Volví en mí porque me reverberaba un latido en la cabeza. En ese momento me di cuenta de tres cosas a la vez: que estaba otra vez en el Dante, que la palpitación que hacía que me retumbara la cabeza procedía de unos enormes altavoces disfrazados de gigantescas cabezas Tiki y que Elvis tenía mal aspecto de verdad, incluso para ser alguien que estaba muerto. Pestañeé y Kit Marlowe me puso una bebida en la mano.
—Trata de pasar desapercibida —murmuró, mientras Elvis empezaba a entonar el estribillo de Jailhouse Rock.
Miré a mi alrededor aturdida, pero me resultaba difícil concentrarme en otra cosa que no fuera aquel hombre enorme ataviado con lentejuelas blancas que se contoneaba en lo que suponía que debía de ser un ritmo con encanto. La bala que le acababa de arrancar el cuero cabelludo era de gran calibre y no me parecía que el tupé de emergencia se estuviese sujetando demasiado bien. Así y todo, no parecía que las chicas que tiraban de todo sobre el escenario, desde llaves de habitación hasta ropa interior, se estuviesen enterando de la situación. Supongo que el amor es ciego de verdad.
Quería preguntar qué estaba ocurriendo allí, pero mi cerebro y mi boca no parecían estar conectados. Me senté e inicié un ligero balanceo sobre la silla. La mitad del público estaba haciendo lo mismo, pero sus movimientos eran una imitación inconsciente de la actuación y no se debían, como era mi caso, a que tuvieran un concepto difuso de cómo ponerse para mantener la verticalidad. ¿Qué me estaba pasando? Apenas me había invadido ese pensamiento cuando me acordé: el portal. A diferencia de la imperceptible transición que había experimentado al llegar a la MAGIA, esta sí que me había dejado huella de verdad. Seguro que era cosa de Tony, que había racaneado todo lo que había podido al construir el portal del Dante. A juzgar por cómo me dolía la cabeza, seguro que había elegido la versión sótano-ganga porque no se había esperado tener que utilizarlo nunca él mismo. Sólo por eso deseé con todas mis fuerzas que a él también le hubiese provocado unas migrañas de campeonato.
Marlowe se quitó de la oreja un tanga azul de encaje, una de las ofrendas al dios del rock and roll que no había conseguido llegar al escenario, y la arrojó por encima de su hombro.
—Tenemos un problema —musitó innecesariamente.
Alcé una ceja. ¿Qué había de nuevo aparte delo que ya sabíamos? Marlowe empleó su agitador para empujar la cabeza encogida al tamaño de un puño que estaba situada en el centro de la mesa. El hecho de que aquella cosa tan fea estuviese asentada sobre un hermoso nido de hojas de palma de un color verde oscuro y aves del paraíso naranjas no servía en absoluto de ayuda. Entonces un ojo arrugado, con la forma de una pasa, se abrió de mala gana y se giró hacia donde estaba Marlowe.
—¿No puede esperar? Ésta es mi canción favorita.
—Necesito una copa —replicó Marlowe lacónicamente—. Otra de lo mismo.
La cabeza cerró los ojos, pero su boca continuó moviéndose.
—¿Qué… —Hice una pausa para tragar saliva porque me daba la impresión de que el tamaño de mi lengua era el doble del normal y, tras eso, volví a intentarlo—. ¿Qué está haciendo?
—Comunicándose con la barra —respondió Marlowe, mirando subrepticiamente a su alrededor.
—Creo que me voy a desmayar ahora mismo —le informé.
Marlowe me lanzó una mirada de reprobación.
—No puedes. El Círculo nos tiene rodeados. Dos de sus espías nos han visto llegar y ahora todos los que se habían ido del casino se han venido para aquí. Están demasiado preocupados por las defensas internas y tus capacidades como para intentar hacer nada sin refuerzos, así que tenemos unos minutos, pero nada más. Tienes que estar lista para moverte.
—¿Moverme hacia dónde? Has dicho que estamos rodeados.
—Casanova está preparando algo para despistarles, pero de momento lo único que podemos hacer es quedarnos aquí sentaditos. Y tomarnos algo —añadió, mientras yo trataba valientemente de evitar caer redonda—. El alcohol normalmente ayuda en estos casos.
Asentí con la cabeza, pero sus palabras dejaban menos huella en mi abrumado cerebro que la pequeña cabeza que parloteaba en el centro de la mesa. Ya había acabado de hablar con la barra y ahora estaba canturreando al son de la música, lo cual no dejaba de ser todo un logro tratándose de una pieza de plástico. Supongo que los turistas normales pensaban que había una especie de micrófono encendido dentro de ellas y que era a través de este sistema como transmitían sus pedidos, pero yo sabía qué eran en realidad. Ya había visto una cabeza de estas antes.
Estábamos en el bar zombi del Dante, conocido como el Camerino de los Artistas por su horripilante decoración y sus estrellas de primer nivel, trágicamente fallecidas todas ellas, eso sí. Por mis experiencias anteriores sabía que las cabezas que hacían las veces de centro de mesa eran falsas, pero no por la razón que los turistas pensaban. Eran copias encantadas diseñadas para tener la apariencia de la única original que había en aquel sitio, cuyos restos deshidratados estaban suspendidos entre dos máscaras de madera tallada que había detrás de la barra. Se rumoreaba que pertenecía a cierto jugador que no tuvo suficiente inteligencia como para pagar a tiempo una apuesta perdida. Una vez oí cómo advertía a un tipo que en ese casino quien se jugaba el dinero que no tenía iba de cráneo. Supongo que lo de «de cráneo» era literal.
La mujer que había tirado el tanga, una rubia pechugona que se encontraba a unos dos kilos de precisar otro adjetivo, agarró su pertenencia del suelo y le lanzó a Marlowe una mirada de odio. Acto seguido se puso junto al escenario y empezó a agitar la minúscula pieza de encaje como si fuera un pañuelo, pero los ojos de Elvis estaban demasiado vidriosos como para percatarse de nada. Tenía la cara del color de una pared de cemento enmohecida y el tupé negro azabache se le había corrido hacia la derecha, dejando al descubierto una hilera de carne de un color blanco verduzco por encima de su oreja izquierda. Por suerte, la siguiente canción era Love Me Tender, así que no hacía falta que se contonease tanto. Después de todo, cabía la posibilidad de que el tupé le aguantase toda la noche.
La cabeza dejó de tararear en cuanto acabó la canción y volvió sus ojos hacia mí.
—¿Te sabes el del cómico que hizo un monólogo en una fiesta de hombres lobo? —cotorreó. Marlowe y yo lo ignoramos—. ¡Se tuvo que dejar la piel para conseguir que se rieran!
Un camarero zombi vestido con una camisa hawaiana que no pegaba para nada con su piel grisácea y unas bermudas que dejaban a la vista sus piernas arrugadas se abrió paso entre las mesas caminando en nuestra dirección. Observé cómo se acercaba y me di cuenta de que, sin percatarme de ello, me había acabado el Martini que me había dado Marlowe. El alcohol parecía haber ayudado algo a mi cabeza, pero no a mi estado de ánimo, que empeoraba a cada minuto que pasaba. Tenía una buena razón para ello: Tomas estaba en lo cierto, el geis seguía allí.
Aquella presión miserable y constante estaba de vuelta. Podía sentirla, como un cordel resplandeciente que tiraba de mí desde la MAGIA a través del desierto. Traté de fortalecer mis escudos, pero aquellos hilos brillantes se colaban a través de ellos. Al menos esta vez no había dolor insoportable. Tal vez convertirme en pitia me había hecho ganar algo, después de todo, o tal vez el geis sólo necesitaba tiempo para equilibrar mi nuevo nivel de poder. En cualquier caso, se agradecía aquel respiro.
—¿Dónde están los demás? —pregunté. Billy podría sernos de gran ayuda para saber cuándo iban a llegar los refuerzos del Círculo.
—No he visto al duendecillo ni a la chica. Pero el mago atravesó el portal contigo —apuntó Marlowe, sin quitar ojo a las seis figuras que habían asomado la cabeza a cada lado de la entrada.
Todos estaban ataviados con unos abrigos largos de piel que hasta con el aire acondicionado debían de resultar asfixiantes. Abrigos que parecían copias del de Pritkin. Ahora que me daba cuenta, había varios más en una posición similar cerca de la pequeña salida lateral.
—Me lo encontré inconsciente y lo dejé guardado bajo llave en la parte de atrás —continuó Marlowe.
—Eso no le mantendrá a salvo mucho tiempo —repuse.
—Cassie, si nos quedamos aquí mucho tiempo, Pritkin será la menor de nuestras preocupaciones.
El camarero dejó una bandeja de Martinis y un platito de aceitunas sobre la mesa. Marlowe se apropió de la bandeja y me dejó únicamente un coco que habían tallado de tal manera que se parecía enormemente a una de las cabezas encogidas. La piña colada de su interior posiblemente había tenido una botella de ron sobrevolando el agujero en algún momento, pero el caso es que nadie había acabado de verter el alcohol en su interior. Solté un suspiro y me la bebí de todos modos.
—Venga, va, ahora una adivinanza —balbuceó la cabeza—. ¿Cuál es el mejor camino para llegar al corazón de un vampiro? —Se paró unos segundos—. ¡La caja torácica!
La rubia grandullona, que se había vuelto cada vez más estridente en sus intentos por captar la atención del Rey, decidió finalmente liarse la manta a la cabeza y llegar a gatas hasta el escenario. A pesar de llevar tacones de aguja, consiguió colocarse a escasos centímetros de Elvis antes de que el personal de seguridad del bar, discretamente ataviados todos ellos, la interceptaran. Casanova, que estaba de pie junto al escenario, evitó la posible debacle mandando al frente a un apuesto latino. Aquel hombre, que sin duda estaba poseído por un íncubo, se llevó ala mujer fuera del bar con una sonrisa que encerraba la promesa de hacer que se olvidase por completo de cualquier estrella de rock fallecida.
—Si eso era lo que Casanova tenía pensado para despistar, no hace honor a su reputación en absoluto.
—No era eso. —Marlowe parecía seguro.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque, o mucho me equivoco, o la caballería ya está aquí.
Seguí su mirada hasta llegar a un trío de griegas terriblemente viejas que acababan de aparecer en escena, blandiendo regalos en alto. No habían entrado por la puerta principal, donde los magos allí presentes ya se habían puesto en tensión nada más verlas aparecer, sino que habían usado la entrada lateral cercana a la barra. Los guardias de esa puerta habían desaparecido. Uno de los camareros, ataviado únicamente con un salacot y un minúsculo par de pantalones cortos color caqui, avistó al trío y derramó media botella de Chivas sobre la barra antes de darse cuenta.
—Vaya, vaya, así que tenemos un público durillo, ¿eh? —insistió la cabeza—. Vale, ¿os sabéis el del tipo que se quedó sin dinero para pagar a su exorcista? El tío se quedó poseído y sin posesiones. ¡Ja! Venga, éste sí que sí, ¡no me digáis que no es gracioso!
—No es gracioso —espetó Marlowe, desdoblando su servilleta.
—¡Oye, espera! ¡Me sé miles de ellos! ¿Y el de…
Afortunadamente, las pesadas dobleces de algodón de la servilleta interrumpieron a aquella cosa antes de que le pegara una patada que le hiciese salir volando por la sala.
Dino se acercó a nuestra mesa con una sonrisa desdentada.
—¡'Liz’umpleaños! —vociferó.
Me quedé mirándola sorprendida: eran las primeras palabras que le oía decir en nuestro idioma y resultaba obvio que estaba orgullosa de sí misma por aquello. Hasta yo hubiese sido más entusiasta si su felicitación no hubiese venido acompañada por un cubo de entrañas sangrientas que me soltó encima de la mesa, justo debajo de la nariz.
Miré a Marlowe aterrorizada.
—Por favor, dime que no son…
—No son humanas —certificó, olfateando el contenido—. Son de vaca, creo.
A continuación, Penfredo dejó caer sobre la mesa un periódico lleno de fichas de casino. Ninguna era como las rojas y azules que yo había utilizado: la mayoría eran negras y había algunas de color púrpura de las de quinientos dólares esparcidas por aquí y por allá. Con un solo vistazo conté más de cuatro mil dólares. Cerré los ojos de desesperación: ya solo me hacía falta que la policía humana también me estuviese siguiendo la pista. Para no ser menos, Enio colocó una tarta de tres pisos junto a los otros dos regalos. Estaba cubierta por algo viscoso y verde, que supuse que teóricamente era el glaseado. Llegué a la conclusión de que era mejor no preguntar por qué olía a pesto.
Dino vació la piña colada que quedaba en mi coco y lo rellenó con una ración generosa de sangre y tripas. Le pegó un empujón hasta colocármelo debajo de las narices y me volvió a bramar.
—¡'Liz’umpleaños!
Por lo menos conseguí que no me dieran arcadas.
—¿Por qué hacen esto? —le pregunté a Marlowe, al que aquello parecía darle tanto asco como a mí. Los vampiros no beben sangre animal. No les hace nada y muchos la encuentran repugnante.
—Si tuviera que imaginarme algo, te diría que te están haciendo una ofrenda. En el mundo antiguo, eran comunes los sacrificios de sangre. Si yo fuera tú, estaría dando gracias por que no hubieran convertido a una virgen en rebanadas encima de la mesa. Quizá es que no encontraron ninguna en Las Vegas.
—Ja, ja. ¿Y qué se supone que tengo que hacer con…
No pude decir más. Si aquello no me hubiera estado dando tanto asco, seguro que me habría dado cuenta antes de que el zombi de Elvis se había parado a la mitad de una mediocre interpretación de All Shock Up y ahora estaba intentando bajar del escenario.
En ese momento Marlowe se incorporó.
—¡Tenemos que deshacernos del cubo!
Miré a mi alrededor y vi un panorama lleno de mesas muy juntas unas de otras y repletas todas ellas de turistas que ignoraban lo que estaba sucediendo.
—¿Cómo?
Elvis se había deshecho del puñado de agentes de seguridad que le habían salido al paso y se encaminaba hacia nuestra mesa. Sus ojos habían perdido su aspecto embotado y se habían llenado de un hambre feroz al centrar sus miras en el cubo sangriento. Entonces uno de esos guardias con más músculo que cerebro le cogió por el hombro y trató de hacerle dar la vuelta. Lo único que consiguió fue acabar de quitarle el tupé, lo que dejó a la vista la parte superior de un cerebro al descubierto. Supongo que los tipos que se encargaban del vudú para Casanova se habían visto un poco desbordados de trabajo después del reciente asalto y habían escatimado algún que otro esfuerzo en las labores de reparación. Lo cual probablemente no había sido una buena decisión en términos de negocios.
Ver a un zombi con la cara gris y la quijada abierta de par en par mirando ferozmente mientras los sesos bañados en sangre no dejaban de latirle fue suficiente para que los ocupantes de las mesas más cercanas perdieran los nervios. Varios de ellos empezaron a soltar gritos y acabaron formando una estampida en la que todo el mundo se chocaba con las sillas y entre sí mismos invadidos como estaban por unas ganas locas de huir de allí como fuese. Otros clientes, que estaban demasiado lejos como para que aquello les afectase del mismo modo, empezaron a aplaudir, dando por sentado que aquello era parte de la función nocturna. Me preguntaba si seguían pensando lo mismo después de que Elvis engullera los entremeses y empezara a buscar el primer plato.
—¡Cassie! —tenuemente, como si fuera el eco de un eco, escuché la voz de Billy. Miré a mi alrededor, pero no pude verlo en medio de aquel alboroto.
Marlowe me arrastró hacia atrás, pero todavía no había recuperado el sentido del equilibrio, así que acabé perdiendo pie. Me agarré a la mesa, tratando de estabilizarme, mientras Elvis le echaba mano al asa del cubo. Dino soltó un chillido y agarró su ofrenda, dando pie así a un furioso tira y afloja. Por culpa del dichoso jueguecito, el tablero de la mesa, consistente únicamente en un círculo de vidrio que reposaba sobre la parte superior de la sonriente cabeza de Tiki, se puso perdido de sangre. El precioso vestido de Françoise quedó salpicado de coágulos de sangre, así que agarré instintivamente una servilleta para limpiárselo hasta que un vampiro enfurecido me detuvo.
—¡Olvídate de eso! —Marlowe me dio un pequeño empujón—. ¡Tenemos que salir de aquí!
Le señalé a la riada de magos que empezaban a aparecer por la puerta. La nuestra no era la única caballería que asomaba por el horizonte.
—¿Cómo? —grité.
—¿No puedes saltar en el tiempo?
Entonces me di cuenta de que ya no había ninguna razón para no usar mi poder. Me gustase o no, era pitia. Asentí con la cabeza, pero antes de que pudiese formarme una imagen mental de la calle que había fuera del casino, escuché de nuevo la voz de Billy, y parecía estar desesperado.
—¡Billy! ¡Métete aquí!
—¿Qué pasa? —preguntó Marlowe
—¡Cállate! —Ya resultaba suficientemente difícil escucharlo así, como para encima tenerle bramando en mi oído. Billy había dicho algo más, pero no lo pude oír bien.
—¡No hagas ningún salto en el tiempo! Estoy atrapado.
—Dice que está atrapado —le comenté a Marlowe, justo en el momento en el que la rubia conseguía soltarse de su captor y corría ansiosa para acercarse a su ídolo. Un guardia la interceptó y, en su intento de escaparse, acabó poniéndome la zancadilla. Perdí el equilibrio y me caí justo en el momento en el que una bola de fuego de uno de los magos pasó silbando por encima de la cabeza. A mí no me llegó a dar por los pelos, pero a Marlowe le dejó el jubón en llamas antes de acabar impactando contra la barra Tiki, que quedó destrozada. El vampiro se quitó la prenda en un abrir y cerrar de ojos, y después empezó a mirar frenéticamente a todos lados en busca de algún sitio donde poder arrojarla sin crear más complicaciones. El fuego mágico prende como un fósforo, así que las opciones eran bastante limitadas. Marlowe solventó el problema volviendo a lanzar la bola de fuego al sitio del que había salido, pero acabó descomponiéndose al entrar en contacto con los escudos de los magos.
No parecía que Marlowe estuviese herido, pero ya había sacado los colmillos y la furia se le dibujaba en los ojos.
—Esto se va a poner muy caliente dentro de nada, Cassie. No se me ocurre un momento mejor para que salgamos de aquí. Ya se reunirá el fantasma con nosotros más tarde.
Billy debió escuchar aquello, porque empezó a chacharear como si se hubiera vuelto loco. La mayor parte de las cosas que decía me resultaron indescifrables, pero sí que capté la idea que subyacía bajo aquel parloteo.
—Billy dice que no nos vayamos.
Marlowe parecía incrédulo, pero mi cara debió advertirle de que no debía discutir conmigo.
—Quédate aquí. Voy a por una cosa —espetó abruptamente antes de desvanecerse en una mancha de color.
Me quedé acurrucada bajo la mesa para evitar a la multitud que se batía en estampida. A través del tablero transparente pude ver que la rubia había conseguido finalmente abrirse paso hasta llegar a su ídolo, con un gesto de fervor en el rostro. No me quedó más remedio que aceptar que estaba borracha o ciega de remate, porque su objeto de devoción tenía una pinta que daba un miedo de cojones. No parecía que aquellos ojos encendidos, esos sesos palpitantes y aquella boca que no dejaba de salivar pudiesen atraer a alguien como ella, pero de todos modos siguió abalanzándose hacia él y, justo en ese momento, Dino tiró del cubo con gran fuerza y lo hizo saltar por los aires. La fuerza del movimiento provocó que el contenido acabase cayendo por encima de la mujer, lo que la dejó empapada de arriba abajo y con lo que parecía un trozo de hígado trabado entre su escote.
La mujer pegó un grito, la peor reacción posible, porque consiguió captar la atención del zombi. Después de oír aquello, Elvis dejó de prestar atención a Dino, que vociferaba algo en un lenguaje desconocido y le daba golpes con el cubo en la cabeza una y otra vez. Pero Elvis ya había cambiado de objetivo y ahora prefería centrarse en la chica empapada de sangre.
Casanova estaba tratando de evacuar el salón y mantener la pelea al margen de los normales que quedaban allí dentro.
—¡Traed a los malditos bocores aquí! —le escuché gritar, justo en el momento en el que tres miembros del personal de seguridad se echaban encima de Elvis. El zombi cayó sobre el suelo cubierto de sangre y se quedó a un metro escaso de mí, con la mujer debajo de él. Dondequiera que estuviesen los especialistas en vudú que normalmente se encargaban de controlar sus actos, no parecía que se estuvieran dando suficiente prisa como para evitar que la rubia se acabase convirtiendo en el aperitivo de medianoche del Rey.
—¡Ayudadla! —les grité a las Grayas.
A Enio no hizo falta que se lo dijera dos veces. En un abrir y cerrar de ojos se transformó del modo viejecita al de su álter ego, envuelta siempre en su propio manto de sangre. Se supone que tal envoltura contenía despojos de todos los enemigos que había masacrado. El caso es que, ya fuera por la variedad o por la ingente cantidad de los restos, consiguió captar la atención del zombi. Acto seguido Elvis volvió a incorporarse de nuevo, a pesar de tener a tres guardias de seguridad colgados de él. Pese a todo, siguió sin soltar a la mujer; la cogió bajo el brazo y empezó a andar a tientas hacia su nueva presa.
Al ver mi mirada de desesperación, Penfredo salió a por él, le arrebató a la chica y se la pasó a Dino antes de saltar sobre la espalda del zombi. A continuación, Elvis empezó a emitir un siseo que no sonaba nada musical, lo cual se debía a que Penfredo había aprovechado su nueva posición para comenzar a remover el interior de su cráneo abierto mientras arrancaba a puñados sesos envueltos en sangre. Enio se limitó a mantenerse fuera del alcance de aquella criatura tambaleante mientras la obligaba a seguir su zigzag entre las mesas. Mientras tanto, su hermana proseguía con su lobotomía improvisada.
Marlowe apareció de repente detrás de mí, con el pelo alocado y los pantalones chamuscados, pero intacto por todo lo demás. Lo agarré por la pechera con ambas manos.
—¡Dime que tienes un plan!
—Hay una trampilla bajo el escenario, tan solo tenemos que asegurarnos de que ningún mago nos ve meternos por ella.
No me parecía que aquella fuese la cuestión. No es que los zombis fueran unos virtuosos desplegando técnicas de combate, pero al menos sí sabían cómo resistir. Mientras Marlowe me describía nuestra vía de escape, un mago atravesaba con su brazo el vientre de nuestro camarero. Con todo, y a pesar de que el puño del mago le salió al camarero por el otro extremo del cuerpo, ni siquiera consiguió ralentizar el ritmo del zombi. Elvis, por otro lado, o bien se había cansado o bien había perdido tanta capacidad cognitiva que se había olvidado de lo que había estado haciendo. El caso es que se quedó parado sin más, a unas tres o cuatro mesas de distancia. Enio y Penfredo lo dejaron a un lado y se centraron en los magos, dejando que fueran los nuevos efectivos de seguridad los que se encargaran de lidiar con el Rey.
Casanova se puso al frente del jefe del escuadrón.
—¿A qué esperáis vosotros dos? —chilló con una voz nada sexi—. ¡Vamos!
—Voy a revisar la salida para asegurarme de que no hay sorpresas —dijo Marlowe, deslizándose entre la multitud. Cuando ya me disponía a seguirle los pasos, no pude evitar quedarme paralizada al ver aparecer a alguien con quien no me apetecía encontrarme en absoluto. Allí estaba Pritkin, con la mirada furiosa, de pie entre los restos humeantes de la barra, escrutando la sala. Los pantalones bermellones de Marlowe debieron captar su atención, porque su mirada se quedó clavada en él y, un segundo después viró hacia mí.
O-oh.
Casanova siguió la dirección de mis ojos y profirió algo un poco más fuerte. Acto seguido me lanzó una mirada de pánico.
—¡Mircea me ordenó que te ayudase, pero hay ciertos límites! Encerrar al mago en un despacho mientras se recuperaba era una cosa, pero no puedo infligir dolor de verdad. ¡Eso ni aunque me amenacen con clavarme una estaca!
Me quedé mirándolo.
—¿De qué estás hablando?
No hubo respuesta, porque varios magos consiguieron franquear la barrera de no muertos y dirigieron sus pasos hacia nosotros. Casanova se movió hacia donde estaba su personal de seguridad, la mitad de los cuales eran vampiros, para interceptar a los magos, pero lo sujeté por el brazo.
—¿Cuándo has hablado tú con Mircea?
—Llamó hace unas horas, después de que montases tu pequeño numerito en la MAGIA. Me dijo que si había hablado contigo y después me preguntó que de qué habíamos hablado. Así que se lo conté todo. —Al ver mi expresión, la suya se volvió aún más irascible—. ¿De verdad esperabas que mintiera? Tal vez esté sirviendo a dos maestros, Cassie, pero intento hacerlo bien.
Con aquel comentario tan críptico, se largó, dejando que fuera yo quien me ocupase de Pritkin por mi cuenta. Evalué mentalmente el estado del camino hasta el escenario y llegué a la conclusión de que no podría abrirme paso hasta llegar allí. Las mesas que no estaban en llamas, estaban volcadas, e incluso había unas pocas que habían empezado a derretirse ante el maremágnum de hechizos, gracias a lo cual empezaba a haber cristal fundido por todas partes.
Estaba claro; a pesar de la advertencia de Billy, iba a tener que dar un salto en el tiempo para sacarnos de allí. Invoqué mi poder, pero su reacción fue muy floja. No estaba segura de si aquello tenía que ver con el hecho de que el portal me hubiese dejado la cabeza nadando en un mar de confusión o con que estuviera viendo el rostro de Pritkin abriéndose paso a tortas en medio del caos. En cualquier caso, si no conseguía concentrarme mejor, estaba jodida.
Noté unos toquecitos en el hombro y, al darme la vuelta, me encontré a Dino con una sonrisa de oreja a oreja. Sus hermanas estaban ocupadas enfrentándose a los magos de la guerra con un regocijo descarado, pero ella se había pegado a mi lado como una lapa. Seguía sujetando ala rubia sollozante y medio loca, y al final me la acabó tirando encima.
—¡'Liz’umpleaños! —exclamó contenta. Según parecía, estaba encantada de haber podido encontrar un sustituto al regalo que me había preparado en primera instancia y que el zombi le había chafado. Meneé la cabeza violentamente. Un sacrificio humano no estaba en mi lista de preferencias.
—¿Sabes por qué las momias no salen de marcha? —preguntó una voz sofocada desde debajo de la servilleta de Marlowe—. Por si no encuentran a nadie que les siga el rollo.
La muchacha, que acababa de desplomarse en medio de un marasmo de temblores, tuvo la feliz idea de tratar de escapar a gatas. Dino observó con gesto exasperado cómo su regalo trataba de huir y aquella pérdida momentánea de concentración le bastó a Pritkin para saltar a por ella y acabar estampándola a toda velocidad contra el grupo de altavoces que había allí cerca. Por un instante me lanzó una mirada fulminante, pero estaba demasiado ocupado lanzando una bola de fuego hacia las espigadas cabezas que se le acercaban como para preocuparse de mí. Acto seguido las cabezas explotaron generando una lluvia de astillas en llamas y de piezas mecánicas volantes que se dispersaron por el escenario, lo que bastó para chafar las tablas recién abrillantadas y dejarla salpicada de marcas chamuscadas. Las llamas convirtieron la zona que rodeaba los altavoces en una hoguera que rápidamente se extendió hacia el piano cercano.
Antes de que pudiera gritar, la cabeza sollozante de Dino asomó entre la masa de objetos en llamas. No parecía haber hecho mucho más que chamuscarse, pero tenía pinta de estar realmente enfadada. Un segundo después, pude comprobar cuál era el horrible talento especial que tenían las Grayas y yo no conocía. No es que Dino cambiase de forma ni que hiciese que Pritkin se disparase a sí mismo, como me había esperado en parte. Simplemente clavó sus ojos ciegos sobre él y Pritkin se quedó parado como si estuviera muerto, como si se hubiese topado con un muro invisible. Tiró al suelo la pistola que había cogido, presumiblemente para usarla contra mí, y se quedó con la mirada perdida en medio de la sala. No parecía que estuviese herido, era más bien como si simplemente no supiera dónde estaba, o siquiera quién era. La parte superior del piano en llamas se derrumbó provocando una explosión musical a sus espaldas, pero Pritkin ni se inmutó.
Dino les dio una patada a las estatuas en llamas que se interpusieron en su camino y se dirigió hacia donde estaba yo. Un mago le lanzó una bola de fuego aprovechando que estaba cerca de ella y Dino se giró hacia él con cara de pocos amigos. Acto seguido le dio unos toquecitos a Pritkin en el hombro y, cuando se dio la vuelta, lo tumbó de un golpe. Como se puso tan cerca de mí, pude ver que esos huecos de piel arrugada que tenía no estaban tan vacíos como yo creía. En su interior se alojaba una neblina oscura y turbia que no se podían llamar ojos ni por asomo, pero que de alguna manera daban la impresión de que le servían para ver.
—Ese truco debe venir realmente bien en medio de un combate —musité, sobrecogida. Debe de resultar difícil lanzar un hechizo cuando no puedes siquiera recordar cómo se hace, o ni siquiera por qué estás peleando. Dino lo celebró con regocijo—. ¿Se le pasará?
Dino me dio largas encogiendo los hombros, después me besó en la mejilla y me masculló un nuevo «'Liz’umpleaños» al oído antes de salir caminando al encuentro de sus hermanas. Los magos habían hecho pedazos a los zombis, cuyos cuerpos mutilados aún se movían esparcidos por el suelo que había alrededor de la puerta, y ahora se las estaban viendo con los vampiros. Sin embargo, me daba la sensación de que iban a cambiar las tornas.
Traté de seguir el ejemplo de Marlowe, pero de repente Pritkin volvió en sí. Mi mirada pasó de sus gélidos ojos verdes a la pistola que acababa de recuperar.
—Los de mi linaje tenemos una ventaja —siseó—. Los juegos mentales no funcionan con nosotros.
Decidí que era mejor que ni me molestase en intentar entablar un diálogo. Saqué la pierna a paseo y le di en toda la rodilla. En circunstancias normales, probablemente no le habría hecho nada; pero el factor sorpresa, combinado con el manantial de sangre y entrañas resbaladizas que había en el suelo bastó para derribarlo. Tras el golpe, Pritkin salió despedido hacia las mesas apiladas, tumbándolas como si fuese una bola estrellándose contra un juego de bolos. Los tableros de cristal macizo cayeron por todas partes y algunos de ellos fueron a parar a los laterales, pero otros aterrizaron justo encima de él.
Los hechizos naranjas y flameantes volaban ahora con fuerza y a toda pastilla. El último impactó contra la parte superior del escenario, lo que envolvió en llamas el telón de seda que sobresalía ligeramente. Aquello fue la gota que colmó el vaso para aquel escenario de bambú, pues acto seguido se derrumbó como si fuera un Mikado gigante. Si me libré de acabar aplastada fue solo porque conseguí guarecerme bajo una de las pocas mesas que quedaban en buen estado. Me daba miedo que la cubierta de cristal no fuese a soportar aquello, pero ninguna de las columnas maestras la golpearon y el resto se limitó a caer sobre ella sin llegar a quebrarla.
Cuando volvía mirar hacia arriba, Pritkin había desaparecido. Me pareció ver el vestido verde brillante de Françoise por un momento, cerca de la entrada principal, pero entonces se perdió entre el humo negro que inundó las ruinas del club nocturno. Con todo, sí que pude ver otro rostro familiar.
—¡Billy!
La silueta casi transparente de un vaquero había aparecido por la puerta principal. Casi en ese mismo momento me vio a mí y una mirada de profundo alivio le invadió el rostro. Sus ojos se quedaron clavados en mí. Estaba a punto de preguntarle dónde se había metido; pero, sin mediar palabra, se metió dentro de mi piel. En lugar de un saludo o algo, lo único que obtuve fue un parloteo histérico e ininteligible. Después pude ver brevemente lo que acontecía en el fragor de la batalla principal y me olvidé de él.
Casanova arrojó al mago al que había estado estrangulando contra otros dos, después me avistó y pegó un grito. En medio de tanto ruido, no podía oír bien lo que decía, pero tampoco me hacía falta: era obvio cuál era el problema. Las Grayas habían abandonado el edificio.
Hice una rápida encuesta mental y me di cuenta de que, hasta hacía unos pocos minutos, Dino era la única que no me había salvado la vida. Enio había mantenido a los magos a raya en el local de Casanova, Penfredo me había ayudado en la cocina justo después y finalmente Dino se había encargado de convertir aquel doblete de salvaciones en un juego de niños. Habían saldado su deuda, así que a partir de ahora tendría que apañármelas yo sola. Casanova estaba gritando algo de nuevo, mientras se esforzaba por tratar de contener a los tres magos a la vez. Seguía sin poder oírle, pero al leerle Los labios una palabra se dibujó con nitidez: «¡Vete!»
Asentí con la cabeza. Las Grayas eran responsabilidad mía, pero tendrían que esperar a que llegase su turno. No estaba segura de si era ya el momento de dar el salto en el tiempo o no, y tampoco Billy me estaba ayudando a aclararme. Empecé a huir a gatas, pero enseguida noté que algo me agarraba con fuerza por el pie. Era Pritkin, que se estaba abriendo paso entre la maraña de mesas con una mano y me estaba sujetando con la otra. ¡Joder!
—¡Cassie!
Me di la vuelta al escuchar una voz tan familiar y vi las greñas rizadas de Marlowe asomando bajo los escombros del escenario. No tenía ni idea de qué seguía haciendo allí. Había fuego por todas partes y los vampiros tenían el mismo punto de inflamación que cualquier líquido combustible. Marlowe me hizo señas para que me quitara de en medio y me tiré al suelo sin hacer más preguntas. Al mirar hacia atrás, llegué justo a tiempo para ver que una mano invisible levantaba a Pritkin del suelo y lo arrojaba contra la masa de mesas volcadas, cerca del foco principal de la batalla. Por todo el escenario seguían lloviendo trocitos de seda verde en llamas, creando un campo de minas de fuego mágico. Aquello era tan peligroso para mí como un fuego normal para un vampiro, así que no me podía arriesgar.
Miré rápidamente a mi alrededor, pero no había más opciones. La pelea que estaba teniendo lugar a mis espaldas descartaba directamente la entrada principal, la parte de atrás no tenía salida y la salida lateral estaba en llamas porque una bola de fuego había alcanzado la cortina de bambú que colgaba de ella y había prendido no solo la tela, sino también la mitad de la pared. Como no me quedaban más alternativas, recurrí a lo único que me quedaba y volví a invocar mi poder.
Esta vez llegó presto, surgiendo desde debajo de las yemas de mis dedos como si alguien hubiese abierto una compuerta. Casi me mareo de alivio, pero me recompuse y traté de pensar en cuál sería el mejor sitio al que podía ir. Entonces Pritkin se arrojó por encima de la pila de mesas, con las manos extendidas y yo me pegué tal susto que di el salto en el tiempo sin tener ningún destino en la cabeza. Sólo pensé en encontrar a Myra. Cualquier sitio al que pudiera ir sería mejor que quedarme pululando por el Dante mientras el garito hacía honor a su nombre.
Esta vez no hubo aterrizaje brutal y doloroso, tan solo un oscurecimiento gradual de aquella escena feroz que acabó desapareciendo para ser sustituida lentamente por una calle muy oscura. Un minuto después, mi vista se volvió lo suficientemente nítida como ara dibujar un gran edificio con un letrero que lo identificaba como el teatro Liceo. No sabía qué hora era, pero la calle estaba desierta, así que podía estar en cualquier momento que estuviera entre la media noche hasta casi el amanecer.
—Pensé que vendrías acompañada. —Escuché a Myra detrás de mí. Me di la vuelta y mi mano se levantó automáticamente al escuchar el sonido de aquella voz engreída y aniñada. Dos dagas salieron disparadas hacia ella, pero Myra se limitó a quedarse de pie en medio de la calle, despreocupada. Medio segundo después supe por qué había reaccionado así, porque mis propias armas se abalanzaron esta vez hacia mí. No me hicieron daño, pero me golpearon con tanta fuerza que me caí al suelo y salí despedida hacia atrás varios metros deslizándome por aquella calle asquerosa. Myra seguía teniendo la mano en alto. Un brazalete brillante que se parecía un montón al mío colgaba de su fina muñeca. La única diferencia era que, donde el mío tenía dagas, el suyo tenía minúsculos escudos entrelazados.
—Regalo de unos amigos nuevos. Para equilibrar la batalla.
Me incorporé como pude.
—¿Y desde cuando crees tú en las batallas equilibradas?
Myra sonrió abiertamente.
—Buena puntualización. —Su rostro cambió de expresión en cuanto me echó un vistazo de arriba abajo—. Así que te las has apañado para completar el ritual. Enhorabuena. Por desgracia, tu reinado está destinado a ser el más corto de la historia.
Yo también la observé de arriba abajo. Por primera vez, era sólida. Era lógico, teniendo en cuenta que la última vez había sufrido un ataque en forma espiritual. Con todo, llegué a la conclusión de que no por aquello sus ojos daban menos miedo.
—Contéstame a una cosa —musité cansina—. ¿Por qué siempre Londres? ¿Por qué 1889? Empieza a resultar aburrido.
—La convocatoria de este año es en Londres —respondió Myra, dulce y solicita—. Es la reunión bianual del Senado europeo.
—¡Eso ya lo sé!
—Oh, claro. Siempre se me olvida que te criaste en una corte de vampiros, ¿no? Bueno, entonces, quizá sepas esto también. El Senado normalmente se reúne en París, pero este año se han desplazado a Londres para zanjar una vieja cuenta pendiente. Tienen la idea de que los crímenes que los periódicos adjudican a Jack el Destripador fueron en realidad obra de Drácula. Dicen que se escapó de lo que ellos consideraban un manicomio poco antes de que comenzasen a suceder los crímenes, así que parece razonable.
—¿Qué tiene que ver eso conmigo o con Mircea?
Myra parecía completamente satisfecha consigo misma.
—Todo. Mircea y esa vampiresa del Senado norteamericano a la que enviaron para ayudarle…
—Augusta.
—Sí. Ellos probaron que los crímenes eran obra de un humano capturando a un hombre que se hacía llamar Jack.
—Y Jack fue castigado. —De eso fui testigo yo en parte.
—Sí, pero parece que Jack se metió en su orgía asesina para intentar impresionar a Drácula, con la esperanza de que aquello le permitiese conseguir un sitio en su nuevo establo. Por eso el Senado culpa a Drácula por lo ocurrido.
—Y quieren verle muerto.
—¡Por fin empiezas a entenderlo! —Myra aplaudió en señal de aprobación—. Mircea se las ingenió para convencer al cónsul europeo de que le diese unos días para poder atrapar a su hermano antes de que se adoptasen medidas más drásticas, pero no todo el mundo estaba de acuerdo con esa decisión.
Parece que Drácula se ganó algún que otro enemigo a lo largo de los años. Me daba la mala sensación de que esta historia ya la había escuchado antes. Y no acababa bien para Drácula. Algunos senadores con memoria suficiente como para acordarse de muchas cosas lo habían linchado una noche al amparo de la niebla de Londres. Esta noche.
—Tienen pensado matarlo.
Myra se rió.
—Van a matarlo. Es parte del curso temporal que tanto te empeñas en proteger, Cassie. Sólo que esta vez, gracias a una pequeña ayudita mía, Mircea lo va a encontrar antes que ellos. Y algo me dice que no les va a temblar la mano para deshacerse también de tu vampiro, si se interpone entre ellos y su venganza.
Y lo haría. Mircea se había pasado años disponiendo las cosas para que yo me pudiese convertir en pitia con vistas a salvar a un hermano suyo. No me daba la impresión de que se fuera a quedar de brazos cruzados mientras mataban al otro.
—Es así de simple, Cassie —explicó Myra alegremente—. ¿Quieres el puesto? Ningún problema. Basta con que seas mejor que yo.
En ese instante, Myra desapareció de golpe y, justo al mismo tiempo, noté que me atacaban por la espalda. Volví a besar el suelo, esta vez con la cara por delante. No obstante, no fue por eso por lo que grité. El geis estaba definitivamente todavía allí y no había cambiado su percepción de John Pritkin.
Teniendo en cuenta el latigazo de dolor que saltó de mi cuerpo al suyo, me daba la sensación de que el geis había confundido furia con pasión. El mago era demasiado macho como para gritar como una jovenzuela, pero aun así me soltó con rapidez.
Al darme la vuelta me lo encontré tendido en la acera, con gesto de aturdimiento. No hizo intento alguno de venir inmediatamente hacia donde estaba yo, pero no se lo tuve muy en cuenta. Probablemente estaba sólo esperando a recuperarse. Según parecía, debía de haberse puesto demasiado cerca cuando di el salto en el tiempo y me lo había traído montado a caballito. Estupendo.
—No permitiré que lo hagas —gritó ahogadamente—. ¡Me da igual el precio que tenga que pagar!
De repente, di gracias por tener el geis, porque parecía que Pritkin tenía realmente instintos asesinos. Sin embargo, sólo porque no pudiera tocarme no quería decir que estuviese a salvo. Todavía me podía pegar un tiro y no sentir nada en absoluto. Decidí salir de allí antes de que aquello le pudiese ocurrir a él también.
Rompí una de las ventanas del teatro y me introduje por el hueco, haciendo así mis primeros pinitos en el asalto de inmuebles. Me corté la mano, me rompí el vestido y casi me disloco el hombro, pero logré entrar antes de que Pritkin me pudiera seguir los pasos. Por desgracia, no conseguí hacerlo de forma silenciosa.
—¿Pero qué tenemos aquí? —La voz de Augusta me retumbó en los oídos un segundo antes de que me levantaran del suelo y me estamparan contra la pared. Una mano minúscula y con venas azules me sujetó allí sin esfuerzo alguno. Acto seguido, con unos pequeños golpes de muñeca, se colocó perfectamente los pliegues de su falda de lana azul. Su elaborado peinado de trenzas negras en la parte de atrás combinaba con el pasador y el broche de azabache de la parte delantera de la falda.
—Bonito vestido —gruñí.
—Gracias. El tuyo también. —Me miró por encima—. Es como de duende, pero tú… —Me miró más detenidamente y a mí se me empezó a nublar la vista—… Tú no lo eres.
No perdí mucho tiempo valorando las opciones que tenía. Augusta podía romperme el cuello con menos esfuerzo que el que yo tendría que hacer para partir un palito. No podía enfrentarme a ella, pero sí podía utilizarla. Pritkin sería un problema mucho menor si tenía la fuerza de Augusta de mi lado.
No me gustaban las posesiones, me dejaban atontada y me hacían sentir ligeramente sucia, lo cual no resultaba sorprendente porque eran, daba igual el nombre que les pusiera para tratar de justificarlas, una violación en toda regla. Mis planes eran evitarlas en el futuro siempre que fuera posible, pero no si era mi vida lo que estaba en juego. La única pregunta era: ¿podía hacerlo?
Ya había poseído a un mago oscuro una vez, aunque había salido expelida de su cuerpo en un par de minutos. Y había tenido a Billy Joe para echarme una mano. Nunca antes me había traído a Billy conmigo en un salto temporal, pero tenía la estúpida esperanza de que pudiera ser un aliado útil. Con todo, en ese momento no parecía que lo estuviese siendo demasiado. Seguía siendo un ente incongruente, así que ni siquiera podía captar su atención, por no hablar ya de pedirle ayuda.
Pero si Myra podía hacerlo, coño, yo también podía.
Por suerte, el conocimiento que Augusta tenía de las protecciones era bastante amateur. De hecho, si sabía protegerse con más de un elemento, yo no era capaz de atisbar ninguna señal que lo indicase. Sus escudos tenían una pinta impresionante (esbeltos bloques de acero remachados conjuntamente como si fuera el lateral de un navío de guerra), pero si se examinaban con detenimiento se veía que había puntos tan debilitados por el óxido que casi resultaban transparentes. Eso le pasaba por no conservar sus escudos con meditación diaria. Si la protección de Augusta hubiera sido tan fuerte como parecía, habría podido expelerme antes siquiera de intentar el asalto. Como no era así, mi fuego logró abrir un agujero en su superficie de metal con una facilidad pasmosa.
De pronto, todo se volvió más claro y más nítido que antes y me encontré observando mis propios ojos aterrados. Me llevé una mano a la boca antes de que Billy Joe pudiese decir nada, pero parece que no fue la decisión más acertada, porque entonces se volvió loco. Finalmente hice de tripas corazón y me abofeteé en toda la cara. Intenté hacerlo suavemente, pero creo que no calculé bien, porque los ojos de Billy se entornaron y durante un segundo creí que se me desmayaba.
—Soy yo —siseé.
Billy asintió lentamente. Un momento después, consiguió hacer funcionar sus labios prestados.
—Necesito un pelotazo —me dijo con voz baja y temblorosa—. Necesito un puto trago.
—¿Estás bien? —No lo parecía. Mi rostro se había vuelto blanquecino y la boca me temblaba—. Si te vas a marear, dímelo ahora.
Billy se rió y en su carcajada había una molesta nota histérica.
—¿Marearme? Seh, supongo que se podría decir que me estoy mareando. Fantasma, humano, fantasma, humano; oye, no pasa nada.
Lo miré preocupada.
—No comprendo…
—¿Qué hay que comprender? ¡Que me acabo de morir, eso es todo!
—Billy —musité lentamente—, te moriste hace mucho tiempo.
—Me morí hace mucho tiempo —repitió burlonamente—. ¡Me he muerto hoy, Cass, por si te no te has dado cuenta! ¡Un bis gentileza del Reino de la Fantasía! Dios.
La cara se le arrugó y se hundió en el suelo entre espasmos. Me di cuenta por fin de qué le estaba pasando y lo abracé. Al meterse en el portal, su nuevo cuerpo se había descompuesto. Sabía que era probable que pasase, pero no me había parado a pensar en todo lo que aquello implicaba. Billy poseía a la gente continuamente, yo incluida, pero no parecía que le importase abandonar los cuerpos cuando le tocaba. Sin embargo, supongo que la historia era distinta cuando se trataba de su propio cuerpo. No es que hubiese estado poseído, es que había estado vivo. Y cuando se volvió a meter en el portal, en realidad, había vuelto a morir. Lo abracé más fuerte, olvidándome de quién era la fuerza que tenía en esos momentos, pero aflojé cuando me soltó un gruñido de protesta.
—¡Casi no vuelvo esta vez, Cass! —murmuró débilmente—. No es algo que se haga automáticamente, ¿sabes?
—¿El qué?
—Convertirse en fantasma. No hay nadie que mantenga sus características y, si no es así, yo no me he enterado; ¡pero es raro de cojones! Y yo casi… me perdí… no estaba aquí, no estaba allí, no podía ver nada. Lo único que notaba era que algo me empujaba y trataba de borrarme del mapa, y sólo tenía una cosa a la que aferrarme: el sonido de tu voz. Entonces empezaste a decir que teníamos que irnos, y entonces descubrí que… —Sollozó con un jadeo ahogado.
—Billy… Lo siento. —Parecía realmente inadecuado, pero ¿qué puedes decirle a alguien que acaba de morir por segunda vez? Hasta la educación que me había proporcionado Eugenie se me quedaba corta en estos casos.
Me agarró y en ese momento me di cuenta de lo fuertes que eran mis brazos.
—No. Me. Abandones. Nunca. Más.
Asentí, pero interiormente estaba teniendo una crisis solo ligeramente menos intensa que la de Billy Joe. No podía irme de Augusta a no ser que quisiera tener a una maestra vampira tremendamente enfadada detrás de mí, pero tampoco podía ocuparme de aliviar los traumas de Billy toda la noche mientras Myra andaba por ahí suelta. Había que empezar a hacer algo.
Comencé a levantarme, tirando de Billy hacia arriba al mismo tiempo, cuando alguien me agarró por el pelo y me puso un cuchillo en el cuello. Ese tipo de cosas me mosqueaban tremendamente. Augusta tenía un oído con el que podía escuchar hasta el sonido de las ratas deslizándose por las paredes del teatro, la gotera del techo y la discusión que estaban manteniendo un taxista y un cliente borracho varias calles más abajo. ¿Entonces cómo era posible que no se hubiera percatado de que se me acercaba alguien a hurtadillas?
—Mueve un pelo y te mato —amenazó Pritkin. Miré hacia arriba.
¿Cómo no?
—¿Qué te enseñan en la escuela de magos? —pregunté—. Para matar a un maestro vampiro tienes que clavarle una estaca, y de madera, no de metal; separarle la cabeza completamente del cuerpo, reducir su cuerpo a cenizas o hundirlo en una corriente de agua. Cortarle la garganta no hará más que enfadarlo.
Pritkin me ignoró.
—Tendrás que encontrar a otro del que alimentarte esta noche. La chica se viene conmigo.
—¿Qué chica?
Billy estaba sentado con la espalda sobre la cabina de la taquilla, con las rodillas levantadas y un vestido rojo tan grande que casi se lo tragaba por completo. En ese momento levantó la vista para mirarme y movió ligeramente la boca.
—Se refiere a mí, Cass.
Entonces lo comprendí.
—No sé si el geis funciona o no cuando tengo esta forma —le dije a Pritkin—. Así y todo, yo que tú lo dejaría correr si no quieres que nos acabemos enterando por las malas.
Pritkin me soltó tan rápido que me dejó dando tumbos.
—No permitiré que lo hagas —masculló, apuntándome con una pistola.
—Eso tampoco me va a matar —le informé antes de quitarle la pistola de un golpe tan fuerte que la acabó partiendo en dos—. Eso sí, me dejará un agujero muy poco favorecedor.
Pritkin frunció el ceño al observar lo destrozada que se había quedado su pistola y pude observar casi literalmente cómo su cerebro recomponía la situación. Decidí ayudarle a dar el último salto.
—Mira, ahora soy pitia, nos guste o no. Y, para tu información, sean cuales sean mis defectos, al menos estoy cuerda. Lo cual es muchísimo más de lo que podría decir de tu apreciada Myra.
Pritkin parecía estar hecho un lío y, debo reconocerlo, no tenía pinta de que la confusión fuese fingida.
—¿De qué estás hablando?
No me podía creer que ahora le diese por intentar eso. '
—Tú querías que Myra fuese pitia. Todo este tiempo he sido perfectamente consciente de cuáles eran tus planes, así que ahora no me vengas con esa miradita de incredulidad.
—Yo hubiera preferido que ninguna de las dos hubiese llegado al puesto. ¡Lady Femonoe debía de estar senil para querer tener algo que ver con cualquiera de vosotras dos!
—¡Entonces Marlowe tenía razón! ¡Estás trabajando con el Circulo! —Todo lo que había ocurrido en el Dante había sido una distracción, al cabo. Meneé la cabeza sin dejar de mirarlo, mitad por incredulidad y mitad por admiración—. ¿Sabes qué? Hay que ser un lunático de verdad para arriesgarse a morir desangrado sólo para conseguir que te creyese.
Pritkin se llevó las manos a la cabeza con el aire de alguien que estaba haciendo esfuerzos por no ponérmelas en el cuello.
—No estoy trabajando con el Círculo —replicó lentamente, como si le estuviera hablando a una niña de cuatro años—. Y solo tengo un plan, como tú lo llamas.
Lo miré con suspicacia.
—¿Y es?
—¡Que cualquiera que ocupe el puesto tenga inteligencia, habilidad y experiencia! —repuso, salvajemente—. ¡Es obvio que Myra está loca y, viendo lo que vi en el Reino de la Fantasía, contigo tengo mis dudas!
—¿Y exactamente qué crees que viste?
Pritkin frunció el ceño.
—Hiciste un trato con el rey duende para recuperar el Códice.
—¿Y qué? Ya lo dijiste tú mismo: la mayoría de los contrahechizos ya han sido descubiertos.
—Pero no todos.
—¿Y qué? ¿Acaso hay algún hechizo misterioso que no quieres que se descubra? —Pritkin se quedó callado como una tumba. Suspiré—. Déjame adivinar. No me lo vas a decir.
—No hace falta que lo sepas. Simplemente no le vas a dar ese libro al rey. Ya encontraremos otra forma de conseguir a tu vampiro.
—Claaaro, como nos salió tan bien la última vez.
Nuestra breve visita había dejado una cosa bien clara: nunca podría sobrevivir en el hermoso infierno conocido como Reino de la Fantasía el tiempo suficiente como para encontrar a Tony sin la ayuda de los duendes. Y sólo había una forma de conseguir aquello. Decidí que lo mejor era intentar razonar con aquel lunático, porque la otra alternativa era la fuerza, algo que me asustaba estando en el cuerpo de Augusta.
—¿No crees que intentar matarme para mantenerme alejada de un libro era una solución un poco extrema? —inquirí.
Pritkin parecía disgustado.
—Si quisiera verte muerta, estarías muerta —espetó rotundamente—. Lo único que quiero es que entres en razón. Ese libro es peligroso. ¡No, debe ser encontrado!
—Será encontrado, no me queda otra opción.
Los ojos de Pritkin, normalmente de un pálido color verde gélido, se volvieron casi de color esmeralda por la furia.
—Pero si me ayudas —me apresuré a añadir— dejaré que seas tú quien le eche el primer vistazo. Puedes eliminar lo que quiera que consideres que es tan peligroso, darme el contrahechizo para el geis y después le daremos el resto al rey.
Me miró como si estuviese hablando en marciano.
—¿No te das cuenta de lo que hiciste? Le diste tu palabra a los duendes: te obligarán a que la cumplas.
—Dije que les daría el libro. No hice ninguna promesa sobre su contenido.
—¿Y crees que ese argumento tan endeble te va a servir para salir airosa?
—Seh. —De verdad que me preguntaba en qué mundo habría estado viviendo Pritkin, porque estaba claro que no había sido en el sobrenatural—. Cualquier cosa que no quede especificada en un contrato queda abierta a la interpretación. Si el rey no quería que le quitara páginas al libro, debía haberlo dicho.
Pritkin me miró durante un minuto que pareció eterno.
—Una de las funciones de los magos de la guerra es proteger a la pitia a toda costa —aseveró finalmente—. Mac creía en ti; si no, no habría muerto por ti. Sin embargo, a ti te crió un vampiro, una criatura que no se guía por el más mínimo precepto moral y además no has recibido ninguna preparación. ¿Por qué debería luchar por ti? ¿Qué clase de pitia vas a ser?
Era la gran pregunta, la misma que me había estado haciendo yo a mí misma. Si había aceptado el poder era con la esperanza de poder romper el geis, o al menos de tener una cierta ventaja con respecto a Myra. Hasta ahora, no había conseguido que me proporcionase ninguna de las dos cosas. La verdad era que no sabía qué clase de pitia iba a ser. Pero sí había algo de lo que no me cabía la menor duda.
—Una mejor que Myra.
—¿Entonces se me está ofreciendo el menor de los males? No es que te estés vendiendo muy bien que digamos.
—Quizá es que tampoco lo estoy intentando demasiado —confesé honradamente. Necesitaba a Pritkin. No sabía casi nada de magia a grandes niveles y no tenía ni idea de por dónde empezar siquiera a buscar el libro. Pero tampoco creía que pudiera apechugar con otro Mac en mi conciencia—. Si eres inteligente, te mantendrás al margen hasta que esto se acabe. Deja que sea yo quien libre mis propias batallas. Puede que tengas suerte y Myra y yo acabemos la una con la otra.
—¿Y por qué no debería mataros yo mismo a las dos y esperar que la próxima en la línea sucesoria sea mejor?
Los ojos de Billy se agrandaron y me di cuenta de que, mientras yo estaba relativamente a salvo en el cuerpo de Augusta, él seguía siendo vulnerable en el mío. Me puse delante de él.
—No hay nadie más en la línea sucesoria —repliqué de manera rotunda—. Si hubiera habido otra candidata que hubiera podido hacerlo decentemente, ¡ya le habría dado el puto poder! Pero el caso es que las iniciadas están todas bajo el control de tu Círculo y, la verdad, no confío más en él que en el Negro. ¡No voy a entregarle un poder que podría hacer volar el mundo a alguien al que se pueda manipular, controlar o corromper!
Pritkin me miró como si me estuviese escrutando.
—¿Esperas que me crea que entregarías el poder, así sin más, si hubiera un receptáculo adecuado en el que depositarlo? ¡Pero si nos arrastraste hasta el Reino de la Fantasía para completar el ritual! Está bien claro que lo quieres.
—¡Yo no os arrastré a ninguna parte! Os prestasteis como voluntarios para ir.
—¡A encontrar a Myra!
Respiré hondo. A Augusta no le hacía falta, pero a mí sí.
—Me metí en el Reino de la Fantasía para encontrar a Myra antes de que fuese ella la que diese conmigo. Me topé con Tomas por casualidad y completé el ritual en un intento por seguir con vida.
—Le dijiste a Mac que ibas en busca de tu padre.
—Así es. Tony tiene en su poder a mi padre, o lo que quede de él, y quiero recuperarlo. Pero el objetivo principal siempre fue Myra. Tenía razones para pensar que ella estaba con Tony. —Parecía que había conseguido matar dos pájaros de un tiro, pero no debí haberme hecho tantas ilusiones. ¿Desde cuándo mi vida era tan sencilla?—. El caso es que Myra está aquí, intentando matar a Mircea. Si lo consigue, Mircea no estará ahí para protegerme mientras sea pequeña y tengo mis dudas de que en esas circunstancias yo vaya a durar lo suficiente como para llegar a convertirme en tu mosca cojonera, o en la de nadie. Si quieres deshacerte de mí, esta es tu gran oportunidad.
—¿Por qué me estás contando esto? Podría ayudar a Myra a destruirte a ti y a tu vampiro.
—Lo sé.
Y, para ser francos, no me sorprendería. Si me estaba arriesgando mucho era por la fe que tenía Mac en su colega, una fe que podía estar perfectamente infundada. Pero, incluso siendo así, ¿se puede llamar riesgo cuando no te queda otra alternativa? Tenía a Myra y a la mitad del Senado europeo en mi contra. Y el único que estaba de mi parte era un fantasma con un ataque de estrés metido en un cuerpo enormemente vulnerable. ¿Qué más daba tener un enemigo más?
Pritkin me regaló otra mirada de las suyas.
—¿Qué crees que puedes hacer tú sola contra Myra y el Senado?
Así que había escuchado a hurtadillas mi pequeña charla con Myra. Me encogí de hombros.
—Es posible que nada. En cuyo caso, se acabó tu problema. —Bajé la vista para mirar a Billy—. ¿Podrás apañártelas tú solo durante un rato?
Billy se encogió de hombros.
—Claro. ¡Qué coño! Si me muero un par de veces más, creo que podría llegar a acostumbrarme.
—Voy contigo —anunció Pritkin.
—¿Entonces qué? ¿Al final te quedas con el mal menor?
—De momento.
No es que fuese un apoyo incondicional, pero me valía.
—Contratado.