3

Aterrizamos el uno sobre el otro sobre un suelo de baldosas blancas y algo hizo plaf al caer justo delante de mis narices. Mis ojos miraron fijamente para intentar identificar aquel objeto color rosa palo. En cuanto me di cuenta de lo que era pegué un grito y retrocedí, desequilibrando a Pritkin por el camino. Una mano encorvada del color y la textura de la piedra vieja cogió el objeto ofensivo y lo volvió a poner sobre una bandeja de plata.

—No se admiten huéspedes —se me informó en un tono grave como el de un barítono.

No articulé respuesta alguna, estaba demasiado ocupada observando la bandeja de dedos amputados que el propietario de la voz sujetaba entre sus garras largas y curvadas. Debería haberme preocupado más por la cara gris verdosa, como piedra enmohecida, que me escrutaba por encima de la bandeja. Tenía una herida profunda que le recorría desde la sien hasta el cuello y su único ojo, un globo estrecho y amarillo, pugnaba con dos cuernos negros en espiral por un poco de espacio en la frente, lo cual no es algo que se vea todos los días. Sin embargo, podía apartar mi atención de los dedos amputados.

Tenía que haber veinte o más, todos ellos dedos índice hasta donde podía ver, y estaban intercalados con trozos de pan. Les habían retirado la corteza y después habían envuelto cuidadosamente cada uno de ellos con un trozo de lechuga romana. Sándwiches de dedo, apuntó una parte de mi cerebro. Me quedé bloqueada, a medio camino entre las arcadas y el ataque de histeria.

Miré a mi alrededor y pude identificar una cocina bulliciosa. Había otro ente con un color también parecido al de las piedras, aunque en esta ocasión lucía refulgentes ojos verdes y alas de murciélago, sentado en un taburete cercano, amasando algo dentro de unos pequeños moldes con la forma de un dedo. Mi cerebro, aún paralizado, acabó por despertar lo suficiente como para reconocer el olor.

—Oh, gracias a Dios —suspiré aliviada apoyándome sobre Pritkin—. ¡Es paté!

—¿Dónde estamos? —preguntó, ayudándome a incorporarme de nuevo.

Tenía dificultades para mantenerme en pie, tanto porque en algún momento había perdido un zapato como porque algo gris y más grande me pasó por encima golpeándome al menear la cola. Iba vestido con la indumentaria de lino blanca y almidonada del chef, completada con un pequeño pañuelo rojo y un sombrero alto. En el pecho de la casaca había un escudo que me era muy familiar grabado en rojo brillante, amarillo y negro: los colores de Tony.

—En el Dante —respondí.

Cuando Pritkin se cayó encima de mí en el teatro, mi capacidad de concentración debió de tambalearse. Habíamos acabado desviándonos un poco.

—¿Estás segura de que estos es el casino? —insistió Pritkin sin dejar de mirar una bandeja cercana que contenía rábanos pelados parcialmente para que tuviesen el aspecto de ojos humanos. En lugar de pupilas, tenían aceitunas, y casi parecía que los pimientos nos miraban con rabia. Miré más detenidamente el escudo, que adornaba todos y cada uno de los uniformes que estaban a la vista, además de estar presente también encima del conjunto de puertas giratorias que atravesaba la sala. Me resultaba muy familiar.

Antonio Gallina había nacido en una familia de granjeros de pollos de los alrededores de Florencia más o menos en la época en la que Miguel Ángel se estaba ganando el respeto de los antiguos Medici. Unos doscientos años después, cuando el rey inglés Carlos I comprobó que su fortuna no permitía costear su obsesión por el arte y empezó a vender títulos nobiliarios, el hijo ilegítimo del granjero convertido en maestro vampiro había conseguido amasar dinero más que suficiente como para comprarse una baronía.

Personalmente creía que los heraldos, los hombres que le habían diseñado el escudo de armas a Tony, se habían tirado un poquito más tiempo de la cuenta en el bar la noche antes. Supongo que podía haber sido peor, como pasó con el pobre boticario francés al que le pusieron tres orinales de plata en el emblema; pero la gallina amarilla que le habían plantado cómicamente a Tony en el medio del escudo era ya bastante horrible. Se suponía que era un juego de palabras con su apellido, pero lo cierto es que aquel pájaro gordo tenía un misterioso parecido con su propietario.

—Bastante segura —respondí.

Le habría dado una contestación más elaborada, pero justo entonces una de las criaturas que estaban cocinando, un espécimen diminuto que llevaba una redecilla en la cabeza que le cubría sus largas y flexibles orejas de burro, pasó corriendo a toda prisa; Me pegó un pisotón con sus pezuñas en el pie que llevaba descalzo, lo que me hizo gesticular de dolor y retroceder. Todo ello acabó con Pritkin estampado contra un carrito repleto de compartimentos en los que se guardaban bandejas con pequeños calderos negros.

—¿Qué son esas cosas? —pregunté.

Me quité el zapato que me quedaba para evitar romperme el cuello en caso de que tuviéramos que salir corriendo. Seguí observando a la criatura que teníamos delante, pero no parecía abiertamente hostil, a pesar de su aspecto. Lo único que estaba haciendo para respaldar su petición era señalar enérgicamente a las puertas abatibles con una cuchara.

—Tarta al ron —vociferó un minúsculo chef que pasaba por allí.

Sólo llevaba la parte de arriba de la indumentaria habitual de casaca y pantalón, que en este caso iba barriendo el suelo. Debajo de ella sobresalía una cola larga, como de lagartija.

Se parecía a la mayor parte de criaturas que había en la habitación, que en su mayoría tenían alas de murciélago, garras en vez de manos y colas largas; pero el parecido acababa ahí. Sus cabezas se movían por un extenso rango entre aves y reptiles, unas pocas con pelo aquí y allá. Algunas tenían cuernos y otras, orejas colgantes, y su altura variaba desde los sesenta centímetros hasta los que eran lo suficientemente altos como para mirarme a la altura del pecho. Sus ojos diferían en color y tamaño, pero todos ellos parecían brillar como si los iluminase por dentro una bombilla de alta intensidad. Era enervante, sobre todo porque me recordaban a algo, y no sabía muy bien qué era.

—Gárgolas —farfulló Pritkin mientras salíamos trastabillados por las puertas abatibles hacia un pequeño vestíbulo. Estaba repleto de armamento medieval y armaduras cubiertas de telarañas, amén de escasamente iluminado por antorchas flameantes (de pega, por supuesto). Las protecciones del Dante eran mínimas en las plantas de arriba, así que la electricidad funcionaba bien, excepción hecha de los chisporroteos ocasionales. Habría resultado difícil conseguir burlar los códigos de fuego con antorchas reales.

Me quedé quieta y miré al mago, que observaba a su alrededor como si esperase que alguien fuese a saltar sobre él en cualquier momento. Sería realmente estupendo si el universo pudiera dejar de tirarme criaturas sacadas de fábulas, mitos y pesadillas.

—¡Las gárgolas no existen! —protesté al mismo tiempo que dos pequeños monstruos aparecían con carrito por la puerta y empezaban a arrastrarlo vestíbulo abajo. El suelo, pintado de tal forma que pareciese piedra envejecida, estaba cubierto con una franja de felpa vieja y marrón que apenas superaba el medio metro de ancho y que estaba colocada justo en el centro. No servía mucho como elemento decorativo y amenazaba con provocar el descarrilamiento del carrito en cuanto una de las ruedas se topase con ella.

—No son más que canalones decorativos —insistí, aunque mis ojos me indicaban lo contrario—. Todo el mundo lo sabe.

—¿Cómo puedes haber vivido tanto tiempo en nuestro mundo y saber tan poco de él? —inquirió Pritkin—. ¡Pero si te criaste en una corte de vampiros!

Por aquel entonces, los pequeños monstruos habían atravesado el pasillo y se habían detenido delante de un ascensor. Uno de ellos pulsó el botón de llamada con el extremo de una cola puntiaguda. Tenía cara de perro y cuerpo de murciélago, mientras que su acompañante estaba cubierto de escamas grisáceas y tenía una lengua de más de medio metro que no paraba de babear.

—Lo más raro de nuestro cocinero en Philly—le confesé a Pritkin aturdida— era que se había quedado casi completamente sordo después de años de escuchar heavy metal a todo trapo. Pero era humano. Bueno —rectifiqué un momento después—, lo fue hasta aquella vez que Tony le prometió fettuccine Alfredo a un huésped importante y el cocinero le entendió que quería beicon, lechuga y tomate… En cualquier caso, ¿no deberían estar decorando alguna catedral?

—Las criaturas de las catedrales no son gárgolas, son grutescos —replicó pedantemente mientras se movía en dirección al carrito.

—¡Basta! ¡Ya sabes qué quiero decir! ¿Por qué están ahí?

—Alienígenas ilegales —repuso escuetamente—. Mano de obra barata.

Me quedé mirándole con suspicacia, pero si el mago estaba bromeando yo no atisbé ningún indicio de ello.

—¿Alienígenas? ¿De dónde?

—Del Reino de la Fantasía —contestó con ese tono hosco de cuando está molesto, lo cual parecía ser la mayoría del tiempo, al menos cuando estaba conmigo—. Llevan siglos viniendo a nuestro mundo. Sin embargo, recientemente el número se ha incrementado mucho porque los duendes de la luz les han estado poniendo las cosas difíciles a los oscuros, entre los que las criaturas que llamamos gárgolas están contadas. Los magos que se ocupan de los asuntos de los duendes se han venido quejando del número de llegadas sin autorización que hemos estado recibiendo a consecuencia de eso.

—¿Entonces vienen aquí y se encargan del servicio de habitaciones?

El ascensor llegó a la planta y las gárgolas empujaron su carrito repleto hacia el interior, ignorando a los humanos que merodeaban por allí.

—Normalmente se les empleaba como guardianes de templos en el mundo antiguo y de edificios mágicos en los últimos siglos. Pero los avances en materia de protección han hecho decrecer la demanda de ese tipo de cosas. Al contrario que los duendes de la luz, no se pueden hacer pasar por humanos, así que se les restringe la entrada —frunció el ceño—. Su entrada legal —agregó.

—Supongo que aquí más o menos se confunden con el entorno —apunté yo, aunque Pritkin no estaba escuchando. Se había puesto de cuclillas y estaba mirando a la vuelta de una esquina con tanta precaución que parecía que esperase encontrar un ejército al otro lado.

—Quédate aquí —ordenó—. Voy a inspeccionar la zona. Cuando vuelva, tendremos la charla que me prometiste; si no, la próxima vez que nos veamos no será tan agradable.

—¿Agradable? ¿Qué extraña definición de esa palabra estás…?

Dejé de hablar porque ya se había marchado, desapareciendo a la vuelta de la esquina y fundiéndose con las sombras como si fuera un personaje de videojuego. El tipo estaba de la olla, obviamente; pero yo había prometido escuchar lo que me tuviera que contar. Y si había alguna oportunidad de sellar un acuerdo para que tanto él como su Círculo dejaran de seguir mis pasos, quería aprovecharla.

No creí que volver a la cocina fuese una buena idea, así que me quedé esperando en el vestíbulo. Las armaduras estaban intercaladas con tapices horrorosos y el más cercano a donde estaba yo mostraba un Cíclope abriéndose paso entre un ejército humano y comiéndose a sus integrantes, con un soldado a cada mano y un brazo asomando por su boca llena de sangre. Llegué a la conclusión de que era mejor que me concentrara en la armadura.

Aquello resultó ser más divertido de lo que me esperaba. Las armaduras se asentaban sobre plataformas de madera individuales que tenían placas de latón, cada una de ellas con una inscripción en latín. Tuve que aprender latín de pequeña gracias a la idea que tenía mi institutriz de lo que constituía una educación adecuada, pero la única vez que lo utilicé fuera de clase fue cuando Laura, una amiga fantasma, y yo decidimos divertirnos pensando lemas para Tony. El que más le gustaba a ella era Nunquam reliquiae redire: carpe omniem impremis (Nunca vuelvas a por el segundo: quédatelo todo a la primera). Yo prefería Mundus vult decipi (Cada minuto nace un idiota), pero al final nos quedamos con Revelare pecunia! (¡Enséñame el dinero!) porque encajaba mejor en el escudo. Mi latín estaba algo oxidado, pero no tardé mucho en descubrir que, como en nuestras intentonas, las inscripciones del Dante no eran tan serias como parecían.

Prehende uxorem meam, sis! (¡Quédese con mi mujer, por favor!), imploraba la inscripción del caballero que estaba más cerca de mí. Sonreí abiertamente y continué bajando por la sala, traduciendo según me movía. Algunas de las más divertidas eran Certe, toto, sentio nos in kansate non iam adesse (En verdad, Toto, me da la sensación de que ya no estamos en Kansas), Elvem vivere (Elvis vive), y Estne volumen in amiculum, an solum tibi libet me videre? (¿Lleva un pergamino bajo la capa o es que se alegra de verme?).

Estaba de cuclillas delante de un caballero, más o menos hacia la mitad del vestíbulo, intentando pillar el chiste, cuando Pritkin apareció por la esquina corriendo a toda pastilla. Sabía que había algún problema antes de que abriera la boca: el hecho de que le persiguiera un pelotón de armas flotantes me lo dio a entender.

—¡Levanta! —vociferó justo cuando una de las armas flotantes, un cuchillo lo suficientemente largo como para poder ser considerado espada corta, le asestó un viaje.

Si no lo hubiera esquivado en el último segundo, le habría rebanado la cabeza. Lo que no pudo evitar fue un medio tajo en la oreja, de la que empezó a manar un chorro de sangre roja y brillante.

Admito que por un momento me limité a quedarme allí de pie. En mi defensa diré que la última vez que había visto a Pritkin rodeado de armas que levitaban eran las suyas propias. Antes de que pudiera plantearme por qué le estaba atacando su cuchillo, otras dos figuras doblaron la esquina. Les identifiqué como los magos que se habían estado enfrentando antes a Enio en el garito de Casanova.

—¿No están contigo? —pregunté estúpidamente.

Pritkin ni se molestó en responder.

—¡Sácanos de aquí! —bramó, agitando un brazo como un mal bailarín en una pista de discoteca.

Los otros magos se pararon de repente. No supe por qué hasta que mi mano extendida se topó con un muro de energía muy tangible. Los escudos de Pritkin brillaban a nuestro alrededor, ligeramente azules y ondulantes por la luz centelleante que procedía de una antorcha cercana.

—¡Ya! —insistió.

—Entréganos a la bruja, Pritkin —exigió uno de los magos.

Era alto, con una nuez prominente, piel pálida y una voz retumbante que no encajaba en esa figura huesuda

—No merece tanto esfuerzo —añadió el mago.

—Tendrá un juicio justo —agregó el mago afroamericano, más voluminoso, que estaba a su lado, si bien la mirada que me estaba dedicando no era precisamente amistosa—. Entréganosla voluntariamente ahora que puedes.

—¿Qué está pasando? —pregunté.

La única respuesta que obtuve fue la de una cosa grande que pasó zumbando por delante de mi cara, a un milímetro de mi nariz. Salté hacia atrás pegando un grito y vi como una maza colisionaba con una armadura cercana. Tuve suerte, porque aquel montón de metal viejo estuvo a punto de clavarme la espada en toda la cabeza. La maza golpeó a aquella cosa en el pecho y le dejó una buena abolladura que le hizo tambalearse contra un tapiz.

Miré a mi alrededor presa de los nervios, sin comprender qué estaba ocurriendo. La maza había atravesado los escudos de Pritkin como si no estuvieran allí. Más preocupante aún era el hecho de que los magos no habían lanzado aquella cosa, procedía de algún sitio a nuestras espaldas, pero no había nadie detrás. A uno de los caballeros le faltaba su arma, pero no había nadie por allí que pareciera haberla lanzado.

Un sonido metálico me hizo volver la cabeza y, por un segundo, pensé que los magos estaban atacando. Sin embargo, aunque su gesto parecía aún más severo, yo ya no era su foco de atención. Sus ojos y armas apuntaban a la armadura dañada. En lugar de caer sin más, parecía que intentaba encontrar una salida por el tapiz. Una vez que se quitó todo el material pesado, empezó a buscar su espada, que había salido despedida por el impacto de la maza. Sin embargo, Pritkin consiguió hacerse con el arma primero y, a pesar de que era tan alta como él, la blandió amenazante, apuntando a la criatura.

El caballero no parecía desconcertado. Se enderezó, arrancó un escudo de la pared y lo mandó volando hacia nosotros como si fuera un frisbee de cincuenta kilos. Pritkin se tiró encima de mí, lo que nos hizo empotrarnos contra la pared justo en el momento en el que el pesado círculo de hierro cortaba el aire en el que habíamos estado segundos antes. Acabó estampándose contra una vidriera de colores que había al final de la sala, lo que hizo estallar una lluvia de fragmentos multicolores alrededor de la escalera trasera.

No había tenido tiempo siquiera de recuperar la respiración cuando Pritkin se arrojó al suelo y me colocó bruscamente a su lado, empujándome la cabeza tanto que pude experimentar en mis propias carnes lo dura que puede llegar a estar la piedra falsa. Con todo, no me quejé porque al instante noté cómo se me ondulaba el pelo al paso de otro escudo por encima de nuestras cabezas. Al final acabó desconchando la pared que había en el otro extremo de la habitación y quedó encajado a medio camino entre la escayola y las losetas de piedra.

Los dos magos de la guerra debían haber estado haciendo algo que llamó la atención de la armadura, porque la antigua reliquia empezó a moverse hacia ellos vertiendo trozos de óxido al suelo a su paso. Cogí a Pritkin por el brazo, aturdida y sin creerme lo que estaba viendo.

—¿Cómo pudo esa cosa atravesar mi protección? —musité.

El primer escudo se había quedado a menos de medio metro de nosotros y el segundo no me había dado por un centímetro. ¿Cuánto tenía que acercarse una amenaza para que mi estrella decidiese prestar atención?

Pritkin me ignoró. Se incorporó y volvió a coger la espada que había tirado cuando intimábamos con la pared. Resultó ser un mal movimiento. El caballero, con la cara cubierta por una visera, se dio inmediatamente la vuelta para dirigirse hacia nosotros. Supongo que no le gustaba que nadie tocase su arma. No podía luchar con tres magos a la vez, pero en cierto modo aquello no me hacía sentir mejor.

La sensación de malestar se incrementó un segundo después cuando en el pasillo resonó el eco del sonido de un par de docenas de figuras metálicas bajándose de sus pedestales. Parecía que las defensas internas de las que había hablado Casanova habían decidido subir la apuesta. El ejército metálico que se aproximaba hacia nosotros parecía la versión medieval de un coro de danzas, con todos los soldados moviéndose en perfecta armonía; lo único que, en lugar de soltar patadas altas, cargaban con armas a los hombros.

—El Círculo encontró la manera de bloquear tu protección, no va a funcionar —espetó Pritkin brevemente mientras yo me ponía a gatear ignorando el dolor de mi nariz maltrecha y mis rodillas repletas de arañazos.

Pritkin escrutaba la fila en busca de alguna señal de debilidad. De verdad que esperaba que la encontrase, porque los caballeros más cercanos habían empezado a hacer girar enormes mazas alrededor de su cabeza a tanta velocidad que casi era imposible verlas. Los que estaban justo detrás habían desenfundado unas espadas que tenían pinta de ser muy afiladas. Entonces tomé conciencia de lo que me había dicho Pritkin. Me llevé la mano a la espalda hasta tocar la punta superior de mi pentáculo torcido. Seguía ahí, pero sus leves bordes permanecían inactivos bajo mis dedos.

—El Círculo no puede quitarlo a no ser que te tengan en su poder —añadió—. Pero no se encenderá. No puedes depender de él.

—¿Y cuándo tenías pensado decírmelo?

Pritkin no contestó, estaba ocupado desenfundando de su cinturón una anticuada arma del calibre 45 y soltando una ráfaga de disparos sobre los caballeros que estaban más cerca de nosotros. Todas las balas impactaron en sus cuerpos, dejándoles agujeros de un tamaño considerable, pero no salió ni un chorro de sangre ni había rastro de daño corporal. La luz de las antorchas que refulgía a través de los agujeros de la armadura más cercana a nosotros tenía la respuesta a aquel enigma: lo único que veía era el interior vacío del casco y una parte del tapiz de la pared más alejada de nuestra posición. No había nadie dentro de la armadura al que poder hacer daño.

Pritkin debió imaginárselo, pues volvió a enfundar la pistola en el cinturón y lanzó una brillante bola de fuego naranja al pelotón. Tenía tanta fuerza que prendió uno de los estandartes que colgaban del techo y que en pocos momentos se convirtió en un montón de pedacitos envueltos en llamas. Sin embargo, cuando las llamaradas se disiparon, vi que la bola de fuego había tenido un efecto nulo sobre los caballeros. Los dos más cercanos a nosotros emergieron como participantes en una carrera sobre tres piernas, dando bandazos con sus cuerpos fundidos de caderas para abajo. Con todo, seguían acercándose a nosotros, y los demás solo habían quedado un poco chamuscados y aturdidos.

—Sus armas están encantadas —gruñó Pritkin con aire adusto—. Y yo llevo usando mis escudos casi sin parar todo el día. No durarán mucho, y serán pocos los hechizos que funcionen con las protecciones del casino. ¡Sácanos de aquí!

Nada me habría gustado más, pero había un pequeño problema. Podía estar en posesión de una cantidad ingente de poder, al menos de forma temporal, pero realmente no quería usarlo. El poder no se daba a cambio de nada, sobre todo en estas cantidades tan grandes. Había estado rodeada de suficientes usuarios de magia como para saber que si te prestan poder, al final te acaban pasando la factura. No me gustaba la idea de no saber cuál sería la factura, o quién me la podría mandar.

—¿Por qué nos están atacando los caballeros? —pregunté, esperando que hubiera otra solución, cualquiera que fuese—. ¡Si no hemos hecho nada!

Quizá estuviera malinterpretando la situación y las defensas del casino estuvieran en realidad intentando quitarnos a los magos de encima. Si era así, lo único que teníamos que hacer era quitarnos de en medio.

Pritkin me borró inmediatamente tal esperanza.

—Andrew y Stephan activaron las defensas automáticas al empuñar armas dentro del casino. Yo no respondí a aquello, así que deberíamos habernos quedado a salvo, pero se acercaron demasiado. Las defensas nos han confundido con los agresores, y ahora todos somos objetivos suyos. ¡Sácanos ya!

No tuve tiempo para exponer mi opinión sobre mi nuevo poder, porque tuve que esquivar una lanza que me había arrojado un caballero desde el otro lado del pasillo. Salté hacia un lado justo antes de que se clavara justo contra el suelo que acababa de estar pisando, lanzando pedacitos de hormigón pintado que salieron volando hacia mí. Noté que tenía un líquido que se deslizaba por mi mejilla izquierda y traté de quitármelo con la mano. Cuando me miré las yemas de los dedos, estaban teñidas de rojo; pero mi protección no hizo mucho más que dar punzadas. Yo me quedé mirando incrédula a mi mano manchada de sangre. Demasiado para una protección sobrenatural.

—¡Hazlo! —vociferó Pritkin.

—¡No puedo!

Sólo cambiaría de opinión si estuviera segura de que la única alternativa que quedaba era la muerte. Si alguien me mandaba una factura por lo de Londres, podría alegar razonablemente que había usado el poder para sacarme de un lío en el que me había visto metida contra mi voluntad. No tendría tal excusa para invocar el poder ahora, y no tenía intención de acabar debiéndole a nadie mi vida si podía evitarlo. Esa clase de deudas en términos mágicos puede ser algo muy malo.

Pritkin podía haberme contestado algo, pero los caballeros achicharrados estaban consiguiendo volver en sí rápidamente. Pritkin reaccionó lanzando su arsenal animado contra la multitud, para que los cuchillos volantes se convirtieran en nuevos objetivos para los caballeros. Yo añadí mis dagas al popurrí, justo a tiempo para interceptar una maza que iba dando vueltas, directa hacia el cráneo de Pritkin. No se había enterado porque estaba rechazando el ataque de una pica que había estado a punto de atravesarle por el lado contrario. La última vez que había tenido la oportunidad de ver a Pritkin luchar parecía que se estaba divirtiendo. Su cara no reflejaba esa emoción esta vez. Por supuesto, la oreja que le colgaba podía tener algo que ver con eso.

Miré a mi alrededor tratando de buscar una salida, pero no parecía que hubiese ninguna. Las escaleras traseras estaban rodeadas por un campo minado de cristales rotos, aunque tampoco es que aquello fuese un obstáculo insalvable. A mis pies desnudos no les habría hecho gracia, pero si Pritkin podía levantar aquella espada enorme, probablemente también podría llevarme en volandas. Sin embargo, tenía mis dudas de que pudiera conseguirlo mientras mantenía a raya al pelotón de caballeros que estaba entre nosotros y aquella parte de la sala. Se podía decir que ocurría lo mismo con la puerta que daba a la cocina. Estaba bloqueada por una armadura caída, que había quedado desmembrada por uno de mis cuchillos gaseosos, así como por sus tres acompañantes, que aún estaban en pie.

—¿Hay escaleras ocultas? —preguntó Pritkin con una voz calmada que sonó realmente fuera de lugar en ese momento—. A ellos debería resultarles difícil atravesarlas.

—¿Y cómo lo voy a saber yo?

Miré a mi alrededor azoradamente, pero lo que monopolizaba mi atención era un caballero que blandía un hacha de doble filo con muy mala pinta.

Alphonse, que coleccionaba armas de todo tipo, tenía una idéntica en la pared de su habitación del pánico. Si ya parecía amenazante allí colgada, era mucho peor ahora que estaba casi lo suficientemente cerca como para rebanarle el cuello a Pritkin, o a mí misma.

—¡Prueba con los tapices! —ordenó Pritkin, moviéndose rápidamente hacia adelante para tratar de asestarle un golpe a la armadura a la altura de las rodillas—. ¡Podría haber una puerta secreta!

Su espada le arrancó la pierna a uno de nuestros atacantes, lo que le hizo tambalearse. Aun así, continuó viniendo hacia nosotros, arrastrándose con los brazos y empleando la pierna que le quedaba para empujarse. Aun más desconcertante era su miembro amputado, que reptaba detrás de la armadura intentando reincorporarse a la fiesta. Para poder detener a uno de estos tendríamos que desmembrarlo por completo, y ellos eran muchos y nosotros muy pocos para que tal solución fuese viable. Acabaríamos hechos pedazos mucho antes que ellos.

Corrí la cortina que me quedaba más cerca, pero mis ojos no vieron más que piedra falsa. Recorrí el lugar con las manos con la esperanza de encontrar una puerta oculta, pero no hubo suerte. Volví la vista hacia el ascensor, pero la luz indicaba que estaba a cinco plantas de distancia. Por no mencionar que los dos magos estaban librando la madre de todas las batallas justo delante de él.

Mientras arrancaba el resto de los tapices que quedaban en nuestra menguante zona segura buscando salidas que no existían, la pierna amputada de la armadura se volvió a unir al cuerpo. El metal que había en la parte superior del muslo se hizo líquido, como si fuera mercurio, y las dos partes acabaron soldándose sin dejar ni rastro de la fusión. Un segundo después, nadie habría podido decir que allí había habido una herida. Finalmente acepté que nos encontrábamos en una situación imposible. Hasta el desmembramiento no era sino un ligero inconveniente para aquellas cosas. Tony era un tacaño cabrón, pero no en temas de seguridad. Mierda.

—¡No hay escaleras! —grité.

Pritkin giró sobre sí mismo barriéndole los pies a otro caballero y me golpeó con el codo. Caí delante de un pedestal vacío, con los oídos pitándome. Mi cerebro tradujo automáticamente la frase que tenía delante de los ojos: Medio tutissimus ibis (Por el medio irás muy seguro). Era una cita de Ovidio que aconsejaba moderación y sonaba realmente extraña en el Dante, hogar de lo extremo.

Mientras hacía esfuerzos para incorporarme, los seis caballeros que había en la parte más alejada del pasillo y que se habían ido acercando con paso pesado hacia nosotros llegaron a ponerse a tiro. Aquello nos dejaba la opción de acabar ensartados por ellos o desmembrados por sus colegas del otro lado, porque era obvio que no íbamos a conseguir contenerlos mucho más tiempo. Estaba a punto de mandar a tomar por culo las consecuencias y hacer que nos largáramos de allí cuando me percaté de algo interesante.

Uno de los cuchillos más grandes de Pritkin estaba rebanando afanosamente a un caballero que había por allí cerca. La armadura había perdido su arma, que se había quedado en el puño recién amputado a la altura de la muñeca. Pero no estaba haciendo esfuerzo alguno por recuperarlo, a pesar del hecho de que estaba tirado en la tira de moqueta a no muchos centímetros de la armadura. La mano con cota de malla tampoco se movía ni intentaba reincorporarse al cuerpo como había hecho la pierna del otro caballero. De repente me di cuenta de que podía ver aquello con claridad porque no había ni un solo caballero cerca del centro de la sala.

Estaban agrupados a los dos lados de la estrecha tira de moqueta, que trataban de evitar tocar a toda costa. Volví la vista hacia la pelea que tenía lugar a nuestras espaldas y la historia se repetía. A un lado, un grupo de caballeros había ido a por los magos, mientras que los que estaban en el otro habían venido a por nosotros. Ninguno de los grupos había entrado en contacto con la moqueta andrajosa del centro. Durante un breve instante, casi me sentí con ganas de gritar tres hurras por el paranoico de Tony, que siempre diseñaba una salida para cada trampa, incluso las suyas propias.

Pritkin repelía de rodillas otro ataque de pica mientras otros dos caballeros convergían en su posición con espadas en alto. En lugar de esperar a ver si sería lo suficientemente rápido como para salir él solito del aprieto, me abalancé sobre él con un golpe seco que nos hizo rodar sobre la tira de moqueta. Aterrizamos en diagonal, con la pierna izquierda de Pritkin y todo mi lado derecho balanceándose en el borde de la moqueta. Antes de que pudiera hacer nada al respecto, uno de los caballeros hizo bajar la espada, ensartando la pantorrilla de Pritkin justo en la parte que sobresalía de entre mis piernas.

—¡No te muevas! —grité mientras el mago me empujaba hacia un lado y clavaba su espada en el vientre del caballero.

El golpe obligó a retroceder al pesado ente, pero también desgarró brutalmente la pierna de Pritkin con la espada. Él carraspeó, pero se lanzó a perseguir al caballero como si no hubiera casi una docena más que nos tuvieran a tiro a ambos lados de donde nos encontrábamos. Me subí encima de su cuerpo, me senté sobre él y le agarré por el pelo para que girase la cabeza hacia mí.

—¡A salvo! —grité para que me pudiera oír en medio del fragor metálico de la batalla—. ¡En el medio estamos a salvo!

Empujé su pierna sangrante hasta ponerla sobre la felpa granate y coloqué todo mi peso sobre las partes de su cuerpo que no estaban dañadas. Aunque estaba herido, no habría podido sujetarle mucho tiempo; pero, en cuanto dejamos de tocar el suelo, fue como si los caballeros simple y llanamente no nos vieran. Empezaron a moverse pesadamente por la sala hacia la esquina en la que se habían atrincherado los magos. Pritkin parecía aturdido, pero siguió con la mirada mi dedo, que señalaba la inscripción del pedestal, y lo entendió todo.

—Tenemos que volver a la cocina —espetó, poniéndose de rodillas.

Tuvo cuidado de no tocar nada que no fuese moqueta, pero su ligero tambaleo me asustó. Miré hacia abajo y vi cual era el problema. La pernera de su pantalón estaba empapada de rojo, a juego con la parte de la chaqueta que estaba debajo de su oreja dañada. Había tanta sangre que tenía mis sospechas de que le hubieran dado en una arteria principal. Se apoyó pesadamente sobre mí mientras salíamos por el estrecho pasillo de seguridad, lo que reforzó mi teoría.

A la vuelta de la esquina se oían sonidos de una batalla encarnizada; sin duda alguna serían los magos, pero los ignoramos. Personalmente, apostaba por el casino. Ahora sabía cómo arreglármelas, pero los magos no tenían una zona de seguridad.

Nos volvimos a adentrar en la cocina.

—¡Necesitamos una ambulancia! —vociferé, mirando a mi alrededor.

Resultaba difícil ver algo, porque la sala tenía una iluminación deslumbrante, pero me dio la vaga impresión de que un grupo de figuras rechonchas se detenía para mirarnos con sus ojos enormes y encendidos.

—No. Ya me las apaño yo.

Pritkin se derrumbó justo después de atravesar la puerta. Se quitó la bota y el suelo de la cocina, antes prístino, se vio inundado por gotas de sangre de un color rojo púrpura. Su cara perdió el poco color que tenía.

Agarré un paño de cocina que había por allí cerca y se lo coloqué en la herida. Fuesen cuales fuesen las consecuencias, no iba a quedarme allí viendo cómo se desangraba hasta morir.

—Voy a hacer que nos transportemos hasta un hospital —le expliqué, pero él se zafó.

—¡Que no! Puedo curármelo.

Farfulló algo entre dientes y el flujo de sangre disminuyó, pero no me gustaban los jadeos entrecortados que emitía ni el tono pálido y húmedo de su rostro. También me dio cosa ver que la oreja que le colgaba empezaba a erguirse lentamente en dirección a su cara para volver a unirse a ella.

—¿Por qué no quieres ir a un hospital? —le pregunté, tratando de ignorar la oreja, que dio un tirón final para alinearse con la otra. De repente, algunas piezas del puzle empezaron a encajar—. Espera un momento. Esos magos no iban sólo detrás de mí, ¿verdad? ¡El Círculo también te quiere dar caza a ti!

Pritkin no contestó, estaba demasiado ocupado entonando algún cántico inaudible. Noté la presencia de algo que nos sobrevolaba y, al mirar hacia arriba, vi una gárgola de ojos rojos que, incongruentemente, llevaba unos pendientes de finos rubíes que le colgaban de sus orejas puntiagudas, como de gato. Me empujó hacia fuera delicadamente, pero con firmeza.

Yo me quedé allí torpemente, sin estar muy segura de si protestar o no. No dije nada, sobre todo porque aquella cosa no me daba la sensación de ser un ente maligno. Aquello podía deberse a las joyas o al hecho de que tenía cacao espolvoreado por la barbilla. Y parece que no me equivoqué. Una mano que parecía más una zarpa planeó sobre la pierna de Pritkin durante un momento y después, lentamente, la herida dentada empezó a cerrarse.

Aquel proceso parecía estar ayudándole a curarse, pero, a juzgar por la manera en la que le sobresalían los ojos, no debía ser muy agradable. Parecía como si quisiera decir algo, así que me incliné un poquito, siempre lo justo como para estar fuera del alcance de sus puños cerrados.

Me oportet propter praeceptum te nocere (mis principios me dicen que voy a tener que darte tu merecido) —carraspeó.

—Muy gracioso.

—¡Podías habernos sacado de allí en cualquier momento!

—No sin pagar un precio por ello.

La mirada de Pritkin alcanzó nuevas cotas de indignación.

—¿Qué precio? ¡Podían haberte matado! ¡Y a mí también!

Stercus accidit (cosas que pasan).

Mientras él descifraba mi latín barriobajero, yo me fui a buscar otra salida. No tenía intención de volver a poner el pie en ese pasillo otra vez, ni tampoco entraba en mis planes hacer que nos transportáramos a ningún sitio después de haber pasado por tantas cosas para evitarlo.

Lo que encontré fue muy satisfactorio. Si no me hubiera quedado tan flipada con las gárgolas, quizá se me habría ocurrido echar un vistazo por allí antes, lo que nos habría ahorrado toda la escenita del vestíbulo. Después de pasar por un par de enormes congeladores empotrados, una cámara frigorífica y un almacén para artículos no perecederos, encontré un muelle de carga que iba a parar a la parte trasera del casino.

Eché un vistazo al aparcamiento, iluminado por la luz del sol, y me entraron muchas ganas de largarme mientras el mago se curaba. Yo tampoco tenía tiempo para esto, fuera lo que fuera. Tenía que persuadir a Casanova para que me dijera dónde se escondía su jefe. No es que estuviese segura al cien por cien de que Myra se encontrase con él, pero no era una apuesta muy arriesgada. Los dos trabajaban para el mismo tipo, el líder de la mafia rusa de los vampiros, al que se conoce como «Rasputín» en los libros de historia. Lo que los libros no cuentan es que Rasputín encontró otras aplicaciones para su formidable capacidad de persuasión una vez que un príncipe ruso lo «mató». Después de un tiempo en los bajos fondos, Rasputín se hizo con el control de gran parte del tráfico de drogas y los chanchullos de falsificaciones y venta de armas mágicas ilegales de la Europa del Este. Recientemente había decidido extender su floreciente imperio de negocios controlando a los vampiros norteamericanos, para lo cual había planeado hacerse con el control de su Senado. De momento había conseguido cargarse a cuatro de sus miembros. Sin embargo, aquello no le llevaba a ninguna parte a no ser que consiguiese deshacerse también de su líder, y la Cónsul había demostrado ser más dura de lo que se esperaba. Todo este asunto tenía un aire muy de guerra fría y no me interesaba demasiado, excepto por el hecho de que, accidentalmente, me había visto metida de lleno en todo el lío.

Después de la fallida intentona golpista, Rasputín simplemente había desaparecido. Miles de vampiros y magos estaban detrás de sus pasos, pero de momento no habían tenido suerte. Como no hay demasiados sitios buenos donde esconderse, y como Tony y Myra se habían esfumado al mismo tiempo, mi apuesta era que estaban todos juntos. Sin embargo, independientemente de donde estuviera Myra, tenía que encontrarla antes de que se recuperase de las heridas que sufrió en nuestro último encuentro, o definitivamente ella acabaría dando conmigo. Y tenía mis dudas de que me fuese a gustar la experiencia. O de que sobreviviese a ella.

Pero había hecho una promesa y resultaba intrigante pensar que Pritkin y yo podríamos estar en el mismo bando por una vez. El enemigo de mi enemigo quizá no era, en este caso, precisamente mi amigo; pero lo que desde luego no se me pasaba por la cabeza era enfrentarme abiertamente a Pritkin. Toda la ayuda que pudiera conseguir era bienvenida y me dio la impresión de que antes Casanova se puso muy nervioso cuando vio aparecer a Pritkin. Eso podía serme útil. Esquivé a un par de gárgolas que se estaban pegando por un cajón de verduras en lo alto de la rampa y comencé mi regreso. Ahí fue donde empezó la diversión de verdad.