—¡Cassie!
Casanova subió por la rampa de carga, intentando minimizar su tiempo de exposición al sol. Un momento después, mis tres delincuentes aparecieron delante de mí, siguiendo tranquilamente su estela. Estupendo. Ahora que había conseguido olvidarme de ellos por un momento.
Las gárgolas echaron un vistazo al trío y empezaron a emitir un sonido estridente que me hizo taparme los oídos.
—¿Has visto lo que han conseguido tus estúpidos encantamientos? —le pregunté furiosa a Casanova mientras él patinaba antes de detenerse justo delante de mí—. ¡Me podían haber matado!
—Tenemos problemas peores.
Aparté a Enio de la gárgola más pequeña, a la que había estado pinchando con un palito. La criatura encogida, con aspecto de pájaro, y su acompañante, se fueron para dentro corriendo, graznando bien alto.
—¿Y vosotras dónde os habíais metido? —inquirí, demasiado enfadada como para preocuparme por el hecho de que enfadar a una diosa antigua no era muy inteligente por mi parte—. Las tres siempre os estáis muriendo de ganas por meteros en una pelea, pero la primera vez que necesito ayuda, ¡os vais a hacer la manicura!
Era cierto, Dino tenía las uñas recién pintadas de rojo vivo, pero también era bastante justo, teniendo en cuenta que me habían echado una mano en el bar.
Sin embargo, no estaba de humor como para preocuparme por esas cosas. Que el Círculo consiguiese bloquear mi protección me había puesto muy nerviosa, ahora que tenía tiempo de pensar en ello. Era la única arma defensiva que tenía, y estar sin ella me hacía sentir extremadamente vulnerable.
Enio parecía ofendida, pero dejó que me quedara con el palito. Penfredo y Dino se agolparon a mi alrededor cuando retomé mi bronca a Casanova.
—Ahora Pritkin está medio muerto —le informé— y los magos seguro que están…
Casanova me agarró por el brazo con tanta fuerza que aullé de dolor.
—¿Dónde está? —preguntó, mientras empezaba a rebuscar frenéticamente en su abrigo—. ¿Por qué nunca encuentro mi puto móvil cuando me hace falta? Tenemos que conseguir que le vea un médico, ¡rápido!
Por un momento pensé que estaba siendo sarcástico, pero con mirarle una vez a la cara me di cuenta de que no era así. El tipo parecía absolutamente aterrado.
—¿Qué pasa contigo? ¿Desde cuándo te preocupas por…?
Casanova me dejó allí hablando sola mientras él se metía dentro a toda prisa. Le seguí y las Grayas hicieron lo mismo conmigo. Enio cogió una escoba por el camino y la convirtió en un arma quitándole la cabeza, lo que dejó una punta dentada en el extremo. Ni me molesté en intentar quitársela. Había vuelto a ponerse en el modo viejecita, pero probablemente me habría ganado de todos modos.
Volví a entrar en la cocina y me encontré a un Pritkin furioso al que un Casanova muy azorado trataba de calmar con la mano. El mago apartó al vampiro con tanta fuerza que le lanzó por los aires y se quedó mirando a la gárgola que le había ayudado. Como estaba otra vez de pie, tuve que dar por sentado que el remedio de la gárgola, fuera cual fuera, había funcionado.
—Quítamelo de encima —ladró Pritkin—. ¡Ya!
Casanova se levantó del suelo. No solo no le respondió en sus mismos términos, sino que hasta pareció encogerse ligeramente.
—¡Puedo traer a un curandero aquí en cinco minutos!
Me quedé mirando al vampiro como si hubiera perdido la cabeza, lo cual era posible. Vampiros y magos mantienen una relación de confrontación, cuyo origen está en el hecho de que ambos aseguran ser la principal fuerza del mundo sobrenatural. Ver a un vampiro de tanta edad como Casanova haciéndole la pelota al mago de la guerra que acababa de meterle un viaje era surrealista.
—No me hace falta ningún curandero. Lo que me hace falta es que desaparezca el puto geis —replicó Pritkin furioso.
Aquello me llamó la atención.
—¿Ella puede eliminarlo?
Salí corriendo hacia adelante, casi sin atreverme a creer que fuera tan simple, y las Grayas se movieron conmigo. No obtuve ninguna respuesta porque las gárgolas empezaron de repente a chillar como si hubiera llegado el armagedón, con sus voces empastadas en una escala lo suficientemente alta como para hacer estallar varios vasos que había por allí cerca.
Me tapé los oídos y caí de rodillas por la impresión que me producía aquello y justo después Dino se colocó encima de mí. No estoy segura de si se cayó o si estaba intentando protegerme de la lluvia de comida (panecillos, bollos y diversas partes del cuerpo moldeadas en paté) que nos estaban tirando de todas partes. Fuera como fuese, el aterrizaje provocó que se le saliera el ojo de la cara y que acabase rodando por el suelo. Ella soltó un chillido y salió en su búsqueda a gatas, apartándose las gárgolas que se cruzaban en su camino a derecha e izquierda. Sus hermanas se metieron de lleno en la refriega como refuerzos y yo me refugié bajo la mesa de preparación, donde me encontré a Casanova y a Pritkin.
—¡Puedes resultar herido! ¡No puedo permitirte que salgas ahí fuera! —Casanova estaba prácticamente gritando para que se le escuchase bien y sujetaba el brazo derecho de Pritkin con ambas manos—. Las gárgolas consideran las cocinas como un lugar sagrado, igual que ocurrió antiguamente con los templos que las alimentaban. Ven a las Grayas como una amenaza, pero yo les explicaré…
—Me importan una mierda tus problemas personales —gruñó Pritkin, agarrando al vampiro por la pechera de su camisa de diseño—. Haz que me quite mi geis o tendrás más problemas de los que jamás hayas soñado.
—Eh, que soy yo la que tiene un geis aquí —interrumpí yo~, ¿recordáis? Si a alguien le tienen que quitar algo es a mí.
—Esto no va contigo —refunfuñó Pritkin mientras algo pesado golpeaba el tablero de la mesa y caía rodando al suelo. Era la pequeña gárgola que llevaba la redecilla en el pelo y tenía orejas de burro, y no se movía.
La arrastré hasta nuestro escondite de debajo de la mesa pero no estaba segura de cómo tomarle el pulso, o siquiera si se suponía que tenía que tenerlo. De lo que sí estaba segura era de que la sangre de color verdoso que estaba vertiendo sobre los azulejos no era una buena señal.
—Vale, ya está bien.
Salí de debajo de la mesa y me quedé de pie. El nivel de ruido era increíble. En los pocos segundos que me había ausentado habían destrozado completamente la cocina. Dino había recuperado el ojo, pero estaba tambaleándose en el extremo más lejano de la sala, con cuatro gárgolas colgándole de cada brazo y una más asida a su espalda, golpeándola en la cabeza repetidamente con un rodillo de cocina. Enio, en plena apoteosis sangrienta, tenía a la gárgola de los pendientes sujeta en alto por encima de su cabeza y estaba a punto de lanzarla por los aires. Sólo tirarla podría bastar para acabar con ella; pero, si no era así, aterrizar en los cuchillos que blandía una sonriente y maliciosa Penfredo sí que lo haría.
Respiré hondo y grité, más alto de lo que creía posible. Las gárgolas me ignoraron, pero las tres Grayas se detuvieron y me miraron inquisitivamente. Ninguna de ellas parecía demasiado enfadada. La única expresión que se dibujaba en una de las tres caras era la sonrisa torcida de Penfredo.
—Basta —les ordené en un tono ligeramente más normal—. Cuando dije que me hacíais falta para pelear no quería decir contra ellas.
Penfredo se rió para sus adentros y agitó el puño en el aire. Enio me miró con gesto agrio, pero en cualquier caso acabó soltando a la gárgola, que le siseó y se marchó dando tumbos, como aturdida. Dino se las apañó para llegar a tientas hasta donde estaba Enio y darle el ojo, pero su hermana se deshizo de ella sin muchos miramientos. Penfredo llegó dando saltos y se lo quitó a Dino de las manos, con aire triunfal. De repente me di cuenta.
—¿Estabais apostando por mí?
Enio se desplomó sobre la mesa de preparación, lo que provocó que algunos ojos de rábano salieran despedidos. Tenía un aspecto abatido. No estaba segura de cuál era la razón, obviamente podía ver sin el ojo, o algo parecido; pero parecía que le deprimía mucho perder su turno.
Las gárgolas detuvieron el ataque una vez que su líder estuvo a salvo, pero seguían viendo a las Grayas con una preocupación comprensible. Algunas de las que se encontraban cerca estaban empezando a comprobar el estado de sus camaradas caídas y una de ellas se estaba quitando las orejas de burro. Se le había soltado la redecilla del pelo, pero al menos estaba empezando a volver en sí. Esperaba que se recuperase, pero lo único que podía hacer por ella era asegurarme de que no le causábamos ningún daño más. Me metí debajo de la mesa y saqué a Casanova, agarrándole por su extravagante corbata.
—Diles que nos vamos a ir ahora mismo.
—¡Y una mierda nos vamos! —espetó Pritkin saliendo a gatas de su escondrijo. Tenía pinta de loco con esa ropa manchada de sangre y el pelo enmarañado. Echó un vistazo a su alrededor hasta que localizó a la gárgola hembra que acababa de soltar Enio—. ¡No nos vamos a ninguna parte hasta que ella me quite el geis!
—¡Miranda! —exclamó Casanova con un tono de voz ahogado, momento en el que me di cuenta de que quizá le estaba tirando un poco fuerte de la corbata.
La gárgola se acercó; pero, aunque resultaba difícil descifrar su cara cubierta de pelo, su lenguaje corporal no parecía muy cooperativo. Si alguien pudiera caminar de manera hosca, ella lo estaba consiguiendo. Le pegó un codazo a Pritkin en el estómago, quizá porque no podía llegar a su pecho.
—Tú bien. Nosotros a sssalvo. Buen trato.
Pritkin trató de agarrarla, pero ella esquivó sus manos con un movimiento ágil que parecía imposible a no ser que se hubiera dislocado algo. Quizá había sido así, porque las orejas se le retrajeron y le soltó un siseo, mostrando una lengua bífida nada felina. Ella se cruzó de brazos y se colocó detrás de Casanova con las piernas estiradas, con la cola alargada meneándose a ambos lados.
—Yo no me meto en los asuntos de los duendes —repuso Pritkin con arrogancia, como si él estuviera por encima de esas cosas—. Que estéis aquí de manera legal o no, no es algo que concierna a mi persona. No tienes nada que temer. Y ahora, ¡quítamelo!
—¿Qué ocurre? —le pregunté a Casanova, que se estaba colocando la corbata. La mirada que me devolvió no era muy amistosa, cosa que me pareció normal, teniendo en cuenta las circunstancias.
—A cambio de curarle, Miranda le echó un geis para que no revelase su existencia a nadie. Si el Círculo se entera de que están aquí, las deportarán.
—¿Eso es todo? —insistí, volviendo la vista hacia Pritkin con enfado, aunque él no se enteró porque toda su atención estaba centrada en Miranda. Teniendo en cuenta el ingente geis que yo tenía encima, uno tan pequeñito como el de Pritkin no me daba ninguna pena—. Si no vas a contarlo en ningún caso, ¿cuál es la diferencia? Vámonos. Esos magos podrían volver en cualquier momento.
—Yo no me voy a ninguna parte hasta que me lo quite —repitió obstinadamente. El tono que empleaba me hacía desear darle una patada. En lugar de eso, golpeé a Casanova, que alzó la vista hacia arriba desesperado.
—Miranda… —comenzó a decir con una voz de sufrimiento, pero ella no abrió la boca. No dijo nada, aunque tampoco tenía por qué hacerlo.
—¡Joder, Pritkin! —exclamé enfadada—. No me voy a quedar aquí hasta que el Círculo mande a alguien más a por nosotros. Quieres hablar, perfecto. Vamos a hablar. Si no, me largo de aquí.
—Buena idea —intervino Casanova alegremente—. Llamaré a un coche para que venga a recogeros.
Billy Joe apareció por la puerta y acabó aplastado por media docena de gárgolas. En condiciones normales, me habría sorprendido que pudieran verle, pero después del día que había tenido ni siquiera pestañeé.
—Viene conmigo —le dije a Miranda; que, pese a todo, empezó a farfullarle algo a Casanova en la extraña lengua que empleaban las gárgolas. Obviamente, ya habían tenido suficientes visitantes no deseados en lo que iba de día.
—Nanay de coches —se opuso Billy, con aire preocupado—. ¿Hay alguna salida que no pase por la puerta delantera, la trasera o las de los laterales? Porque todas están vigilás.
—¿Por quién? ¿Qué pasa ahora?
—Oh, lo ignoro —replicó Billy con sarcasmo—. ¿A quién pertenecían los magos a los que les pateasteis el culo? El Círculo sabe que estáis aquí y siguen ahí fuera apiñados. Habrá dos, tres docenas… La verdad, dejé de contar. El trío que nos encontramos en el bar era la avanzadilla, supongo, por su manera de pedirte por las buenas que te entregaras. Sin embargo, teniendo en cuenta tu respuesta, no creo que estén interesados en seguir negociando.
—Ellos atacaron primero —me defendí, aunque luego me paré a pensar si aquello era estrictamente cierto. No había visto lo que pasó en el bar entre el momento en el que yo me fui y el momento en el que Casanova y yo nos conectamos para ver a Enio batiéndose el cobre con los magos. Si Pritkin no había estado con ellos, entonces se habían visto metidos en un lío que no habían provocado. No hacía falta preguntarse por qué estaban de tan mal humor cuando nos volvimos a encontrar.
—No importa —irrumpió Pritkin, casi como si me hubiese estado leyendo la mente—. Te quieren muerta. Facilitarles las cosas no cambiará eso.
Tragué saliva. Tenía mis sospechas de que el Círculo no iba a ponerse a llorar si yo tenía un accidente, pero oírlo decir así de rotundo era duro. Se podría pensar que, a estas alturas, tendría que estar acostumbrada a que la gente intentase matarme; pero, por alguna razón, es algo a lo que no me acabo de hacer.
—Pareces seguro de lo que dices.
—Lo estoy. En parte, es de eso de lo que tenemos que hablar —añadió Pritkin observando a Casanova, que soltó un suspiro.
—Hay varias salidas de emergencia, pero ninguna es una opción deseable —comentó, dándome palmaditas con una mano—. ¿No podéis hacerlo que hicisteis antes, fuera lo que fuese, y largaros de aquí? Las defensas internas os tienen a vosotros y a ellos en el punto de mira, puedo alegar que vinisteis aquí para presionarme y conseguir información sobre Antonio, y que os marchasteis después de destrozar todo. —Echó un vistazo a su alrededor—. Y eso último no sería mentira.
—Hablando de eso, me vas a decir dónde está Tony.
—No. Si no recuerdo mal, no se me estaba dando mal no decírtelo —repuso, ofreciéndome un pañuelo, supongo que para limpiarme el trozo de tarta que había llegado a mi pelo en algún momento; pero yo pasé de él—. Te ayudaré a salir de aquí, chica* y con mucho gusto le contaré unas cuantas mentiras al Círculo para que no sigan la pista correcta, pero en lo que se refiere a Antonio…
—Ese vampiro. —Miranda escupió en el suelo—. Él en Reino de Fantasía. Él trae nosotrosss aquí, luego traiciona. Nosotros trabaja como essssclavossss.
A Casanova aquello no pareció sentarle muy bien. Sonreí a la gárgola, que ciertamente era bastante atractiva si uno se concentraba en sus ojos rojos sesgados.
—¡Gracias, Miranda! Cuéntame más cosas.
Miranda se encogió cual felino.
—No mucho que contar. El en Reino de Fantasía —miró a Casanova—. Este sssírculo, ¿vienen para aquí?
Casanova se pasó una mano por su pelo ligeramente despeinado. De alguna forma se las había apañado para evitar que le impactara la comida que voló durante un buen rato por la cocina. El único daño visible eran las pequeñas arrugas que le había hecho yo en su corbata.
—Es posible. Parece que tenemos nuestro día de invitados no deseados.
—¡No! —gritó la gárgola, pinchándole en la pierna con sus garras extendidas—. ¡Tenemos trabajar! ¡No más líosss!
En ese momento vi como un par de pequeñas gárgolas valientes intentaban empujar un carrito repleto, que de alguna manera había conseguido sobrevivir al desastre, a través del desorden formado en torno a la puerta; mientras, otra gruñía por el teléfono y garabateaba un pedido en una libreta. Estaba a punto de darle la razón a Miranda cuando decía que lo mejor era que no se nos viera el pelo (o los cuernos, o lo que fuera) cuando llegase el próximo invitado. Entonces el golem de Pritkin asomó por la puerta y volvieron a escucharse los chillidos ensordecedores por todas partes.
Solté un gruñido de disgusto y me volví a tapar mis maltrechos oídos. Pritkin miró atentamente al golem durante un minuto, como si estuviese teniendo lugar alguna clase de comunicación no verbal entre ellos, y después me miró a mí. Hizo un gesto y se hizo un bendito silencio. Sabía que tenía que ser alguna clase de conjuro, porque el alboroto no disminuyó, pero los chillidos sí se convirtieron en un débil ruido de fondo.
—Vienen hacia aquí. Tenemos que marcharnos —dijo.
Asentí con la cabeza.
—Perfecto. En ese caso, tráete al rompecorazones para que nos diga dónde está el pasadizo de Tony hacia el Reino de la Fantasía. Y no mientas —advertí a Casanova—. Sé que tiene uno.
—Sí, lo tiene, pero no sé dónde está —respondió Casanova distraído—. ¡Miranda! ¿Puedes decirle a tu gente que se calme? ¡No va a destrozar nada! —miró a Pritkin—. No lo va a hacer, ¿no?
—Lo hará si no nos dices la verdad —intervine con severidad.
Casanova miró por el rabillo del ojo al golem, que devolvió la mirada todo lo que las vagas hendiduras que tenía por ojos lo permitían. Era simplemente una estatua mal hecha, como si un alfarero hubiera empezado a hacerla y se hubiera olvidado de terminarla. El caso es que cuando volvió sus ojos hacia mí no me gustó mucho más de lo que le había gustado a Casanova.
—¡Que no sé donde está el puto pasadizo! —insistió Casanova—. Tony les vendía brujas a los duendes, pero tenía un grupo especial que se ocupaba de esa parte del negocio y yo no era uno de ellos. Se llevó a la mayoría cuando desapareció y el resto se marchó en la última remesa hace una semana. No están aquí.
Volví la vista hacia Miranda.
—Tú tienes que haber llegado aquí a través del pasadizo. ¡Tienes que saber dónde se encuentra!
Miranda meneó la cabeza.
—En otro lado, vemosss. Pero aquí, no —farfulló mientras cubría con un paño de cocina la cabeza de una gárgola cercana—. Como esssto.
La gárgola ciega se chocó con Pritkin, o más exactamente contra sus piernas, que eran todo lo que podía alcanzar esa cosa tan diminuta. El mago le quitó el paño y se la devolvió a Miranda de un empujoncito.
—Les deben haber vendado los ojos antes de enviarlas aquí —tradujo Casanova—. Supongo que Tony no quería que supieran cómo funcionaba el sistema por si los magos las encontraban.
—¿Y tú? —le pregunté a Pritkin—. El Círculo tiene que tener acceso al pasadizo.
—Nosotros usamos el de la MAGIA —respondió.
Suspiré. Por supuesto. Tenía sentido que la MAGIA (la abreviatura de Metafísica Alianza de Grandes Interespecies Asociadas) tuviera un pasadizo. Se trata de una especie de Naciones Unidas de lo sobrenatural, con representantes de magos, vampiros, híbridos y duendes, y los delegados del Reino de la Fantasía tenían que llegar allí de alguna manera. La parte buena era que estaba cerca, en el desierto que había fuera de Las Vegas. La parte mala era que MAGIA estaba codo con codo con la gente que me andaba buscando, y no precisamente para desearme un feliz cumpleaños. Aún estaba por ver si viviría lo suficiente como para celebrar mi vigésimo cuarto cumpleaños, pero meterme en la boca del lobo no parecía el mejor modo de conseguirlo. Por desgracia, los pasadizos hacia el Reino de la Fantasía no están lo que se dice perfectamente señalizados sobre el terreno y todos los demás sin duda también estarían vigilados. Siguiendo la teoría de que es mejor lo malo conocido, decidí optar por la MAGIA. Al menos ya había estado allí antes y sabía un poco cuál era su disposición.
—¿Sabes exactamente dónde está? —pregunté.
El recinto de la MAGIA es grande, así que estaría bien acotar un poco.
Pritkin me miró con incredulidad, pero fuera lo que fuese lo que me dijo quedó ahogado por el sonido de las sirenas. El ruido metálico se abrió paso tímidamente en la burbuja de silencio, pero Casanova empezó a jurar en hebreo.
—Los magos han entrado en tropel, es una alarma general.
—Saca a los humanos de aquí —ordenó Pritkin.
Casanova asintió sin protestar por el modo en el que el mago le sujetaba el brazo.
—Casi está hecho, el protocolo estándar es simular una fuga de gas cuando haya una emergencia y evacuar a todo el mundo. Además, se supone que los magos deben evitar los conjuros delante de la gente normal, ¿no?
—En condiciones normales, sí. Pero la quieren a toda costa —explicó Pritkin moviendo su cabeza en mi dirección.
Casanova se encogió de hombros.
—Si hay fuegos artificiales, la gente pensará que es parte del espectáculo, siempre y cuando no haya humanos heridos. Este lugar fue diseñado para tener este aspecto por una razón: ya hemos tenido deslices antes. —A juzgar por la manera en la que Pritkin frunció el ceño, me dio la impresión de que no se había dado parte de tales deslices—. Vamos a sacaros a todos de aquí sin poner en riesgo vuestra integridad, después me podré concentrar en controlar los daños.
—¿Dónde está la salida de emergencia más cercana? —pregunté.
—Gracias a ti, la mayoría están tomadas. Vuestra mejor opción es la que lleva al sótano de una licorería en Spring Mountain, que está justo después de la Franja. —Casanova se dirigió hacia el teléfono del servicio de habitaciones y se lo quitó de las garras a la gárgola que tomaba nota de los pedidos. Después se la quedó mirando por encima del hombro—. Tengo un coche esperándoos en la trasera de la tienda, pero eso es todo lo que puedo hacer.
—Espera un momento. Tienes un lugar seguro, ¿verdad?
—¿Por qué? —preguntó Pritkin con suspicacia.
—Oh, mierda —dijo Billy.
—¿Quieres que nos arriesguemos a llevárnoslas al Reino de la Fantasía con nosotros? —pregunté.
Billy gruñó y miró a las Grayas, que estaban devorando sándwiches de dedo.
—¿Teniendo en cuenta lo que acabó pasando la última vez? Joder, no.
Miré a Casanova, que estaba en medio de una conversación telefónica.
—Están atravesando el sistema de seguridad casi como si no estuviera ahí —nos informó, retransmitiéndonos lo que le estaban contando—. Un grupo de magos está apostado en torno al Camerino de los Artistas, pero hay otros dos equipos más y… ¡mierda!*. Han disparado a Elvis. Dime que esto no está pasando —le imploró al que estuviese al otro lado del hilo telefónico.
—¿Han disparado a un imitador? —pregunté sorprendida, al borde de la conmoción. Se supone que los magos protegen a los humanos, no los usan para sus prácticas de tiro, aunque en mi caso parecía que se habían olvidado de eso.
Casanova meneó la cabeza.
—No, no, al de verdad —me corrigió, concentrando de nuevo su atención sobre el teléfono—. ¡No, no! Deja que sean los nigromantes los que se ocupen de los arreglos, ¿para qué les pagamos si no? Y diles que vuelvan a poner a Hendrix, vamos a necesitar a un sustituto.
Perdí el hilo de la conversación porque las puertas abatibles de la cocina saltaron por los aires directamente hacia donde estaba yo. Penfredo, a quien ni siquiera había visto moverse, las cogió en el aire y las mandó volando de vuelta al grupo de magos de la guerra que se estaba asomando por la entrada. Enio trató de esconderme bajo la mesa, pero yo la cogí por la muñeca.
—¿No querías divertirte un poco? —musité.
Ella me lanzó una mirada fulminante. Obviamente, ella tenía la sensación de que nuestro concepto de diversión era diferente.
—Lo digo en serio —reiteré.
Con la cabeza señalé a los magos, que estaban siendo atacados por una oleada de gárgolas que no paraban de sisear y que aparentemente no habían reparado en los destrozos de las puertas. Los magos estaban prácticamente enterrados bajo un mar de alas que no cesaban de moverse y garras que se clavaban una y otra vez, pero sabía que aquello no duraría mucho.
—Diviértete. Pero no mates a nadie.
El rostro de Enio se iluminó con una gran sonrisa que le hizo parecer un niño en la mañana de Navidad. Lo siguiente que vi fue que alzaba la gigantesca mesa de preparación con sus brazos y la tiraba hacia el boquete que había quedado abierto después de que arrancaran las puertas. Tanto ella como sus hermanas cruzaron la sala a la carrera y saltaron por encima de la mesa, cacareando como las buenas amigas que eran mientras iniciaban la ofensiva sobre la segunda oleada de magos que intentaba entrar.
—Acabo de ganar algo de tiempo —le comenté a Pritkin, que parecía inmerso en un conflicto interno. Quizá estuviera teniendo problemas con el Círculo, pero obviamente no le gustaba ver a los magos convertidos en juguetes en manos de las Grayas. Dado que el concepto de justicia que tenían los magos era llevarme ante un tribunal ilegal y sentenciarme a muerte rápidamente, yo no tenía ese problema.
—¡Vamos!
Pritkin ignoró mi llamada y se dirigió a un grupo de tres gárgolas para arrebatarles de las garras a un mago a cuyo rostro las bestias le acababan de presentar el rallador de queso. Según parecía, los escudos no funcionaban tan bien contra los duendes; a juzgar por su expresión agónica, aquella iba a ser una lección que el tipo probablemente no iba a olvidar.
Pritkin le dejó inconsciente y después agarró a Miranda. Ella intentó morderle, pero Pritkin la tenía sujeta por el cuello y la mantenía a una distancia de seguridad de su cara. Aquello no evitó que el resto de su cuerpo acabara con arañazos de consideración, pero aun así siguió manteniéndola en el aire. Su concentración, no obstante, debió resquebrajarse porque la burbuja de silencio se desmoronó de repente. Pritkin dijo algo, pero no pude oírle con el ruido de las sirenas, que ahogaba hasta el de las gárgolas.
No me podía creer que Pritkin todavía siguiese obsesionado con ese estúpido geis. A mí me parecía inofensivo, sobre todo ahora que el Círculo estaba enterándose de lo de las gárgolas por su cuenta. No obstante, le conocía lo suficientemente bien como para no molestarme en discutir.
—¡Miranda! —grité, literalmente a pleno pulmón—. ¡Quítale el geis! ¡Casanova te esconderá de los magos!
Aquello consiguió llamar su atención, así que giró sus ojos rasgados de gata hacia mí. No le quitó las garras de encima a Pritkin, pero tampoco me importaba.
—¿Prometesss? ¿Nosotros no volvemos? —preguntó, consiguiendo de algún modo que su voz se escuchase en medio del alboroto.
—Lo prometo —vociferé, dándole un codazo a Casanova, que se había abierto paso en medio de la batalla para llegar hasta donde estábamos nosotros. Parecía alarmado, pero no le di ni una oportunidad de protestar—. Sabes que puedes hacerlo. Tony tiene todo tipo de escondrijos por aquí.
Casanova volvió la vista hacia arriba con fastidio.
—¡Claaaaro que sí!* ¡Y ahora marchaos! —nos ordenó.
Miranda sonrió, lo cual deparaba una sensación extraña con ese rostro lleno de pelo, que dejaba ahora al descubierto un montón de colmillos brillantes.
—Essssto me sssuena —me dijo Miranda.
De repente, Pritkin tenía entre manos una bola de pelo que no paraba de escupir, sisear y retorcerse. En su rostro aparecieron cuatro marcas de arañazos profundas y yo lo golpeé en el hombro.
—¡Déjala y te ayudará! —aullé.
Al final, Pritkin la soltó, tras lo cual Miranda estuvo un momento atusándose el pelaje. Después agitó una zarpa en un gesto curiosamente grácil y dirigido hacia Pritkin. No noté ningún cambio, pero supongo que él sí porque me cogió de la mano y tiró de mí para que siguiéramos a Casanova, con aire enfadado, como si yo hubiera sido la que hubiera estado retrasando las cosas.
—Te ensenaré el túnel, pero tenemos que darnos prisa. No me pueden ver contigo —explicó el vampiro.
Miré a mi alrededor a ver si estaba Billy Joe, pero había desaparecido. Esperaba que estuviese haciéndose cargo de mi recado y no interfiriendo en algún juego de dados por ahí. Si se concentraba, podía mover objetos pequeños, y lo de manipular partidas en el casino le divertía a rabiar. El golem apareció delante de nosotros, con un cuchillo de carne sobresaliéndole del pecho de arcilla, si bien no parecía que le afectara. Nos adentramos en la sala de refrigeración y Casanova apartó un gran contenedor de plástico lleno de lechugas. Señaló hacia lo que parecía una pared de hormigón armado.
—Por ahí. El coche está ya en su sitio y el conductor os esperará para daros las llaves. ¡Dadme lo que queráis poner a salvo y largaos!
—Se lo daré al conductor. Mira, lo que te agradecería de verdad…
Casanova me interrumpió con un gesto.
—Tan solo asegúrate de que este sitio no vuelva a caer en las manos de ese estafador —aseveró tajantemente.
—Puedes confiar en ello —espeté. Solo esperaba poder cumplir mi parte del trato.
El hombre que nos estaba esperando al final del largo y sofocante túnel se reclinaba despreocupadamente sobre un lujoso BMW nuevo, con los brazos cruzados, obviamente aburrido. Me quedé mirándole boquiabierta, con mi cerebro inmediatamente inundado de imágenes de noches tórridas, sábanas arrugadas y sexo increíble. No eran solo sus tupidos rizos negros, tan brillantes como el coche que tenía detrás de sí, que pedían a gritos que cualquier hembra de menos de ochenta años deslizase sus dedos entre ellos. No era sólo su cuerpo musculoso y reclinado, enfundado en unos vaqueros ajustados y una camiseta de manga corta, además de bronceado con ese precioso color bruñido que solo adquieren las pieles aceitunadas. Fue una atracción instantánea, una llamada de esos ojos oscuros y líquidos que sabía que no podían ser reales. Podía quedarme prendada de la mirada de un tío, pero normalmente no llegaba a interesarme tanto hasta que le conocía de algo más que de verle diez segundos.
Un íncubo, pensé, quedándome sin aliento. Y a juzgar por el nivel de interés que estaba adquiriendo mi cuerpo, uno de los poderosos. Tragué saliva y reuní fuerzas para brindarle una sonrisa.
Me la devolvió inmediatamente, posando un ojo escrutador sobre mi minúsculo uniforme.
—¿Sabes lo de nuestro descuento de empleado, querida*? Un veinte por ciento menos en todos nuestros servicios.
—Nos envía Casanova —le aclaré.
—Oh, sí, por supuesto. Soy Chávez. Significa «fabricante de sueños»…
Le corté antes de que me ofreciera hacer realidad todos mis sueños.
—La verdad es que, ejem, tenemos que irnos.
Me percaté de que había venido con un amigo, supongo que para llevarle de vuelta cuando devolviera las llaves. El apuesto rubio llevaba una gorra de béisbol del Dante y una camiseta sin mangas que permitía vislumbrar su tentador y musculoso torso. Me lanzó una sonrisa alegre de bañista playero desde el asiento del conductor de un llamativo descapotable. Aquella expresión me hizo evocar lechos de arena, brisas con sabor a sal y noches de bochorno repletas de pasión.
—Me llamo Randolph —se presentó, con un marcado acento del Medio Oeste, sujetando mi mano firmemente con su mano bronceada—. Pero puedes llamarme Randy. Todo el mundo lo hace.
—Supongo.
Al final, tuve que coger la tarjeta de presentación de Chávez, tres folletos y un pasquín que anunciaban una promoción de dos noches al precio de una, antes de que escucharan lo que tenía que decir. Convencí a Randy para que llevase a Pritkin a un salón de tatuajes donde decía que tenía un amigo que le remendaría los desperfectos. La historia me olía bastante a chamusquina, ya que la mayoría de sus heridas ya estaban cerradas, pero quizá su amigo tuviera una muda o una ducha que ofrecerle. Toda aquella sangre le hacía ser algo más que un poco llamativo, y si había algo que necesitáramos a toda costa era pasar desapercibidos.
—¿Y tú adónde vas? —preguntó Pritkin con suspicacia.
—Te dije que hablaríamos y lo haremos —le aseguré, introduciéndome en el BMW al lado de Chávez—. Te veré más tarde. Lo que no puedo es ir por ahí vestida como voy.
Billy se había presentado de sopetón mientras estábamos hablando y empezó a revolotear por la ventanilla trasera, pero en cuanto le lancé una mirada se quedó parado. No me fiaba del mago. Parecía que Pritkin y el Círculo no estaban a buenas, pero podía ser una trampa. Me hacían falta un par de ojos que le vigilaran mientras yo estaba fuera y los ojos de un fantasma me valían. Billy hizo una mueca de disgusto, pero se marchó flotando hacia donde estaba Pritkin después de dejar caer algo pequeño y metálico sobre mi mano.
—No puedes volver a tu hotel —repuso Pritkin. Su tono se acercaba más a una orden que a una recomendación.
—¿Tú crees? —murmuré, empujándole hacia atrás para poder cerrar la puerta—. Chávez puede llevarme al centro comercial. Necesito ponerme algo encima. Hasta en Las Vegas este uniforme llamaría la atención. —Por no mencionar lo incómodo que era—. Te traeré hasta comida si me lo pides con buenas formas.
Pritkin frunció el ceño, pero no había forma de que me pudiera obligar a ir con él, como él mismo pareció comprender. Después de una pausa momentánea, se echó hacia atrás para que Chávez no le aplastara los dedos de los pies con el coche. Supuse que para él aquello eran buenos modales, así que compré algo de comida después de terminar con lo que tenía que hacer.
—Necesito ir a patinar sobre hielo —le pedí a Chávez según salíamos del aparcamiento que había detrás de la licorería, mientras la salsa sonaba a toda mecha en el excelente equipo de sonido de su coche. Chávez me lanzó una mirada inquisitiva, pero no se opuso. Supongo que cuando trabajas para Casanova aprendes a tomarte las cosas con calma.
Las Vegas tiene una buena red de autobuses, pero no hay taquillas públicas en la estación central, así que tenía que pensar en algo imaginativo para guardar ciertas cosas. Dejarlas en el hotel no me parecía una gran idea, teniendo en cuenta que tanto magos como vampiros podrían localizar mi habitación en cualquier momento. Habíamos estado cambiando de hotel todos los días y yo empleaba un nombre falso, pero, con los recursos con los que contaba la MAGIA, aquello no significaba demasiado. Durante toda la semana me había sobresaltado al más mínimo ruido y no había dejado de mirar por encima del hombro por si pasaba algo, si bien era cierto que en parte aquello se debía al sentimiento de culpa que me producía mi nueva profesión como timadora de casino.
Billy me había estado ayudando a recolectar mis buenas ganancias asegurándose de que el dado y las bolas de la ruleta caían donde yo quería. No es que me sintiera orgullosa de ello, pero no me había atrevido a acceder a mi cuenta corriente ni a mis tarjetas de crédito por temor a que alguien pudiera seguirme la pista. Ahora que todo dios sabía que estaba en Las Vegas ya podría pararme en un cajero, pero en lo que sí mentí era en que necesitaba ir de tiendas. Había guardado una muda de ropa en un petate, junto con mi bolso y el botín del Senado antes de ir al Dante. La bolsa había ido a parar a una taquilla de la pista de hielo y la llave estaba escondida en una esquina oscura del vestíbulo del Dante. El hecho de que Billy no se hubiera cagado en todo por tener que ir a recuperarla demostraba que compartía mi entusiasmo por arrebatar ciertos objetos de las manos de la gente.
La pista de hielo es un lugar muy popular en los días que hace un calor de morirse y la fase de patinaje estilo libre no había hecho sino comenzar cuando llegamos. Junto a nosotros se agolpaban en las puertas una multitud de turistas en busca de algo que hacer en familia, así como un nutrido grupo de lugareños. Todos dimos un suspiro de alivio colectivo en cuanto notamos el cambio de clima. La pista tenía una tienda debajo, así que Chávez se ofreció a hacer el cargamento de comida rápida mientras yo iba a por mi bolsa. Le ofrecí dinero para pagar la comida, pero él se rio y declinó la oferta.
—Aun así, estaré encantado de darte precio por otras cosas, querida.
Me largué pitando antes de que me entraran tentaciones de aceptar su oferta. Me metí en el vestuario de mujeres y me cambié la ropa por unas zapatillas, unos pantalones cortos de color caqui y un top de tirantes de color rojo brillante. No era precisamente el paradigma de la elegancia, pero desde luego era mejor que mi look descalzo y con lentejuelas. Incluso en Las Vegas, algo así me habría granjeado alguna que otra mirada, a pesar de que la sangre de Pritkin apenas se veía en el satén carmesí.
Cuando regresé, Chávez estaba flirteando con una aturdida cajera que, al parecer, había olvidado que supuestamente debería recibir más que una sonrisa a cambio de las dos bolsas que acababa de pasar por el lector de códigos. Estaba por apostar que Chávez tenía unos gastos de subsistencia muy bajos.
—¿Estoy bien? —pregunté, preocupada por si me habría conseguido quitar casi todos los restos de la batalla campal en la cocina.
—Por supuesto que no —respondió con una sonrisa leve mientras sus ojos repasaban mi nuevo conjunto—. ¡Estás bonita!*. Tú siempre estás que rompes.
Teniendo en cuenta que tenía el pelo pegajoso por los residuos de tarta y que mi ropa estaba lo suficientemente arrugada como para que un sin techo no se hubiera atrevido a ponérsela, me tomé aquel comentario como lo que era: un acto reflejo. Probablemente Chávez era literalmente incapaz de insultar a una mujer, independientemente de su aspecto. Aquello sería contraproducente para el negocio.
—Gracias, ¿podemos…?
Me quedé muda, con el corazón en la garganta, mirando al otro extremo de la pista, a la que acababa de saltar un hombre. Por un microsegundo creí que era Tomas. Tenía la misma constitución esbelta y atlética, el mismo pelo negro largo hasta la cintura y la misma piel brillante y bronceada como si vertiesen miel sobre la nata. Hasta que se giró para coger en brazos a una pequeña muchacha que se había lanzado al hielo detrás de él no pude ver su cara. Por supuesto, no era él. La última vez que había visto al de verdad, había estado haciendo esfuerzos por mantener la cabeza sobre los hombros con el cuello roto.
—¿Qué pasa, querida? ¡Parece que hayas visto un fantasma!
Le podría haber contado que ver a Tomas sería mucho más traumático para mí que ver un fantasma, pero no lo hice. Mi antiguo compañero de piso no era mi tema favorito de conversación. Él fue quien le dio a Rasputín las llaves de las protecciones de la MAGIA a cambio de dos cosas: que le ayudara a matar a su maestro y a tener control sobre mí. Ambas venían en el mismo lote, ya que la razón para querer deshacerse de su maestro actual era que así sería libre para quitarse de en medio al antiguo. Teniendo en cuenta que el vampiro en cuestión, Alejandro, era el jefe del Senado latinoamericano, Tomas había llegado a la conclusión de que necesitaba ayuda. Quizá un día me topara con un tipo que en un principio no pensase en mí como un arma. O, teniendo en cuenta mi suerte, quizá no.
No se podía decir que las cosas hubieran salido como Tomas había planeado. Daba por sentado que había sobrevivido a la batalla, porque no es fácil matar a un maestro de primer nivel, pero lo que no sabía es si habría conseguido sortear la ira que había despertado dentro de MAGIA. Aun así, si había conseguido escaparse de allí, estaría intentando salvar su vida en cualquier escondrijo, no patinando una tarde ala vista de todo el mundo.
—No es nada —murmuré.
Chávez se reclinó sobre la valla junto a mí.
—Un hombre muy guapo. Muy predido, un tío cañón, como decís los americanos.
Le lancé una mirada. Su gesto mostraba un aire complacido, hasta un tanto depredador, mientras observaba a la figura que patinaba sobre la pista.
—¿Tú no eras un íncubo? —pregunté, porque tenía la impresión de que preferían a las mujeres. Lo cierto es que no había visto a ningún cliente masculino en el garito de Casanova.
Chávez se encogió de hombros con un estilo muy latino.
—Íncubos, súcubos, es todo lo mismo.
Pestañeé.
—¿Perdón?
—Los de nuestra especie no tenemos sexo innato, querida. En este momento, habito en el cuerpo de un hombre, pero en ocasiones he poseído a mujeres. Para mí es lo mismo. —Sus ojos refulgían según se acercaba hacia mí, deslizando un dedo cálido por mi mejilla. Era un roce liviano, pero me hizo sentir escalofríos—. El placer es el placer, después de todo.
Sus palabras vinieron acompañadas de una fricción súbita repleta de pura lujuria. No era tan desbordante como el roce de Casanova, ni llamó la atención del geis como sí consiguió hacerlo brevemente la de Casanova. Era una simple invitación, ni más ni menos; la ratificación de que cualquier paso que yo eligiese dar sería recibido con alegría y acabaría en placer. Me ponía furiosa, pero no con él. El caso es que constataba que, tal y como estaban las cosas, tenía menos control sobre mi propia vida amorosa que una monja. Incluso si perdía la cabeza y decidía aceptar una vida entera de esclavitud como pitia a cambio de un revolcón, no podía. Literalmente, no podía; a no ser que me quisiera arriesgar a volverme loca. Así lo había dispuesto Mircea.
—¿Te he impresionado?
Chávez parecía más divertido que arrepentido. Le podía haber dicho que, después de criarme en casa de Tony, no había mucho que me pudiera impresionar, pero me limité a encogerme de hombros.
—Mis cualidades amatorias son tanto de hombre como de vampiro, así que he desarrollado… ¿cómo se dice?, ¿una cierta indiferencia a las críticas?
—Creía que los vampiros y los íncubos no tenían mucho que ver los unos con los otros.
—Y así es. A mí me consideran bastante pervertido —celebró.
Sonreí pese a que no tenía ni maldita gana.
—¿Nos podemos ir?
Chávez intentó coger el petate, pero yo lo sujeté con la excusa de que él ya llevaba las bolsas de comida. Si aquello ofendió su sensibilidad de macho, no lo dejó entrever. Una vez que llegamos al coche, saqué el traje robado del petate y lo escondí entre las cajas negras que quedaban. Dejé la de las Grayas, que estaba vacía, en su sitio. Para esa tenía planes guardados.
—Casanova dijo que me pondría éstas a salvo en la casa y que no le cobraría nada a la chica que, ejem, me prestó la ropa. —Le pasé a Chávez el fardo mientras encendía el motor.
—Veré qué puede hacer, aunque quizá esté ocupado durante un tiempo —musitó, deslizando una mirada de flirteo hacia mí—. Has conseguido causar impresión, querida*. Creo que el Dante no va a volver a ser lo mismo.
Dicho eso lanzó el fardo hacia el asiento de atrás como quien no quiere la cosa y yo evité hacer ningún gesto cuando lo oí rebotar sobre el cuero acolchado. Me preguntaba, y no era la primera vez que lo hacía, si no debería haber vuelto a poner las cajas en la taquilla y decirle a los de la MAGIA dónde se encontraban. Sin embargo, con el Senado preparado para la guerra, no me fiaba de que no acabaran decidiendo que necesitaban una ayuda extra y soltando lo que hubiera dentro. Casanova no querría más huéspedes como las Grayas revoloteando por allí, así que las cajas estarían probablemente a salvo con él. Al menos hasta que pudiera pensar qué hacer con ellas.
Chávez nos condujo hasta un sórdido local de tatuajes en el que, presuntamente, estaban limpiando a Pritkin. Me cogió la mano cuando empecé a bajar del coche.
—No sé lo que estás planeando, querida*, pero ten cuidado. A los magos no hay que creerlos nunca del todo, ¿comprendes? Y a este especialmente.
Cuando trates con él, recuerda: «Presentaos como una flor de inocencia; pero sed la serpiente que se esconde bajo esa flor». —Al ver mi sorpresa por la cita, se rió—. ¿Qué te creías, que era sólo un bonito envoltorio?
Traté de negarlo entre tartamudeos, pero había dado en lo cierto y ambos lo sabíamos.
—Tienes mi tarjeta, ¿verdad? Si necesitas ayuda, llámame —sonrió, con una dentadura increíblemente blanca que contrastaba con su suave piel aceitunada—. O cualquier otra cosa. En tu caso, Cassie, mis tarifas son negociables.
Solté una carcajada y se marchó en su coche, a toda mecha. Sólo después de que se fuera me dio por pensar cómo habría sabido mi nombre. En realidad nunca me molesté en presentarme. No le di más vueltas, se lo debía de haber dicho Casanova.