—¿Ese es quien yo creo que es?
Casanova lanzó una mirada de pánico al mago, que al abrir su abrigo descubrió un arsenal suficiente como para hacer saltar por los aires todo un batallón entero. Hasta los vampiros son precavidos con los magos de la guerra, hechiceros y brujas a los que el Círculo ha preparado en técnicas de combate humanas y mágicas. Tienen esa mentalidad del «Dispara primero, pregunta después si ves que tal», que las leyes humanas dejaron atrás en el Salvaje Oeste. Por supuesto, los agentes de policía no tienen que hacer frente a la clase de sorpresas que frecuentemente se encuentran los magos.
Por mi parte, ya había visto todo lo que podía desear de este mago y, por lo que parecía, a Casanova le pasaba tres cuartos delo mismo. Sin esperar a que le contestara, apartó a un lado su dignidad y se metió debajo de la mesa.
Me preguntaba si merecía la pena tratar de huir a la carrera. En ese momento Enio saltó de su taburete y corrió hacia nosotros. Le hizo un gesto al mago y elevó sus cejas pobladas que, en su caso, solo protegían arrugas y pellejos. No estoy segura de cómo supe lo que estaba pensando, porque no dijo ni una palabra, pero el caso es que fue así. Meneé la cabeza ostensiblemente. En realidad no sabía en qué plan venía el mago, pero su condición no parecía muy amistosa.
Enio se abalanzó hasta llegar a la altura del mago, que se encontraba tan solo unas cuantas mesas más allá. Entonces se quedó quieto como un muerto y un segundo más tarde me di cuenta del motivo. Las tres hermanas no eran lo que se dice guapas a los ojos de nadie, pero también parecían bastante inofensivas. El rostro enjuto de Enio, tan plagado de arrugas que hacía que la ausencia de ojos no fuera reseñable, su boca desdentada y su mata de pelo desordenada, la hacían parecer una vagabunda especialmente poco agraciada. Sin embargo, ahora no tenía ese aspecto.
Mi conocimiento mitológico no es extenso; lo componen principalmente recuerdos puntuales de mis clases con Eugenie, mi antigua institutriz. Éste era uno de esos momentos en los que deseaba haber prestado entonces más atención. Y es que donde había una minúscula vieja apareció una despampanante amazona cubierta tan solo por una cabellera enmarañada que le llegaba hasta los tobillos y un montón de sangre. La transformación de Enio fue tan rápida que ni siquiera vi cómo se producía, pero la cara de Pritkin, que se había tornado completamente pálida, cercana al aspecto que solía tener cuando estaba aterrado de verdad, me desvelaba que la historia de las Grayas escondía más cosas de las que yo recordaba. Llegué a la conclusión de que tampoco quería saberlas.
Nunca he dicho que fuese una heroína. Además, Casanova había empezado a huir a gatas, utilizando las mesas a modo de protección y yo aún no sabía dónde estaba Tony. Por eso, me deslicé hasta el suelo y seguí el rastro de los zapatos de Casanova. Un segundo después, sonó como si el infierno al completo se hubiese desatado a nuestras espaldas, pero no estaba tan loca como para mirar qué había pasado. Tenía mucha práctica en temas de huida y si algo había aprendido era que lo mejor es mantener la mente centrada en el objetivo.
La mitad de una silla negra lacada voló sobre mi cabeza, pero me limité a agacharme más y gatear más deprisa. Casanova parecía estar yendo directo contra una pared, pero sabía que no podía ser solo eso. Éste era uno de los antros de Tony y él nunca construía nada que no tuviera por lo menos una docena de salidas de emergencia. Estaba bastante segura de que en algún punto tenía que haber una puerta escondida, así que cuando la mitad superior del cuerpo de Casanova desapareció a través del papel pintado chino de color rojo, para mí no fue una sorpresa. Estiré la mano para agarrarlo por la chaqueta, cerré los ojos y lo seguí. Cuando los volví a abrir, vi que estábamos en un pasillo de servicio con iluminación industrial fluorescente.
Casanova intentó escabullirse, pero me agarré a él como si mi vida dependiera de ello. No fue fácil, porque la huida improvisada me había dejado la ropa hecha un gurruño, a lo que había que sumar que él era más fuerte que yo. Con todo, él era mi pasaporte más directo hacia Tony y no iba a dejarlo escapar.
—¡Oh, está bien! —refunfuñó mientras me ayudaba a incorporarme—. ¡Por aquí!
Corrimos hacia una puerta que conducía a un pasillo mucho más lujoso, cubierto con una moqueta de un color rojo intenso. El brocado dorado de las paredes estaba adornado con una hilera de dibujos salaces y desprendía un tufo tremendo a un perfume almizclado. Solté un carraspeo, pero Casanova estaba demasiado ocupado pulsando el botón de llamada del ascensor unas doce veces como para enterarse. El ascensor apareció justo cuando estaba a punto de llegar a la conclusión de que era mejor que no respirásemos a la vez, y nos montamos en él. Casanova presionó el botón del quinto piso y yo me las compuse para gruñir una protesta.
—¿No deberíamos ir hacia abajo, al aparcamiento? Si nos quedamos en el edificio, nos encontrará.
Casanova me lanzó una mirada.
—¿De verdad crees que ha venido solo?
Me encogí de hombros. Nunca había visto a Pritkin trabajar con otros magos, así que parecía posible. Ya provocaba él suficiente barullo por su cuenta.
—Casi seguro que tiene refuerzos —me informó Casanova, deslizando sus manos temblorosas por su traje ligeramente arrugado—. Dejemos que sean las defensas internas las que se ocupen de él.
El ascensor se abrió para dar paso a un amplio despacho que se parecía bastante a un tocador. Había espejos y mullidos sillones por todas partes, además de una barra casi tan grande como la de abajo. Una guapa secretaria, que probablemente estaba a punto de ser reclutada por los íncubos si no lo había sido ya, intentó ofrecernos refrescos; pero Casanova la despidió con la mano.
Nos adentramos en un carrusel de puertas que nos condujo a un lujoso despacho interior. Casanova ignoró la enorme cama con dosel y se sentó inexplicablemente en la esquina, mientras dos mujeres ligeras de ropa se reclinaban sobre ella. Se adentró en una pintura modernista multicolor que cubría la mayor parte de una de las paredes y yo lo seguí, sin hacer caso a las chicas, que fruncían el ceño a mi paso. Al otro lado había una estrecha habitación sin más mobiliario que una mesa, una silla y un gran espejo que colgaba de la pared. Casanova agitó una mano delante de la superficie del espejo esta refulgió como si fuese un espejismo en el desierto. Supuse que esta era la manera en la que vigilaba a sus empleados.
Ya había visto artilugios similares antes. Tony nunca había sido capaz de emplear cámaras de seguridad, ya que cualquier cosa que funcione con electricidad no suele ser compatible con las protecciones más poderosas; así que su fortín de Filadelfia estaba repleto de estos otros artefactos. Me había enterado de cómo funcionaba su sistema de vigilancia porque quería saber cómo evitarlo cuando estuviera metida en cosas que prefería que él no supiera, como cuando le robé sus archivos personales para dejarle en paños menores ante los federales. No es que aquello funcionara demasiado bien; pero, al menos, conseguí que no me cogieran mientras lo preparaba. Así descubrí que cualquier superficie reflectante puede quedar hechizada para funcionar como un monitor vinculado a otras superficies brillantes que se encontraran dentro de un radio determinado. Teniendo en cuenta la cantidad de espejos y de mármol pulido que había en aquel lugar, Casanova podría probablemente, enterarse de cualquier cosa que sucediera en el balneario.
Entonces farfulló una palabra y apareció una imagen del bar. Me preguntaba por qué estaría tan distorsionada hasta que me di cuenta que estaba usando el enorme gong chino que había detrás de la barra como mirilla. Como era convexo, la imagen también era así, además de estar tintada con un color ligeramente broncíneo. Vi las espaldas de tres personas a las que identifiqué como magos de la guerra por la cantidad de arsenal que llevaban encima. Al que no veía era a Pritkin y me asustaba un poco pensar en la posibilidad de que Enio se lo hubiera comido.
Lo cierto era que parecía capaz de hacer algo así. La menuda viejecilla había sido sustituida por una salvaje cubierta de sangre cuya cabeza rozaba el borde de los faroles que balanceaban colgados de la araña central. Todavía tenía el pelo gris, pero el cuerpo definitivamente había experimentado una mejoría notable, amén de que ahora ya tenía los ojos y dientes que le correspondían. Los primeros eran más largos y estaban más afilados que los de un vampiro y los posteriores eran amarillos y cortantes como los de un gato. Parecía enfadada, quizá porque estaba atrapada en una red mágica, cortesía de los magos. Ella la rajó drásticamente con unas garras de diez centímetros que hicieron que pareciera estar hecha de papel; pero, antes de que se pudiera mover, las finas cuerdas volvieron a entretejerse, sujetándola con más fuerza aún.
Me dio la impresión de que se encontraban en un punto muerto y me preguntaba por qué sus hermanas, que estaban aún tiradas en el bar, no intervenían. No había acabado casi de pensar en eso cuando Penfredo elevó la vista hacia el gong. Como le tocaba a ella llevar el ojo en ese momento, me pudo hacer un guiño antes de desmelenarse.
Recordé que, cuando busqué información sobre las hermanas después de encontrármelas, descubrí que a Penfredo la llamaban «la madre de todas las sorpresas alarmantes». No estaba muy segura de qué significaba aquello cuando lo leí, pero como a las tres les habían encomendado la tarea de proteger a las Gorgonas, había dado por sentado que cada una de ellas tenía alguna aptitud belicosa. Aun así, teniendo en cuenta lo que le ocurrió a Medusa, no parecía que hubieran sido muy efectivas.
Como si me hubiera podido oír, Penfredo volvió la vista hacia la maga más cercana que tenía, una afable mujer asiática que no tuvo ni tiempo de gritar antes de que la pesada araña lacada se estrellara contra su cabeza. Por todas partes cayeron piezas de madera astillada y la mujer desapareció bajo una pila de faroles de seda roja. Parecía que las chicas habían estado entrenando.
La maga se las apañó para salir a gatas de debajo de los escombros unos segundos después, maltrecha y ensangrentada, pero todavía con vida. Aun así, no estaba en condiciones de retomar la pelea y sus compañeros ya tenían suficientes problemas con tratar de contener a Enio. La graya desgarraba la red casi en menos tiempo que el que los magos tardaban en reconstruirla, así que empezaba a parecer que era una cuestión de quién se cansaría antes. No podía decir si ella se estaba agotando, pero los magos, aunque solo podía verlos por detrás, sí que parecían exhaustos, con los brazos en alto visiblemente temblorosos.
—Tenemos un problema —espetó Casanova.
—No fastidies —farfullé yo.
Seguí observando en el espejo mientras Penfredo miraba a uno de los magos restantes, que inmediatamente se disparó a sí mismo en el pie. Dino le estaba pegando sorbos a una cerveza mientras intentaba flirtear con el nuevo camarero, que se había escondido en cuclillas detrás de la barra con los brazos encima de la cabeza. A Casanova probablemente le pedirían un plus de peligrosidad después de hoy. En ese instante llegué a la conclusión de que podía vivir sin saber cuál era la aptitud especial de Dino.
—No. Quiero decir que realmente tenemos un problema —insistió.
Al escuchar el tono de voz de Casanova, me di la vuelta y vi que teníamos en la puerta a un mago enfurecido que nos apuntaba con una recortada.
Solté un suspiro.
—Hola, Pritkin.
—Decidle a vuestras arpías que se detengan o esta será una conversación muy breve.
Suspiré de nuevo. Pritkin tenía la capacidad de provocar ese efecto en mí.
—No son arpías. Son las Grayas, semidiosas de la Antigua Grecia. O algo así.
Pritkin puso su cara sarcástica. Era lo que sabía hacer mejor, además de matar cosas.
—Era de esperar que te pusieras del lado de los monstruos. Diles que se detengan.
Entre sus palabras se atisbaba un resquemor de ira que amenazaba con convertirse en algo peor en breve.
—No puedo.
Era la verdad, pero no me sorprendía que no me creyese. No podía recordar ninguna vez que Pritkin me hubiera creído nada de lo que le decía; en cierto modo hacía que me preguntara por qué se molestaba siquiera en hablarme. Por supuesto, la conversación no estaba a la cabeza de su lista de prioridades. Estaría en algún lugar después de arrastrarme de vuelta al Círculo Plateado, meterme en una mazmorra bien profunda y perder la llave.
En ese momento descubrí que el sonido de una recortada de doble cañón es atronador cuando se dispara en una habitación pequeña.
—Haz lo que dice, Cassie —intervino Casanova—. Este cuerpo me gusta tal cual es. Si le hacen un gran agujero, me molestará bastante.
—Claro, y eso es lo que realmente nos preocupa.
El comentario procedía del fantasma que acababa de colarse a través de la pared. Casanova pegó un manotazo en su dirección como si fuera una mosca pesada, pero falló el golpe.
—Creí que se suponía que los íncubos eran agradables —protestó Billy apartándose.
Casanova no podía ver a Billy, pero sus sentidos demoníacos sí que podían oírlo, obviamente. Su hermosa frente dibujó una arruga de fastidio, pero no se dignó a responder. Y me alegraba de ello, porque significaba que Pritkin no podría estar seguro de que Billy estuviera allí.
Billy Joe es lo que queda de un tahúr irlandés americano devoto de las mujeres de mala vida, los chistes verdes y las trampas a las cartas. Fue por esto último por lo que lo mandaron al otro barrio a la tierna edad de veintinueve años. A un par de vaqueros no les había gustado su vago acento irlandés, su camisa de chorreras y el hecho de que las chicas del salón le estaban prestando un montón de atención. Pero lo que realmente colmó el vaso fue que ganara demasiadas manos a las cartas y que le acabaran pillando con un as en la manga. Justo después, a Billy lo metieron en el interior de un saco de pescador, lo que le permitió conocer bien el fondo del Misisipi.
Así debería haber terminado una vida pintoresca, a la par que breve. Pero el caso es que unas semanas antes, Billy había conseguido una serie de favores de una condesa (al menos él aseguraba que ella tenía un título) que se encontraba de visita en la zona, uno de los cuales era un horrible colgante de rubí que funcionaba como talismán. El colgante conseguía energía del mundo natural y se la transmitía a su propietario, o en este caso, al fantasma de su propietario. El espíritu de Billy pasó a residir en el colgante, que estuvo acumulando polvo hasta que di con él por casualidad buscando en una tienda de antigüedades un regalo para mi institutriz, que era bastante selecta. Desde siempre estaba acostumbrada a ver fantasmas, pero aun así no pude evitar cierta sorpresa por el regalo que se incluía con la compra.
Enseguida descubrimos que no solo era la primera persona en años que podía verlo a él, sino que también era la única propietaria del colgante que podía donar energía más allá del nivel de subsistencia habitual. Con donaciones regulares por mi parte, Billy era capaz de estar mucho más activo. A cambio, yo conseguía que me ayudase con mis múltiples problemas. Al menos, en teoría.
Su mirada se cruzó con la mía y se encogió de hombros.
—Este sitio tiene demasiadas entradas. No puedo vigilarlas todas.
Antes de continuar, lanzó una mirada detrás del mago.
—Su ayudante está con él —apostilló.
Billy estaba mirando a lo que parecía ser una estatua de arcilla del tamaño de un hombre. De hecho lo confundí con una la primera vez que lo vi, pero en realidad era un golem. Se supone que los habían inventado los rabinos de los que se hablaba en los versos sobre la magia de la cábala, pero hoy en día eran populares entre los magos de la guerra, que los usaban como asistentes (quizá porque resulta difícil hacer daño a algo que no tiene órganos internos).
Repasé las posibles estrategias, pero ninguna de mis defensas habituales parecía una buena idea. El pentáculo torcido que tenía tatuado en mi espalda es en realidad una protección que puede detener la mayoría de ataques mágicos. Fue el propio Círculo Plateado el que lo creó y había llegado a verlo hacer algunas cosas bastante sorprendentes. Pese a ello, no sabía si podría parar un asalto no mágico de ese calibre. Tampoco parecía que este fuera el mejor momento de ponerlo a prueba.
También tenía un brazalete hecho de dagas entrelazadas que parecía que a Pritkin le gustaba aún menos que a mí. En una ocasión perteneció a un mago oscuro que lo había usado principalmente para destruir cosas. Aquel mago era maligno y yo sospechaba que sus joyas también lo eran, pero no parecía que pudiera deshacerme del brazalete. Había intentado enterrarlo, tirarlo por el retrete y arrojarlo a la basura, pero no había manera. Daba igual lo que hiciera, en cuanto volvía a mirar, ahí estaba de nuevo en mi muñeca, enterito, brillante y nuevo, lanzándome centelleos como si tal cosa. A veces era manejable y en general obedecía mis órdenes, pero nunca dejaba pasar una oportunidad de revivir los viejos tiempos. La última vez que nos encontramos con Pritkin, le lanzó por su cuenta dos puñales fantasmas que acabaron incrustados en su cuerpo. La mano en la que tenía el brazalete estaba bien guardada en mi bolsillo por el momento; no hacía falta ir a más.
Afortunadamente, tenía otra opción.
—Oye, Billy. ¿Crees que puedes poseer a un golem?
Los ojos de Pritkin no vacilaron, pero sus hombros sí que empezaron a temblar ligeramente.
—No he probado nunca.
Billy revoloteó mirando al golem sin mucho entusiasmo. No le gustaban las posesiones. Le chupaban la energía y a menudo no servían para nada. En lugar de eso, su truco favorito era colarse en el cuerpo de alguien, cogerle algún pensamiento extraviado que tuviera por ahí y dejarle uno o dos de los suyos propios. Sin embargo, algo así no iba a ayudarnos ahora.
—Supongo que sólo hay una manera de descubrirlo —murmuró.
En cuanto Billy se metió dentro de la cosa, me di cuenta de por qué los experimentos se realizan en situaciones bajo control. El golem empezó a dar vueltas a lo loco por el despacho de fuera, llevándose por delante los tiestos y largando a las chicas a la habitación contigua entre gritos. Después cambió de rumbo y se estrelló contra Pritkin, al que acabó lanzando por los aires.
No sabría decir si fue deliberado, pero en cierto modo lo dudaba a juzgar por el modo en el que la criatura empezó a rebotar dentro de nuestro diminuto cubículo como si fuera una bola de pinball a la carrera. Poco antes de destrozar la mesa me llevó a mí por delante; lo que provocó que saliese trastabillada y acabara encima del mago. Empecé a gritarle a Billy que saliera de aquella cosa, pero la rodilla de Pritkin, que chocó con mi estómago cuando caí encima de él, me había dejado sin respiración. Seamos sinceros, es probable que mis tacones lo hubieran golpeado a él también en una parte sensible, pero fue totalmente accidental. Lo de su rodilla no creía que lo fuera.
Mientras me esforzaba por conseguir el suficiente aliento como para volver a decirle a Billy que saliera de allí, empecé a notar una sensación muy familiar y extremadamente desagradable dentro de mí. Se supone que los viajes en el tiempo son algo que debe estar bajo el control de la pitia, y no al revés, pero alguien debería decírselo a mi poder. Sólo tuve tiempo de pensar: «Oh no, ahora no», antes de que verme envuelta en esa zona fría y gris en medio del tiempo.
Después de mi pequeña caída libre, el suelo se precipitó y me golpeó en la cara. Cuando se me despejó la vista, identifiqué la superficie como una moqueta de estampado oriental rojo y negro que habían ajustado estrechamente sobre un suelo de madera muy dura. Durante un minuto de aturdimiento pensé que había acabado de nuevo en el bar, pero después me di cuenta de que tenía dos pares de pies delante de mí. No parecían pertenecer a turistas.
La mujer llevaba minúsculos tacones de seda negra con una serie de abalorios de azabache en el dedo gordo. Los abalorios combinaban con los que también había en su vestido negro de noche, cuyo dobladillo estaba a menos de medio metro de mi cara. La hilera de abalorios ascendía por el vestido hasta llegar a una cintura tan pequeña que resultaba imposible; después desaparecían, supuse que para no restar mérito a la fortuna en diamantes que llevaba puestos alrededor de su cuello delgado y engarzados en sus rizos dorados. Me quedé mirando a sus encantadores ojos azules, que se estrecharon con un gesto de disgusto al verme y rápidamente aparté la vista. No es una buena idea quedarse mirando a un vampiro a los ojos demasiado tiempo y no cabía duda de que ella lo era.
Intenté incorporarme a gatas y antes de que acabara de hacerlo me llevé otra sorpresa que casi me hace caer de nuevo. Solo Tony podía ser tan sádico como para obligar a sus camareras a llevar tacones de ocho centímetros; menos mal que una mano me sujetó para que no me cayera. Una mano muy familiar.
Como la mujer, su acompañante estaba obviamente vestido para algún evento nocturno, con un chaqué negro de cola de golondrina por encima de un chaleco de talle bajo, camisa blanca y pajarita blanca. Les habían sacado tanto brillo a sus zapatos que refulgían más que sus joyas, no por sencillas menos valiosas: gemelos de oro puro que combinaban con la horquilla que sujetaba su pelo en una coleta a la altura de la nuca. La discreción de los accesorios no me sorprendía: a Mircea nunca le habían gustado los fastos en la indumentaria. Lo que sí me llamó la atención fue esa sensación abrupta y desbordante de alegría que me inundó en cuanto nuestros ojos se entrecruzaron.
De repente me sentí impactada por esa belleza suya, masculina y pura. Le habían hecho con tanta gracilidad que contuve la respiración al contemplar ese conjunto de extremidades largas y líneas elegantes, como las de un bailarín o un corredor de fondo (o lo que era en realidad, un producto de sangre noble remontándose atrás varias generaciones). Sólo había una cosa que no encajaba en su retrato: la boca no tenía esa versión aristocrática de labios finos, sino la sensual de labios hermosamente esculpidos.
Quizá el almacén genético tenía más producto campesino del que la familia podría admitir; gente que no tendría los aires ola gracia de sus señores, pero que sabía reírse, bailar y beber con la pasión que los aristócratas habían olvidado. Se suponía que Drácula era el que había nacido del vientre de una ardiente gitana, pero a veces me asaltaba la duda de si los viejos rumores habían mezclado las cosas y, en lugar de ser así, era Mircea el que tenía sangre romaní por sus venas. Si era así, le sentaba bien.
Su mano estaba bajo mi codo con un tacto ligero e impersonal; pero, por alguna razón, me hacía sentir un hormigueo en todo el brazo. Traté de sentir el geis del que Casanova había estado hablando, pero no noté nada.
Si no hubiera sabido nada, habría podido jurar que no había ningún hechizo.
Vagamente me di cuenta de que mis manos habían comenzado a acariciar la espesa seda del chaleco de Mircea. Era de un color carmesí con dragones rojos bordados y parecía un poco llamativo para él, si bien el contraste de tonos hacía que los dibujos fueran casi invisibles, a no ser que la luz incidiese justamente sobre ellos. Los bordados, de un diseño hermoso e intrincado, tenían un tacto suave bajo las yemas de mis dedos. Hasta podía ver las minúsculas escamas de los dragones. Poco después, mis manos errantes descubrieron algo de más interés: el ligero despunte de sus pezones, que apenas se discernía bajo varias capas de tejido.
Las yemas de mis dedos los examinaron con delicadeza, mientras todo mi cuerpo vibraba de placer por aquella pequeña sensación. Estar cerca de Mircea no me adormecía la mente como me ocurrió cuando Casanova intentó seducirme. Me podría haber retirado; solo que no se me ocurría ninguna otra cosa que me apeteciese menos.
Mircea tampoco se iba a ningún sitio. Simplemente estaba allí de pie, con un aire de perplejidad, pero la mano que tenía en mi brazo empezó a empujarme con suavidad hacia él.
Acudí ansiosa, perdida en la admiración que me provocaba la manera en que la luz gaseosa reverberaba en su pelo y una energía vibrante de repente ascendió por mi brazo. Primero me golpeó en el hombro, después revoloteó hasta llegar a las yemas de mis dedos. Mircea se arqueó ligeramente al sentir cómo aquello le golpeaba, pero no se retiró. La sensación rebotó una y otra vez, envolviéndonos a los dos en un carrusel de sensaciones que provocó que se me erizara el vello del brazo y que se me tensara todo el cuerpo.
Sus ojos oscuros me examinaron tan lenta y concienzudamente como yo lo había inspeccionado a él. La sensación de esa mirada me hizo sentir escalofríos y Mircea arqueó ligeramente la ceja al ver mi reacción. Su mano se movió hacia la parte baja de mi espalda pero se topó con la dura terminación del corsé. Sus yemas se deslizaron hasta la curva de mis caderas y, al oprimirme contra él, sus dedos se hundieron en el fino satén de mis pantalones cortos.
Respiré hondo e intenté resistir las oleadas emocionales que pasaban por encima de mí, pero aquello no me hizo bien. Mircea no me ayudaba mucho tampoco, pues por entonces el dorso de sus dedos acariciaba delicadamente mi mejilla. Por sus pupilas atravesó un centelleo dorado, un color que sabía por experiencia que indicaba una emoción intensa. Cuando estaba enfadado o excitado de verdad, una luz mezcla de ámbar y canela ascendía vertiginosamente por sus ojos hasta inundarlos por completo, lo que les daba un brillo de otro mundo que a los demás les parecía aterrador, pero que yo siempre había encontrado hermoso.
Alguien se aclaró la garganta con un carraspeo áspero. La voz de Pritkin se dejó oír por encima de mi hombro.
—Mis más sinceras disculpas, señor, señora. Me temo que una de nuestras actrices no se encuentra bien. ¿Espero no haya causado ninguna molestia?
—En absoluto —replicó Mircea, por cuya voz parecía distraído, si bien no hizo ademán alguno de soltarme.
—Me la llevaré entre bastidores, allí podrá descansar.
Pritkin me puso la mano en el brazo para sacarme de allí, pero Mircea estrechó la suya sobre mi cadera. Los ojos empezaban a brillarle, las manchas de color verde y marrón claro habían desaparecido por completo ante el avance implacable del oro rojizo.
—La muchacha no tiene buen aspecto, conde Basarab —intervino la vampiresa, cogiéndolo por el brazo que le quedaba libre y reproduciendo así la postura que Pritkin había adoptado conmigo—. No la retengamos más.
Mircea la ignoró.
—¿Quién eres? —inquirió él.
Su acento era más fuerte de lo que yo jamás le había oído, y su tono de voz estaba repleto de la misma intriga que yo misma sentía.
Tragué saliva y meneé la cabeza. No había respuesta segura. No sabía ni donde estaba ni en qué época; si bien es verdad que, como la vampiresa llevaba un pequeño polisón bajo el vestido, estaba segura de que no me encontraba en ningún tiempo que me resultase familiar. Había muchas opciones de que ni siquiera hubiera nacido.
—Nadie —susurré.
La acompañante de Mircea soltó lo que en una persona menos elegante hubiera sido el equivalente a un resoplido.
—Nos vamos a perder la inauguración —protestó, tirándole de la manga.
Después de una pausa prolongada, Mircea acabó soltándome, si bien la energía invisible seguía estirándose entre nosotros como hilillos de chicle según retiraba la mano. Mircea dejó que su acompañante le guiase por el pasillo, pero miró hacia atrás varias veces con cara de confusión. La energía se arqueó entre nosotros, pero no llegó a romperse, como si hubiera un cordel invisible que nos uniese en la distancia. Después, desaparecieron tras un pequeño pasaje abovedado rodeado de cortinas que iba a dar a algo que identifiqué vagamente como un palco de teatro.
En cuanto las cortinas de terciopelo rojo se cerraron a su paso, impidiéndome ver más, la conexión entre nosotros se rompió. Inmediatamente tuve una sensación de añoranza tan intensa que llegaba a doler. Me oprimía el estómago como si me estuvieran pegando puñetazos y me originó un dolor de cabeza que me machacaba detrás de los ojos. Apenas me di cuenta de que Pritkin me estaba llevando hacia el final del pasillo, hasta el punto en el que había unas escaleras ascendentes que, presumiblemente, conducían a otro grupo de palcos. Una orquesta empezó a sonar en algún sitio cerca de donde nos encontrábamos, lo que explicaba por qué no se veía más gente por allí. El espectáculo estaba a punto de comenzar.
Las escaleras estaban iluminadas por una serie de pequeños faroles que colgaban a lo largo de la pared y dejaban grandes partes de sombra entre unos y otros. Como escondite no era gran cosa, pero estaba demasiado preocupada como para que aquello me importase. Me temblaban las manos y el sudor había empezado a brotar en mi rostro. Me sentía como una drogadicta a la que le habían enseñado la aguja para después negarle el chute. Era horrible.
—¿Qué has hecho?
Pritkin se me quedó mirando, con el pelo corto y rubio arremolinado en mechones como si también el cabello estuviera enfadado. Su expresión era bastante fiera, pero ya la había visto antes. Y comparada con lo que acababa de pasar, era casi trivial.
—Estaba a punto de hacerte la misma pregunta —repliqué yo, masajeándome el cuello para intentar que mi cabeza se aclarase.
El otro brazo lo tenía alrededor de mi estómago, donde sentía como si me hubieran hecho un agujero a raíz de la ausencia de Mircea. Esto no podía estar pasando, no iba a dejar que pasara. No iba a pasar el resto de mi vida salivando por él como una adolescente con una estrella de rock. ¡Yo no era ninguna groupie, joder!
Pritkin me meneó levemente y yo le miré sin inmutarme. En las pocas ocasiones en las que me había visto arrojada al pasado, el viaje se extendía por proximidad hacia una persona cuyo pasado se estaba viendo amenazado.
—He de decirte —confesé con franqueza— que si alguien está intentando alterar tu concepción o algo, no me siento precisamente con necesidad imperiosa de intervenir.
Su cara, normalmente rubicunda en cualquier caso, se encendió con un rojo aún más profundo.
—¡Devuélvenos a nuestro tiempo antes de que cambiemos algo! —bramó.
No me gustaba que me diesen órdenes, pero tenía razón en parte. Y el hecho de que sentía una necesidad urgente de correr pasillo abajo y lanzarme a los brazos de Mircea era otra buena razón para salir de allí. Cerré los ojos y me concentré en el despacho de Casanova en el Dante; pero, aunque podía verlo con nitidez, no había ningún torbellino de poder que me lanzase de vuelta allí. Lo intenté de nuevo, pero supongo que me hacía falta recargar las pilas porque no pasaba nada.
—Puede que se produzca un pequeño retraso en este vuelo —musité algo marcada.
Mi cerebro se empezó a ver inundado por todo tipo de miedos. ¿Y si el ritual tenía un límite de tiempo que la pitia había olvidado mencionar? ¿Y si no podía volver a viajar en el tiempo porque el poder se había cansado de esperar a que cerrara el trato y había ido a parar a otra? Podía ser que estuviéramos atrapados en dondequiera que estuviéramos permanentemente.
—¿Qué cojones me estás contando? —rugió Pritkin—. ¡Devuélvenos inmediatamente!
—No puedo.
—¿Cómo que no puedes? ¡Todo el tiempo que pasemos aquí es un peligro!
Pritkin me estaba meneando de nuevo y creo que estaba empezando a preocuparse, porque la voz se le había vuelto más áspera. Tampoco me daba pena; fuera lo que fuera lo que estuviese sintiendo, no tenía ni punto de comparación con mi estado de ánimo. ¿No tenía mi vida ya suficientes líos como para tener que hacerme cargo también de las responsabilidades de la pitia? ¿No podía quienquiera que estuviese moviendo los hilos de este espectáculo permitir que me ocupara de alguno de los problemas de mi lista personal antes de mandarme a resolver los de los demás? No era justo y mi paciencia estaba a punto de colmarse. Si se suponía que debía hacer algo, perfecto. Pero que me dijeran qué ahora mismo.
—Déjame que te lo explique —le dije a Pritkin zafándome de su sujeción—. No he sido yo la que nos ha traído aquí. Ni siquiera sé dónde estamos. Lo único que sé es que no puedo hacernos volver, bien porque el poder ha llegado a la conclusión de que ya no le gusto, o porque quiere que haga algo antes de marcharme.
Si hubiera tenido que apostar por algo, habría sido por lo segundo, porque no creía que aterrizar a los pies de Mircea hubiera sido un accidente.
Pritkin no tenía pinta de estar creyéndose lo que le decía, pero tampoco me importaba. Me aparté de él, intentando pensar en si Mircea había tenido alguna idea aprovechable, pero Pritkin me sujetó con su mano por la cintura como si fuera una abrazadera.
—Tú no te vas a ningún lado —musitó con voz lúgubre.
—Tengo que descubrir cuál es el problema y cómo solucionarlo, o ninguno de los dos va a ir a ninguna parte —espeté—. Así que, a no ser que sepas decirme dónde estamos y por qué estamos aquí, no veo muchas más opciones que salir a explorar por ahí, ¿no crees?
—Estamos en Londres, a finales de 1888 o principios de 1889.
Arqueé la ceja. No había visto ningún indicio que me permitiera acotar la búsqueda, aparte de la indumentaria de la mujer (el de Mircea era un atuendo formal estándar que podría proceder de cualquier periodo en un intervalo de tiempo muy amplio). Resultaba un poco desconcertante comprobar que Pritkin era todo un entendido en moda femenina. Así se lo hice saber y él me soltó un gruñido antes de lanzarme un papel a las manos.
—¡Aquí! Alguien tiró esto.
Aparté la vista de su perpetua mirada iracunda y examiné detenidamente el folleto negro y amarillo que me había dado. Mostraba a un hombre con la mirada clavada en tres brujas que se encontraban montaña arriba. En cierto modo me recordaban a las Grayas, sólo que tenían mejor pelo. Gracias a él pude saber que se trataba de un recuerdo de la función de Macbeth en el Teatro Liceo, que comenzó el 29 de diciembre de 1888.
—Vale, perfecto. Sabemos la fecha. Es un comienzo, pero no veo que nos lleve muy lejos —repuse, intentando marcharme de nuevo; pero él me detuvo, en esta ocasión con palabras.
—Cuanto más alimentes el geis, más fuerte se hará. Por no mencionar que las prostitutas de esta época llevan más ropa de la que tú tienes encima. No puedes ir a ninguna parte sin provocar un altercado.
—¿Cómo lo sabías?
Resultaba desconcertante enterarse de que había estado llevando el equivalente a una señal en mi espalda durante años. ¿Todos lo veían menos yo?
Pritkin encogió un solo hombro.
—Lo supe la primera vez que os vi juntos.
Reconsideré la situación y llegué a la conclusión de que merecía la pena echarle un tiento.
—¿Y supongo que no puedes hacer nada al respecto? Estamos en esto juntos, después de todo, y probablemente podría pensar con más nitidez si…
—Sólo Mircea puede eliminarlo —me interrumpió Pritkin, acabando con las pocas esperanzas que me quedaban—. Ni siquiera el mago que te lo echó en su nombre podría hacerlo sin su consentimiento. Lo mejor que puedes hacer ahora mismo es mantenerte alejada de él.
Yo fruncí el ceño. Era más o menos lo mismo que me había dicho Casanova, pero yo no me lo tragaba.
—No es que sepa mucho de magia, pero hasta yo sé que no existe ningún hechizo que no se pueda romper. ¡Tiene que haber alguna forma!
Pritkin no cambió en absoluto su gesto, pero un destello fugaz en sus ojos me permitió saber que no iba desencaminada.
—Tú sabes algo —inquirí acusadoramente.
Al principio pareció adoptar una postura evasiva, pero al final contestó. Supongo que pensó que las cosas irían más rápidas si me tenía contenta.
—Todos los geasa son diferentes, pero la mayoría tienen una cosa en común. Cada uno de ellos tiene en su interior una… una red de seguridad, si quieres llamarla así. Lo que Mircea tampoco quería era acabar saltando por los aires a causa de su propio artefacto, así que diseñó el geis con una escapatoria, por si algo salía mal.
—¿Y la escapatoria es?
—Sólo Mircea y el mago que lanzó el conjuro lo saben.
Me quedé mirándole, tratando de discernir si estaba mintiéndome. Sus palabras parecían decir la verdad, entonces ¿por qué tenía la sensación de que no me lo estaba contando todo? Quizá porque nadie lo había hecho nunca.
—Si estamos en 1888, Mircea no ha hecho nada aún. No hay geis. O no debería haberlo —añadí, ya que obviamente algo pasaba.
—Tienes la costumbre de meterte en situaciones sin precedentes —musitó Pritkin frunciéndome el ceño—. Nunca había oído hablar de unas circunstancias como estas. No sé que ocurrirá si vosotros dos pasáis algún tiempo juntos en esta época, pero tengo dudas de que te gustasen las consecuencias.
Pritkin se ajustó su abrigo largo para minimizar el efecto de los siniestros bultos que asomaban por debajo.
—Quédate aquí —prosiguió—. Voy a echar un vistazo a ver si hay algo que me llama la atención. He vivido en esta época y es más probable que repare en algo que pueda estar fuera de lugar que tú. Volveré enseguida y veremos qué opciones tenemos.
Dicho eso se marchó antes de que pudiera reaccionar y yo me quedé mirando estúpidamente como se iba. Los usuarios de magia viven más que las personas normales, es verdad, pero no tanto como para aparentar treinta y cinco cuando tienen un siglo más. Poco después de conocer a Pritkin supe que debajo de su apariencia había más cosas que las que mostraba, pero esto se estaba poniendo muy raro.
Me senté en uno de los escalones y me rodeé las rodillas con los brazos mientras me quedaba mirando un trozo de alfombra raída. Me estaba helando con aquel atuendo mínimo y los cuernos estaban añadiendo más presión a mi dolor de cabeza. Me los quité y mi mirada pasó a quedarse perdida en ellos. El brillo dorado empezaba a desconcharse y dejaba entrever la gruesa espuma blanca del interior. Me sentía un poco mal por aquello. Suponiendo que consiguiésemos volver a nuestro tiempo, la chica a la que había robado el vestuario iba a tener que comprarse uno nuevo. Por supuesto, si no regresábamos, necesitaría comprarse un conjunto entero.
Me di cuenta de que la escalera se estaba volviendo cada vez más fría, pero no me preocupé mucho hasta que, de repente, una mujer apareció delante de mí. Estaba envuelta en un largo vestido azul y parecía tan sólida como cualquier persona normal, pero inmediatamente supe que era un fantasma. Me di cuenta no tanto por mi gran instinto para lo paranormal, sino por el hecho de que llevaba bajo el brazo una cabeza degollada. La cabeza, que tenía una barba estilo Van Dyck que combinaba con su pelo marrón oscuro, tenía unos ojos color azul claro que se habían quedado clavados en mí.
—¡Mucho mejor que Fausto! —exclamó, volviendo la vista a su portadora.
La mujer me miraba sin ninguna expresión en concreto; pero, cuando comenzó a hablar, no pareció muy contenta.
—¿Por qué nos molestas?
Suspiré todo lo hondo que pude con aquel condenado corsé partiéndome en dos. Justo lo que me hacía falta, un fantasma encabronado. Sólo podía dar gracias por no haber acabado convirtiéndome yo también en un espíritu, porque en ese caso si que habría tenido más razones para preocuparme. Ya había viajado en el tiempo sin mi cuerpo, apareciendo en otra época como espíritu o poseyendo a alguien, y ambos casos conllevaron más problemas que intentar mantener el tipo con un disfraz incómodo durante un rato.
Abandonar mi cuerpo implicaba correr un riesgo mortal, a no ser que encontrase otro espíritu que pudiese cuidar de él mientras yo estaba fuera. Como el único que solía estar disponible era Billy Joe, es algo que intentaba evitar. Sobre todo en Las Vegas, donde están tan a mano todos sus vicios favoritos. El otro inconveniente es que viajar en forma de espíritu me absorbe la energía demasiado rápido como para permitirme hacer gran cosa a no ser que posea a alguien de quien pueda recobrar energía. Sin embargo, no me gusta ni siquiera beber de la misma taza que nadie, así que mucho menos usar el cuerpo de otros.
Después de convertirme en la heredera de la pitia, adquirí la habilidad de poder transportarme en el tiempo con mi propio cuerpo, si bien eso también tiene un inconveniente. Una vez poseí el cuerpo de una mujer que acabó herida mientras yo estaba dentro (casi le cortan un dedo del pie), pero cuando regresé a mi cuerpo yo no tenía ningún daño. Sin embargo, si ahora me pasaba algo me lo quedaba para mí. La parte buena de mi situación actual era que los fantasmas no tienen demasiado poder sobre los vivos. Pueden engullir a otros espíritus en determinadas circunstancias, pero si atacaban a una persona viva normalmente perdían más poder del que ganaban. Con todo, no había razón alguna para provocarla.
—Me iré pronto —comenté, deseando que fuera cierto—. Tengo que hacer un recado y después me largaré.
—¿Entonces no formas parte del espectáculo? —preguntó la cabeza, con decepción.
—Sólo estoy de visita —repuse rápidamente, porque los ojos de la mujer habían empezado a brillar. Esa no es una buena señal en un fantasma (significa que están invocando de verdad su poder, lo cual normalmente sucede segundos antes de dejar que lo pruebes)—. De verdad que me quiero ir, pero todavía no puedo. Esperemos que no tarde mucho.
—La otra dijo lo mismo —recitó, mientras su pelo oscuro empezaba a agitarse alrededor de su cara según crecía su poder—. Pero después de echarle veneno en el vino, no se marchó. Ahora tú estás aquí. Esto tiene que acabar.
—¿La otra? —salté, porque no me gustaba nada cómo sonaba aquello—. La única persona que traje conmigo es un hombre. Quizá lo hayáis visto. ¿Metro setenta más o menos, rubio, vestido como Terminator? Perdón —me disculpé al ver que la frente se le arrugaba ligeramente—. Quiero decir que lleva un abrigo largo con un montón de armas debajo. Está a punto de volver y cuando llegue solucionaremos esto. —
—No es el mago el que nos preocupa —aseveró el fantasma de la mujer—. Tú y la otra mujer sois la amenaza. Tenéis que marcharos.
—La señora es un poco territorial, me temo —intervino la cabeza, que parecía entender mi situación—. Llevamos aquí bastante tiempo, ya sabes. Esta tierra perteneció a mi familia desde mucho antes de que construyeran un teatro sobre ella y es nuestro sustento —explicó, lanzándome una mirada maliciosa—. Hoy en día esto es más divertido. Los malditos parlamentaristas cerraron todos los teatros, pubs, casas de putas y en general todo lo que no fuese una iglesia. ¡Si hasta prohibieron que hubiera deportes los domingos! Por suerte fueron tan amables como para cortarme la cabeza antes de hacerme pasar por algo así. Pero al final salimos victoriosos, ¿no?
—Ajá —farfullé.
Apenas le estaba escuchando. Todos los fantasmas con los que me encontraba querían contarme la historia de su vida y si no hubiera aprendido a asentir y sonreír mientras pensaba en otras cosas, me habría vuelto loca hace tiempo. Además, tenía mucho sobre lo que reflexionar.
De lo poco que había conseguido descubrir sobre mi puesto, casi todo a través de rumores que Billy Joe había escuchado a hurtadillas, la cosa estaba más o menos así: si alguien de mi propio tiempo estaba armando jaleo con el curso del tiempo, la pelota estaba en mi tejado. Era un problema mío, y tenía que solucionarlo yo. Sin embargo, si era alguien de otra época el que estaba intentando interferir, era un asunto de la pitia que hubiese en el tiempo de aquella persona. Si aquello era así, la interferencia que me había llevado hasta allí tenía que proceder de mi propia época. Pero la única persona que conocía que pudiese saltar entre un siglo y otro no estaba en posición de poder hacerlo. Billy lo había contrastado con alguno de sus contactos fantasmas y me había asegurado que las heridas que le había causado al espíritu de Myra se tenían que haber manifestado como lesiones físicas en cuanto regresase a su cuerpo, y no era posible que se hubiese podido recuperar de algo así en una semana.
Sin embargo, si la mujer que habían mencionado los fantasmas no era Myra, sólo podía ser otra pitia. Quizá mi poder había llegado a un estado de confusión o tal vez se me hubiera invocado como refuerzo para solventar algún problema difícil. Como no sabía cómo funcionaba todo este rollo, cualquier cosa era posible. Si podía dar con ella, podría pedirle que mostrase un poco de cortesía profesional y que nos devolviese a Pritkin y a mí a nuestra época.
—¿Puedes llevarme hasta esa otra mujer? Quizá pueda convencerla para que se marche y para que me mande a casa a mí también.
La mujer parecía recelar, pero la cabeza tenía pinta de estar contenta de poder ayudar.
—¡Claro que podemos! No está lejos —parloteó alegremente—. Está en uno de los palcos de más atrás.
El entusiasmo del hombre pareció ayudar a que la mujer se decidiese y esta acabó asintiendo bruscamente.
—Rápido, entonces.
Los fantasmas me siguieron escaleras abajo y tuvieron la amabilidad de no pasar a través de mí para después indicarme el camino hacia el palco que estaba al lado del de Mircea. Aparté las cortinas y me metí en su interior, pero estaba vacío. Sobre el escenario había una mujer vestida con un traje medieval verde de enormes mangas a listas rojas que gesticulaba con gran teatralidad. Apenas reparé en ella. Mis ojos estaban fijos en Mircea, que no parecía concentrado en la actriz, sino en el recargado marco color oro que envolvía el escenario, con la mirada fija de quien no está muy atento. A mí me pasaba lo mismo. Con mirarle una sola vez todo lo demás me parecía de repente irrelevante. Me habían hechizado otras veces, pero nunca me había sentido como ahora. Después de haberme enterado de que todo era falso, la verdad es que no me importaba en absoluto. Ni siquiera sabiendo que aquello se debía a un geis, seguía pareciendo increíblemente real. Podía odiar que me hubiera hecho esto a mí, pero no podía odiarle a él. El mero hecho de pensarlo se me antojaba absurdo.
—Ahí. —La mujer fantasma señaló con un dedo delante de mi cara—. Acaban de echarle el vino.
Lo que estaba señalando era una bandeja con una botella y varios vasos que reposaban en una pequeña mesa detrás de los asientos que ocupaban Mircea y la rubia.
—¿De qué estás hablando? —hice esfuerzos para mirar a la mujer fantasma en lugar de a Mircea y una especie de pensamiento racional volvió hacia mí—. ¿Me estás diciendo que esa botella está envenenada?
—Ella dijo que se quedaría hasta que se consumiera la botella, pero quizá su poder era insuficiente.
Por primera vez la mujer fantasma parecía contenta. Casi podía oír su pensamiento: «Ya cayó una, sólo queda otra».
La ignoré, pues el pánico que me producía la idea de que le pudiera pasar algo a Mircea era tan desbordante que apenas podía soportarlo. Salí corriendo del palco y me choqué con Pritkin, que estaba allí de pie con cara de pocos amigos.
Menos mal que nos sujetó, porque si no los dos habríamos acabado besando el suelo.
—¡Déjame! —vociferé mientras trataba de zafarme de sus manos, que me agarraban la parte superior de mis brazos hasta hacerme sentir dolor—. ¡Tengo que entrar ahí!
—Te dije que te quedaras lejos de él. ¿Quieres acabar completamente loca por él?
—Vale, pues entonces hazlo tú —repuse yo.
Quizá tenía razón en lo que decía. Si quería entrar en ese palco no era precisamente porque fuera una buena idea.
—Hay una botella de vino ahí dentro, y puede que esté envenenada —le expliqué—. ¡Tienes que hacerte con ella!
No tenía ni idea de si el veneno podía matar a un vampiro, pero tampoco quería descubrirlo ahora.
Pritkin me lanzó su mirada habitual durante un segundo, después su rostro cambió de gesto y me di cuenta de que teníamos problemas.
—Si hago esto, ¿juras hablar conmigo todo el tiempo que desee sin dar saltos en el tiempo, intentar matarme o lanzarme algún conjuro, maldición o cualquier otro impedimento que se te ocurra poner en mi camino?
Mis ojos parpadearon sin dejar de mirarle.
—¿Quieres hablar?
Nunca hablábamos. Apuñalarnos, dispararnos e intentar hacernos saltar por los aires el uno al otro, eso sí, pero hablar nunca.
—¿Sobre qué? —pregunté llena de nervios, pero Pritkin se limitó a lanzarme una sonrisa maliciosa. Me tenía entre la espada y la pared y lo sabía—. Vale, da igual. Hablaremos todo el tiempo que quieras siempre que des tu palabra de que no vas a intentar matarme, apresarme o llevarme a rastras ante el Círculo… o ante nadie más. Y tampoco tendrás un tiempo indefinido. Una hora, lo tomas o lo dejas.
—Trato hecho.
En su favor hay que decir que no perdió más tiempo una vez que sellamos el trato, se limitó a soltarme y a desaparecer tras las cortinas. Durante varios minutos esperé ansiosa, pero no pasó nada. Al final no pude aguantar más y me metí en el palco vacío para ver qué pasaba. Nada bueno.
Sobre el escenario, un Macbeth huesudo al que le colgaba el bigote estaba empezando el monólogo de la daga flotante, mientras en el palco Pritkin tenía una daga de verdad en el cuello, por cortesía de la rubia. Mircea estaba de pie ocultando a la rubia de las miradas del público, pero mi palco estaba más cerca del escenario y yo les veía con nitidez.
Antes de que se me ocurriera nada para ayudar a Pritkin, las cosas empeoraron cuando Mircea empezó a abrir la botella. Tenía los ojos puestos sobre el mago y esbozaba una ligera sonrisa en los labios. No me gustaba esa mirada. Mircea siempre había defendido a ultranza que el castigo debía ser acorde al delito. Si había llegado a la conclusión de que Pritkin estaba intentando envenenarles, era totalmente capaz de obligar a que el mago se tragara por completo el contenido de la botella y esperar a ver qué pasaba.
Normalmente, Pritkin habría sido capaz de salir de una cosa así por su cuenta, pero en ese momento intentaba no llamar la atención sobre lo que estaba pasando. A mí me parecía encomiable su empeño en mantener a rajatabla lo de la integridad del curso temporal, pero acabar muerto a cuenta de ello parecía un poco extremo. Yo era la pitia, al menos temporalmente, y no estaba dispuesta a llegar tan lejos. En condiciones normales la muerte de Pritkin no me quitaría el sueño, pero si se había metido en ese palco era porque yo se lo había pedido. Si moría, sería en parte culpa mía.
Solté un suspiro y levanté la muñeca. Una daga que brillaba ligeramente saltó de mi brazalete para quedarse flotando junto a mi brazo. Parecía bastante animada ante la perspectiva de una pelea, pero no estaba segura de que fuese a ser un gran plan. Entre otras cosas, tenía la sensación de que igual le parecía mejor apuñalar a Pritkin en lugar de destrozar la botella. Todavía tenían cuentas pendientes y, hasta donde yo sabía, todavía no habían luchado en el mismo bando.
—Limítate a destruir sólo la botella —le advertí sin rodeos—. No ataques al mago, ya sabes cómo se pone. Lo digo en serio.
Antes de despegar, la daga se balanceó ligeramente a modo de respuesta y yo deseé con todas mis fuerzas que eso quisiera decir que estaba de acuerdo con lo que le había dicho. Acto seguido sobrevoló la galería y se fue directo hacia la botella, que Mircea había levantado ya para ponerla a la altura de los labios de Pritkin. Después reventó el grueso cristal de la botella con facilidad, lo que provocó que el vino tinto se derramase por completo sobre el abrigo del mago y acabara salpicando la camisa de Mircea, que hasta ese momento lucía un blanco prístino. Mircea empezó a dar vueltas con el cuello de la botella aún en la mano y acabó viéndome. Abrió la boca como si fuera a decir algo, después se detuvo y simplemente se quedó allí quieto, con aire confundido.
Por desgracia, mi cuchillo no siguió su ejemplo y decidió sobreactuar un poco. Sobre el escenario, Macbeth se preguntaba si era una daga lo que tenía ante sus ojos. Mi cuchillo centelleante y luminiscente se contoneó por encima de la multitud asombrada, provocando carraspeos y hasta algún que otro grito para finalmente detenerse delante de la cara perpleja del actor. Se balanceó arriba y abajo durante un minuto, como si estuviese haciendo una reverencia, y después volvió volando hacia donde me encontraba yo. Entonces el público prorrumpió en un aplauso atronador que inundó todo el teatro y dejó en un segundo plano el resto del monólogo del actor.
En cuanto la estrella de la fiesta volvió a fundirse en mi brazalete, sentí que me invadía una sensación de desorientación que indicaba que estaba a punto de producirse un salto temporal.
—¡Cógeme de la mano, rápido! —le grité a Pritkin—. Vamos a despegar en cualquier momento.
Pritkin se había aprovechado del momento de distracción para zafarse de la rubia. La mujer se interponía entre Pritkin y la salida, pero él consiguió sortear el problema catapultándose sobre un asiento vacío y lanzándose al espacio que había entre palcos. Estuvo a punto de resbalarse cuando se encontraba en el borde, pero conseguí agarrarle la mano para impedirlo. Al minuto siguiente, estábamos una vez más en la espiral del tiempo.