11

Mac se atragantó con el contenido de la petaca de la que había estado bebiendo sorbos y después no hizo sino confirmar lo que había escuchado.

—¡Eso no es así ni aquí ni allí! —gritó ahogadamente mientras recuperaba la respiración.

Marlowe ni siquiera le miró, sus ojos estaban clavados en mí.

—¿Sobreentiendo que esto es algo nuevo para ti? —preguntó.

—Cuéntame más.

—Cassie, no puedes creerte nada de lo que te diga ninguno de ellos. Es todo una basura… —volvió a empezar Mac, pero le corté de inmediato.

—Estoy demasiado cansada como para ponerme a debatir esto, Mac—musité con un hastío en la voz totalmente auténtico.

Lo único que quería era encontrar un trozo de musgo suave que no estuviese muy húmedo y que no tuviera partes de árbol que se movieran, y dormir como unas doce horas. Estaba física y mentalmente cerca del agotamiento y mi estado emocional tampoco estaba muy allá. Pero Marlowe tenía razón: esto tenía que saberlo. Ya decidiría luego si era cierto o no.

No hizo falta que se lo dijera dos veces.

—Nos preguntábamos por qué se le había asignado a un cazador de demonios el papel de enlace del Círculo con nosotros. Hay montones de expertos en vampiros disponibles y la mayoría son mucho más… diplomáticos… que John Pritkin. El momento de la elección también fue algo sospechoso, porque el Círculo quitó de en medio a su antiguo enlace y puso a Pritkin en su lugar tan solo horas antes de que tú aparecieras en escena.

Era como si se hubieran enterado de que ibas a venir y quisieran que él estuviese presente.

—Esperaban que me confundiera con un demonio y me matase —apunté.

Aquello no era nada nuevo, Mircea ya había llegado a esa conclusión antes. Y el ardid casi les funciona. Pritkin no sabía mucho de vampiros, pero era un experto en demonios. Y algunos de mis poderes, especialmente el de la posesión, le hicieron sospechar, y mucho.

—Ya he escuchado antes esa teoría, pero me parece raro que el Círculo simplemente diese por supuesto que ibas a hacer algo que alarmaría lo suficiente a Pritkin como para que al final acabase atacándote. Si las cosas hubieran ido del modo que planeamos, o sea, si tú no te hubieras escapado y Tomas no nos hubiera traicionado, habría acabado siendo una velada tranquila. —Al escuchar su evaluación de mi primer encuentro con el Senado me moví nerviosamente, porque había sido de todo menos tranquilo desde el principio, pero no le interrumpí—. Me dio la impresión de que había más cosas detrás de la historia —continuó—, así que abrí una investigación discretamente.

—Tú no sabes nada —rugió Mac con vehemencia.

Marlowe levantó una ceja y le lanzó la misma mirada que le habría dedicado un rey a un campesino que le hubiese metido barro en el suelo de su castillo.

—Todo lo contrario, sé un montón. Por ejemplo, sé que Pritkin tiene al menos mil asesinatos a sus espaldas y probablemente sean más. Sé que es el hombre al que el Círculo se encomienda cuando quieren asegurarse por completo de que alguien acaba bien muerto. Sé que tiene fama de usar tácticas poco ortodoxas para abatir a sus presas —continuó, arqueando las cejas sin dejar de mirarme—, como dejar que una marca le ayude a localizar otra…

Mac profirió un improperio.

—No le escuches, Cassie. —Se detuvo para retirar una raíz que había estado intentando enredarse alrededor de mi tobillo. Al final la raíz se replegó sigilosamente y volvió a adentrarse en el bosque, pero no me cabía duda de que acabaría volviendo. Sentí unas grandes ansias de tener un hacha—. Es posible que no nos conozcas, pero a los vampiros sí que los conoces. Mienten más que hablan. John es un buen hombre.

Marlowe soltó una risotada despectiva.

—¡Eso díselo a sus víctimas!

Marlowe me miró como queriendo calibrar mi reacción ante sus noticias, pero yo tenía ese aspecto pálido de quien ha recibido muchas presiones en muy poco tiempo. No podía andarme preocupando demasiado de que Pritkin quisiera verme muerta. No es que fuese exactamente algo nuevo, llevaba un tiempo contando con esa posibilidad.

Empecé a rebuscar entre la mochila de Mac para ver si encontraba unos calcetines secos. Tenía un par de ellos en mi petate, pero Mac no debió tener a bien meterlos. Que te lleves cerveza, armas y como una tonelada de munición, pero nada de ropa limpia, te permite hacerte una idea de la clase de gente chunga con la que te estás moviendo.

Marlowe parecía un poco decepcionado porque su bombazo no estuviese provocando el alboroto que se esperaba, pero continuó de todas formas.

—¡Te has confiado a los cuidados de Pritkin, pero virtualmente no sabes nada sobre él! Es obvio que el Círculo lo ha enviado para matarte.

—¡Éste es un ejemplo perfecto de lo que hacen los vampiros, Cassie! —vociferó Mac—. ¡Encadenan una serie de medias verdades que les hacen quedar a ellos como angelitos y al resto nos cubre de mierda!

—Necesita que le ayudes a encontrar a la otra bruja —me confesó Marlowe con gran seriedad—. Pero, en cuanto la tenga, estás muerta. A no ser que nos dejes que te ayudemos. El Senado tan solo quiere…

—¡… controlar cada uno de tus movimientos! —irrumpió Mac—. Cassie, te lo juro, John se quedó destrozado cuando se enteró de las intenciones del Círculo. ¡El poder los ha vuelto locos! Incluso si consiguen lo que quieren y tanto tú como Myra acabáis muertas, no pueden estar seguros de que la iniciada que han escogido ellos se vaya a acabar convirtiendo en pitia. Hay cientos, quizá miles, de clarividentes desconocidas y sin preparación por todo el mundo. ¿Y si el poder se dirige a una de ellas? ¿Y si el Círculo Negro la encuentra primero?

Sonreí levemente.

—Más vale lo malo conocido, ¿no?

Mac parecía en cierto modo horrorizado por lo que había dado a entender, pero si tenía tendencia a creerle era precisamente porque no me había soltado un discurso entusiasta para loar mis cualidades.

Me quedé mirando a Marlowe.

—En eso tiene razón Mac. A Pritkin también le declararon al margen de la ley por protegerme y casi acaba muerto por el camino. Parece un tanto extremo para alguien que sólo quiere tenderme una trampa.

—Pritkin es conocido por emplear estas tácticas —repuso Marlowe, sacudiéndose la crítica de encima. Me miraba intensamente, con los ojos prácticamente irradiando sinceridad—. Cassie, no tenemos deseo alguno de manipularte. Nuestro objetivo es ofrecerte una alternativa a la sumisión a los magos. Ese ha sido el destino de las pitias durante generaciones, pero no tiene por qué ser el tuyo. Podemos…

Alcé la mano, tanto porque no quería escucharlo como porque no quería que Mac, cuyo rostro se había enrojecido peligrosamente, se irritase todavía más.

—Ahórratelo, Marlowe. Yo ya sé la verdad. Y no tengo la intención de acabar siendo dominada por nadie.

—Sabes lo que te han contado —replicó apresuradamente—. Y te van a hacer falta aliados, Cassie. Ningún gran líder ha gobernado totalmente por su cuenta. Isabel ha pasado a la historia como una reina magnífica, y así fue, pero una de sus mayores habilidades era saber escoger a gente capacitada para que la aconsejase. Si fue grande fue en parte porque quienes la rodeaban eran grandes. No puedes permanecer aislada. No serás capaz de trabajar así. A largo plazo…

—Ahora mismo no me interesa el largo plazo, Marlowe. —La verdad es que bastante tenía con ir apañándome con el día a día.

—Comprenderás a su tiempo que necesitas aliados y el Senado estará ahí. Al contrario que los magos, queremos trabajar contigo, no controlar todas y cada una de tus decisiones.

—Ajá. ¿Y fue por eso por lo que Mircea me puso el dúthracht?

Había un montón de cosas que no tenía claras, pero esa era de una claridad meridiana. El geis no estaba ahí para espiar nada, se usaba para controlar. Por la mirada de Marlowe, supe que él también lo sabía.

—Encontraremos una manera de romperlo —prometió—. Y, mientras tanto, el Senado te ofrece su protección.

Miré hacia arriba y escuché que Mac soltaba un bufido.

Seh —replicó desdeñosamente—, tan solo hay que sustituir «prisión» por «protección» y…

—Quizá desees tener en cuenta —insistió Marlowe con dulzura— que a pesar del error de criterio de lord Mircea, en el pasado el Senado sí que te ha protegido. Por el contrario, los hechos solo conducen a una conclusión posible: que los magos quieran ver a su candidata en el trono de la pitia y no se detendrán ante nada hasta conseguirlo, aunque para ello tengan que matarte.

—¡Otra mentira más! —vociferó Mac incorporándose violentamente.

Parecía estar lo suficientemente enfadado como para irse directo a por el cuello de Marlowe, pero no tuvo la oportunidad. En ese momento escuché un crujido y, en un abrir y cerrar de ojos, las raíces que me habían estado dando la coña durante todo el día se enrollaron alrededor de Mac. Intentó decir algo, pero no lo pillé. En cuestión de segundos no se veía más que sus ojos enfurecidos en medio de un rollo de raíces con forma de cuerdas, algunas de las cuales eran tan grandes como mi brazo. Parecía que resistirse era inútil, pero él seguía intentándolo de todos modos.

Marlowe estaba metido en el mismo lío, pero se quedó sentado sin moverse, sin intentar resistirse. Me di cuenta de que, aunque Marlowe era el más fuerte de los dos, sus ataduras le apretaban menos que a Mac y las raíces sólo le llegaban hasta el pecho. Tal vez cuanto menos te resistieses, menos fuerte te sujetaban. Seguí su ejemplo, con la esperanza de siguiesen ignorándome. Entonces me di cuenta de que no era ese el único problema que teníamos.

—No somos espías —dijo Marlowe en voz alta, aparentemente al aire.

—Habéis entrado en nuestro territorio sin permiso —se oyó como respuesta—; así pues, seréis lo que nosotros digamos que sois.

—¿Quiénes sois? —preguntó una voz imperiosa.

Una criatura que parecía una muñeca salió volando desde detrás de donde estaba Marlowe y se me quedó levitando delante de la cara. Medía unos sesenta centímetros y tenía una mata de pelo rojo encendido unas alas de color verde brillante con una envergadura enorme. Tardé un momento en ubicarla: era el duendecillo que había visto hacía una semana en el Dante. Por aquel entonces solo medía unos veinte centímetros, pero estaba segura de no equivocarme. Fue el primer duende que vi en mi vida, así que como que la imagen se me quedó grabada.

—¡No le digas tu nombre! —musitó Marlowe precipitadamente.

El duendecillo le frunció el ceño y una raíz grande con un nudo en el medio le tapó la boca al vampiro. Está bien que los vampiros no tengan que respirar, porque después de esa raíz vinieron más y se le entretejieron alrededor de la cara tan espesamente que apenas dejaban entrever un mechón de rizos castaños. Le habían amordazado de una manera tan efectiva que, según parecía, no iba a poder contar ya con más ayudas externas.

—Soy la pitia —declaré, considerando que esgrimir un título podría ser mejor que revelar mi nombre. Hasta donde yo sabía, no se podían invocar los títulos para realizar encantamientos—. Nos conocimos en el Dante, si te…

—Me darán una buena recompensa por esto —me interrumpió, ignorando mi intento por sacar provecho de nuestro breve encuentro—. ¡Apresadles!

Una bandada festiva de cosas peludas brotó entonces de los árboles blandiendo garrotes y escudos enfundados en cuero. No sé por qué se molestaban siquiera en usar armas, porque las andanadas hediondas que desprendían eran ya suficiente para dejar fuera de combate a cualquiera.

Entonces una pareja de entes de apariencia muy extraña llegaron hasta donde estaba yo. Parecía como si un par de árboles horripilantes hubieran conseguido desarraigarse por sus propios medios y hubieran decidido salir a dar una vuelta. El que estaba más cerca de mí tenía una forma más o menos humana, si los humanos midieran normalmente un metro veinte y tuvieran una anchura cuanto menos similar. Sin embargo, tenía el pelo del color del liquen de las raíces, un rojo brillante y encendido que seguía siéndolo a pesar de la suciedad que lo cubría, y los ojos tenían el mismo color amarillo estiércol de sus dientes. La piel la tenía tan huesuda y picada como la corteza vieja de los árboles y el color encajaba perfectamente con el del suelo arcilloso del bosque. La única prenda que llevaba encima era una capa de hojas de roble que le cubría los riñones, que a su vez quedaba casi oculta por los pliegues de su enorme barriga.

Su compañero era unos treinta centímetros más alto, pero no era ni mucho menos tan grueso. El pelo gris y sucio le caía hasta las rodillas, y tenía el aspecto y la consistencia del musgo negro. Los músculos fibrosos le sobresalían de unos brazos que de puro largo resultaban imposibles y que estaban cubiertos por una piel de un color gris verdoso. Su cuerpo se parecía más al de un tronco rocoso que al de un ser vivo, con protuberancias que se extendían por todas partes como si fueran ramas atrofiadas. En vez de ropa estaba cubierto por largas hileras de sucio musgo gris y parecía que de la piel le brotaba directamente algún que otro helecho.

Me tapé la nariz con una mano y deseé que, por un momento, yo tampoco tuviera la necesidad de respirar.

—¿Qué son estas cosas?

—Duendes oscuros —logró decir Marlowe—. Gigantes y hombres roble.

Las raíces se habían retirado con la misma rapidez con la que habían venido, liberándole hasta los hombros. Me di cuenta de por qué al ver que un gigante de tres metros dio un paso adelante y le golpeó en la cabeza con un garrote del tamaño de un árbol pequeño. Marlowe suspiró.

—Siempre la cabeza —murmuró, después entornó los ojos y se desmayó.

Me eché hacia atrás, con las manos en alto para mostrar que era de todo punto inofensiva. Por desgracia, ciertamente lo era. La mochila en la que tenía mi pistola estaba demasiado lejos como para que pudiese llegar hasta ella y no tenía más armas. El ente más bajo se rio y dijo algo en un lenguaje gutural que no pude entender. A juzgar por su expresión, menos mal que no lo entendí. Retrocedí unos pasos a medida que se acercaban, tratando de no quitarles un ojo de encima a ellos, pero tampoco a la hilera de raíces que había desperdigadas por el suelo. No sirvió de nada, porque acabé cayéndome al suelo y quedándome repanchingada entre las hojas esparcidas por allí. En cuanto mi cuerpo entró en contacto con el suelo, las raíces me envolvieron las muñecas y me inmovilizaron. Un instante después, el ente más alto estaba encima de mí y su respiración chocaba contra mi rostro como un montón de abono podrido.

—¡Cassie!

Era la voz de Mac y, al mirar hacia arriba, llegué a tiempo para ver cómo se deslizaba entre la parte más débil del montón de raíces y se lanzaba a la carrera a por mí. Todo pareció ralentizarse, igual que cuando ves que va a ocurrir algo pero no puedes detenerlo. Las raíces se lanzaron a por él y, antes de que pudiera coger aire para poder gritar, una de ellas ya le había enganchado como si fuera un arpón viviente. No pude hacer más que quedarme allí y observar cómo se retorcía de dolor, mientras una extremidad de madera tan afilada como un cuchillo le brotaba de entre la carne del muslo. Mac notó que le flaqueaban las fuerzas y finalmente cayó a plomo sobre sus rodillas mientras, por fin, yo sacaba fuerzas para gritar.

Noté unos dedos ásperos sobre mis piernas; poco después encontraron el botón de mis pantalones cortos y bajaron la cremallera tratando de quitármelos precipitadamente. Apenas me di cuenta de nada, observando como estaba a Mac retorciéndose de dolor en el suelo mientras intentaba sacarse el trozo de madera que le había perforado el muslo. Mac consiguió quitarse el pico afilado con sus manos firmes, ignorando la masiva cantidad de sangre que le empapaba la ropa; pero, inmediatamente, otra raíz le rodeó por el cuello y empezó a estrangularle.

—¡No! Dejadlo en paz… ¡Lo vais a matar!

O las raíces no me entendieron o les dio igual lo que les decía. La criatura que tenía encima tiró de la tela de mis pantalones, dejando al desnudo la parte superior de mis muslos, y después con un rápido movimiento me los dejó a la altura de las rodillas. Le pegué una patada, pero era como golpear contra la madera en vez de contra alguien de carne y hueso, así que no creo que lo notase siquiera. Miré a mi alrededor desesperadamente en busca de ayuda, pero a Tomas le estaban metiendo su cuerpo inerte en un saco enorme sin muchos miramientos. Y, aunque Marlowe había recuperado la consciencia, estaba sujeto por tres gigantes mientras otro intentaba colocarle un saco en la cabeza.

Mac se las había apañado para aflojarse la raíz y, con una mano, hacía esfuerzos para soltársela del cuello. Con la otra mano se sujetaba la brutal herida de la pierna, que ya había empezado a empapar el suelo que había debajo, como si el arpón le hubiese cogido una arteria. Al menos, el resto de las raíces se habían echado atrás. Parecía que, si no se resistía, no despertaba su interés. Lo único que deseaba en ese momento es que se quedase en el suelo y que se hiciese el muerto antes de que lo estuviera de verdad.

En pleno subidón de adrenalina me di cuenta de que estaba completamente sola y que ninguna de mis defensas habituales funcionaría en ese lugar. Mi brazalete no era más que un objeto decorativo y mi protección estaba inutilizada. Sheba había desaparecido después de atacar a la Cónsul y el geis estaba inactivo. O bien su poder no funcionaba en el Reino de la Fantasía, o estas criaturas le eran demasiado extrañas para que las reconociese como amenazas. Mi amuleto podría haber ayudado, pero estaba atrapado bajo mi camisa y no podía llegar hasta él teniendo los brazos apresados por encima de la cabeza.

Aquella criatura huesuda acabó de bajarme los pantalones y los lanzó por los aires mientras el gordo empezaba a manosearme la camiseta. El tejido de la prenda que me quedaba era ajustado y de un punto resistente, y sus torpes dedos no parecían ser capaces de quitármela del todo. Se detuvo un instante para lamerme la cara como si estuviera degustando mi sabor y una hilera de saliva cayó desde su boca hasta mi mejilla. Lentamente, me fue bajando por el cuello, fría y viscosa, con una forma completamente distinta a como se supone que son los fluidos corporales. Intenté gritar, pero lo único que conseguí fue llenarme la boca de pelo sucio y repugnante en lugar de aire.

Me quedé sin poder ver momentáneamente lo que estaba pasando porque estaba atrapada bajo la asfixiante mata de pelo de su cabeza, pero sí sentí el roce de la tela y, para mi sorpresa, de repente empecé a notar que el aire empezaba a correr por mi piel en cuanto me arrancaron la ropa interior. Traté de moverme, sin preocuparme en ese momento por las consecuencias; pero, aunque sí pude notar un lento y pesado empuje por parte de mi poder, no fue suficiente. No podía tenerme en pie, me sentía como si el único salvavidas que flotaba delante de mis ojos estuviese totalmente fuera de mi alcance.

Giré la cabeza hacia el camino todo lo que pude, en un intento desesperado por tomar algo de aire, y entonces lo vi. Todavía quedaba un arma cerca de mí, si bien no estaba lo que se dice a mi alcance. La runa se me debía de haber caído de los pantalones cuando los arrojaron entre los arbustos y era tan pequeña que nadie había reparado en ella. Allí yacía, tentadora cerca de mi cabeza, una pálida astilla de hueso medio enterrada entre las hojas húmedas. No obstante, a pesar de encontrarse solo a centímetros de donde yo estaba, no tenía forma de poder agarrarla.

Mientras me devanaba los sesos tratando de encontrar la manera de atravesar esos escasos centímetros, dos raíces esbeltas pero fuertes se me enrollaron en los tobillos y empezaron a subir por mi cuerpo. Cuando me llegaron a las rodillas, empezaron a tirar de mí hacia fuera. Aquellas cadenas vivientes se enroscaban hasta mis muslos y me mordían la piel al abrirme las piernas tan brutalmente que, por un momento, pensé que querían partirme en dos. Al final se detuvieron cuando llegaron al punto en el que mis caderas no daban más de sí. Traté de resistirme, pero ningún movimiento que hiciese iba a provocar el más mínimo cambio, y el hecho de que el pánico me invadiese cada vez más hacía que me resultase casi imposible pararme a pensar. Entonces, un palo cubierto por algunas hojas de un color verde brillante surcó el aire desde lo alto y acabó aterrizando sobre mi rostro, una caricia susurrada, mientras los entes que estaban sobre mí empezaban a forcejear para decidir quién sería el primero en violarme.

El forcejeo duró poco. El ente huesudo levantó a su acompañante y lo estampó contra un árbol y las ramas de este acabaron atrapándolo dándole un abrazo de madera, como si fuera una jaula. Acto seguido se dio la vuelta y cayó sobre mí. Dos manos ásperas y nudosas me agarraron por los hombros hasta que me dolió y, al mirar hacia arriba, me encontré con unos ojos de un color gris mate que no tenían nada de humano en su interior. Se movió nerviosamente por mi cuerpo, con su piel áspera e irregular arañándome la mía por todas partes, excepto allí donde me tapaba la camiseta.

Ignoré el dolor que me provocaban sus movimientos y agarré el palo, mi única arma, con la boca. Mis ojos se centraron exclusivamente en la correa enganchada con la parte superior de la pastilla de hueso, a pesar del hecho de que era marrón y apenas destacaba entre las hojas desperdigadas por el suelo. Sabía que era muy posible que no fuese a tener más que una oportunidad, así que tenía que concentrarme. Conseguí meter el extremo del palito a través de la pequeña curvatura de la correa y empecé a intentar acercarlo. Tal vez fuese suficiente con que consiguiese que entrara en contacto con mi piel o incluso con mi aura. Entonces escuché un chapoteo, mientras algo sucio y húmedo me daba pinchazos contra la barriga. Me quedé de piedra.

Era como algo viejo que hubieran dejado pudrirse bajo tierra durante mucho tiempo, esponjoso, húmedo e hinchado. Se movía pesadamente y me rozaba una y otra vez el bajo vientre. En ese momento no divisaba nada más que el hombro de mi atacante y un poco del camino, pero mi cerebro evocó imágenes de una enorme larva blanca o de una babosa del tamaño de un puño. Cuando su fría humedad se deslizó ávidamente entre mis piernas, juro que se me paró el corazón.

El miedo me había paralizado hasta tal punto que me quedé inmóvil mientras aquella cosa inhumana se hinchaba contra mí, como una fruta podrida a punto de explotar. Sentirla fría y empapada me ponía la carne de gallina por todo el cuerpo mientras me succionaba todo el calor y me paralizaba como si me hubiesen frotado con un carámbano en ciertas partes sensibles de mi anatomía. En medio de la repulsión y los escalofríos que me producía aquel ser, comprendí que aquella cosa horrible y gelatinosa cambiaba de forma intentando dar con una que fuese compatible con mi cuerpo. Sin embargo, la que eligió no guardaba parecido alguno con lo que se entiende por virilidad humana. De repente se hizo más firme y grande, transformando su consistencia viscosa en una forma rígida y gorda tan inflexible como una estaca de madera. Si aquella cosa me ensartaba, sabía que no iba a sobrevivir, que se comería todo mi calor y en su lugar pondría su fría humedad. Entonces alguna parte de mi cerebro se acordó del hombre verde: los antiguos pueblos celtas sacrificaron a uno de los suyos para ofrecérselo a la tierra, para que pudiera crecer rica y fértil a partir de su carne. Lo único que en este caso parecía que este bosque prefería a una mujer verde.

Cuando la caricatura de órgano empezó a empujar, una acción tan masculina aquella, tan humana, mi parálisis se quebró. Grité y meneé la cabeza negándome a aceptar lo que me estaba pasando. No sucedió a propósito, de hecho casi me había olvidado delo que estaba haciendo, pero aquel gesto de resistencia provocó que algo pequeño y duro acabase aterrizándome sobre la mejilla. Con los ojos todavía bizcos lo identifiqué como la pastilla de la runa y se me volvió a acelerar el corazón. No estaba segura de cómo utilizarla para lanzar hechizos, ni muy convencida de que fuese a funcionar bien. Con todo, grité el nombre en mi interior, porque parecía que la boca no me funcionaba.

No sé si fue el procedimiento adecuado, pero hizo su trabajo. Más o menos. Sin previo aviso, me encontré a mí misma retrocediendo atrás en el tiempo; si bien, más que veinte minutos, fueron tal vez unos dos. Los hombres roble venían hacia mí y Mac llegaba dando saltos para interceptarlos, tan concentrado en salvarme que no veía cómo las raíces se iban afilando hasta convertirse en puntas de lanza y se le estaban acercando. Esta vez no lo dudé, solté un grito de aviso y me abalancé por el camino hacia la mochila que Mac acababa de dejar en el suelo.

Ahora que podía respirar libremente de nuevo, estaba sollozando y las manos me temblaban tanto que no estaba segura de ser capaz de abrir la mochila. La criatura más baja me alcanzó cuando solo había desabrochado una hebilla. Me cogió por la parte de delante de la camisa y empezó a tirar, y esta vez debió tener los pies mejor aferrados al suelo, porque la camiseta sí se desgarró. Mi amuleto quedó a la vista, en pugna con el colgante de Billy por un espacio entre mis pechos. En ese momento, mi atacante dejó escapar un chillido y saltó hacia atrás. Se sujetó la mano con la que había rozado el colgante como si se la hubieran quemado y, de pronto, le apareció una marca negra en la piel con forma de cruz de serbal. Metí la mano en la mochila medio abierta y finalmente conseguí agarrar la pistola.

No soy la mejor tiradora del mundo. De hecho, soy pésima. Pero ni siquiera alguien como yo falla el tiro cuando tiene su objetivo a menos de un metro. Ni me molesté en apuntar, me limité a vaciar el cargador contra la corteza que el hombre roble tenía por piel, y lo cierto es que la astilló como si fuera madera de verdad. El más alto pegó un chillido y se largó corriendo, mientras su compañero el gordo se acurrucó en el suelo, con las manos sobre la cabeza musgosa. Era obvio que las balas de hierro les causaban dolor; pero, a pesar de que desprendían una sustancia melosa por las heridas, todos seguían estando vivitos y coleando cuando terminé. Me quedé mirándoles incrédula. ¿Qué haría falta para detener a una de esas cosas?

El abrigo que me había dado Pritkin estaba por allí cerca, justo en el sitio en el que lo había dejado, junto a la mochila, cuando nos detuvimos a descansar. Sin embargo, no tenía tiempo para buscar las balas adecuadas. El más bajo de los dos se dio cuenta de que había dejado de disparar y me agarró. Le pasé el colgante de serbal por la frente y se lo apreté contra la piel lo más fuerte que pude. La carne que había a su alrededor se volvió inmediatamente negra y empezó a echar humo, desprendiendo un olor exactamente igual al de una fogata encendida.

Acto seguido se apartó de mí sujetándose la cabeza y gritando. No sé si le quedaban ganas de intentarlo otra vez, porque entonces apareció el duendecillo de repente y, a pesar del hecho de que estaba momentáneamente incapacitado, le abofeteó la cara con el envés de su espada. El golpe debió de ser más fuerte de lo que pareció, porque la víctima salió volando por el bosque hasta que una rama que sobresalía por allí lo frenó en seco. El golpe contra el suelo fue duro y lo dejó inconsciente o quizá algo peor. No esperé a descubrirlo, sólo tenía en la cabeza llegar hasta donde estaba Mac.

Unas manos enormes descendieron sobre mí al mismo tiempo que un grito reverberó a través del bosque. Miré hacia el camino justo a tiempo para ver que una raíz tan grande como un pequeño árbol surgía del suelo lleno de marcas que estaba a los pies de Mac. El tiempo pareció detenerse, de hecho no sentía ni los latidos de mi corazón, y de repente todo se aceleró. La raíz salió del suelo y perforó a Mac por el centro de la espalda. «No», musité, pero nadie me escuchó, a nadie le importaba. El cuerpo de Mac se quedó suspendido en el aire hasta que toda su columna quedó levitando por encima de la hierba, con los dedos hundidos en el barro compacto. A continuación la raíz le salió del torso y la sangre le empezó a manar del cuerpo a borbotones.

El duendecillo asintió una sola vez a los guardias y estos me soltaron. Salí disparada por el camino, pero Mac ya no se movía cuando llegué al sitio en el que estaba tendido boca arriba, con la mirada vacía y sin conocimiento.

—¡Mac! —Agité suavemente su cuerpo, que no me respondía—. ¡Mac, por favor!

Su cabeza cayó hacia un lado sin oponer resistencia justo en el momento en el que una lluvia de oro impactó contra el suelo oscuro. Se me heló la sangre cuando me di cuenta de lo que había pasado. Las protecciones de Mac habían solidificado y habían caído al suelo, dejando la piel que había entre las hojas inmóviles tan rosada y sin marcas como la de un recién nacido. Con la mano temblorosa, cogí una de aquellas minúsculas formas. Se trataba del pequeño lagarto, congelado justo en el momento en el que estaba dando un salto. Junto a mi rodilla tenía una serpiente tan larga como mi brazo que ya no estaba enroscada en su sitio habitual, alrededor del cuello de Mac. Y junto a su pecho desgarrado yacía un águila del tamaño de mi mano.

Me quedé paralizada mirándolos, sabiendo perfectamente qué quería decir que sus protecciones hubieran decidido abandonarlo, pero resistiéndome a permitir que mi cerebro dibujase aquella palabra. De pronto se formó un estruendo ensordecedor entre los espectadores allí reunidos, pero ni siquiera quise mirar a quienes proferían tales chillidos. Hasta que las raíces volvieron a la carga.

Si ya antes me habían parecido muchas, recordé al instante las que hacen falta para alimentar siquiera a un árbol pequeño. De repente estaban por todas partes, descollando del bosque, surgiendo del suelo, zambulléndose entre la maleza. Algunas de ellas se detuvieron para chupar la sangre de Mac del charco que se agrandaba poco a poco y que casi había cubierto por completo el camino, pero la mayoría se lanzaron a por él como tiburones hambrientos. Aquella masa flagelante azotó mi cuerpo como si fueran un montón de fustas cubiertas de corteza de árbol, mientras la tierra que rodeaba a Mac bullía en plena actividad. Docenas de raíces se envolvieron alrededor de él, atándolo como si lo estuvieran envolviendo en un sudario. Entonces un espécimen enorme y nudoso me golpeó en el estómago, dejándome sin respiración. Al caer de rodillas, cuando volví a mirar, Mac había desaparecido. La única señal de que algo había ocurrido eran las protecciones doradas que sobresalían por aquí y por allá en medio del fango.

El duendecillo le dijo algo al gigante de leña que tenía a sus espaldas. Aquella mole podría albergar en su interior a un par de docenas de duendecillos como ella, pero el caso es que, en cuanto recibió su orden, se movió sin rechistar. La visión de aquel ente titánico aproximándose hacia mí por el camino fue la última que tuve antes de que el mundo entero se me fundiese en negro y me diese cuenta de que me habían metido en un saco. Recuerdo que me pusieron a las espaldas de alguien, pero después perdí la consciencia y la oscuridad me rodeó.

Al despertarme estaba empapada en sudores fríos, necesitaba respirar como fuese y el corazón me latía a martillazos en un costado. Mis ojos se encontraron con una oscuridad absoluta y me sentí invadida por una sensación de pánico de esas que te dejan la boca seca. Estaba segura de que algo estaba a punto de agarrarme y que todo comenzaría de nuevo. Pero los minutos pasaban y pasaban, y no ocurría nada. Tampoco escuchaba respirar a nadie más que a mí, y vaya si me costaba hacerlo. Me dolía el pecho como si hubiera estado corriendo varios kilómetros y mi único deseo era enroscarme en mi dolor hasta que el malestar se marchase de allí, pero aquello era un lujo que no me podía permitir. Tenía que descubrir dónde me encontraba, tenía que saber qué había ocurrido.

Deduje por intuición que estaba sobre una camilla tosca en una celda de piedra, desnuda de cintura para arriba, sin más ropa que unos pantalones cortos y una manta de lana áspera para taparme. Supongo que a alguien no le había parecido que mereciera la pena rescatar mi camiseta de tirantes. Tenía la cabeza como un bombo, los ojos legañosos y estaba temblando solo de pensar en lo que había pasado. Me hice un chequeo rápido, pero aparte de los golpes, la suciedad y los temblores, parecía que estaba bien. Con todo, los moratones que me habían provocado las raíces latían a la vez que la marca de la garra del águila en mi mano, lo que me creaba la sensación de que el rápido palpitar de mi corazón me retumbaba por todo el cuerpo.

Antes que nada, tenía unas ganas locas de darme un buen baño. Me incorporé y caminé unos pasos a tientas hasta que encontré un gran cubo de agua que habían dejado junto a la puerta con una esponja, una pastilla de jabón casero y una toalla. El suelo estaba desnudo, excepción hecha de una pequeña hilera de líquido que nacía en el colchón y de la alcantarilla que había en el centro de unas piedras ligeramente resbaladizas. Me quité la manta y me froté la piel hasta que quedó enrojecida en ciertas partes y no pude oler otra cosa que no fuera el olor fuerte y penetrante del jabón.

Me eché el resto del agua por la cabeza; pero, a pesar de mis denodados esfuerzos, no me sentía limpia. Me sequé con la toalla, intentando no pensar en Mac, pero me resultaba imposible. Los duendes debían de haber recogido sus hechizos y los habían traído, porque estaban apilados al final de la camilla. Los reconocía por su forma, pero mi mano los sentía fríos y sin vida. Me preguntaba si se suponía que aquello significaría algo, si eran una especie de recordatorio de lo inútil que era nuestra mejor magia en ese sitio. Si era así, no me hacía falta que me lo recordaran.

Aún me sentía desorientada y no me podía creer del todo lo que acababa de ver. Pero la imagen se me había quedado grabada a fuego en la retina. Podía oír el último grito de Mac, sus dedos clavados contra el suelo, en busca de un arma que no tenía porque el único hechizo contra los duendes me lo había dado a mí.

Y yo lo había malgastado.

Traté de invocar de nuevo mi poder; pero, aunque lo podía sentir como una especie de gran oleada rompiendo contra un dique, todavía no me llegaba del todo. Tal vez había una forma de compensar el efecto humedad; pero, si era así, no podía hacerme una idea de cuál sería. Ahora que los ojos me enfocaban bien, podía ver una ligera luz silueteando la puerta de la celda, tan tenuemente que desapareció en cuanto pestañeé. En términos de planear una escapada, no resultó de gran ayuda, y no había mucha más fuentes en las que inspirarse en aquella celda desnuda. Aparte de la camilla, no había ningún mueble más, y tampoco había más salidas aparte de la pesada puerta, cerrada a cal y canto, y una ventana alta con barrotes. En lugar de ponerme la ropa, me envolví con la manta y arrastré la camilla unos cuantos metros, poniendo cara de disgusto al escuchar el sonido que producía según rozaba contra las piedras. Cuando me subí encima, me di cuenta de que con mi altura no llegaba a más que el alfeizar, y al ponerme a palpar con las yemas de los dedos no descubrí más que polvo y lo que al tacto parecía ser una araña muerta. No se veían ni estrellas ni luna, pero me dio la impresión de que los barrotes eran de metal y tenían un diámetro similar al de mi muñeca.

Me volví a sentar sobre la camilla y me rodeé el cuerpo con los brazos para que no me entraran escalofríos con el aire fresco de la noche. Entre el baño y mi estudio de las posibles escapatorias había conseguido mantener la mente ocupada, pero ahora volvía a evocar el horror del bosque. Cuanto más intentaba no pensar en Mac, más se llenaba mi mente con las otras imágenes. Podía oler aquella horrible respiración sobre mi cara, ver el hambre en sus gestos y sentir aquella masa decadente retozar entre mis piernas, inspeccionándome, empujándome, invadiéndome.

A pesar de mis esfuerzos, los escalofríos no habían remitido, hasta el punto de que los dientes me empezaban a castañetear. Empleé la ira para alejar el pánico, para poder respirar hondo, para poder pensar. Estaba sola e indefensa, y odiaba aquella sensación. El miedo era un viejo compañero, familiar a su modo, pero esto no era miedo. Lo que estaba sintiendo no se podía expresar con palabras, era un frío que calaba hasta los huesos y tenía la certeza de que, aunque sobreviviese, nunca más me volvería a sentir segura.

Me tapé con la manta aún más, pero aquello no me vino muy bien. El frío que me impregnaba no venía del exterior. Sea como fuere, me puse a dar vueltas entre los límites de la celda, intentando obligarme a restablecer la circulación desde el centro de mi ser, que en esos momentos estaba congelado. Lo cierto es que, aunque no me sirvió para calentarme, sí que me despejó la mente. Ya tendría tiempo para examinar mis errores. Ya tendría tiempo para lamentarme. Ahora mismo, lo que tenía que hacer era salir de allí. Y, en cierto modo, tenía que asegurarme de que no iba a sentirme nunca, jamás, así de indefensa.

Estaba a punto de intentar acceder a mi poder una vez más cuando escuché una voz desafinada que me resultaba familiar desde algún sitio cercano. «I’ll take you home again, Kathleen, across the ocean wild and wide»[4], canturreaba lastimosamente. Se oía tenuemente y entrecortado, pero era inconfundible.

—¡Billy! —grité casi con alivio.

El canturreo se detuvo abruptamente.

—Cassie, cariño mío. Ésta es pa ti. Se me ocurrió en el pub.

Hubo una vez un fantasma al que Billy llamaban,

Se metió en un buen lío y no se las apañaba.

Cierto buen día topose con muy bella dama

Pasó el tiempo y al ver que el amor ya se mascaba

Descubrió, oh, cruel designio, oh, suerte ingrata,

que lo que él creyó pito tan solo humo echaba

—¿Dónde estamos? —grité—. ¿Qué está pasando aquí?

La única contestación que recibí fue un coro cantado con entusiasmo de «La bella de la ciudad de Belfast»[5]. Juro que Billy me hacía desear estrangularle incluso cuando no estaba en la misma habitación que yo.

—¡Estás borracho!

Pos sí —admitió—, pero consciente, que es más de lo que puedo decir de mi amigo naranja. No puede ni sujetar la bebida, el pobre diablo.

—¡Billy!

—Vale, vale, Cass. Para el carro y tu viejo amigo Billy te contará la historia. Nos cogieron los duendes oscuros. Me sacaron a rastras de un pub maravilloso y me trajeron a este agujero húmedo y frío, sin más compañía que la mía propia, a esperar a lo que al rey le apeteciese hacer.

Me recosté aliviada. Al menos no iban a decapitarnos por la mañana o algo igual de medieval. Aquello les daría a los demás algo de tiempo para encontrarnos, suponiendo que siguieran estando libres.

—¿Dónde está todo el mundo? —Esperaba que lo estuvieran haciendo mejor que yo porque, si no, estábamos en un buen lío.

—Pritkin y Marlowe están intentando convencer al capitán de la guardia, un asqueroso duendecillo para que nos deje salir, pero no sé si están teniendo mucho éxito. —Se detuvo, después me preguntó con un tono de voz diferente—: Oye, Cass. ¿Tú qué crees que me pasaría si me matan aquí? No tienen fantasmas, ¿te has dado cuenta?

Pensé en Mac, con su rostro muerto y abatido, y la mirada apagada. Si hubiera habido rastro alguno de fantasma, un centelleo o algo a su alrededor, me habría dado cuenta. De pronto me entró una nueva ráfaga de escalofríos. Dios mío, ¿qué habíamos hecho?

—¿Y si no volvemos? —insistió Billy—. ¿Y si ahí se acaba todo, me muero y no hay ninguna escapatoria esta vez? ¿Y si…?

—¡Billy! —Traté de no poner una voz demasiado histérica, pero no lo conseguí del todo. Tragué saliva y lo intenté de nuevo—. No te vas a morir, Billy. Vamos a salir de ésta.

Lo dije tanto para reafirmarme como para calmarle, pero no creo que funcionara en ninguno de los dos sentidos.

Escuché un tintineo de llaves fuera de mi celda y la enorme puerta se abrió de par en par girando sobre sus añejas bisagras. Casi me quedo ciega con la luz del farol que inundó la habitación, pero conseguí pestañear poniéndome los dedos delante de la cara y pude ver a quién traía el guardia.

—¡Tomas!

El guardia, que medía tan solo metro y medio aproximadamente, llevaba al vampiro de metro ochenta y pico como si no pesase nada. El tipo soltó la carga sobre el camastro y se giró hacia mí. Por primera vez me percaté de que de su boca ancha sobresalían unos colmillos de verraco. Un ogro, pensé en algún rincón de mi cabeza mientras me empujaba el pecho con un dedo corto y mocho, y soltaba un gruñido. Su voz sonaba como a gravilla aplastada por un tanque y, si se suponía que debía contener palabras, no acerté a comprenderlas.

—Quiere que le cures —musitó una voz procedente de la entrada.

Detrás de la mole del carcelero estaba de pie una morena delgadita que llevaba un vestido verde muy elaborado cubierto por bordados rojos. Tardé un segundo en ubicarla.

—¿Françoise?

Era rarísimo. Cada vez que me daba la vuelta, allí estaba ella. La primera vez que nos vimos fue en el siglo XVII, en Francia, cuando Tomas y yo la salvamos de las garras de la Inquisición. Después volvió a aparecer en el Dante con el duendecillo, justo en el momento en el que estaba a punto de ser vendida a los duendes. La liberé, pero parece que el destino la agarró bien fuerte por los talones, casi igual que había hecho conmigo, porque allí estaba ella de todas formas.

—¿Qué haces aquí? —pregunté desconcertada.

—Usted y le monsieur me ayudagon en una ocasión —respondió con premura—. Tenía que venir a, ¿cómo lo diguían ustedes? Devolverles el favor.

—¿Y los demás? —respondí enseguida—. Vine con un grupo…

Oui, je sais. El mago llegó a un acuegdo con Radella. Es la capitana de los guagdias de la noche, une grande baroudeuse, una reputada pendenciera.

—¿Qué clase de acuerdo?

—El mago tenía una runa de poder. Ella llevaba tiempo buscando una igual. Ella queguía un niño por encima de todo, pero es inféconde, estéril. El mago dijo que la usaguia con ella si les ayudaba.

—Jera —joder, si al final nos iba a venir bien y todo.

C’est ça —asintió Françoise mirando al ogro, que nos miraba a las dos con suspicacia. Me dio la impresión de que no hablaba inglés, al menos no tanto como para seguir la conversación—. No saben por qué le vampire no se despierta. Yo les digo que vos égais una gran cugandega y que podéis salvarle.

—Está en trance para curarse. Si todo sale bien, se salvará él solo.

—Eso no es lo que impogta —murmuró, sonriendo y asintiendo con la cabeza mirando al ogro—. Sólo queguía que ustedes dos estuviesen juntos, cerca del portal. Volvegué pronto, después del cambio de guagdia.

—¿El portal? Pero…

Hagué lo que pueda —aseguró, mientras el ogro se movía pesadamente hasta ponerse por delante de ella. Por lo que parecía, había decidido que la conversación ya había durado mucho—. Pego prométame que me llevagá con usted. Por favor, llevo aquí tanto tiempo…

—Llevas aquí una semana —repliqué, confundida. Quería explicarle que a mí no me hacía falta estar junto al portal. Que necesitaba encontrar a Myra, no volver al mismo sitio del que venía; sobre todo, no con el geis aún encima y con el Senado y el Círculo pisándome los talones. Lo peor de todo era que, si volvíamos ahora, Mac habría muerto en vano. Sin embargo el ogro, que se había detenido un momento para dejar el farol en el suelo, empezaba a cerrar la puerta. Françoise me miró por encima del hombro del ogro, con la mirada teñida por el pánico.

—¡Vale, lo prometo! —le dije.

Hasta una semana parecería una eternidad allí dentro y no podía permitir que nadie se quedara allí para vivir lo que había estado a punto de ocurrirme a mí. Me quedé en medio de la celda, escuchando el eco de los pasos del ogro retumbar por el pasillo según se alejaba. Quería ver cómo estaba Tomas, pero tenía miedo. ¿Y si no había mejorado? ¿Y si nunca había estado en trance de curarse y lo único que habíamos estado haciendo era transportar un cadáver de un lado a otro?

Un minuto después me armé de valor y caminé hacia la camilla. Tomas estaba boca arriba, iluminado por la luz del farol, pero no podía verle el pecho ni el abdomen por las vendas que le habían puesto alrededor. Al parecer alguien se había ocupado de ese tema mejor que yo en medio de tantas prisas: desde los pezones hasta la parte superior de sus torneados muslos era prácticamente una momia. Las vendas eran lo único que llevaba puesto encima, pero apenas me di cuenta porque en ese momento vi un destello de sus ojos oscuros detrás de la leve hendidura de sus párpados.

—¡Tomas! —Me incliné hacia él y le noté la piel fría.

Aquello no era una buena señal. No sé de dónde viene el rumor de que los vampiros están fríos. A no ser que se estén muriendo de hambre, tienen la misma temperatura que los humanos; después de todo, se alimentan de sangre humana. Me quité la manta y se la coloqué encima, intentando tapar la mayor cantidad de piel desnuda posible.

Tomas esbozó una sonrisa y me tiró débilmente de la mano para que me colocara a su lado. Apenas había espacio para los dos en la estrecha camilla, pero Tomas insistió.

—Por fin te tengo desnuda en mi cama y estoy demasiado cansado como para hacer nada —bromeó. Creo que podría haber gritado de alivio.

Le acaricié la cara con mi muñeca, pero él se la apartó. Sabía qué le estaba ofreciendo y lo necesitaba desesperadamente. Volví a ponerle la muñeca sobre su mejilla y le miré con gesto serio.

—Aliméntate. No te curarás si no lo haces.

—Tu fuerza te hace falta.

—Entonces, no te pases, pero cúrate. No sé cuánto tiempo tendremos.

La puerta de la celda era pesada, pero si Tomas tenía su fuerza habitual, podía hacerla saltar en pedazos. Dadas las circunstancias, me conformaba con que pudiese correr o al menos andar cuando volviese Françoise. Al contrario que el ogro, yo no podía llevarle en brazos.

Tomas parecía estar empeñado en no hacerlo, pero al final debió de llegar a la misma conclusión que yo, porque al minuto siguiente noté cómo algo tiraba ligeramente de mi poder. La sensación se convirtió en un fluir firme a medida que su sistema maltrecho comenzaba a revivir y suspiré ligeramente de placer. El proceso por el que un vampiro se alimenta puede ser sensual, pero éste no lo era. Era cálido y reconfortante, como envolverse en una vieja y querida manta en una noche fría. También era una sensación familiar y de pronto recordé otra razón por la que debería estar enfadada con Tomas.

Se había estado alimentando de mí subrepticiamente mientras vivíamos juntos, cogiéndome sangre a través de la piel sin dejar marcas que le delatasen y empleando un poder de sugestión suficiente como para nublarme la vista. Su excusa fue que lo había hecho porque necesitaba seguirme la pista (parte de su trabajo había consistido en garantizar mi seguridad y alimentándose de mí creaba un vínculo entre los dos), pero yo seguía viéndolo como una intromisión en mi intimidad. Técnicamente, podía haber presentado cargos contra él en el Senado, a pesar de que podía haber parecido algo redundante en ese momento. Los miembros del Senado estaban deseando matarle en cuanto le pusiesen las manos encima, así que no hacía falta darles más motivos.

Me observó, con la luz del farol brillando dorada entre sus pestañas oscuras, y una cálida languidez me inundó las venas. A cada instante que pasaba me parecía más difícil enfadarme con él. Después de todo lo que me había ocurrido hoy, una nimiedad como que me hiciera una pequeña succión de poder se me antojaba algo absolutamente carente de importancia, amén de que la sensación de paz y familiaridad era bienvenida, independientemente de qué fuera lo que la provocaba. Y tampoco teníamos muchas más opciones: si la sangre de los duendes era como el resto de sus fluidos, estaba bastante segura de que no serviría para alimentar a un vampiro. Si era así, Tomas ya se habría alimentado sin que nadie lo supiera.

—¿Estás bien? —le pregunté mientras me soltaba, mucho más pronto de lo normal para alimentarse en condiciones—. No sabía si estabas en trance para curarte o…

—Estoy lejos de estar bien, pero gracias a ti me recuperaré. —Ya parecía más fuerte, lo cual no debería haberme sorprendido. Tan solo había unos pocos cientos de maestros de primer nivel en todo el mundo y podían hacer cosas que a menudo parecían milagrosas—. Este sitio tiene algo —musitó pensativo—. Es como si cada momento que pasa fuese una hora de nuestro tiempo. Nunca antes me había curado tan rápido.

De repente parecí encontrar la respuesta a un enigma que me había estado taladrando durante dos días. No me podía creer que no se me hubiera ocurrido antes. Si Myra se había estado escondiendo en el Reino de la Fantasía, el sitio donde el curso del tiempo se volvía radicalmente impredecible, entonces en vez de haber dispuesto de una semana para curarse de sus heridas, habría podido tener meses, incluso años. ¡Por eso tenía tan buen aspecto cuando la vi!

Tomas me dio un beso en la cabeza, que era la única parte de mía la que podía llegar, y me miró con ojos sombríos.

—No deberías haber vuelto a por mí, fue un riesgo terrible. Tienes que prometer que no lo volverás a hacer.

—No tendré que hacerlo —repuse, apartándole el pelo de los ojos. Siempre había sido tan hermoso, largo y negro, y tan suave como el de un niño. Cogí entre mis dedos unos cuantos cabellos con un ligero temblor en la mano. Estaba tan contenta de verle vivo que la cabeza me daba vueltas—. Ya encontraremos alguna manera de esconderte del Senado.

Tomas ya estaba meneando la cabeza desde antes incluso de que terminara la frase.

—Hermosa Cassie —murmuró—. Ha pasado mucho tiempo desde que alguien se ofreció a arriesgarse por mí. Muy pocos lo han hecho alguna vez. En mi memoria estará que tú lo intentaste.

—Ya te he dicho que encontraremos algún lugar para esconderte. ¡Los del Senado no van a encontrarte!

Tomas se rió con levedad antes de detenerse abruptamente, como si aquello le doliera.

—¿No lo entiendes? Esta vez no fueron ellos los que me encontraron. Fui yo el que volví a ellos, a él. Pensé que podría resistirme, pero me equivoqué.

No me hizo falta preguntarle a quién se refería. Louis-César, cedido en préstamo a la Cónsul procedente del Senado europeo, era el maestro de Tomas. Fue él quien derrotó a su primer maestro, el odiado Alejandro, en un duelo que tuvo lugar hace un siglo. Después, lo reclamó como siervo. Tomas era maestro de primer nivel, pero hasta entre ellos había diferencia de fuerza, y Louis-César era simplemente superior. Tomas nunca había sido capaz de romper el vínculo que había entre ellos.

Entonces noté que Tomas se estremecía ligeramente antes de proseguir. No pude verlo, pero sí pude sentir el leve temblor contra mi cuerpo.

—¡Su voz retumbaba constantemente en mi interior, interminable y profunda, y me volvía medio loco! No había descanso posible para mí, ni siquiera por un momento. Me di cuenta enseguida de que mi voluntad se acabaría quebrando y yo volvería arrastrándome hacia él como un perro apaleado. Me dije a mí mismo que pronto la guerra le distraería y me dejaría marchar. Pero esta noche me desperté en las celdas de aislamiento del Senado y un guardia me informó de que había sido yo mismo quien había entrado en el recinto por mi propio pie y que me había entregado yo solito. ¡Y yo no me acuerdo de nada, Cassie! ¡De nada! —Tomas empezó a temblar con más violencia, mientras un escalofrío le atravesaba visiblemente las extremidades—. Me empujó hacia él como un dueño lo haría con su mascota. Y lo volverá a hacer.

Estaba confundida.

—¿Quieres decir que ahora mismo te está llamando?

Tomas blandió una sonrisa y era de felicidad.

—No. El Reino de la Fantasía tiene algo. Desde que hemos llegado no he percibido nada procedente de él. Como no tenía que evadirme de su influjo, he conseguido curarme mejor, pues ahora puedo emplear toda mi energía en lo que desee. Cuando él me estaba llamando, me resultaba imposible sanar heridas menos graves que estas en una semana; pero lo cierto es que, en esta ocasión, las heridas que tenía se han cerrado en este breve espacio de tiempo.

—¿Aquí no le oyes?

—Por primera vez en un siglo, me siento liberado de él —musitó, con la voz sobrecogida, como si todavía no pudiera creérselo—. No tengo maestro. —Me miró y su rostro transmitía una intensa alegría—. ¡Durante cuatro siglos y medio he sido esclavo de alguien! ¡La voz de mi maestro me controlaba por completo, hasta el punto de que pensé que jamás volvería a recuperar mi libertad! —Tomas miró pensativo a todos lados dentro de aquella pequeña celda húmeda y fría—. Sin embargo, parece que ninguna de nuestras reglas se aplica aquí.

Noté que los ojos me empezaban a arder.

Seh, ya me he dado cuenta. —Si nuestra magia hubiese funcionado aquí, Mac se hubiera despachado a gusto con los duendes.

—¿Qué ocurre?

Meneé la cabeza. No quería pensar en ello, ni mucho menos hablar. Sin embargo, de repente y por alguna extraña razón, todo empezó a brotar de mi interior de manera natural. Tardé menos de media hora en ponerle al día rápidamente de lo que había pasado desde la última vez que nos encontramos. En cierto modo, parecía que aquello no era muy normal; resultaba extraño que tanto dolor pudiera resumirse en tan pocas palabras. Con todo, tampoco parecía que Tomas comprendiese muy bien lo que le estaba contando.

—MacAdam era un combatiente. Sabía cuáles eran los riesgos y los aceptó. Como todos vosotros.

Le lancé una mirada desolada.

—Sí, y por eso se suponía que no iba a venir con nosotros. El plan no fue nunca éste.

Tomas se encogió de hombros.

—Los planes cambian durante la batalla. Es algo que saben todos los que combaten.

—Si le hubieras conocido, tus palabras no sonarían tan… indiferentes —espeté.

Sus ojos centellearon.

—No me muestro indiferente, Cassie. El mago me ayudó a venir aquí, a escapar del Senado. Le debo tantas cosas que no podré pagárselas nunca. Pero al menos puedo honrar el sacrificio que hizo sin subestimarle.

—¡No lo estoy subestimando!

—¿Ah no? —Tomas me aguantó la mirada sin mover un músculo—. Mac era un veterano combatiente. Tenía experiencia y valor, y sabía lo que se hacía. Y murió por algo en lo que creía: tú. Si ahora pones en duda su criterio, no lo estás honrando en absoluto.

—¡Su criterio hizo que lo mataran! No tenía que haber venido. Y yo tendría que haber buscado a Myra por mi cuenta. Me había prometido a mí misma que nadie más iba a morir por mi culpa, y aún así allí estaba, poniendo otra rayita más en mi lista de bajas.

—No tenía que haber creído en mí. Nadie debería hacerlo —apostillé.

—¿Y por qué no? —Tomas parecía verdaderamente confundido.

Se me escapó una risotada medio amarga, medio histérica.

—Porque acercarse a mí es sacarse un billete de ida a alguna parte en la que hay problemas. Deberías saberlo.

En el caso de Tomas, hay que reconocer que él ya traía un buen puñado de problemas de serie; pero no podía dejar de preguntarme si habría cometido los mismos fallos en caso de no haberme conocido nunca.

Tomas meneó la cabeza.

—Te quieres hacer cargo de demasiadas cosas, Cassie. No todo es culpa tuya, no tienes que encargarte de arreglar todos los problemas.

—¡Eso ya lo sé!

No obstante, por más que me hubiese gustado pensar de otro modo, yo era la única culpable de lo que le había ocurrido a Mac. Si había venido hasta aquí era por mí, si se había vuelto vulnerable era por mí, y, en última instancia, murió por mi culpa.

—¿De verdad? —noté cómo Tomas deslizaba su brazo a mí alrededor—. Entonces has cambiado —agregó, posando sus labios cálidos sobre mi pelo—. Quizá yo veo las cosas más claras porque llevo combatiendo más tiempo.

—Tampoco se puede decir que yo sea una combatiente.

—Antes yo también pensaba como tú. Pero cuando los españoles vinieron a nuestro poblado, luché con los demás para salvar el maíz que nos daría de comer durante el invierno. Perdí a muchos amigos entonces, Cassie. De hecho, entre ellos había uno que era como un padre para mí y, cuando lo capturaron, como no quiso traicionar a su gente confesando dónde había escondido la cosecha, lo echaron a los perros para que se lo comieran trozo a trozo. Después se llevaron a las mujeres y prendieron fuego al poblado hasta dejarlo reducido a cenizas.

Lo contó de una manera que parecía tan real que me quedé de piedra mirándolo. Tomas sonrió con tristeza.

—Lloré su pérdida honrando aquello por lo que luchó, manteniendo a nuestro pequeño grupo junto y libre.

En ese momento se detuvo y enseguida supe porqué. Aquel relato era una de las pocas cosas que me había contado de su vida. Alejandro acabó rematando lo que los conquistadores habían comenzado, exterminando el poblado de Tomas como si fuera una especie de juego. Nunca había escuchado la historia entera, tan solo pequeños fragmentos, pero tampoco quería hacer que Tomas la reviviera.

Por eso decidí que era mejor cambiar de tema.

—Louis-César dijo que tu madre era noble. ¿Cómo acabaste tú en un poblado?

—Después de la conquista, nadie era noble ni plebeyo. O eras europeo o nada. Mi madre había sido sacerdotisa de Inti, el dios del Sol, y había jurado guardar el voto de castidad durante toda su vida, pero uno de los conquistadores la cogió como botín tras la caída de Cuzco. Mi madre esperaba ser tratada con honor, de acuerdo al código de la guerra, pero aquel nombre no sabía nada de nuestras costumbres y tampoco se habría preocupado por ellas de haberlas conocido. No era más que el hijo de un granjero de Extremadura que había salido a hacer fortuna y no le preocupaba mucho la manera de conseguirla. Mi madre lo odiaba.

—¿Cómo escapó?

—Nadie creía que mi madre pudiera escalar un muro de tres metros estando embarazada de siete meses, así que no la vigilaron de cerca. Con todo, consiguió huir; pero no tenía dinero y su afrenta la convirtió en una marginada social para los de su antigua orden. Tampoco es que aquello importase mucho. El templo fue saqueado y la tierra quedó devastada por las enfermedades y la guerra. Se marchó de la capital, donde los españoles se estaban peleando entre ellos, pero el panorama que se encontró en el campo no era mejor. —Tomas sonrió agriamente—. Se olvidaron de que el oro no se puede comer. La mayoría de los granjeros que no habían muerto, habían huido. Había hambruna por todas partes. Los cereales se volvieron más valiosos que las riquezas que los conquistadores tanto habían ansiado.

—¿Y aun así tu madre encontró un poblado que la acogió?

—Se escondió en la chullpa familiar, una cripta en la que habían dejado comida y ofrendas a los ancestros momificados, y allí la encontró uno de los siervos de palacio. Aquel hombre la había amado durante mucho tiempo, pero a las sacerdotisas se las consideraba las esposas de Inti. Acostarse con una de ellas era un delito terrible. Por una cosa así te castigaban a ser desollado y encadenado a una pared hasta que te murieses de hambre.

—Así que la quiso en la distancia.

Tomas sonrió.

—Muy en la distancia. Pero, en cuanto se enteró de que había escapado, comenzó a buscarla. Cuando la encontró, la persuadió para que huyese con él hasta el poblado de su familia. Estaba a unos ochenta kilómetros de la capital y era tan pequeño que tenían la esperanza de que los españoles lo pasaran por alto. Allí vivieron juntos hasta que cumplí ocho años, cuando murieron de viruela junto con la mitad del poblado.

—Lo siento.

Según parecía, no había forma de encontrar un tema que no resultase espinoso. Empecé a manosear el colgante del águila que había cogido inconscientemente. No podía presentarme como voluntaria para retroceder en el tiempo y conseguir poner a la madre de Tomas fuera de peligro antes de que la enfermedad se la llevase por delante. Ni siquiera podía ayudar a mi propia madre sin cambiar de forma drástica el curso temporal. Con todo lo grande que se suponía que era mi poder, no parecía ser de mucha ayuda para estas cosas.

Tomas se inclinó para besarme con dulzura. Sus labios eran suaves y cálidos y, antes de que me pudiera dar cuenta, le estaba devolviendo el beso. Lo había deseado tanto tiempo que me parecía tan natural como respirar. Con sólo tocarle se me olvidaban los recuerdos del ataque, me limpiaba una parte de mí que el baño no había conseguido alcanzar. Tomas me besó con más intensidad, hasta el punto de que la sensación se me extendía hasta los dedos de los pies, como si fueran rayos de sol que se enredaban a través de mí. Tomas sabía a vino, oscuro, dulce y ardiente, y me dio la sensación de que nunca podría saciarme de él.

Sin embargo, un momento después, me eché para atrás. No fue fácil: el geis había reconocido a Tomas y el poder de la pitia había aceptado que fuera él quien completase el ritual. El deseo de ambos podía con mi aversión a pensar en actos íntimos en ese momento. Quería llenarme la cabeza de pensamientos y sensaciones que no implicasen terror y dolor. Quería que me tocase con esas manos largas y elegantes, que me pusiera esa boca caliente y ansiosa sobre la mía.

Tomas me dejó marchar, mientras una expresión que no sabría nombrar le atravesó el rostro.

—Lo siento, Cassie. Sé que no soy yo a quien quieres.

¿Qué sabría Tomas de lo que yo quería? La mayor parte del tiempo, no lo sabía ni yo.

—Lo que yo quiera no es lo importante —repliqué, tratando de ignorar la manera en la que su mano estaba jugueteando con uno de mis costados, desde el pecho hasta la cadera, una y otra vez con un roce perezoso y sensual. Aquello hizo que se me acelerara el corazón y que me resultase más difícil respirar, como si alguien hubiese succionado todo el oxígeno de la habitación. Oh, sí, al geis Tomas le gustaba mucho.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Tomas con la mano clavada en mis caderas. Aquello no hacía que el corazón se me serenase precisamente. Aunque me había echado un poco para atrás, estábamos a menos de treinta centímetros el uno del otro. La manta se había deslizado de la mitad del cuerpo de Tomas para abajo. Sus largas piernas se movieron entre las sombras y entre ellas había una clara prueba de lo recuperado que se encontraba ya.

—No puedo —musité, intentando recordar exactamente por qué. Con los dedos tracé una línea que bajaba desde su frente hasta sus tiernos párpados que palpitaban ante mi roce, pasando por su nariz orgullosa y aterrizando finalmente en sus labios carnosos y cálidos. Era un perfil perfecto, bronce bruñido a la luz del farol como la cara de una moneda antigua, pero no era su apariencia lo que me atraía de él. Era su bondad, su fuerza y, ahora sí que lo pensaba, su honestidad. En ese momento solo tenía ganas de un cuerpo cálido y una piel suave junto a la mía, y una cara que fuera familiar y cariñosa.

—Me salvaste la vida, Cassie, aunque yo puse la tuya en peligro. Permíteme que haga algo por ti.

La voz de Tomas retumbaba como nunca, güisqui cargado y ahumado, como si el licor dorado se hubiese convertido por arte de magia en sonido. La voz había sido siempre una de sus características más atractivas, en parte porque, al contrario que los atuendos cuidadosamente artificiales y los intentos descarados de seducción, era inconsciente. Aquel era el Tomas de verdad, y era tan encantador que me preguntaba por qué le daba por perder el tiempo con lo demás. Sin embargo, sabía muy bien cuál era la respuesta: Louis-César se lo había ordenado, después de que Mircea decidiese que tenía que ser él quien completase el ritual. Supongo que les preocupaba que pudiera reconocer a uno de los chicos de Mircea después de estar tantos años con Tony, a quien visitaban con cierta regularidad. Pero aquello no había sido justo para Tomas y, por primera vez, me preguntaba si estaría resentido por haber sido utilizado.

—No veo qué puedes hacer —musité—, a no ser que quieras convencer al rey para que nos deje marchar o que sepas cómo hacer que mi poder funcione aquí.

Tomas sonrió.

—¿O sepa cómo quitarte el geis?