han servido para nada. Por ello resulta bastante probable que se esté escondiendo en el Reino de la Fantasía, donde nuestra magia no funciona. A cambio de tu ayuda, te prometo que no te llevaré ante el Círculo y que te ayudaré a saldar tus cuentas con tu antiguo maestro.
Le lancé una mirada iracunda.
—No sé ni por dónde empezar. Primero, tú no me llevas a ninguna parte, y segundo, ¿por qué debería ayudarte a recuperar a mi rival? ¿Para que tu Círculo pueda matarme y volver a ponerla a ella? Por alguna razón, la cosa… como que no me atrae mucho.
—El Círculo no tiene ninguna intención de ponerla en tu lugar —matizó adustamente—. Por lo que respecta a la otra cuestión, no sobreestimes tus capacidades, ni infravalores las mías. Si quisiera capturarte, lo haría. Incluso en el caso de que yo no lo hiciera, alguien lo haría. El Círculo nunca dejará de perseguirte y les basta con tener suerte una vez. Por el contrario, a ti te toca evitar todas sus trampas, con el poco conocimiento que tienes de las ayudas que te puede ofrecer el mundo mágico. Únicamente con mi ayuda podrás tener la esperanza de evitar el destino que el Círculo ha tramado para ti… y para ella.
—Oh, sí, claro. Se van a cargar a la única persona iniciada y preparada que tienen. ¿Cómo pude dudar de ello?
El Círculo podía querer verme muerta, pero tenía múltiples razones para mantener a Myra con vida y a salvo. Había estallado una guerra y necesitaban imperiosamente la ayuda que les podía llegar de una pitia maleable como Myra.
Me quedé mirando a Mac, cuyo rostro estaba marcado por un gesto agrio.
—Algunos de nosotros hemos percibido últimamente una tendencia preocupante entre los líderes del Círculo. Parece que cada día se preocupan menos de nuestra misión tradicional y más del poder. El Plateado siempre se ha diferenciado del Negro, no solo por la forma en la que cada uno obtiene poder, sino también por lo que hacemos con él. Tengo miedo de que el Consejo se haya olvidado de eso.
Mac asintió con la cabeza.
—Y ahora tenemos a una nueva candidata a pitia, una de las iniciadas más dóciles que ha habido. Si tanto tú como Myra morís, creen que será ella la que lo heredará —prosiguió, meneando la cabeza fatigosamente, lo que provocó que una libélula agitase sus brillantes alas verdes sobre su hombro derecho—. Sabía que había algo podrido en nuestro interior, pero esto es peor de lo que cualquiera de nosotros podía haber previsto. El poder elige a la pitia. Esa ha sido la máxima durante miles de años, porque tener a la persona equivocada en ese puesto es una invitación al desastre. Los magos oscuros siempre están intentando encontrar maneras de dar saltos en el tiempo, para rehacer el mundo tal y como ellos lo querrían y, de cuando en cuando, alguno de ellos lo consigue. ¡Si no tenemos a la pitia adecuada en el trono, toda nuestra existencia está en peligro! ¡Hay que detener al consejo!
—Ajá —musité, escrutando el rostro serio y poco agraciado de Mac e intentando darle el beneficio de la duda. Sin embargo, resultaba difícil. El mundo en el que me había criado estaba montado en torno al principio del palo y la zanahoria, todo lo que se hacía era con vistas a conseguir una recompensa o evitar un castigo y, cuanto más arriesgado fuera el trabajo, más grandes tenían que ser las recompensas o los castigos. Teniendo en cuenta el nivel de riesgo del que hablaba Mac, la contraprestación tenía que ser de otro mundo.
Pritkin se había quedado callado mientras su colega soltaba su discurso conmovedor y se había contentado con observar furiosamente en la distancia. Chasqué mis dedos delante de su cara.
—Entonces, ¿de qué va tu historia? ¿Tú también estás en esto porque eres bueno de corazón?
Su ceño, fruncido perpetuamente, acentuó aún más el gesto.
—Estoy en esto, como tú dices, porque me sabe mal que me conviertan en un asesino. Se me encargó que localizara a Myra para llevarla a juicio, a pesar de que el veredicto en su caso se conoce de sobra de antemano. Hay otros que te están buscando a ti y no me cabe duda de que tienen las mismas instrucciones que las que me dieron a mí. Si pensaba que no se la podía coger con vida, era libre de emplear medidas extremas para asegurarme de que no seguía amenazando los intereses del Círculo.
Una palabra de las que dijo me llamó la atención.
—¿Juicio? —resultaba difícil creer que nadie fuera a perseguir a Myra por intentar matarme. Sería más probable que el Círculo le diese una medalla por eso—. ¿Qué es lo que hizo?
—Ha estado implicada en la muerte de la pitia.
Por un minuto, pensé que estaba hablando de mí, después de todo. Después me vino a la cabeza el nombre de la anterior pitia.
—Te refieres a Agnes.
—¡Muestra algo más de respeto! —exclamó Pritkin acaloradamente—. Utiliza su nombre formal.
—Está muerta —señalé—. Dudo que le importe.
—¡Pero Myra no pudo hacerlo! —irrumpió Mac—. El argumento del Consejo no tiene sentido. ¿Qué iba a ganar con eso?
A mí me parecía que era un tanto obvio.
—Probablemente pensaría que sería pitia si Agnes moría antes de que me pudiera pasar el poder a mí.
—Ese es el tema, Cassie —insistió Mac—. Como John les dijo a los del Consejo, el poder no irá al asesino de otra pitia o heredera designada. Es una vieja regla para evitar que las iniciadas se maten unas a otras para conseguir el puesto.
Mi cerebro pegó un frenazo brusco.
—Repite eso.
—El poder nunca ha ido a parar al asesino de una pitia o de su heredera —repitió Mac lentamente.
—¿No lo sabías? —preguntó Pritkin.
—No.
Es más, no sabía si creérmelo. Realmente deseaba hacerlo, porque significaría que, a fin de cuentas, Myra no tendría en su agenda acabar conmigo. Sin embargo, me resultaba difícil pensar que Myra quisiera que el pasado siguiera siendo pasado. No pegaba mucho con su estilo, sobre todo después de las dos heridas de arma blanca que le dejé en el torso. Por no mencionar que, incluso en el caso de que decidiese echarse atrás, no me parecía que Rasputín estuviese muy dispuesto a tocar retirada. Necesitaba que Myra fuera pitia para tener alguna opción de vencer, o incluso de sobrevivir, en esta guerra. Había algo que fallaba.
—¿No se murió Agnes de vieja? —le pregunté a Mac, ya que parecía el más comunicativo de los dos.
—Eso creíamos en un principio. Pero cuando estaban preparando el cuerpo para el entierro se detectaron unas extrañas llagas en él. Se llamó a un médico para que las inspeccionara y aquello le suscitó sospechas, así que se ordenó hacer una autopsia. No se murió de vieja, Cassie. La envenenaron. Y, teniendo en cuenta la cantidad de precauciones que se toman para salvaguardar a la pitia, no pudo ser fácil.
—Usaron arsénico en vez de una poción o un hechizo, que habrían sido detectados por las protecciones —añadió Pritkin, aparentemente destrozado solo de pensar que Agnes había sido asesinada por algo tan mundano—. Mira. ¿Qué sensaciones te da esto?
Me eché para atrás rápidamente, antes incluso de poder ver bien qué estaba sujetando.
—Prometí hablar, nada más —le recordé.
—Sin testigos, ¡ésta es la mejor forma de dar con el asesino!
Me quedé mirando al pequeño amuleto que sujetaba en su mano. Parecía bastante inocente, un simple disco redondo y plateado con una figura desgastada grabada en él, que colgaba de una cadena deslustrada. No me mandaba señales de advertencia como otros objetos que tenían pinta de catapultarme hacia una visión, pero tampoco tenía ganas de probar.
—¿Y bien? —Pritkin me lo arrojó, pero yo me zafé rápidamente.
—Prueba tú —le rebatí, asegurándome de que la pequeña baratija no volvía a golpearme—. No es mi problema.
—No estés tan segura de ello —me corrigió crípticamente.
Me coloqué detrás de Mac usándolo a modo de parapeto y me negué a picar en el anzuelo. Miré mi reloj inexistente.
—Vaaaya, mira qué hora es. Me temo que me tengo que ir ya. Recuérdame que no volvamos a hacer esto nunca, ¿vale?
Antes de que pudiera moverme, Pritkin estaba allí, oprimiendo el medallón contra la piel de la parte superior de mi brazo.
—¡Ay! —protesté. Él me miraba expectante. Yo le miraba a él—. ¡Eso duele!
—¿Qué ves?
—Una gran marca roja —gruñí irritada, frotándome lo que probablemente sería un moratón—. ¡Y deja de darme con esa cosa!
—Como me estés mintiendo…
—¡Si tuviera una visión, lo sabrías! —le increpé con rabia—. Ya no me limito a verlas cosas malas, consigo un asiento de primera fila. ¡Y últimamente, me llevo a quienquiera que tenga cerca en el proceso! ¿O es que ya te has olvidado?
Pritkin no respondió, se limitó a seguir sujetando el amuleto, aunque ya no trataba de marcarme con él. Solté un suspiro y cogí su puta baratija.
—¿Cómo funciona exactamente?
—Ese es el tema —intervino Mac, como si estuviera disfrutando del puzle mental—. No lo sabemos. Contenía arsénico… lo abrimos anoche. Pero el arsénico estaba aislado por el metal, no había manera de que entrase en contacto con la piel.
—¡La respuesta tiene que estar ahí! —insistió Pritkin—. Lo estaba sujetando cuando murió y contiene el mismo veneno que acabó con ella. ¿De dónde si no pudo haber venido el veneno? ¡Nadie habría sido capaz de administrárselo, sobre todo, no repetidamente!
Examiné con cautela aquel diminuto objeto. Lo habían cortado por el borde, como si fuera un guardapelo. Fuera lo que fuera lo que contuvo alguna vez, ahora estaba vacío. Lo que probablemente explicaba por qué no me decía nada. Con tanto manoseo no solo se había destruido físicamente, sino que en el proceso se había quebrado cualquier indicio psíquico que pudiera haber dejado una impronta en él. No obstante, como parecía que a Pritkin la tensión ya le llegaba hasta el techo, decidí no hacer ningún comentario al respecto.
—¿Repetidamente?
—Nadie era sospechoso porque el veneno no se administró todo de una vez —explicó Mac—. Se lo dieron durante seis meses o más, administrado en pequeñas dosis que fueron filtrándose en su sistema inmunitario hasta que finalmente acabaron con ella; El empeoramiento se achacó a su edad y al estrés de perder a la heredera.
—¿Seis meses? —pregunté.
El mismo tiempo que el Senado había mandado a Tomas para que hiciera de niñera conmigo. No me gustaba la coincidencia, pero no dije nada. Por desgracia, o mi cara me delató o Pritkin había hecho la misma conexión mental.
—Myra no pudo haber administrado el veneno —concluyó tajante—. Desapareció hace meses, mucho antes de que Agnes enfermara, y no tenía motivos. El Consejo quiere quitársela de en medio, así que están usando la historia de que está implicada para sus propios propósitos. Otros tienen motivos mejores, pero el Consejo no se puede permitir desafiarlos.
No, no lo creía. El Círculo estaba aliado con el Senado en la guerra, no podían arriesgarse a acusar a sus colegas de asesinato. No me gustaba pensar algo así, pero realmente no me sorprendería que el Senado fuera culpable de todo esto. Eliminar los obstáculos de la manera más definitiva posible encajaba con el modus operandi habitual de los vampiros. Y habría merecido la pena incluso si pensaban que solo había una oportunidad de que el poder acabase viniendo hacia mí. Creían que iba a ser su pitia, bien domesticadita, la primera en muchos siglos que estaría bajo su control en lugar de bajo el control del Círculo. Por un poder así podrían haber hecho algo mucho peor que matar a una vieja. Por supuesto, había otro duro contendiente.
—¿Y qué me dices del Círculo?
Pritkin estrechó los ojos desafiante.
—¿Qué te digo de qué?
Me encogí de hombros.
—Has dado a entender que el Senado es culpable, pero no son ellos los que están a la caza de las únicas dos candidatas que se interponen en el camino de la heredera elegida por el Círculo.
Mac parecía desbordado, pero Pritkin se quitó la patata caliente de encima.
—El Círculo no tenía ninguna razón para querer un cambio de líder. Lady Femonoe era una excelente pitia.
—Bueno, sí, ese es el tema. Que Agnes fuera buena en su trabajo pudo haber sido el problema, si es verdad que el Consejo se está volviendo malvado. Quizá se opuso a ellos más veces de la cuenta y alguien llegó a la conclusión de que una pitia más joven y maleable sería…
Pritkin me cortó con un gesto salvaje.
—¡No sabes de qué estás hablando! ¡El Consejo nunca caería tan bajo!
Me quedé mirándole, sorprendida de que ya se hubiera olvidado del infierno de mañana que habíamos pasado. Su preciado Círculo no parecía haber tenido muchos problemas a la hora de acabar conmigo o de enviarle a él tras los pasos de Myra. Supongo que nosotras no contábamos.
—Vale, entonces ¿por qué estás detrás de ella? ¿Porque crees que sabe algo?
—Me negué a matarla sin que se la juzgase —dijo Pritkin—, pero ahora mismo no hay duda de que el Círculo le ha asignado la tarea a otro. Si la encuentra primero, no tendrá oportunidad de contarle a nadie su versión de la historia.
—Les has tenido que defraudar bastante, porque ahora mismo no parecen tenerte mucho aprecio.
—Me enteré de que un informador te había localizado en el Dante esta mañana. Tuve que luchar contra el equipo del Círculo para llegar hasta ti primero y uno de ellos me reconoció.
Y, por supuesto, le habían visto en el vestíbulo conmigo también. Era probable que aquello no le hubiera hecho ningún bien a su reputación.
—Pon que la encuentras. ¿Y entonces qué?
—Se han vertido acusaciones contra ella por las que tiene que responder —repuso escuetamente—. Su destino dependerá de lo que responda.
Miré hacia abajo para que no pudiera ver en mis ojos lo que me costaba creer aquello.
—Suena como si tuvieras un plan. Ahora que sabes dónde está Myra, ¿por qué me necesitas? Como bien señalaste, no te seré de mucha utilidad en el Reino de la Fantasía, todo eso dando por sentado que lleguemos.
—Porque hay probabilidades de que pueda dar un salto en el tiempo para escapar de mí, si no hay nadie capaz de retenerla donde esté —me explicó Pritkin de mala gana—. Hay una parte de tu poder que te permite restringir las capacidades de una sibila. Normalmente se emplea con fines preparatorios, para que una pitia pueda recuperar a una sibila en el curso temporal si se mete en problemas. Deberías ser capaz de ejercer ese mismo control para asegurarnos de que Myra no pueda escapar de mí.
Le pegué un sorbito al refresco para ocultar mi expresión y Billy se fundió conmigo para que pudiéramos hablar en privado.
—O estos dos son los conspiradores más imbéciles que he visto nunca —musitó, con aire de disgusto—, o no tienen un muy buen concepto de ti.
—Las dos cosas —le respondí con mis pensamientos—. ¿Puedes colarte en alguno de ellos? Quizá así descubras qué se traen entre manos realmente.
—Va a ser que no. Los dos están protegidos hasta las cejas. Pero no nos hace falta eso para saber que están mintiendo. Si tu poder no va a funcionar en el Reino de la Fantasía…
—… entonces no podré retener a Myra para que la puedan coger, ni siquiera si supiera cómo. Seh, hasta ahí llego. Entonces, ¿para qué me quieren?
—Es bastante obvio, ¿no?
—¿Tú crees?
Billy soltó una carcajada que retumbó dentro de mi cabeza.
—Voy a echar un vistazo al Dante para ver qué oscuro asunto está preparando el Círculo, pero sólo si crees que puedes hacerte cargo de estos dos genios sin mi ayuda.
Pensé algo realmente soez y volví a sentir el repiqueteo de una carcajada antes de que se marchara de repente. Observé a Pritkin y él me devolvió una mirada absolutamente desprovista de toda expresión. Tenía una buena cara de póquer, pero no importaba. Su historia no se tenía en pie y yo no me la creí ni por un minuto.
Pritkin sabía de sobra que Myra había intentado matarme. Probablemente se esperaba que tarde o temprano ella volvería a presentarse para un segundo asalto. Básicamente, yo era el cebo. Por lo que respecta a por qué querían él y Mac encontrarla, también era obvio. Si daban con ella, tendrían un arma poderosa para dar un golpe contra los líderes del Círculo. Quizá se veían a sí mismos como revolucionarios, refundadores de un sistema corrupto, o quizá no eran más que oportunistas que pensaban que Myra era su pasaporte al poder. Fuera como fuese, a mí no me importaba, pero sí me preocupaba el hecho de que Myra nunca les ayudaría por nada que no fuese el título que quería obtener. La única pregunta era si Pritkin me mataría él mismo una vez que hubiese prestado mis servicios, o si dejaría que fuera Myra la que lo hiciese por él.
Por supuesto, sabía que se estaban engañando si pensaban que Myra iba a encajar sin más en su plan. Como había indicado Agnes cuando me cedió el poder a regañadientes, su heredera se había unido a Rasputín bien por su maldad o por su debilidad, y en cualquier caso eso la convertía en una pitia lamentable. El hecho de que, poco después, Myra me hubiera atacado, me hacía inclinarme por la opción de la maldad. Podía ser que yo no quisiera el puesto, pero esa psicópata tampoco se iba a quedar con él.
Me lo pensé detenidamente. Billy tenía razón, necesitábamos más ayuda de la que él nos podía proporcionar, y un par de magos de la guerra eran perfectos. ¿Que Pritkin quería usarme y después traicionarme? Muy bien, pero éramos dos los que podíamos jugar a ese juego. Yo dejaría que me ayudase a superar los obstáculos y, en cuanto encontrásemos a Myra, le daría la patada a él y usaría la trampa que había conseguido atrapar a las Grayas contra ella.
Sonreí al mago.
—Suena interesante. Quizá podamos llegar a un acuerdo, después de todo.
Aquella tarde fue muy instructiva. A pesar de que me había criado en la corte de un vampiro, mis conocimientos mágicos no eran muy grandes. A los clarividentes se les ve como la escoria del mundo mágico, gente con muy poco talento real que se ganan la vida contándole a la gente normal lo que quiere escuchar. Cosas del tipo: «El nombre de tu alma gemela empieza por» «M», o «S», o «R», o cualquiera de las letras más comunes del alfabeto; pero, claro, la clarividente siempre necesita sesiones posteriores para llegar a saber quién es exactamente. Sesiones caras. Nunca he hecho algo así, ni siquiera cuando he estado pelada de dinero. He podido hacer trampas en los casinos si me encontraba desesperada, pero nunca me he mofado de mi don. La mayoría de los magos en casa de Tony, sin embargo, menospreciaban mis visiones achacando a la casualidad el hecho de que se cumplieran y no querían tener nada que ver conmigo.
Los vampiros, por supuesto, tienen un talento mágico innato propio y no me refiero sólo al poder que les convierte en seres animados. La mayoría adquieren capacidades útiles si sobreviven el tiempo suficiente, y algunas de ellas pueden ser muy espectaculares. He visto a vampiros levitar y elevar a otros, despellejar un cuerpo estando en el extremo opuesto de la sala y sacar un corazón latiente del pecho de alguien con sólo pensarlo. Sin embargo, el tipo de magia que hacen los magos está por encima de ellos y los magos pierden sus capacidades si se convierten, así que no hay vampiros magos.
Creo que aprendí más de magia en aquella tarde que en diez años en casa de Tony. Todo comenzó cuando Pritkin volvió a desnudarse para que Mac pudiera acabarle el tatuaje y yo le pregunté por qué perdía el tiempo con algo así ahora. Si le preguntaba era principalmente para distraer mi atención en otra cosa que no fuera su cuerpo, que de repente me resultaba mucho más atractivo de lo que debería. De verdad que deseaba que los efectos colaterales de toparme con un íncubo se fueran pronto.
—Como te ocurre a ti, mi magia no es fiable en el Reino de la Fantasía —respondió Pritkin.
Parecía como si lo que de verdad quisiera fuese mandarme a tomar por culo, pero como habíamos acordado convertirnos en aliados, tenía que hacerse el bueno. Decidí aprovecharme de aquello mientras durara, y sospechaba que no sería mucho tiempo.
—¿Y entonces, qué, vas a ir enseñando tu varonil tatuaje por el Reino de la Fantasía?
Mac soltó una carcajada; pero, aunque la cabeza de Pritkin estaba vuelta hacia el lado contrario de donde me encontraba yo, podía adivinar que estaba jurando en hebreo. Sus hombros se tensaron, lo que contrajo el resto de su anatomía de un modo interesante. Me levanté a por otra Coca-Cola.
—Es un tatuaje especial —me contó Mac alegremente, cogiendo algo que parecía como un cepillo de dientes eléctrico sin cerdas—. Si lo hago bien, debería dejar grabada su aura, su piel mágica, así como la física. Cuando active sus escudos, se manifestará como un arma real. Y, dado que hemos aprendido esta técnica de los duendes, debería funcionar en el Reino de la Fantasía incluso mejor que aquí.
Dicho eso, colocó el cabezal del cepillo en la parte superior de la espada y empezó a grabar la tinta sobre la piel. Pritkin no se arredró, pero los músculos de sus brazos sobresalieron un poco más. Le di otro sorbo ala Coca-Cola y dejé de intentar no mirarle.
—No lo pillo —repuse un minuto después—. Tenéis armas —y aquello era decir poco—, ¿por qué no confiar en ellas?
Mac respondió, aunque su atención seguía centrada en la espalda de su víctima, sobre la que se había detenido un momento para limpiar restos de sangre.
—Las armas convencionales no les harán gran cosa a los duendes. Hace falta material mágico para resistir a la clase de cosas que pueden desplegar; pero, como dijo John anteriormente, nuestra magia no funciona en el Reino de la Fantasía —explicó, volviendo a grabar la piel de Pritkin, que esta vez sí se movió ligeramente—. Al menos, no la mayoría, y el tipo de cosas que si lo harían no están a nuestra disposición.
—¿Qué tipo de cosas?
—Oh, varias cosas —contestó Mac, con su pequeña herramienta haciendo un ruidito mientras rasgaba la piel de Pritkin.
Mac se detuvo un momento a consultar el voluminoso grimorio que tenía apoyado encima del taburete que estaba junto a él y después murmuró algo sobre el tatuaje parcialmente terminado. La imagen brilló durante un momento y después volvió a apagarse. Mac refunfuñó y volvió al trabajo.
—Lo que nos sería realmente de ayuda serían bombas de vacíos. Lo único, que son difíciles de conseguir y si las usas sin autorización firmas tu sentencia de muerte. Incluso si estuviéramos dispuestos a arriesgarnos, por alguna razón el mercado negro no confía en nosotros… muchos años sacándoles a patadas del negocio, supongo.
—¿Qué son las bombas de vacíos?
—Objetos perversos, pero que está bien tener cerca en aquellos lugares en los que hay magia que no sabes cómo contrarrestar. Nadie sabe quién las inventó, pero llevan siglos rondando por ahí. Cuando los magos oscuros se apoderan de un vacío, un mago que ha nacido con la capacidad de perjudicar al mundo mágico, le extraen la fuerza vital y la meten dentro de la esfera. El mago acaba muerto, pero toda su capacidad vital queda atrapada en un paquete extremadamente potente. Si explota, también en el Reino de la Fantasía, toda la magia se detiene o se queda descontrolada durante un rato. El tiempo que dura así depende de la fuerza del vacío y de los años de vida que le quedaban cuando fue vaciado.
—Interesante —musité, me sentía algo enferma—. ¿Qué aspecto tienen?
Tuve la precaución de no mirar a mi petate, que estaba apoyado inocentemente en el suelo, junto a la nevera.
Pensé que había conseguido mantener mi tono de voz sin alteraciones, pero Pritkin debió notar algo porque volvió la cabeza para mirarme a la cara.
—¿Por qué? —preguntó estrechando los ojos, no sé si de dolor o suspicacia, hasta el punto de que sólo se veía una delgada línea verde entre sus pestañas claras.
Me encogí de hombros.
—Sólo preguntaba. Tony solía tener armas por todas partes en todo momento. Quizá haya visto alguna.
Mac meneó la cabeza, con su cara atenta sobre la espalda de Pritkin.
—No es muy probable, cielo. Cuestan una fortuna, porque los vacíos que son lo suficientemente fuertes como para hacer una bomba así escasean y están bien protegidos. La mayoría de las que han llegado a nuestros días son del siglo pasado. Los vampiros solían cazar vacíos antes de la tregua, lo que explica que hoy en día casi no queden. A la mayoría se les borró del mapa, familias enteras fueron destruidas para engordar los arsenales vampiros.
—Entonces, ¿nunca habéis visto ninguna de esas bombas?
—Oh, me he encontrada con unas pocas a lo largo de los años. El Círculo las compra y se queda con ellas para mantenerlas alejadas de las manos de los vampiros. La casa de subastas de Donovan adquirió una en Londres, allá por el sesenta y tres. El Círculo no estaba muy contento cuando rechazaron nuestra oferta inicial y la sacaron a subasta pública, pero el viejo Donovan les dijo que era perfectamente legal. Aquella era vieja, yo la examiné y tenía que ser por lo menos del siglo XII, y por supuesto por aquel entonces no había leyes que prohibieran hacerlas. —Mac se detuvo para limpiar de nuevo el tatuaje e hizo una mueca de disgusto al ver la cantidad de sangre que tenía en el trapo—. ¿Quieres hacer una pausa? —le preguntó a Pritkin.
—No, acábalo. —Pritkin tenía los dientes bien pegados unos contra otros, pero sus ojos seguían clavados en mí. No me gustaba el aire de suspicacia que había en ellos.
—¿Qué pasó en la subasta? —pregunté, con la esperanza de que Mac acabara dándome una descripción antes o después.
—Oh, la compramos —explicó, volviendo al trabajo—. No había otra opción, en verdad. Costó una fortuna, aun así, te lo digo yo. Seguí pidiendo una autorización para poder pujar más hasta que el Consejo me dijo que dejara de molestarles y que me limitara a conseguir la puta bomba, costase lo que costase. Con todo, me parece que no entraba en sus planes gastarse un cuarto de millón por una bolita de plata, a juzgar por las quejas que escuché cuando regresé. Pero no me podían hacer nada, me había limitado a cumplir órdenes.
La expresión «bolita de plata» me rondaba por la cabeza mientras trataba de que mi gesto no indicara nada. No debí hacerlo muy bien.
—¡Tú has visto una! —me acusó Pritkin.
Me habría gustado contestarle «Seh, hay un par de ellas en ese petate de ahí», pero no sabía hasta qué punto podía confiar en mis nuevos «aliados». Pritkin necesitaba mi ayuda, así que tenía mis dudas de que pudiera agarrar la bolsa y largarse de allí, pero ¿y Mac? ¿Un cuarto de millón de libras de los años 60 cuánto sería hoy? No tenía ni idea, pero la respuesta podría ser suficiente para hacer que la lealtad del bueno de Mac se tambaleara. Su negocio no parecía lo que se dice próspero y hasta los magos pueden sentirse tentados ante la idea de una jubilación anticipada.
—Tal vez. Hace ya tiempo.
Miré hacia Mac, y Pritkin pareció disgustado por ello.
—Se está jugando la vida en este empeño. Puedes fiarte de él como lo haces de mí —insistió con impaciencia.
Levanté una ceja y Pritkin explotó. El rostro se le había ido enrojeciendo según le hacían el tatuaje, cada centímetro le costaba un triunfo, y creo que necesitaba tener a alguien a quien poder gritar.
—¡Si no confías en mí, esto no va a funcionar nunca! ¡Muy pronto va a haber ocasiones en que nuestras vidas dependan de si podemos trabajar codo con codo! Si no puedes fiarte de mí, dilo ahora. ¡Prefiero hacer esto por mi cuenta que acabar muerto porque tú estés segura de que tengo una doble cara!
Le eché un trago a la Coca-Cola y seguí sin perder la compostura.
—Si no pensara que puedo fiarme de ti hasta cierto punto, ya me habría marchado. La hora se te acabó hace algunos minutos —argumenté, posando la vista entre él y Mac—. Pongamos que, hipotéticamente, sé dónde pueden encontrarse esas armas. Yo te las describo y tú me dices qué se puede hacer con ellas. Si llegamos a la conclusión de que pueden ser de utilidad, quizá te diga dónde puedes encontrarlas.
Pritkin parecía furioso, pero Mac se encogió de hombros.
—Parece justo —se detuvo para cambiar los colores de la tinta, después de terminar todas las partes doradas de la espada—. Adelante.
—Vale.
No tenía que pensármelo, porque lo único que había cogido del Senado aparte de las trampas y las bombas de vacíos era una pequeña bolsa de terciopelo. Dentro de ella había un montón de pastillas de hueso con runas toscas grabadas sobre ellas. En la parte superior había tallados unos agujeros por los que se anudaban unas correas como si alguien las hubiese llevado puestas en lugar de usarlas para lanzar hechizos. Se las describía Mac, que dejó de trabajar para quedarse mirando, con la boca abierta.
—Eso es imposible —musitó. Pritkin no dijo nada, pero me daba la impresión de que sus ojos podían abrir un boquete en mi interior en cualquier momento—. No te estoy diciendo que seas una mentirosa, Cassie, pero si un gánster del tres al cuarto como Antonio tiene las runas de Langgarn, yo…
—Que no es él quien las tiene —le cortó bruscamente Pritkin—. ¿Dónde las has visto?
—Estamos hablando de hipótesis —repuse yo.
—¡Señorita Palmer!
—Puedes llamarme Cassie —insistí. Teniendo en cuenta que probablemente quería acabar matándome, tanta formalidad sonaba un poco extraña.
—Responde a la pregunta —farfulló Pritkin entre dientes. Teniendo en cuenta que Mac no había vuelto a trabajar sobre su espalda, supuse que yo era la causa de tal enfado.
—Te diré lo que sé —intervino Mac—, pero no es mucho. Cuenta la leyenda que las runas fueron hechizadas por Egil Skallagrimsson a finales del siglo X. —Ante mi mirada de ignorancia, Mac ahondó en la explicación—. Egil era un poeta vikingo y un camorrista; no en vano, se cobró su primera vida con seis años cuando mató a otro chico por una disputa de un juego de pelota. Con todo, fue uno de los mejores maestros de runas que ha habido nunca. Por supuesto, algunas historias cuentan que robó las runas de Gunnhild, la reina bruja de Eric el Sanguinario, rey de Noruega y del norte de Inglaterra. Y como se dice que Gunnhild tenía sangre de duende, es posible que alguien hubiera hechizado las runas mucho antes en el Reino de la Fantasía.
—Mac. —Pritkin le llamó la atención cuando parecía que su amigo empezaba a irse por las ramas.
—Oh, está bien. Bueno, hay un montón de historias sobre Egil, la mayoría de las cuales quedaron registradas en sus propios poemas. Egil se describía a sí mismo como una figura más allá de la vida que lograba cosas imposibles, como enfrentarse a un número ingente de adversarios y acabar con ellos con una sola mano, prender graneros con solo mirarlos, poner a reyes bajo sus pies con el único poder de sus palabras y sobrevivir a numerosos ataques contra su vida. Gunnhild se convirtió en su enemiga, bien porque le robó las runas o porque mató a su hijo, las historias no coinciden en este punto; pero, aun así, llegó hasta los ochenta en una época en la que la mayoría de los hombres morían en torno a los cuarenta. Siempre he pensado que era un tipo interesante.
—¿Y qué es lo que hacen las runas? —Trataba de no parecer impaciente, pero me hacían falta hechos útiles, no una clase de historia.
—Se rumorea que en algún momento hubo una colección completa, pero se deshizo hace siglos. Tampoco importa, porque se usan por separado. Cada una tiene un poder diferente asociado a ella, y la única limitación que tienen es que hay que recargarlas durante un mes después de utilizarlas. Las que quedan tienen un gran valor. Se dice que no existe protección contra ellas y que incluso las bombas de vacíos no tienen mucho efecto sobre ellas.
Le lancé a Mac una mirada escéptica. Nunca había oído hablar de ningún elemento mágico que no pudiese ser contrarrestado. Casanova había intentado venderme esa moto con mi geis, pero hasta Pritkin había admitido que casi seguro que existía una forma de neutralizarlo. Lo único que todavía no sabía cuál era.
Mac meneó la cabeza.
—Suena genial, ¿no? El caso es que el Círculo tiene en su poder dos de los discos y yo estaba allí hace veinte años cuando usaron uno para probar una nueva protección que acababan de desarrollar. La cosa en cuestión era como un muro, no había nada que pudiera traspasarlo, y con nada quiero decir nada. Veinte de nuestros mejores magos lo intentaron durante gran parte de la mañana, lo golpearon con todo lo que tenían, pero ni siquiera se inmutó. Entonces el viejo Marsden, que por aquel entonces estaba al frente del consejo, sacó las runas y decidió usar la Thurisaz. Nunca podré olvidarme de aquello, al menos no mientras viva.
—¿Qué ocurrió? —apunté.
—Si no llegaste a conocer a Marsden, te resultará difícil hacerte una idea visual de todo esto, pero imagínate al tipo más viejo, enjuto y menos amenazante que hayas visto nunca. Su magia era aun lo suficientemente potente en ese momento, no se retiró hasta hace unos pocos años, pero era viejo. Le temblaban las manos y casi siempre se manchaba de comida la pechera porque no veía tres en un burro. Se iban chocando con las cosas pero no se ponía gafas ni usaba hechizos que le mejoraran la vista. Seguía diciendo que no le hacían falta, pero tampoco dejaba de darle la mano a los percheros. A juzgar por su aspecto cualquiera habría dicho que había que meterlo en un asilo, cualquiera que no se hubiera cruzado con él, claro. Porque cuando eso ocurría, uno se daba cuenta de porqué había estado al frente del Consejo durante siete décadas.
—¡Mac!
—Vale, vale. Bueno, Marsden empleó la Thurisaz sobre sí mismo y lo siguiente que cualquiera de nosotros pudo ver fue que ya no estaba por ningún sitio y que en su lugar había un enorme, y digo bien, enorme, ogro. Era tan alto que tenía que agacharse para no darse contra el techo, ¡y eso que la Cámara del Consejo tiene una altura de siete metros! Agarró en alto la mesa del Consejo, que estaba hecha de madera de roble antigua y pesaba Dios sabe cuánto, y la arrojó de tal forma que atravesó toda la Cámara. Cuando rebotó contra la protección sin ocasionar ningún daño, aquella cosa soltó un bramido que me dejó sordo durante sus buenos diez minutos, y después volvió a la carga. El cometido de la protección era mantener intacto un pequeño jarrón que había en su interior y, hasta ese momento, no se había inmutado ni uno de los pétalos de las flores que tenía. Menos de un minuto después de que se hubiese activado la Thurisaz, la protección cayó y el jarrón quedó convertido en polvo.
—Qué… increíble.
Con mi incursión en el Senado esperaba encontrar armas y parecía que finalmente había tenido suerte y había dado con algunas. Sabiendo lo aficionado que era Tony a las sorpresas desagradables, seguro que me iban a hacer falta.
—Sí, bueno, esa parte estuvo bien, pero después nos vimos con un ogro desbocado entre manos, ¿no? Y no podíamos cargárnoslo sin llevarnos por delante también al jefe del Consejo. No es que ninguno de nosotros estuviese muy seguro de querer enfrentarse a esa cosa. Más bien todos salimos huyendo despavoridos hacia la puerta a escondernos como conejos asustados. Nos reunimos fuera y debatimos durante casi una hora sobre qué debíamos hacer, toda vez que acababa de destrozar las protecciones que velaban por la seguridad de la Cámara y estaba ya absolutamente fuera de control. Entonces el viejo Marsden apareció tan campante, y finalmente se tomó la molestia de aclararnos que el hechizo solo duraba una hora.
—¿Y qué hacen el resto de las runas? —pregunté—. ¿Hay un libro o algo?
Mac miró a Pritkin.
—Igual Nick tiene algo. No sé nada sobre los poderes de cada una, sólo conozco lo que cuentan las leyendas típicas.
Pritkin le ignoró.
—¿Cuántas tienes? —me preguntó. Aunque la pregunta estaba formulada con calma, una vena le palpitaba visiblemente en la frente.
Tenía mis dudas, pero si quería descubrir para qué servían estas cosas, tenía que ceder algo de información.
—Tres.
—¡Santo Dios! —exclamó Mac dejando caer la herramienta con la que le estaba haciendo el tatuaje a Pritkin. Un pequeño tornado grabado en el bíceps de su brazo derecho empezó a arremolinarse incluso con más entusiasmo.
—Descríbelas. —Pritkin parecía estar viviendo todo aquello con gran intensidad, pero no con el asombro de su amigo.
—Ya lo he hecho.
—¡Los símbolos! —insistió impacientemente—. ¿Qué runas son?
Mac medió en el asunto.
—Si me las dibujas, yo puedo…
Le corté y fruncí el ceño. Quizá pensaran que era una rubia tonta, pero como que no. Era una clarividente, ¿de verdad se pensaban que no conocía mis runas?
—Hagalaz, Jera y Dagaz.
—Voy a ver.
Mac dio un salto y pasó a la sala contigua, donde le oí coger el teléfono. Se me pasó por la cabeza que podía estar pidiendo refuerzos, pero lo dudaba. Aun no sabían dónde estaban las armas, y nadie pensaría que iba a llevar algo así encima en mi bolsa. Ahora que lo pensaba, no me entusiasmaba mucho la idea tampoco.
—¿Dónde las conseguiste? —inquirió Pritkin.
No se me ocurría ninguna razón para ocultárselo.
—En el mismo sitio donde me hice con las Grayas. El Senado.
—Seguro que no te las dieron sin más.
—No exactamente. —Decidí cambiar de tema—. Ejem, ¿no sabrás por un casual cómo puedo volver a meter de nuevo a las señoritas en su estuche, no?
Llevaba un rato preguntándome cuál sería el hechizo que hacía falta para atrapar a Myra en la cajita en la que habían estado metidas ellas. Sería muy práctico que Pritkin se limitase a dármelo sin más.
—Cuéntame lo que sabes de las runas.
Joder, el tío era de ideas fijas.
—Cuéntame tú lo que sepas de las Grayas e igual me lo pienso.
—Tienen que trabajar para ti durante un año y un día después de su liberación, o bien hasta que te salven la vida. A partir de entonces, quedarán libres y podrán volver a aterrorizar a la humanidad.
Me quedé mirándole.
—Eso no es lo que te he preguntado. ¡Y no las dejé salir a propósito, lo sabes!
—¡No deberías haber sido capaz de hacerlo de ningún modo! Es un conjuro muy complicado. ¿Dónde lo aprendiste?
Decidí no mencionar que lo único que hice fue coger la esfera. Pritkin ya creía que yo era peligrosa, no hacía falta echar más leña al fuego. Y tal vez aquello no quería decir nada. La cajita podía haber sido defectuosa, no había manera de saber cuánto tiempo llevaban ahí metidas. Por supuesto, si no funcionaba bien, no podía usarla con Myra. Me preguntaba si habría alguna manera de probarla.
—¿Y bien? —Era obvio que no era precisamente un tío paciente.
—¿Sabes cuál es el conjuro para volver a meterlas dentro o no?
—Sí. —Ya estaba, eso fue lo único que me respondió.
—Entonces quizá podamos llegar a un trato. Tú me dices cuál es el conjuro y quizá yo te digo dónde están las armas.
—Me lo vas a decir de todas formas —repuso él—. No puedes acercarte a tu vampiro sin mi ayuda, así que nunca tendrás la oportunidad de usarlas. Es más, quizá ni con mi ayuda sea suficiente. Tenemos que aprovecharnos de cualquier cosa que nos pueda ser útil.
Mac volvió antes de que pudiera pensar en una buena réplica.
—Nick me ha estado haciendo muchas preguntas sobre por qué quería saberlo, pero creo que he conseguido disuadirlo —explicó, mientras consultaba una nota garabateada sobre su mano—. Dice que esas dos fueron adquiridas en una subasta en Donovan allá por 1872. Un postor anónimo sobrepujó al Círculo y acabó pagando una fortuna por ellas. Desde entonces nadie volvió a oír hablar de ellas —prosiguió, mirándome—. De verdad que me gustaría saber dónde las has encontrado.
—No las ha encontrado, las ha robado. Del Senado —le corrigió Pritkin.
Mac soltó un silbido.
—Quiero oír esa historia.
—Quizá luego —repliqué, deseando que algo así le valiese.
—Está bien, pero me lo apunto —me recordó mientras volvía a consultar sus notas—. Todo esto son fundamentalmente rumores, pero Nick conoce bien las leyendas relativas a las runas, así que es más o menos lo mismo que podríamos llegar a saber por nuestra cuenta. Si alguien usa la Hagalaz desencadenará una granizada tremenda que atacará a cualquier cosa que se encuentre cerca, excepto al que la haya invocado y aquellos a quien este desee proteger. He dado por supuesto que eso quiere decir que cualquiera que esté bajo sus escudos estará protegido, si bien Nick no estaba seguro de ello. Si el hechizo se invierte, calmará hasta la tormenta más violenta.
Se me encendieron los ojos. Aquello sí que podía resultar útil. Mac leyó unas cuantas líneas en silencio y se aclaró la garganta. Posó su mirada sobre mí.
—Jera es… bueno, dicen que es, quiero decir…
—Es una piedra de la fertilidad —continué yo, esperando así desatascarle—. Provoca que haya una época de abundancia y de buenas cosechas.
—Sí, más o menos. Se cree que provoca… ejem, que ayuda en, más bien, hay quien cree que…
Pritkin le arrancó el papel de las manos y leyó por encima el párrafo que parecía estar dándole tantos problemas a Mac.
—Se anuncia como un potenciador de la virilidad, una especie de versión mágica de la Viagra —resumió, lanzándole a Mac una mirada fulminante—. ¿Eso es todo? ¿No tiene más propiedades?
Mac parecía avergonzado.
—Nick no lo sabía. Lo único que tenía era la descripción de la subasta y ya se sabe que ese tipo de textos se construyen para tratar de conseguir el mayor número de pujas. Puede que tenga otras propiedades; pero, si es así, no las mencionaron. No obstante, lo hechizaron en una época en la que se accedía a los tronos a través de los vínculos familiares. Por aquel entonces asegurar la sucesión era un objetivo igual de importante, si no más, que cualquier arma. Y tener el poder de inhibir la fertilidad de tus contrincantes era una gran ventaja, pues sembraba la confusión en sus tierras y hacía inevitable la guerra civil a la muerte del rey, lo cual te daba la opción de invadir en medio del caos.
Pritkin frunció el ceño.
—Es posible, pero nos sirve de poca ayuda. ¿Y la última? ¿Dagaz?
—Un hito —murmuré—. Marca un antes y un después.
Realmente una de esas sí que la podía usar.
Mac asintió con la cabeza.
—Tradicionalmente, sí, ese es el significado. Otra cosa es cómo se interpreta si se da el caso de una batalla de runas… —matizó, encogiéndose de hombros—. Sobre esto Nick no sabe más.
—¿Y tampoco tiene ninguna idea aproximada al respecto? —preguntó Pritkin antes de que yo pudiera hacerlo.
—No, ninguna. —Al ver nuestras caras, Mac levantó las manos—. ¡No matéis al mensajero! Esta runa no se compró con las otras; de hecho, nadie ha oído hablar de que se hubiera puesto a la venta. Así que no hay mucha cuerda de la que tirar.
Me sentía frustrada. Una runa que no servía para nada ya me era suficiente, no me hacían falta dos.
—¿Y por otras fuentes?
Mac meneó la cabeza.
—Nick ha dicho que volvería a comprobarlo, pero la cabeza de ese tío es como un ordenador, cielo. Dudo que se haya olvidado de algo, especialmente teniendo en cuenta que es su pasatiempo favorito. La runa aparece mencionada en varias fuentes antiguas, pero ninguna dice nada sobre lo que hace.
—Hay una forma de enterarse —zanjó Pritkin. Levanté una ceja—. Utiliza la runa.
—¿Estabas dormido cuando conté la historia del ogro destructor o qué?
—Si te da miedo, la utilizaré yo —dijo Pritkin con gesto despectivo—. ¿Dónde está?
Suspiré y volvía tratar de recordar cosas acerca de esa runa. Me hacía falta de verdad saber qué era lo que hacía y, si Pritkin quería arriesgar el cuello para enterarse, ¿quién era yo para detenerle? Además, tenía razón en una cosa: sin su ayuda, quizá no llegaría nunca a Tony antes que los demás; e, incluso si lo hacía, ¿qué pasaba si la runa era otra como la Jera? Tenía que saberlo no fuera a ser que la usara sobre el gordo y acabara poniéndolo bien cachondo. Sólo de pensarlo me entraban escalofríos. Mac me lanzó una mirada inquisitiva.
—Has dicho que las runas tienen que recargarse después de cada uso —le recordé—. Si la usamos ahora, no podremos volver a usarla en un mes.
Pritkin contestó antes de que su amigo pudiera hacerlo.
—Es posible. En todo caso, si no ha sido usada durante siglos, puede que haya acumulado suficiente carga como para poder ser utilizada varias veces.
—No sé si la han usado últimamente o no.
—O simplemente ese efecto acumulativo puede hacer que el primer uso que se haga genere unos efectos especialmente potentes —apuntó Mac.
Pritkin parecía enfadado con su amigo, pero a mí me parecía que tenía razón en lo que decía.
—Hay una cosa clara —repuso Pritkin con impaciencia—. No podemos hacer planes sobre cuándo usarla si no sabemos qué es lo que hace. Tal y como está ahora, no nos sirve para nada. Si la usamos, no será más inútil de lo que es ya.
Me habría gustado seguir discutiendo con él, pero no pude.
—¿Dónde está? —volvió a preguntar.
Suspiré.
—Prométeme que me dirás cuál es el hechizo para atrapar a las Grayas y te lo diré.
Ni siquiera se detuvo a pensarlo.
—Hecho.
Me encogí de hombros.
—En ese petate de ahí.