14

La calle seguía estando oscura incluso para los ojos de Augusta, pero descubrí que había otras maneras de ver. Por todo el camino había gente, escondida al abrigo de la noche, entre las casas, corriendo a toda prisa por la calle o reunida en los pubs. Muchos de ellos eran formas amorfas enfundadas en ropas oscuras que se confundían entre la noche, pero a todos ellos les latía el corazón y eran precisamente aquellos miles de órganos vivientes y palpitantes lo que captaba mi atención como si de cantos de sirena se tratasen. Más allá de la riada humana había puntos más oscuros, tan solo unas cuantas calles más atrás, pero la piel se me puso de gallina al darme cuenta del poder que tenían. Vampiros.

Me alejé para que no pudieran ver a Augusta reflejada sobre el cristal oscuro.

—Hay un montón de vampiros en esta zona —le dije a Pritkin—, tal vez un par de docenas.

Había conseguido terminar la frase sin que se me resquebrajase la voz, pero las palmas de la mano me habían empezado a sudar. Ni siquiera en el cuerpo de Augusta había manera de que pudiese enfrentarme a algo así y Pritkin, a pesar de todo su arsenal de juguetes, no parecía que pudiera hacerlo mucho mejor.

—¿Cuánto tardarán en llegar aquí? —Parecía demasiado práctico para lo agotadas que estaban mis neuronas.

—¿Y eso qué más da? —Hice esfuerzos por no decirle aquello a gritos—. Tenemos que encontrar a Mircea y escondernos… rápido. Ese es el único plan sensato.

Pritkin salió por la puerta del escenario y bajó los escalones. Lo seguí mientras él continuaba su camino hacia la parte delantera del edificio. Una vez allí, se detuvo y empezó a mirar arriba y abajo al camino cubierto de escarcha.

—Sígueme la corriente—musitó.

—Por si te has olvidado, el Senado no es el único problema —le informé, lo suficientemente bajo como para esperar que los vampiros que pasaban por allí no se percatasen del comentario—. No puedo permitir que Myra se escape.

—Entonces no dejes que lo haga. Encárgate de ella. Yo me ocuparé de esto.

—¿Que tú te ocuparás de esto?

Había dejado la mano reposando sobre una farola y no me di cuenta, hasta que traté de apartarla, de que mis dedos se habían hundido casi por completo en el hierro forjado. Los saqué con cuidado y apoyé el poste contra un edificio para que no se cayese. Enfadarse en el cuerpo de un vampiro obviamente no era una buena idea.

—¡Un cadáver no es un aliado demasiado útil! —le expliqué a Pritkin con franqueza—. Algunos de esos son miembros del Senado. Dudo que puedas siquiera entorpecer su marcha. Tenemos que escondernos.

—Podrían rastrearnos sólo por el olor. Esconderse no es una alternativa.

—¿Y el suicidio sí?

Habría dicho algo más, pero alguien me agarró por detrás. Otra vez. Durante medio segundo pensé que era un vampiro, pero entonces noté el latido de su corazón contra mi espalda y me empezó a llegar un hedor que denotaba que aquel tipo hacía tiempo que no se lavaba y tenía por costumbre atiborrarse a cerveza rancia. Me zafé de su control, pero el hombre decidió seguirme. Entonces le propiné lo que a mí me pareció un suave empujoncito, sin apenas expeler energía alguna, y el tipo salió volando por la calle para acabar estampándose contra el recio ventanal de un pub. Mis nuevos ojos pudieron ver un gesto rígido de congoja en su rostro, la media docena de cristalitos clavados en su piel y hasta el arco de sangre que se dibujó en el aire.

Su amigo, de cuya presencia no me había ni percatado, soltó un bramido de rabia y salió corriendo hacia mí, con el puño hacia atrás como cogiendo impulso. Cuando llegó a mi altura, lo esquivé y me las apañé para reducirlo rodeándole el cuello con un brazo para cortarle el suministro de aire. Resultó absurdamente sencillo, los huesos de su cuello musculado de obrero parecían quebradizos, como si fueran los de una cría de pájaro, y más que resultarme difícil sujetarlo, el reto residía más bien en no romperle nada accidentalmente.

Nunca me había parado a pensar de verdad en lo delicados que son los humanos, ni mucho menos los hombres, la mayoría de los cuales eran mucho más fuertes que yo. De repente descubrí el cuidado que tienen que tener los vampiros para no dejar un rastro de cadáveres a sus espaldas. El hombre estaba haciendo lo que, a sus ojos, probablemente era un esfuerzo titánico por liberarse. Sin embargo, a mí me parecía que aquel ejercicio era más bien como sujetar a una frágil mariposa por las alas e intentar que no se rompiese. Yo me limitaba a ejercer una ligera presión que le cortase la respiración, pero con cuidado, delicadamente, no fuese a ser que la tráquea acabara colapsándose y aquella criatura musculosa terminase machacada entre mis manos como si fuera una hoja de papel arrugada.

Al final dejó de resistirse y yo lo posé sobre el suelo para ver si seguía teniendo pulso. Cuando se lo encontré, respiré aliviada.

—Parece que te las apañas muy bien tú solita —comentó Pritkin.

—¡Contra humanos! No son humanos los que andan detrás de nosotros.

—No, pero el principio es el mismo. Cuando te miraron, esos dos hombres solo vieron a una mujer débil, cuando lo que tenían que haber visto es a una depredadora. —Me lanzó una leve sonrisa amarga—. Yo a menudo me aprovecho de lo mismo.

—¡Pero no vas a poder con todo el mundo, seas un depredador o no!

—El principio es el mismo —repitió, arrancando del suelo la pesada farola que yo me acababa de cargar y ensartándola después con fuerza dentro el agujero.

La tubería del gas que había por debajo de la calle se rompió y prendió fuego soltando una llamarada y lanzando al cielo un penacho encendido. Yo pegué un salto hacia atrás porque el pánico instintivo de Augusta me fluía por las venas. Sin embargo, a un vampiro de cuya presencia no me había ni percatado sí que le alcanzó el fuego y salió huyendo despavorido hacia donde se encontraba otro de los suyos. Pritkin sonrió abiertamente, lleno de satisfacción.

—Nunca seas lo que ellos se esperan —agregó.

Dicho lo cual, salió corriendo calle abajo a por los vampiros que habían emprendido su huida, sin dejar de gritar y, en general, de hacer todo el ruido posible. En ese momento, los puntos oscuros de poder que mi visión me permitía percibir empezaron a volverse igual que Pritkin. Los vampiros no sabían qué estaba pasando allí, pero tenían ganas de pelea y Pritkin parecía dispuesto a no dejarles a medias. Y luego me llamaba a mí loca.

Me dirigí hacia el teatro a la carrera y por el camino me encontré a Billy encogido detrás de la taquilla. Asentí con la cabeza en señal de aprobación. No había ningún lugar que pudiera considerarse seguro en esos momentos, pero desde luego era mejor que venirse conmigo o con el lunático que estaba ahí fuera.

Mi atención se centró entonces en buscar a Myra. Había tres personas en el edificio y solo una era humana. Podía escuchar sus latidos fuertes y regulares, podía sentirlos en la parte de atrás de mi garganta como si fuese algo dulce y espeso. Los vampiros no se andaban molestando con trivialidades como tener pulso, pero lo cierto es que podía olerlos. A esta distancia, la avezada nariz de Augusta podía captar hasta el fresco aroma a pino.

Me dejé guiar por el apetito de Augusta mientras me movía entre bambalinas, intentando dar con la ubicación exacta de Myra, pero el sitio era un laberinto lleno de minúsculas habitaciones y pasillos sin salida con material de atrezo disperso sin ton ni son por todas partes. Caminé a tientas por un bosque de árboles pintados hasta que llegué a los bastidores de la escena. El teatro estaba oscuro, tanto que unos ojos humanos apenas podrían haber visto nada. Yo pude discernir unos cuantos accesorios que sin duda estaban ahí a la espera de la próxima representación: un cofre, un par de banderas y alguna que otra lanza de punta roma. Sin embargo, no había señal de actividad y los latidos humanos estaban todavía bastante lejos.

Finalmente localicé a mi objetivo en una habitación que había detrás del escenario, bajando por una escalera cubierta de polvo y armaduras viejas. Bajé por ella sin quitarles el ojo de encima a aquellos caballeros abollados, pero lo cierto es que ninguno se movió de manera significativa. La primera habitación a la que llegué estaba dispuesta como un comedor, con una mesa de madera grande y brillante que tenía un olor a cera de abeja que casi atufaba. Era roble y hacía juego con los paneles de las paredes y las vigas del techo. Había un puñado de retratos esparcidos por ahí y una gran chimenea de piedra. Tenía un aire gótico tal que daba la impresión de haber podido servir perfectamente para acoger a un par de vampiros, pero lo cierto es que no había ninguno.

Las brasas, aún incandescentes de la chimenea, y el decantador y los dos vasos usados sobre la mesa me indicaban que no andarían muy lejos. Me metí en la habitación contigua, que desprendía un olor extraño, y me encontré al humano allí. No era Myra.

Un tipo alto y corpulento de pelo oscuro y, curiosamente, barba pelirroja, estaba de pie junto a un mostrador, con una camisa abierta que dejaba entrever una barriga peluda y pálida. Llevaba una vela en la mano y de repente identifique el olor: carne humana chamuscada. Parecía que había estado intentando fundir la piel de su pecho y vientre, y por eso había trozos que tenían ya un color rojo flameante como si fuera un cangrejo. De algunos de ellos, sobre los que se debía de haber estado concentrando especialmente, empezaban a brotar ampollas. Lloraba en silencio, con unas lágrimas que le bajaban por las mejillas hasta acabar empapándole la barba, pero no se detenía.

Corrí hacia él y le aparté de un golpe la vela, que salió rodando por el suelo mientras él la miraba con los ojos en blanco. Entonces se giró hacia la estantería que tenía a su espalda, cogió otra e hizo ademán de encenderla, pero yo se la volví a quitar de golpe. Escruté en el interior de sus ojos, pero no había nadie en casa. Alguien había empleado técnicas de sugestión con él, de las buenas, además. Le di una bofetada, pero no pareció ser de mucha ayuda. Intenté que me mirase, pero resultaba difícil conseguir que se centrara en algo lo suficiente como para captar su atención. A los vampiros les cuesta mucho trabajo ejercer su influencia sobre gente que está borracha, colocada o loca de remate, porque la cabeza no les funciona de manera normal. Según parece, también era aplicable a aquellos que habían sido sugestionados previamente.

Finalmente, conseguí captar su atención arrojándole las velas y las cerillas al cubo de la basura y bloqueándole el paso para que no pudiera recuperarlas. Fue entonces cuando se despertó lo suficiente como para darse cuenta de que estaba allí y, al volver en sí, hizo una mueca de dolor. Aquello no iba a hacer sino empeorar a medida que a su cerebro se le fuese pasando la empanada, pero de momento no tenía más que una ligera sensación de incomodidad.

—¿Dónde está Myra? —pregunté. Me miró como si le costara acordarse de hablar mi idioma—. ¿Has visto a una chica, más baja que yo, de ojos raros…?

—El maestro y lord Mircea están batiéndose en duelo —repuso con tristeza. Traté de repetirle la pregunta, pero se limitó a quedárseme mirando.

Sólo tenía una cosa en la cabeza, y no era Myra.

—¿Dónde es el duelo? —No me hacía falta encontrar a Myra; si daba con Mircea, ella me encontraría a mí.

—En el escenario.

—Acabo de estar allí… está vacío.

—Fueron a los aposentos de lord Drácula a por las armas.

Su rostro se retorció de dolor, pero creo no se debía tanto a las heridas como a la idea de que su maestro estuviera en peligro. Nunca había llegado a cruzarme con el tristemente célebre hermano pequeño de Mircea y lo cierto es que tampoco me entusiasmaba la idea. Sin embargo, lo que me preocupaba de verdad era el combate. ¿Medio Senado estaba detrás de ellos y ahora les daba por perder el tiempo batiéndose en duelo?

—¿Por qué se pelean?

—Si vence mi señor, quedará libre, su hermano lo ha jurado. ¡Pero si es lord Mircea quien vence, volverá a estar preso, tal vez para siempre!

El hombretón empezó a sollozar como si se le fuera a romper el corazón. Suspiré. Debí habérmelo imaginado. Estaba claro que Drácula no querría volver a la cárcel o al manicomio que el Senado tuviese estipulado para internar a los vampiros dementes. Sin embargo, mientras él y Mircea lo dirimían en duelo, Myra y sus nuevos colegas aparecerían para terminar la disputa matándolos a los dos.

Giré la cara de aquel hombre enorme para que me mirase.

—¿Por qué te estás quemando?

—Lord Drácula me lo ordenó, porque fui incapaz de evitar que lord Mircea supiese dónde estaba. Vino aquí hace una hora, yo no quería decirle nada, pero entonces todo me salió de forma natural.

—Mircea puede ser muy persuasivo.

—Mi señor fue mi generoso al decidir no acabar con mi vida por tal incompetencia.

Sus ojos tenían el brillo de quien realmente creía lo que decía. Yo ni siquiera traté de convencerle que su dios era en realidad un monstruo.

—¿Cómo te llamas?

—Abraham Stoker, señora. Soy el responsable del teatro.

Tuve que pensar dos veces en lo que había oído para asegurarme de que era cierto. Vale, aquello explicaba muchas cosas.

—Debe de ser tarde. Vete a casa y haz que un médico te mire las quemaduras. Si alguien te pregunta, diles que estabas probando una salsa en la cocina y que te saltó al cuerpo.

Stoker asintió con la cabeza, pero parecía ido, así que reiteré mi invitación de manera más enérgica a sugerencia de Augusta. Aquello me hizo gastar muchas fuerzas, por lo que tuve que resistir mi impulso de pegarle un muerdo rápido. Estar metida en el cuerpo de un vampiro tenía sus inconvenientes.

Stoker empezó a marcharse, pero cuando estaba a medio camino de la puerta experimentó una violenta sacudida y se quedó quieto. La cabeza le giró lo suficiente como para poder mirarme, a pesar del hecho de que su cuerpo seguía estando posicionado en dirección a la puerta. Un centímetro más y se rompería el cuello.

—Dígame, si es posible, ¿qué clase de espíritu es usted que puede poseer tan fácilmente a un maestro vampiro?

—¡Te he dicho que te marches a casa!

Lo miré con cautela. Su voz había tenido un deje divertido, más grave y más propio de alguien que tiene todo bajo control.

—Y yo le he dicho que se quede. Parece que sabemos quién es el más fuerte aquí, ¿no?

Aquello me estaba dando muy mala espina.

—¿Quién eres?

—Un hombre con tan mala fortuna que, para mejorarla o acabar de una vez, arriesgará su vida en cualquier lance.[6]

Pestañeé.

—¿Cómo?

Él se rió y la carcajada fue a pleno pulmón, un sonido sexi que estaba bastante segura que no podía proceder del tipo que minutos antes había estado lloriqueando con las velas en la mano.

—¿Ya te has olvidado de mí tan pronto? Si nos conocimos anoche.

—¿Anoche? —Tardé un segundo, pero luego se me encendió la bombilla—. ¡Eres el espíritu del baile!

—Íncubo, por favor, señorita —me corrigió ante mi sorpresa. Así que era eso lo que era. Había visto un montón de íncubos, pero nunca fuera de un huésped—. ¿Puedo presuponer que entre nosotros hay suficiente confianza como para que pueda preguntarle qué hace aquí?

—Tú primero.

Suspiró.

—Preferiría no usar este cuerpo más tiempo del necesario. Está en una situación de gran malestar. Confía tan ciegamente en el dictado de su maestro que sería capaz de desbaratar mis planes antes siquiera de saber cuáles son.

—¿Qué planes? —Me dolía el cuello solo de mirarlo. Me moví para que la cabeza de Stoker no siguiese estando en ese ángulo aberrante ni un segundo más.

—Bueno, eso es lo que tendríamos que debatir.

—¡Mira, la verdad es que no tengo tiempo de andar de cháchara! —Intenté dejarle atrás, pero su enorme cuerpo bloqueaba la puerta—. Apártate de mi camino.

Podía moverlo yo, por supuesto. Aunque Augusta no se hubiese alimentado recientemente, seguía siendo más fuerte que un humano, pero no quería hacerle daño a Stoker. Ya había tenido suficiente por aquella noche.

—Me temo que no me voy a apartar. Si no recuerdo mal, te hice una especie de favor la última vez que nos vimos. Espero que me lo devuelvas.

—¿Devolvértelo cómo? —No me gustaba hacia dónde se encaminaba la conversación.

—Necesito un cuerpo para la noche y este se ha revelado inútil. Se va a derrumbar en cualquier momento. Necesito un cuerpo fuerte y el tuyo iría muy bien.

Di un paso atrás.

—No puedes invadir vampiros.

—No, pero tú puedes verme incluso aunque no esté en ningún cuerpo, como demostraste la primera vez que nos vimos. Está bien. Te daré instrucciones y tú las seguirás, y así dejaremos que este pobre hombre se vaya a su cama mullida con su mujer regañona.

—No tengo tiempo para ayudarte. Tengo que hacer mi propio trabajo.

El íncubo sonrió con dulzura.

—Sí. Deseas ayudar a lord Mircea para que pueda apresar a su ruin hermano y así pueda mantener a Europa a salvo de sus diabluras una vez más, ¿estoy en lo cierto? —Al ver mi expresión se echó a reír y, de nuevo, volvió a ser ese sonido que ponía la piel de gallina—. Te vi con Mircea en el baile. Ahora mismo veo su marca en ti.

El íncubo se detuvo porque los dos escuchamos al mismo tiempo el sonido del acero contra el acero procedente de algún lugar cercano. ¡Era lo que me faltaba, que Drácula se cargase a Mircea antes de que Myra tuviese siquiera la opción de hacerlo! Empujé al íncubo para quitármelo de encima, pero él me agarró por el brazo.

—Contesta, ¿estoy en lo cierto? ¿Estás aquí por eso, para salvarle la vida?

Lo aparté violentamente, sin preocuparme en ese momento demasiado por que la mano del pobre Stoker se estampase contra la pared emitiendo un estruendo que hacía pensar que algún hueso se había roto.

—¡Sí! ¡Y ahora apártate de mi camino!

Lo dejé atrás y volé casi literalmente hacia el escenario. Llegué a los bastidores en tiempo récord. Sobre las tablas, dos siluetas estaban enzarzadas en una pelea a espada como no había visto nunca. El poder chisporroteaba alrededor de los dos y brillaba más que las propias chispas que salían a cada choque de los aceros. Miré con más atención a Mircea, pero, si lo habían herido, no había ninguna señal que lo indicase. Llevaba puesta una camisa blanca abierta en el cuello y no había manchas de sangre, al menos que yo pudiera ver. El cabello se le había salido de su horquilla habitual y ahora seguía sus movimientos como si fuera un látigo que azuzaba su estilizada silueta a medida que ejecutaba complejos movimientos con una certera gracilidad. Pestañeé y miré hacia otro lado para obligarme a concentrarme. Cuando volví a mirar aquella escena, vislumbré por primera vez a su legendario hermano.

Normalmente, siento un cosquilleo por la espalda cuando veo a un vampiro, pero esta vez no sentí nada. No estaba segura de si eso se debía a que estaba en el cuerpo de Augusta o porque mi cerebro estaba demasiado ocupado dando gritos como para preocuparse por ese tipo de cosas. Aquel vampiro desprendía una sensación de que algo iba mal y era tan fuerte que no se parecía a nada que hubiera sentido anteriormente. Era como si el peligro de la habitación se hubiese condensado en una suerte de neblina roja, como si la sangre estuviese en el aire. Aquello pegaba bastante con su rostro blanco como la muerte y sus ojos verdes encendidos, el color de las esmeraldas en llamas. Con lo que no iba tan bien era con el instinto de Augusta, que prácticamente me estaba implorando que saliese corriendo.

Los dos vampiros se deslizaban por la coreografía de movimientos de la batalla como si aquello fuese poesía silenciosa y mortal. Hasta con los sentidos de Augusta tenía problemas para seguir aquellas espadas que volaban a uno y otro lado con tanta rapidez. El sonido del metal al golpear uno contra el otro reverberaba por todo el teatro como si fuesen ametralladoras y cada vez que pestañeaba se habían desplazado varios metros del punto en el que los había visto por última vez.

Agarré las cortinas mientras observaba con un nudo en la garganta cómo Mircea se tiraba al suelo, esquivando por poco un salvaje embate de la espada de su hermano. En ese momento ejecutó con su propio sable un golpe a la altura de los tobillos de su atacante, pero Drácula saltó y neutralizó el peligro con facilidad. Cuando volvió a aterrizar, Mircea ya se había incorporado de nuevo y ambos volvieron a reanudar las hostilidades.

—¡Extínguete, fugaz candela! La vida es sólo una sombra errante, un pobre actor que se pavonea y retuerce una hora sobre la escena y después calla para siempre.[7]

Me había centrado tanto en el combate que no me había percatado de la llegada de Stoker hasta que empezó su declamación.

—¿Qué quieres?

—Ya se lo dije, querida señora: su ayuda.

—Estoy ocupada —espeté.

Drácula saltó por encima de la cabeza de su hermano con la espada apuntando hacia abajo y, si Mircea no se hubiese movido más rápido que lo que Augusta era capaz de ver, todo habría terminado.

—¿Tu plan es quedarte ahí mirando mientras se matan el uno al otro?

La espada de Drácula había impactado en el brazo izquierdo de Mircea, razón por la cual el hombro y el pecho se le habían teñido de rojo. No me daba la impresión de que fuese a ser la última vez que aquello ocurría. Se rumoreaba que Mircea era un duelista mejor que la media, pero me parecía que su hermano pequeño era el más rápido de los dos. Se trataba de una diferencia minúscula, una fracción de una fracción de segundo, quizá provocada por la herida que Dmitri le había infligido la noche anterior. Sin embargo, más tarde o más temprano sería suficiente. Y si Mircea perdía, algo me hacía pensar que no era la cárcel lo que Vlad tenía en mente para su hermano.

—¿Quién se iba a imaginar —murmuró delicadamente el íncubo, como si fuera un susurro sedoso que se colaba entre mis oídos— que el viejo tuviera tanta sangre en el cuerpo?[8]

Sus sombras aparecían y desaparecían por el escenario, proyectándose contra la pared negra en una danza mortífera. Entonces algo hizo clic en mi interior mientras los observaba. Esto ya lo había visto antes. Era la misma escena que aparecía en mi visión, la misma que acababa con la horrible muerte de Mircea. Tragué saliva con dificultad y me volví hacia el íncubo.

—¿Cuál es tu plan?

El íncubo señaló hacia una caja que había detrás del telón y que me resultaba muy familiar. La cogí y experimenté una sensación de profundo alivio. Todo este tiempo me había estado preguntando qué iba a hacer con Myra ahora que me había dejado mi caja en una mochila en alguna parte del Reino de la Fantasía. Tal vez ella estaba apurando sus últimas opciones, pero a mí no me entusiasmaba volver a tener que cargar con otra muerte. Ni siquiera la suya.

—¿Qué interés tienes en esto? —le pregunté cuando volví con la trampa.

—El mismo que tú. Me da a mí que tenemos muchas cosas en común. Los dos amamos a las criaturas peligrosas.

—¿Eres el amante de Drácula? —parecía que Stoker había acertado en algo, después de todo. Lo único que en su novela aparecían súcubos. Una concesión a la moralidad decimonónica, supongo.

—He esperado tantos años a que mi maestro fuese liberado —explicó el espíritu—; pero no nos servirá de nada a ninguno de los dos si lo matan poco después. El Senado sabe que está cerca; me he pasado la mayor parte de la noche dejando pistas falsas, pero no servirán eternamente. Se acercan. Mi maestro no tiene la impresión de que la privación de libertad sea mejor que la muerte, pero mi parecer va por otros derroteros.

De repente, las cosas empezaron a tener mucho más sentido.

—Por eso me ayudaste en el baile. Querías que Mircea siguiera vivo para poder así atrapar a Drácula.

El espíritu hizo que Stoker me guiñara un ojo.

—El próximo año o la próxima década ya encontraré una manera de liberarlo de nuevo. Mientras esté vivo hay esperanza.

—¿Entonces lo que quieres es apresarlo para salvarlo? No creo que te lo vaya a agradecer.

—Tal vez, tal vez no. ¿A ti que más te da?

Ahí tenía razón. Y con Drácula a buen recaudo, Mircea no tendría motivos para merodear alrededor de la trampa mortal que le habían preparado. Saqué la caja.

—Está bien, entonces dime cómo puedo hacer funcionar esta cosa.

Un par de minutos más tarde entré a gatas por la parte trasera del escenario, con la caja en el bolsillo y un puñado de dudas en la cabeza. Si el íncubo me la estaba jugando, me estaba metiendo en un buen lío; si no, seguía metida en un buen lío, pero al menos un problema quedaría resuelto. Por supuesto, debí habérmelo imaginado, en mi vida nunca desaparece ningún problema antes de que aparezca otro.

Esta vez tampoco fue diferente. Myra apareció de repente tan cerca del lugar donde estaba desarrollándose la pelea que habría acabado ensartada si los dos contrincantes no se hubiesen apartado en ese mismo instante en busca de resuello para acometer nuevas embestidas. Drácula hizo algo que dejó a Mircea dando tumbos (fue tan rápido que no pude verlo) y aquello le dejó frente a frente con una nueva amenaza. Pero antes de que Mircea pudiese ir a por Myra, una sombra oscura cayó en picado desde las vigas que pendían sobre nuestras cabezas. Su incursión fue tan rápida que habría acabado desplomándose sobre Mircea como si fuera un yunque, de no haber sido por los rápidos reflejos del vampiro.

—¡Pritkin!

A mi grito, el mago se percató de mi presencia.

—¡Vienen hacia aquí!

—¡Oh, mierda!

Miré a mi alrededor, pero no vi hordas de vampiros por ninguna parte. No obstante, Pritkin había desplegado todo su arsenal y activado todos sus escudos, lo cual no era algo que hiciese normalmente a la ligera. Al final tuve la oportunidad de ver la obra de Mac en acción. La espada que danzaba alrededor de la cabeza del mago tenía el mismo diseño que la que había visto labrar meticulosamente a Mac sobre la piel de Pritkin. La diferencia es que ahora era más grande (era fácil que su tamaño fuese más o menos la mitad del mío) y tan sólida y brillante como un arma real. También parecía tener bastante vigor. De una embestida, Drácula salió despedido a una distancia de más de tres metros y eso que, si no la hubiera conseguido esquivar mínimamente, le habría bisecado sin problemas.

De repente, Drácula y Mircea aparcaron su litigio ante la presencia de una amenaza común y empezaron a luchar en el mismo bando. Por suerte, los dos hermanos estaban tan ocupados con el mago y su bandada de armas voladoras que no se percataron de mi presencia. Por desgracia, también se olvidaron de Myra, que había retrocedido unos pasos al ver la pelea, pero que apretaba las manos como si tuviera algo entre ellas. Cuando llegué hasta donde estaba ella, Myra acababa de tirar la esfera que llevaba en la mano izquierda. A resultas del impacto se generó una oleada que me dio de lleno. Mira qué bien. La pequeña Myra había conseguido hacerse con una bomba de vacío para ella solita.

Las dos nos caímos al suelo y quedamos enredadas entre las faldas voluminosas de Augusta, Myra gritando y yo blasfemando. Lo que llevaba en la otra mano resultó ser otra esfera, en esta ocasión de un color negro mate y del tamaño de una pelota de sófbol. No la supe identificar, pero si era mágica, no iba a funcionar en ese momento, así que opté por ignorarla. Myra me hundió sus uñas en mis mejillas con una fuerza tal que casi provoca que Augusta se pasara el resto de la eternidad con un ojo a la virulé, que quedaba de todo menos bien. Menos mal que giré la cara en el último segundo, evitando así lo peor, pero aun así los arañazos dolían de cojones.

—Querida mía —le dije, mientras pestañeaba para deshacerme de la sangre que me obstruía la visión—, hoy no es el mejor día para que me andes jodiendo.

Los ojos de Myra se abrieron como platos y, un instante después, su expresión adquirió tintes asesinos.

—¡Tú!

A Myra no parecía gustarle el hecho de que hubiera sido capaz de apropiarme de un cuerpo más fuerte, porque se fue a por mi garganta con las manos dispuestas como garras. Me las apañé para deshacerme de su embestida sin provocar grandes daños a ninguna de las dos, pero lo único que conseguí a cambio fue un gruñido y una patada que me dio en toda la espinilla.

Entonces le di una bofetada tan fuerte que la cabeza le salió disparada hacia atrás y los ojos parecieron desvanecerse momentáneamente. La espada mágica había desaparecido y algunos de los cuchillos de Pritkin estaban en el suelo, inertes por los efectos de la bomba de vacío. Los vampiros se habían encargado del resto simplemente dejando que se insertaran tan dentro de sus carnes que les resultase imposible volver a salir de allí. A estas alturas, tanto Drácula como Mircea estaban hechos unos guiñapos sangrientos, pero seguro que iban a sobrevivir. En cuanto a Pritkin, ya tenía más dudas. Se había sacado el revólver, pero las balas de acero no iban a servir de mucho contra unos maestros vampiros, y eso dando por supuesto que los proyectiles llegaran a impactar contra ellos.

De repente, Billy apareció caminando por el escenario, en mi cuerpo, pero con su pavoneo habitual. Miraba hacia arriba, igual que Myra, que además se estaba riendo. Eché un vistazo y enseguida comprendí el motivo de aquella felicidad: de pronto las vigas estaban atestadas de vampiros; Dios mío, tendrían que ser unos cien por lo menos. Me quedé mirando entre estupefacta y acongojada. La voz de Augusta en mi cabeza me repetía lo que yo ya sabía. Estábamos jodidos.

Entonces un vampiro cayó justo delante de mí, sobrevolando en picado los tres pisos que había desde las vigas del techo hasta el suelo sin siquiera perder pie en el aterrizaje. Antes de que pudiera verlo con nitidez, Billy rebuscó algo en su bolsillo y nos lo tiró. Lo único que vieron mis ojos fue un reflejo dorado que salía despedido de una minúscula figura que describía un arco en el aire justo antes de cambiar de forma.

Entonces el águila de Mac emprendió un hermoso vuelo en picado y, aunque sus plumas grises se fundieron en una mancha oscura con la penumbra del teatro, sus ojos seguían brillando tan centelleantes como siempre. Tras aquello, en un visto y no visto, el vampiro simplemente dejó de estar allí. Sólo se oyó un grito, después un ruido sordo y, acto seguido, el vampiro acabó aterrizando delante de mí de nuevo, esta vez con una buena parte del cuello desgarrado. Era un maestro, sobreviviría pues, pero no iba a poder meterse en ninguna pelea a corto plazo.

Los vampiros se dispusieron a atacar entonces en bandada, inundando el escenario. Ante la que se avecinaba, Billy lanzó las protecciones que le quedaban al aire, formando con ellas un arco refulgente que quedó suspendido. Un instante después, una hornada de bestias que aullaban, rugían y siseaban se abalanzó sobre los vampiros. Algunas de ellas formaron un tornado en miniatura que se deshizo de media docena de vampiros, llevándose por delante también una de las vigas y dejando un rastro de cuerpos por todas partes antes de desaparecer. En otro sitio, una serpiente del tamaño de una anaconda se enroscó alrededor del cuello de otro vampiro tapándole hasta los ojos, lo que provocó que acabase dando tumbos hasta caer en el foso de la orquesta. No muy lejos, un enorme lobo saltó encima de otro vampiro, gruñendo y arrancando enormes pedazos de carne de su torso, mientras una araña del tamaño de un escarabajo (pero de los de Volkswagen) envolvía a otro en un manto de seda hasta dejarlo pendiendo de las vigas mientras lo miraba con un gesto mezcla de satisfacción y concentración.

Myra me hizo bajar de las nubes enseguida al intentar clavarme una estaca mientras yo observaba todo aquello. Menos mal que Augusta era adicta a los corsés y no dejaba de ponérselos (en cantidad, además) mientras estaba de viaje. Fue exclusivamente por aquello por lo que yo acabé solo con una contusión en la costilla y Myra con una estaca rota. Acto seguido se la quité de las manos.

—¡Yo ya soy pitia! ¡No vas a poder cambiar eso!

Myra se limitó a soltar una carcajada.

—Ya he matado a una pitia —musitó cruelmente—. ¿Qué importa una más?

—¿Tú mataste a Agnes? —La sorpresa hizo que casi se me escapase la pregunta. No es que fuese sorprendente que fuera capaz de hacerlo, pero ¿y la prohibición?—. ¿Entonces por qué sigues yendo detrás de mí? ¡Aunque yo muriera, tú nunca llegarías a ser pitia!

—Si eres inteligente, verás que hay formas de rodear casi cualquier problema —repuso ella, mirando a los combatientes—. ¡Ya veremos lo que se puede cambiar!

La otra bola se quedó enredada entre mis faldas, pero Myra le dio una patada y comenzó a rodar lentamente por el suelo hacia el sitio en el que se estaba desarrollando la pelea. Finalmente conseguí cogerla agarrándola por el pelo; pero, a pesar de que aquello debió de dolerle, seguía sonriendo mientras contemplaba la pelota negra como si en su interior estuviese el secreto que haría realidad todos sus sueños. Teniendo en cuenta que sus sueños implicaban buenas dosis de caos y muerte, y que probablemente había conseguido aquella cosa de su gran amigo Rasputín, llegué a la conclusión de que no estaría nada bien que la esfera llegase a su destino.

Era todo como en mi visión: Mircea cubierto de sangre, luchando por salvar la vida, y alguien que aparecía entre las sombras para arrojarle un arma. Ya sabía lo que venía después, pero con Myra interponiéndose en mi camino a cada momento, no iba a poder detener la bola a tiempo. Por eso la aparté a un lado y corrí a por su pequeño artefacto.

No había dado dos pasos cuando Myra me hizo un placaje. Era como tratar de escapar de un pulpo enfurecido: daba igual adónde me moviera, Myra parecía estar allí siempre antes. En condiciones normales, Augusta habría sido capaz de ponérsela debajo del brazo y correr con ella a cuestas o simplemente golpearla hasta dejarla inconsciente. No obstante, la primera opción no haría más que ralentizar mi marcha y la segunda no era viable porque yo no sabía controlar lo suficientemente bien la fuerza de Augusta como para arriesgarme.

Medio a pie, medio a gatas, conseguí moverme lentamente hacia la bola, pero estaba tardando una eternidad en hacerlo. En ese momento, vi por el rabillo del ojo un fogonazo azul y no me lo pensé dos veces.

—¡Va a destruir el teatro! —grité, señalando hacia Myra.

Myra se me quedó mirando como si estuviera loca, pero por aquel entonces los fantasmas del teatro ya me habían escuchado perfectamente. La cara de aquella mujer ya se había teñido antes con el rictus de sufrimiento de quien ve cómo destruyen su amado escenario, pero al menos ahora ya tenía alguien a quien poder echarle la culpa. Inmediatamente lanzó la cabeza decapitada, que de pronto ya no parecía tan alegre, directamente hacia Myra. Cuando la alcanzó, Myra soltó un chillido y empezó a temblar como una posesa. Yo aproveché el momento para quitármela de encima, justo en el momento en el que la mujer se unía a su pequeño compañero. Entonces aquello dio paso a un torbellino de tal intensidad que me impidió ver otra cosa que un remolino borroso de azul y blanco.

Aquello no era un mero asalto: era obvio que los fantasmas habían dado todas las advertencias que cabía esperar y ahora se habían arremangado y metido en faena directamente. Una persona viva debería haber sido más fuerte que ellos, pero eran dos contra uno y estaban en un terreno que hospedaba a generaciones y generaciones de los cuerpos de sus ancestros, lo cual representa una especie de energía adicional para un fantasma. Myra se lo debió haber imaginado. Gritó al notar que los fantasmas se volvían a zambullir en ella, mitad por miedo y mitad por furia, y se desvaneció.

Yo seguí tratando de capturar la bola, pero un vampiro se cruzó en mi camino. Le arrojé la estaca, más como mecanismo de distracción que como otra cosa, porque mi objetivo era el que era. Sin embargo, parece que Augusta no aparcaba nunca la puntería, porque el caso es que le dio de lleno.

En ese momento, Stoker, con la cara blanca y el gesto tembloroso, apareció por los bastidores, caminando a trompicones hacia la bola todo lo rápido que sus piernas nada estables le permitían. Y, claro, aquello no fue lo bastante rápido. La pequeña esfera había llegado ya al lugar de la pelea y rodaba de un lado a otro de los pies de ambos contendientes, que ahora luchaban contra un círculo de miembros del Senado. A medida que arrastraban los pies y daban saltos de un lado a otro, la bola se movía en una y otra dirección. Me bastó con ver la cara de pánico absoluto de Stoker para correr con todas mis fuerzas hacia la bola.

Llegué justo a tiempo para que me diese en la cara un saco de arena colgado de una cuerda que se había caído de las vigas del techo. Era uno de los cuatro que pendían a uno y otro lado, y que eran esquivados con facilidad por la mayoría de los vampiros… excepto por la única que no había estado prestando atención a la jugada. Debía de pesar más de veinte kilos y había alcanzado ya un gran impulso del vaivén a uno y otro lado. Cuando me percaté de su presencia, no tenía margen para hacer mucho más que aguantar el golpe. Del impacto perdí la verticalidad y salí despedida varios metros deslizándome sobre la espalda.

—¡Dislocador!

Stoker se había desplomado sobre el escenario y, por desgracia, había sido boca abajo. No dejaba de gritar, pero siempre era esa palabra extraña, una y otra vez.

Volví a incorporarme justo en el momento en el que los duelistas se detuvieron a mirar la pequeña esfera que tenían a sus pies. Todo el mundo se quedó parado durante medio segundo. Entonces los Senadores se esfumaron del teatro tan rápido como habían llegado. Mircea agarró a Billy y pegó un salto hacia las vigas del techo, mientras Drácula corría hacia nosotros después de haberse hecho con Stoker. Pritkin me rodeó con un brazo por la cintura y dio un salto volador para sacarnos del escenario. Acabamos aterrizando en el foso de la orquesta y, como me cogió en el último instante, se llevó lo peor del impacto.

El golpe le dejó fuera de combate y a mí me dejó tiritando. Un segundo después, una oleada de poder salió disparada por encima de nuestras cabezas al nivel del escenario. La bomba debió haber encontrado algo sobre lo que cebarse, quizá alguno de los vampiros caídos en combate. Si era así, no me daba la impresión de que se fueran a levantar nunca más. El impacto no tenía nada que ver con el de la bomba de vacío. Era más oscuro y casi viscoso, y de ninguna forma podía confundirse con el efecto de un arma defensiva.

Levanté la cabeza y me di cuenta de que tenía a Drácula casi en las mismas narices. Parecía extrañamente encantado de verme, y entonces fue cuando me quedé mirando al cuchillo que sobresalía de mi pecho, justo entre la tercera y la cuarta costilla. Dolía, pero no como me esperaba. No era un dolor agudo y abrasador, y además había muy poca sangre. Aquello podía deberse a que Augusta no se había alimentado recientemente o a que aquel cabrón no le había dado en el corazón por escasos milímetros.

Vlad estaba preparándose para arrancarle la cabeza, el motivo lo desconozco. ¿Quizá porque Augusta había estado ayudando a Mircea? ¿Quizá porque era tonto del culo? ¿Quién sabe? El caso es que se estaba tomando su tiempo en desenvainar el cuchillo que tenía a su lado. El que me había metido a mí era uno de los de Pritkin, seguramente se lo había sacado de su propio cuerpo; pero este parecía una reliquia familiar, con incrustaciones en la empuñadura y una hoja fina y bien pulida. Una pena que no fuese a tener oportunidad de usarla.

—¡Billy, estás a punto de tener compañía! —Mi bramido reverberó por las paredes del teatro—. Ven aquí abajo.

—Me has causado muchos problemas —me explicó Drácula mientras mi cuerpo corría por el escenario hacia nosotros—. Voy a disfrutar con esto.

—Lo dudo —repuse, girándome.

Una confusa fracción de segundo después, estaba corriendo sobre el escenario. Billy no dejaba de pegar gritos dentro de mi cabeza hasta que frené en seco justo en el borde. En ese momento pude ver perfectamente a Drácula entreteniéndose con Augusta, pero la de verdad, la que ocupaba un asiento en el Senado. El hermano de Mircea debió haberla decapitado sin tanta alharaca cuando tuvo la oportunidad. Como no lo hizo, Augusta le ofreció encantada una demostración de la razón exacta por la que ella había llegado al Senado antes que él. Y es que, todo lo que le faltaba de técnicas de combate, le sobraba de crueldad y practicidad sin concesiones. Se sacó el cuchillo de Pritkin del pecho, haciendo caso omiso al sonido desgarrador que hacía al salir, y se lo clavó a Drácula mientras el rumano seguía glosando lo maravilloso que iba a ser su crimen.

Y, al contrario que él, Augusta no falló.

Entonces pude ver cómo la cara de Drácula se quedaba petrificada por la sorpresa al notar cómo le atravesaban el corazón. Hasta escuché el sonido del metal rajando la madera en el momento en el que el puñal impactó contra el suelo, porque Augusta se lo había clavado tan dentro que, al caer al suelo, Drácula acabó ensartado como si fuese un gusano atrapado en un alfiler. Acto seguido, arrancó un brazo de uno de los asientos de primera fila que había allí cerca y utilizó la reliquia de Drácula para afilar el borde y convertirlo en una punta dentada. El cuchillo no bastaría para acabar con él, aunque tampoco parecía que le estuviese haciendo demasiado bien, pero la estaca sí que sería suficiente. Augusta miró hacia arriba, como si estuviese esperando a que interviniese, pero yo me limité a mirarla a ella. Ya había salvado la vida de uno de los dos hermanos de Mircea, no le debía dos.

Entonces los brazos de Augusta se precipitaron sobre el cuerpo de Drácula y lo hizo tan rápido que fue imposible ver el movimiento. Sin embargo, la estaca improvisada no hizo sino golpear el suelo del teatro, con una brutalidad tal que el sonido del impacto acabó reverberando en un festival de decibelios por todo aquel hueco. Simplemente, Drácula ya no estaba allí. Yo no entendía qué estaba pasando y Augusta tampoco, pero entonces vi que Stoker sujetaba una pequeña caja negra. Me sonrió ligeramente y después desapareció. El íncubo emergió de su pecho, con un aspecto tan altivo como solo un espíritu sin apenas facciones podría tener.

Augusta agarró la caja, pero le entraron las dudas cuando vio cómo le cambió la cara al espíritu. Su mirada se trasladó del rostro del demonio hacia mí y entonces volvió a hacer alarde de su practicidad. Dejó caer la cajita y se largó corriendo.

Miré a mi alrededor, pero no se veía a ningún vampiro por allí. Por extraño que pareciese, aparte de por el brazo del asiento y por las manchas de sangre del escenario, parecía que no hubiese pasado nada en el teatro. Con todo, faltaba algo.

—¿Dónde están las protecciones? —le pregunté a Billy.

Billy fue saliendo de mí lentamente, como si fuese reacio a abandonar el refugio que representaba para él mi cuerpo. Echó un vistazo a su alrededor, pero no había señal que indicase la presencia de los fantasmas del teatro. Probablemente se estaban recuperando del gasto de energía que les habría supuesto hacerle lo que le hicieran a Myra.

—Destruidas. El dislocador acabó con ellas.

—¿Destruidas? ¿Todas?

—No habrían durado mucho de todos modos. No eran protecciones ofensivas. Fueron diseñadas para funcionar como defensas en un cuerpo, como escudos, no como armas. Lo que viste era cómo se autodestruían.

Pensé en el águila zambulléndose en su vuelo en picado final y noté cómo se me hacía un nudo en la garganta.

—¡Cassie! —La voz de Billy me sentó como una bofetada—. No empieces… ¡Ahora no! No nos quedan más protecciones y los vampiros regresarán en cualquier momento. Tenemos que irnos.

Miré a mi alrededor a ver si veía a Myra, pero, sin los sentidos de Augusta, fue inútil. No me creí ni por un segundo que los fantasmas la hubieran matado. Por un lado, haría falta mucho más que un fantasma, o incluso que uno y medio, para secar a un humano en plena forma. Por el otro, simplemente no suelo tener tanta suerte. Durante un breve instante contemplé la posibilidad de dar marcha atrás en el tiempo para poder atraparla justo antes de que se fuese por la puerta grande, pero la existencia de esa otra bomba me hizo dudar. Ya había visto qué podía hacer el dislocador en mi visión, no quería experimentarlo en primera persona.

Me bajé del escenario con bastante menos gracilidad que la que hubiera tenido Augusta y cogí la caja negra del suelo. No pesaba más que antes. La agité con reparos, pero el espíritu no hizo más que sonreír. Su aspecto era extraño, con esos ojos y colmillos teñidos de sangre.

—Drácula está ahí dentro, te lo aseguro.

—¿Y ahora qué? —le pregunté, mientras sus facciones volvían a adquirir una vaga benevolencia.

—Ahora me toca esperar —repuso, con mucha más serenidad de la que yo habría tenido de estar en su lugar. Con todo, si se es inmortal, supongo que la perspectiva de unas pocas décadas de espera no te impresiona demasiado.

Las pestañas de Pritkin no dejaban de batir.

—Myra se ha ido —le avancé antes de que pudiera preguntar nada. Volví a mirar hacia arriba en busca de mi nebuloso aliado—. ¿Has visto a Mircea?

Había dado por supuesto que había sobrevivido, desde el momento en el que la secuencia de eventos que se sucedían en mi visión quedó interrumpida, pero tenía que asegurarme.

—Vendrá pronto. —Empezó a desvanecerse y yo saqué una mano para tratar de evitarlo.

—Gracias por tu ayuda. Sé que no lo hiciste por mí, pero… bueno, en cualquier caso. —De pronto me di cuenta de algo—. Ni siquiera sé cómo te llamas. Yo soy Cassie Palmer.

En ese momento su color se tornó hacia una tonalidad rosa palo.

—Son tan pocos los que se molestan en preguntar —replicó, con voz agradecida—. He empleado muchos nombres a lo largo de los siglos. Varía en función del sexo y la cultura del cuerpo en el que habito. Fui Aisling en Irlanda, Sapna en India, Amets en Francia. Llámame como quieras, Cassie.

Entonces de él volvió a surgir una sombra más oscura, casi en forma de rosa, lo cual supuse que era una buena señal porque empezó a citar a Shakespeare.

—¿Cuándo volveremos los tres a vernos, bajo lluvia, rayo y trueno? Cuando acaben brega y bronca y haya derrota y victoria.[9]

Su imagen empezó a desvanecerse una vez más y en esta ocasión lo dejé marchar.

Pritkin se agarró al lateral del foso de la orquesta y se encaramó al escenario. Una vez arriba, miró hacia abajo y me tendió la mano, pero yo ignoré su ofrecimiento. Mi cabeza le estaba dando vueltas a algo. Era como si hubiese estado llevando una pieza de puzle encima todo este tiempo sin saber qué era o dónde debía ir.

—¿Estás herida? —La voz de Pritkin salió flotando hasta llegar donde yo estaba.

—No.

Al final me agarré a su mano y volví a subirme a gatas sobre el escenario. Casi en el momento en el que lo hice, emergió un cúmulo de chillidos histéricos del foso que acababa de abandonar. Stoker había despertado y, sin íncubo alguno que distorsionase la sensación, todas sus heridas se hicieron notar al unísono sobre él. Las quemaduras son de por sí dolorosas, pero las que él tenía debían de ser insoportables. Pritkin volvió a saltar al foso, pero los gritos lastimeros de Stoker no cesaron.

Estaba a punto de ir detrás de Pritkin cuando una caja negra empezó a tintinear delante de mis narices y me copó todo mi ángulo de visión. En ese mismo momento, una voz grave y sonora empezó a ronronearme al oído.

—Buenas noches, problema mío.