15

Yo no respondí nada porque me había quedado momentáneamente bloqueada por la inmensa oleada de alivio que me invadió al escuchar aquella voz, que constataba que su poseedor estaba vivo y en buen estado. Controlé mi gesto, esperando que fuese el geis el que entrase en acción, pero no ocurrió nada. Lo único que había era un cálido torrente de placidez, un cosquilleo de felicidad que se expandía por mi piel con sólo estar cerca de él, pero nada extremo. Entonces me di cuenta de que me había olvidado de un dato clave: en esa época, aquella cosa tan horrible estaba como nueva. No había tenido tiempo de echar los dientes.

Pero ya le saldrían. Y bien grandes.

Cogí la caja. Parecía exactamente igual que la mía.

—¿Qué es esto?

Sus ojos oscuros se fundieron con los míos, brillando maliciosamente.

—Te propongo un cambio.

De repente, Stoker, poseído por el dolor, salió a gatas del foso y se dirigió hacia el pasillo central. Pritkin salió detrás de él, aunque desconozco los motivos. Tal vez para que Mircea tuviese tiempo para borrarle todo aquello de la memoria, aunque no parecía que fuese necesario. Cuando años después escribió una confusa versión de todo aquello, la gente ya lo compraba como obra de ficción.

—¡Rápido! —impelí yo, mientras Pritkin agitaba un brazo antes de desaparecer entre las puertas del vestíbulo.

Mircea sonrió, y el resultado no fue nada malo, a pesar de estar cubierto de sangre, en gran parte suya.

—¿Ya no tienes interés por continuar tu contienda con la joven histérica que estaba aquí antes?

—¿Cómo? —Me quedé mirando a la caja un momento, sin comprender muy bien qué quería decir. Entonces sus palabras cobraron sentido. No. No podía ser. ¿Tanto tiempo intentando encontrar a Myra y ahora me la ponían en bandeja? ¿O, para ser más exactos, me la ponían delante de las narices?

Todo era muy extraño.

—Ideé la trampa para mi hermano —me explicó Mircea—. Pero cuando vi que ya había sido capturado, decidí utilizarla para otros menesteres. Esa… joven… cometió el error de correr hacia el palco para contemplar los efectos de su artefacto. Allí fue donde la encontré.

Mircea colocó la caja en la que estaba Myra sobre las tablas y puso una mano sobre la de Drácula.

—Los senadores volverán en cualquier momento —musité, sin poder apartar la vista del pequeño receptáculo negro en el que habían atrapado a mi rival. Por alguna razón, me pitaban los oídos—. Lo van a matar de cualquier forma.

—¿Matar a quien? —Mircea mostraba cierta curiosidad—. No puedes estar refiriéndote a mi hermano. Por desgracia, murió a consecuencia de la explosión.

—Olerán su rastro.

—No dentro de esto.

Las palabras de Mircea daban a entender que sabía de qué hablaba. Y no parecía razonable que fuesen a ir a por él por una simple caja. Podrían arriesgarse a provocar una guerra por Drácula, ¿pero por una mera sospecha? No creo.

—¿Por qué lloras? —preguntó de repente, colocándome la mano sobre la mejilla. Con su pulgar me apartó una lágrima que ni siquiera me acordaba de haber derramado. Por muy liviano que fuera el roce, despertó el geis. Respiré hondo y los ojos de Mircea se abrieron aún más.

Viendo todo aquello, me aparté.

—Por favor… no.

Al contrario que en mi propia época, al retirarme no sentí nada de dolor físico. Pero el daño emocional seguía estando allí, y era alto.

Mircea se quedó a la expectativa, pero yo no le di más explicaciones. Para mi sorpresa, lo dejó correr.

—Si no me equivoco, has sido tú quien ha salido victoriosa —fue lo único que apuntó—. La victoria es normalmente un motivo para la satisfacción, no para las lágrimas.

—La victoria tuvo un precio muy alto.

Y tanto.

—A menudo es así.

En ese momento algo se movió en mi brazo y yo pegué un bote. Al mirar hacia abajo, me encontré un pequeño lagarto verde sobre mi antebrazo, temblando de miedo. Me miró con sus grandes ojos negros y después corrió a toda prisa hasta esconderse debajo de mi codo. Mircea se rió.

—¿De dónde ha salido eso?

Me había dado tiempo a reconocerlo: era una de las protecciones de Mac.

—Habrá conseguido esconderse antes, Cass —murmuró Billy—. Supongo que se aferró a mí cuando tiré las demás. Parece que, después de todo, hemos conseguido salvar algo.

Según subió más arriba por mi brazo sentí que su cola me hacía cosquillas, pero no hice nada que pudiera molestarle. Hace tiempo que había aprendido una lección: por muy pequeño que fuera, era mejor que nada.

Pritkin abrió las puertas del teatro de par en par arrastrando el metro noventa de Stoker y yo agarré la caja de Myra. Mircea cogió la que contenía a su hermano y yo no protesté. Por mi experiencia sabía que así era como habían sucedido siempre las cosas. Tal vez Mircea se llevaría a su hermano a casa en secreto y dejaría que todos pensaran que el linchamiento había transcurrido según lo previsto. En cualquier caso, no tenía sentido iniciar una disputa que no habría podido vencer y por la que Pritkin no podía arriesgarse. Fue él quien dijo que no quería que Myra fuese pitia y, después de todo lo que había hecho esa noche contra nosotros, supongo que ahora lo pensaba de verdad, si es que alguna vez tuvo dudas. Aún así, no me acababa de fiar de él. Todavía quedaban muchas preguntas sin responder sobre el mago Pritkin.

Me metí a Myra en un bolsillo de las voluminosas faldas de Françoise, para que no quedase a la vista. Mircea lo vio, pero no dijo nada. Se encaminó hacia el borde del escenario y cogió el cuerpo inconsciente de Stoker de las manos de Pritkin, izándolo por encima del foso como si no pesase nada.

—Una cosa más —añadió, después de dejar a Stoker sobre las tablas. Acto seguido se sacó algo del abrigo y lo dejó caer hasta ponérmelo encima del pie.

—¡Mi zapato! —exclamé.

Brillaba todo lo que se podía esperar de un producto comprado en oferta a 14,99.

—Se te cayó la primera vez que nos vimos, por las prisas al marcharte. Algo me dijo que tendría la oportunidad de devolvértelo. —Sus ojos se encontraron con los míos y el gesto de su rostro amenazó peligrosamente con convertirse en una sonrisa de oreja a oreja—. Llevas un vestido precioso, pero he de confesar que prefería tu otra indumentaria. O la falta de ella.

Le lancé una sonrisa irónica y me quité el zapato. Con el ritmo de vida que llevaba, iba a necesitar botas militares, no tacones. Además, esta Cenicienta tenía que verse las caras con el Círculo, el Senado y los duendes oscuros. No era paz y tranquilidad precisamente lo que se dibujaba en mi futuro próximo, así que se lo devolví, con cuidado para evitar cualquier tipo de contacto físico con él.

—Quédatelo.

Mircea se me quedó mirando con cara de intriga.

—¿Y por qué iba a hacer tal cosa?

Me encogí de hombros.

—Nunca se sabe.

Mircea me miró a los ojos un instante y después se movió como si fuera a cogerme la mano. Al retirar yo la mía, frunció el ceño.

—¿Debo dar por sentado que nos volveremos a ver?

Tenía dudas sobre qué decirle. Por supuesto que me volvería a ver y que volvería a cometer el error que nos conduciría a esta situación. Que yo fuera a verlo en mi futuro era otra historia. Si no conseguía romper el geis, no podría volver a arriesgarme y, solo de pensarlo, se me hacía un nudo en las entrañas. Estaba tan cerca de caer en la tentación de decirle que no me echara el geis en el futuro que me tuve que morder la mejilla por dentro para seguir callada. No obstante, por mucho que lo odiase, el puto geis había tenido mucho que ver en todo lo que me había pasado y lo que me había llevado hasta allí. A mí me había protegido de acercamientos no deseados mientras era adolescente, y a Mircea le había ayudado a encontrarme antes de que lo hiciera Tony siendo yo ya adulta; además, fue el propio geis el que le convenció para que me dejara entrar en la cámara del Senado. Si me daba por intentar cambiar aquello, ¿cómo sería entonces mi vida? No tenía ni idea.

Finalmente decidí inclinarme por una respuesta que se ajustase literalmente a lo que iba a suceder.

—Seguro que sí.

Mircea asintió con la cabeza, levantó a Stoker y me regaló una reverencia. No sé muy bien cómo, pero el caso es que consiguió hacerlo grácilmente a pesar de llevar al hombro a un tipo de unos ciento quince kilos.

—Esperaré ansioso, brujilla.

—No soy una bruja.

Mircea sonrió levemente.

—Lo sé.

Acto seguido se marchó a pie del escenario sin decir nada más. Mantuve los dientes apretados y lo dejé marchar.

—Te rodeas de unos aliados interesantes —comentó Pritkin, encaramándose al escenario—. ¿Cómo lograste persuadir a esa criatura para que te ayudase? Por lo general son extremadamente egoístas.

En un primer momento pensé que se refería a Mircea, así que me dispuse a explicarle lo enormemente insensato que resultaba referirse a un vampiro, especialmente a un maestro, en esos términos. Al ver mi expresión, Pritkin se explicó.

—El íncubo, ese al que llaman Sueño —añadió.

Mi cerebro frenó de golpe.

—¿Cómo? —pregunté yo.

—¿No sabías lo que era? —preguntó Pritkin incrédulo—. ¿Acaso tienes por costumbre aceptar sin más la ayuda de espíritus a los que no conoces?

Billy se reía.

—No —respondí, ignorándolo—. El nombre… ¿cómo llamaste a ese tipo?

—A esa cosa —me corrigió Pritkin.

—Pero el nombre…

—Muy adecuado —prosiguió—, un íncubo llamado Sueño. —Mis ojos se abrieron como platos y Pritkin frunció el ceño—. Eso era lo que significaban los nombres que te dijo. Todos ellos son variantes de la misma palabra. ¿Por qué lo preguntas?

Me quedé sentada y perpleja mientras mi cerebro recreaba aquel marcado acento hispano diciéndome que se llamaba Chávez. Ahora caía en que aquel nombre también significaba lo mismo. Me recosté sobre la espalda, con la mirada perdida en el techo. Cuando estábamos en la pista de hielo, le había depositado sobre sus manos, perfectamente cuidadas, las tres cajas que había cogido en la prisión del Senado. Sería mucha casualidad, por supuesto, que ninguna de las tres contuviera a Drácula en su interior.

Por un breve instante me pregunté si el íncubo había estado jugando conmigo todo ese tiempo o si simplemente había tenido la suerte de acabar siendo mi chófer en ese momento. No es que importara mucho; fuese como fuese, ya estaba jodida. A estas alturas, no me cabía duda de que las cajas nunca habían llegado a estar en posesión de Casanova. Lo cual significaba que, en mi época, Drácula volvía andar suelto por ahí. Y encima por mi culpa.

—¡Por fin! —gritó alguien a mis espaldas. Al principio no le presté atención. Estaba demasiado ocupada añadiendo a Drácula a mi lista de quehaceres y tratando de no pensar en lo larga que se estaba convirtiendo tal lista. Sin embargo, aquella voz tenía un deje que me resultaba familiar—. ¡Pensé que ese vampiro no se iba a marchar nunca! Ahora sí, acabemos con esto.

Al darme la vuelta me topé con una silueta fantasmal de una joven morena que levitaba unos cuantos centímetros por encima del escenario. Aquellos grandes ojos azules y aquel largo vestido blanco me sonaban bastante, concretamente de la última vez que aquel espíritu tan peculiar se cruzó en mi camino. En aquella ocasión me dijo que prefería presentarse con la forma que tenía cuando viajaba en forma espiritual en lugar de reproducir su apariencia de verdad. A resultas de eso, ahora parecía que seguía teniendo quince años.

—Agnes. —Por alguna razón, aquello ni siquiera me sorprendió. Quizá mis nervios estaban demasiado agotados como para reaccionar ostensiblemente por nada—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Se montó conmigo —musitó Billy apenado—. No me dejó que te lo dijera, pero ya estaba en el colgante cuando traté de volver a tu cuerpo. Debió de haber andado merodeando alrededor del Camerino de los Artistas, justo antes de saltar de Françoise a ti.

—¿Por qué? —pregunté yo.

Billy se encogió de hombros.

—No hemos hablado mucho. Si me pides mi opinión, te diría que su motivación son las ganas de venganza. Para mí que los tiros van por ahí.

—Y tanto —asintió Agnes antes de volver la vista hacia mí—. Suéltala.

Era una orden, pronunciada además por alguien que estaba acostumbrada a que la obedecieran de inmediato.

Ni siquiera me molesté en fingir que no la entendía.

—Así que tú también vas a por Myra.

Agnes cruzó sus brazos transparentes y me miró con el ceño fruncido.

—Que me asesinen es algo que tiende a irritarme. Supongo que te podrás hacer una idea.

Yo meneé la cabeza.

—He escuchado su confesión, pero todavía no sé cómo lo hizo.

—Pues mira. Antes de desaparecer, Myra me hizo un regalo con motivo del solsticio. Para mantenerme a salvo de todo mal, me dijo. —Los labios de Agnes se retorcieron sardónicamente.

—El medallón de san Sebastián, lo sé. Tenía arsénico en su interior. Los magos lo encontraron y lo abrieron. Pero sigo sin comprender cuál era el peligro para ti. ¡El veneno estaba dentro y el medallón estaba soldado!

—Claro, pero el tema fue que Myra le hizo un agujero minúsculo en la parte de arriba antes de dármelo. Conocía de sobra mis hábitos; sabía que, antes de beber nada, siempre metía un colgante o un talismán de cualquier tipo en la bebida. Esa costumbre la heredé de mi predecesora, ¡y mira que me dijo veces que si no me andaba con cuidado acabaría muriendo envenenada! Claro que —prosiguió Agnes, acercándose un poco más a mí— también me dijo que comprase acciones en el 29. Herófila estaba como una cabra.

—¿Herófila?

—Sí, recibió ese nombre por la segunda pitia de Delfos. Según se sabe, aquella también estaba de la olla.

Perfecto. Mi nombre hacía homenaje a una tarada. ¿Por qué sería que no me sorprendía?

—Aun así, sigo sin entender por qué Myra querría verte muerta. Si el poder no puede ir a parar a alguien que haya asesinado a la pitia…

—Técnicamente, ella no me asesinó.

—¡Pero si te dio un medallón envenenado sabiendo qué ibas a hacer con él!

—A mí eso me sonaba a asesinato.

—Pero no me obligó a que lo usara —señaló Agnes. Cuando vio que hacía amago de protestar, levantó la mano—. Que sí, que ya lo sé. Cualquier juez de hoy en día la declararía culpable, pero el poder proviene de una época anterior a las pruebas circunstanciales y la duda razonable. No me puso una espada en el cuello ni me dio con un garrote en la cabeza. Ni siquiera me echó veneno en el vino, fui yo la que me encargué de hacer eso. Desde el punto de vista del poder, no hay nada de lo que se pueda culpar a Myra.

—¿Y, entonces, ahora qué? —No sabía qué pretendía conseguir Agnes zanjando la historia así, pero me daba mala espina.

—He dicho que el poder considera a Myra inocente, no que yo la considere inocente —añadió con fiereza—. Esa pequeña puta me asesinó. ¿Por qué crees si no que estoy aquí?

—¿Y tu plan ahora es…? —Ahora que era un espíritu desprovisto de cuerpo, sus opciones parecían muy limitadas.

—Suéltala y lo sabrás.

De repente se me ocurrió que sí había un sitio por el que podía salir Agnes. Si podía poseer a Myra, podría utilizar su poder para regresar y tratar de cambiar las cosas. Deseaba de verdad que ese no fuera el plan, porque no tenía ni idea de cómo se suponía que iba a pararle los pies si era eso lo que tenía entre ceja y ceja. Sólo el trato cara a cara con ella me había dado ya muchos problemas; así que no había duda de que, en cuanto le diese la gana, Agnes podía empezar a torearme en cualquier momento.

—No puedes estar pensando en interferir en el curso temporal —murmuré lentamente—, ¡menos aún después de llevar toda una vida protegiéndolo!

—¡No me vengas a dar sermones sobre el curso temporal! —espetó.

—¿Con quién estás hablando? —preguntó Pritkin.

Suspiré. Me había olvidado por un momento. Agnes era un espíritu, así que Pritkin no podía verla ni escucharla mejor de lo que podía percibir la presencia de Billy.

—No me creerías si te lo contara.

—Inténtalo —insistió, mientras trataba de limpiarse la sangre que le salía de un corte que le habían hecho justo encima de su ceja derecha. Supongo que su intención era quitársela de la cara, pero al final lo único que consiguió fue esparcírsela más. Cuando acabó, daba la impresión de que llevaba pinturas de guerra, así que llegué a la conclusión de que era mejor no seguir discutiendo con él.

—Está bien. Agnes está aquí en forma de espíritu y planea vengar su propia muerte. ¿Contento?

—Sí —afirmó, hincando inmediatamente una rodilla—. Lady Femonoe, es un honor como siempre.

Al ver aquello fruncí el ceño. No hace falta decir qué sería yo para Pritkin si su manera de comportarse con la anterior pitia era aquella.

Agnes apenas le dedicó una mirada. Me lanzó una sonrisa, pero no era demasiado reconfortante.

—Myra se llevó mi vida por delante. Tal y como yo lo veo, me debe otra.

Por fin, las cosas empezaban a cobrar sentido.

—¿Fue ese el acuerdo al que llegaste con Françoise? ¿Querías que te trajera a este momento para que pudieras cambiar su cuerpo por el de Myra? —proseguí, cerrando mínimamente los ojos—. ¿Sí o no? ¿Ella estaba de acuerdo?

—Françoise nunca habría escapado de las garras de los duendes de la luz sin mi ayuda —repuso Agnes, evadiendo mi pregunta—. ¡Probablemente ni siquiera habría sobrevivido! Mi experiencia nos mantuvo a las dos con vida. ¡Creo que me debe unos cuantos años por aquello!

—¡Eso no es propio de ti!

—Y hablando de deudas, ¿quién te crees que mandó antes a todas esas protecciones al rescate? Tu fantasma no sabía cómo funcionaban. Fui yo la que te salvó. Otra vez —agregó, sin dejar de mirarme—. ¡Así que suéltala!

Sujeté la caja fuerte contra mi costado y me di cuenta de que podía sentir un minúsculo pulso latiéndome en la base de la garganta.

—¿Y si no puedes controlarla? Se supone que puedes meterte en el cuerpo de una persona normal, no de alguien como ella. Hasta Françoise te puso en aprietos en ciertos momentos. ¿Qué crees que podría hacer una vidente con el poder de Myra?

—Ese es mi problema.

—¡No si se te escapa! —Saqué la caja y la agité en su presencia—. ¿Tienes idea de lo que he tenido que pasar para conseguir esto? Myra intentaba matar a Mircea para que no pudiese estar ahí para protegerme más adelante. ¡Y casi altera toda la línea del tiempo para conseguirlo! ¡Casi me mata! ¿Y ahora me dices que no es mi problema? —acabé gritando, pero no me importaba.

—Déjala salir, Cassie —me advirtió Agnes.

—¿O si no, qué? ¿Me harás lo que le hiciste a Françoise?

—No seas ridícula, a ti no podría mantenerte a raya.

—¿Y a Myra sí? —Meneé la cabeza—. No lo creo. Esa mujer es peligrosa, Agnes. Si yo he conseguido meterla aquí ha sido más por suerte que por cualquier otra cosa. De ningún modo voy a permitir que salga.

Agnes suspiró.

—Tú no lo entiendes…

Sus explicaciones se vieron interrumpidas porque, de repente, Pritkin me arrebató la caja de las manos.

—¡Pritkin, no! —Traté de recuperarla, pero antes de que pudiera ponerle siquiera un dedo encima, noté que el lugar se veía invadido por un fogonazo que me resultaba familiar y, de pronto, allí estaba Myra de nuevo.

Agnes no perdió ni un segundo. En cuanto apareció su antigua aprendiz, pasó como una exhalación a mi lado y se chocó contra los escudos de Myra. Sus chisporroteos eran cada vez mayores a medida que la lucha se volvía más encarnizada: Myra tratando de repeler el ataque y Agnes intentando encontrar un lugar por el que colarse dentro de ella.

—¿Tú sabes lo que has hecho? —le pregunté a Pritkin, aún paralizada—. No va a poder contenerla. No siempre.

—No le va a hacer falta —replicó, observando la pelea con gesto adusto.

Antes de que le pudiera preguntar qué quería decir con aquello, Myra soltó un grito y Agnes desapareció, colándose por cualquiera que fuera la grieta que encontrara en la armadura de su antigua pupila. El cuerpo liviano de Myra se estremeció una vez de manera brutal y después miró hacia arriba tranquila. De pronto me di cuenta de que, excepción hecha de su color de pelo y de unas mínimas diferencias faciales, las dos mujeres podían haber sido gemelas. Tenían la misma constitución fina y una estructura ósea delicada, el mismo aire de niña pequeña, en suma. Pero los ojos que parecían fríos y opacos cuando el cerebro de Myra estaba tras ellos, danzaban ahora repletos de vida.

—¡Lo conseguí! —anunció Agnes a bombo y platillo, como si hubiese algo que celebrar. Me lanzó una sonrisa que yo no le devolví. Todo aquel trabajo, todo aquel sacrificio había sido en balde. Agnes podía ser poderosa, pero no era su cuerpo. Antes o después dejaría de poder tener a Myra bajo control, aunque solo fuese durante un instante. Y con eso bastaría.

—Estás loca —le dije.

Pritkin hizo ademán de acercarse hacia ella, pero Agnes lo detuvo alzando una mano.

—No tienes derecho —se limitó a decir Agnes.

Sus ojos se centraron en mí y frunció el ceño.

—No va a ser ella.

—Tiene que serlo —puntualizó Agnes con voz calmada—. Hiciste un juramento.

Pritkin dio unos cuantos pasos y acabó arrodillándose a mi lado. Noté que algo frío me tocaba la piel y, al mirar hacia abajo, vi que me ponía uno de sus cuchillos en la mano.

—Hazlo rápido —musitó con voz grave—. Un solo corte, directo a la yugular.

Me quedé mirándolo.

—¿Cómo?

Pritkin cerró mi mano en torno a la empuñadura del cuchillo.

—Myra se condenó a sí misma por su propia boca. Ya la escuchaste. Ante cualquier ley, ya sea de humanos, magos o vampiros, merece la muerte.

De repente todas las piezas encajaron. Y la imagen que formaban no me gustaba mucho, la verdad.

—¿Era por esto por lo que querías que estuviera aquí, no?

Ni siquiera intentó negarlo.

—Hice el juramento de proteger a la pitia y a su heredera, con mi vida si fuera necesario. El Círculo creía que, si ellos me lo pedían, me olvidaría del juramento; que mataría a Myra aunque no hubiese nada que demostrase su culpabilidad. Pero cuando doy mi palabra, la mantengo. —Sus labios se retorcieron hasta formar una sonrisa amarga—. Razón por la cual no la doy muy a menudo.

—No me trajiste aquí para evitar que Myra hiciese un salto en el tiempo —seguí con mis acusaciones—. ¡Esperabas que la matase!

La expresión de Pritkin no se vio alterada. Era como si estuviésemos discutiendo de cualquier cosa: el tiempo, un partido de fútbol… era surrealista.

—Si pudiera hacerlo por ti, lo haría —continuó con calma—. Pero Agnes está en lo cierto. Solo la pitia puede castigar a una iniciada.

—¡No estamos hablando de un castigo! No se trata de mandarla a la cama sin cenar. —Miré a Agnes, con la esperanza de encontrar en ella algo de apoyo—. ¡Es una cuestión de vida o muerte!

Agnes encogió los finos hombros de Myra y dejó la mirada en blanco. Durante años fue ella quien la preparó y es posible que en cierta ocasión estuvieran cerca la una de la otra, pero ahora su rostro ya no mostraba signo alguno de pesar.

—Ya lo dijiste tú misma. No podré sujetarla. No mucho más tiempo.

—Si esto es lo que te ha deparado este trabajo —espeté bruscamente—, ahora sé que no lo quiero.

Sus ojos azules se encontraron con los míos y de repente vi en ellos un halo de tristeza.

—Pero el caso es que ya es tuyo.

Noté cómo la hoja del cuchillo me mordía en la palma de la mano; porque, al abrirla ligeramente, el arma se me había deslizado desde la empuñadura hasta algo más abajo. Al notar el dolor, mi cerebro volvió a tenerlo todo muy claro.

—No. Ya encontraremos otra manera de hacerlo.

Agnes me miró con dulzura. Resultaba extremadamente extraño ver esa expresión en el rostro de Myra.

—No hay otra manera. ¿O qué planes tienes tú? ¿Metértela debajo de la manga? ¿Llevártela a todas partes? Antes o después, conseguiría liberarse. Le he enseñado demasiadas cosas como para dudar ahora de lo que sería capaz. —Su expresión se volvió más severa—. Y ocuparte de las que se quedan al margen de la ley es parte de tu trabajo. Esas son las normas.

—No son mis normas —repuse con voz ronca.

—Alguien tiene que hacerlo —insistió Agnes implacablemente—. Alguien tiene que asumir la responsabilidad. Y, te guste o no, ese alguien eres tú.

Al oír eso se me formó tal nudo en la garganta que me hacía difícil tragar saliva. Las lágrimas que no había derramado antes caían ahora por mi cara, pero me daba igual. ¿Una muerte más, y esta vez no solo por mi culpa, sino también con mis propias manos? Este sí que no era el plan. De hecho, era justo lo contrario al plan. Yo quería salir victoriosa, pero no de esta manera. Estaba harta de ver muertes; sobre todo, muertes que sucedían en parte por mi culpa. La boca se me llenó de un sabor amargo.

—No puedo.

Agnes se inclinó y, con una mano, me acarició la cara con ternura.

—Todavía no has empezado a descubrir siquiera una mínima parte de lo que puedes hacer. Pero lo harás. —Se apartó de mí, con una sonrisa leve y triste en el rostro—. Me habría gustado ser yo la que te preparase, Cassie —añadió, para después girar la vista hacia Pritkin—. Va a necesitar ayuda —dijo sin más.

Pritkin volvió a arrodillarse, con la cara pálida.

—Lo sé.

Agnes asintió y volvió a mirarme nuevamente a mí. Un espasmo le atravesó el rostro por un instante, pero enseguida consiguió volver a hacerse con las riendas de aquel cuerpo.

—Nunca podré enseñarte la mayor parte de las lecciones que te van a hacer falta —continuó—, pero creo que sí me va a dar tiempo a darte una.

Me di cuenta de que el cuchillo ya no estaba en mi poder cuando vi que era su pequeña mano la que lo empuñaba.

—¡Agnes, no! —grité, mientras me abalanzaba a gatas hacia ella. Demasiado tarde. No dudó ni un segundo. Cuando llegué donde estaba ella, Agnes ya había hincado las rodillas y el prístino vestido blanco de Myra estaba empapado de sangre. Su forma de colocarse en el suelo no perdió un ápice de gracilidad, con su cuerpo convertido en una mancha pálida en medio de todo aquel color vívido.

Miré compulsivamente a todas partes, pero no había ni rastro de su espíritu. Ni del de ella ni del de Myra. Me di la vuelta para ver a Pritkin, que seguía de rodillas, observando cómo la sangre se derramaba por las tablas formando un charco cada vez más grande. Por un segundo, pareció estar ido, como un niño desconcertado. Pero, de repente, la expresión desapareció tan rápido que hasta me entraron dudas de que hubiera existido alguna vez.

—¿Dónde está Agnes? —pregunté con una voz chillona envuelta en pánico—. ¡No la veo!

Pritkin miró hacia arriba, buscándome, pero casi daba la sensación de que, por un momento, sus ojos no sabían cómo enfocar correctamente. Volví a mirar la silueta arrugada de Myra y la vista se me nubló hasta tal punto que me resultaba difícil decir dónde acababa la sangre y dónde empezaba la tela roja del vestido.

—¡Pritkin! —insistí.

—Se ha ido.

Empecé a dar vueltas a su alrededor, aturdida e incrédula.

—¿Qué quieres decir con que se ha ido? ¿Adónde? ¿A buscar otro huésped?

—No —se limitó a decir.

Tras aquella respuesta, Pritkin se levantó, se acercó al cuerpo y, tras susurrar una palabra, todo lo que había a su alrededor quedó engullido por un ejército de llamas carmesíes. Después, sobre las viejas tablas se formó un resplandor rojizo y empezaron a saltar chispas doradas del marco del escenario, pero aquello no era como un fuego normal. La figura delgada que había en el centro de las llamas se convirtió en cenizas en cuestión de segundos, y en su lugar tan solo quedaron tablones chamuscados. Pritkin se volvió hacia mí, con los ojos envueltos en dolor. Fue esa mirada, más que sus palabras, lo que me hizo comprender todo.

—Se ha ido, sin más.

Meneé la cabeza sin querer creérmelo.

—¡No! Podíamos haber encontrado algún sitio seguro para encerrar a Myra. Agnes podía haber encontrado otro cuerpo en el que hospedarse. Yo la habría podido ayudar. ¡Las cosas no tenían por qué terminar así!

Entonces Pritkin me sujetó por los brazos tan fuerte que no pude evitar que me dolieran.

—¿Todavía no lo comprendes?

—¿Comprender qué? ¡Agnes ha muerto para nada! —grité, si bien lo que me nublaba la vista era el pánico, que conseguía que el mundo que me rodeaba quedase limitado a una colección de hileras de color. No podía ser que Agnes se hubiese ido. Antes de que pasara todo esto, ya tenía la sensación de estar sola ante el peligro, pero no había llegado a captar por completo hasta qué punto tenía todo en mi contra. Ahora que empezaba a darme cuenta, sabía que conmigo solo no sería suficiente.

—Volveré atrás en el tiempo, la salvaré…

Pritkin me interrumpió y me sacudió tan fuerte que me dejó con los dientes castañeteando.

—Lady Femonoe murió cumpliendo con su deber. Fue una de las más grandes de su estirpe. ¡No serás tú quien la deshonres!

—¿Deshonrarla? ¡Yo hablo de salvarle la vida!

—Hay ciertas cosas que ni siquiera la pitia puede cambiar —me explicó, suavizando su expresión—. Myra tenía que morir, y alguien debía asegurarse que no podría utilizar su poder para saltar a otro cuerpo antes de que su espíritu fuese eliminado. Y el único modo de conseguir eso…

Por fin lo entendía.

—Era que alguien se fuese con ella —susurré.

Me quedé mirando a las tablas achicharradas por el fuego, sin creérmelo todavía muy bien. Todo había sucedido tan deprisa. Quizá una pitia perfectamente preparada no se vería atosigada por las dudas o la preocupación, no se replantearía sus decisiones una vez tomadas ni se preguntaría qué derecho tenía a detentar el poder que tenía. Tal vez, pero yo no había sido preparada y no sabía qué hacer. El pánico me había paralizado la garganta y había provocado que mis neuronas se quedaran congeladas. Estaba sola ante el peligro y me daba pánico sólo de pensarlo.

—¿Debo entender que vas a buscar el Códice independientemente de lo que yo decida hacer? —inquirió Pritkin.

Mi cerebro tardó unos segundos en conectar con mis oídos. Y ni siquiera entonces entendí lo que me estaba diciendo. ¿Por qué le daba por preguntar eso ahora? Tenía un centenar de problemas acosándome, tirando de mí en diferentes direcciones, hasta el punto de que me resultaba difícil pensar con claridad sobre ninguno de ellos en concreto. Lo único que sabía era que Agnes se había ido. Y que ahora toda la responsabilidad caía sobre mis hombros.

—¿Qué? —pregunté estúpidamente.

—El Códice —repitió pacientemente—. ¿Estás convencida de ir a por él?

—No me queda elección —respondí, confusa—. El geis no va a remitir. Y no podré operar con normalidad si va a peor.

En ese momento no estaba segura de que pudiera operar de ningún modo.

Pritkin asintió con la cabeza una vez, arriba y abajo.

—Entonces te ayudaré.

En ese momento sentí que las lágrimas caían por mi rostro, pero no podía andar molestándome en quitármelas.

—Siempre me pregunté si tenías un deseo antes de morir. Supongo que ahora ya lo sé.

—Le prometí a lady Femonoe que te ayudaría.

Me aparté de él en un arrebato de furia.

—¡Agnes se ha ido! Y no quiero tener otro cadáver entre las manos. ¡Ya son suficientes, joder! —grité, mientras trataba de echarme hacia atrás para escapar de aquellos tablones ardientes, pero el pie se me trabó con el dobladillo del vestido y acabé dando con mis manos y mis rodillas sobre el suelo.

—No te estaba pidiendo permiso —me informó fríamente.

Miré hacia arriba buscando su mirada entre la cortina de pelo enredado que tenía en mi cara.

—Nunca seré la pitia que ella fue —le advertí—. Es más, es posible que ni siquiera sea una buena pitia.

Por primera vez, vi algo que se parecía bastante a una sonrisa de verdad en el rostro de Pritkin

—Pues eso es bastante esperanzador —dijo, ayudándome a incorporarme—. No se debería permitir que nadie que deseara el poder tuviese la posibilidad de ejercerlo.

—En ese caso seré una pitia estupenda —agregué amargamente—, porque posiblemente nadie querría el poder menos que yo.

Pritkin no contestó. En lugar de eso, para mi sorpresa, hincó una rodilla y se puso delante de mí. Su ropa estaba desastrada y llena de sangre, la cara la tenía cubierta de polvo, pero aun así seguía habiendo algo en él que impresionaba.

—No recuerdo las palabras exactas —comentó—. Y tendría que haber testigos.

—¿Y yo qué soy? —preguntó Billy, indignado, mientras se volvía a meter en mi colgante.

Pritkin se limitó a ignorarlo.

—Bueno, da igual, creo que era algo así: juro defenderte a ti y a la sucesora que sea designada como tal contra todos los malhechores presentes y futuros, en tiempos de paz y de guerra, mientras yo siga con vida y tú continúes siendo fiel a los ideales de tu puesto.

Me quedé mirándolo desde arriba y, de repente, sentí como que me quitaban un peso de encima. Con todo lo exasperante, molesto, y de instintos asesinos que fuese Pritkin en ciertas ocasiones, era alguien lo suficientemente valioso como para querer contar con él en la batalla. Y tenía la sensación de que nos quedaban muchas por delante.

—¿Entonces deduzco que a partir de ahora me llamarás lady Herófila Segunda?

—Séptima. —Seguía estando de rodillas, pero sus ojos verdes no dejaban de mandarme esa mirada arrogante a la que me tenía tan acostumbrada—. Y no cuentes con ello.

La puerta principal se abrió de par en par y una horda de vampiros con ojos asesinos entró por ella. Agarré a Pritkin por el hombro y le sonreí con gesto cansado.

—Podré soportarlo —le dije, antes de emprender un nuevo viaje en el tiempo.