10

Dejé que fueran Mac y Pritkin quienes se ocuparan de Marlowe y me metí en la trastienda. Tomas estaba atado sobre la mesa acolchada que Mac utilizaba para hacer tatuajes. No parecía muy cómodo, pero al menos no había salido despedido de la habitación. Antes solo había podido echarle un ligero vistazo a sus heridas, pero ahora tuve que morderme los labios para no decir algo realmente ordinario sobre Jack. Acto seguido decidí mandar a tomar por culo mis reticencias y solté la blasfemia de todas formas.

Tomas gruñó de dolor y trató de sentarse, pero las correas se lo impidieron. Tenerle así no había estado tan mal porque, si le hubieran colocado de otro modo, era probable que se le hubiera caído algo. Jack le había abierto en canal desde los pezones hasta el ombligo, como si estuviera haciéndole una autopsia o como si fuera un animal al que estuviese a punto de destripar.

Tragué saliva y miré hacia otro lado, en parte porque tenía que hacerlo si no quería correr el riesgo de marearme, y en parte porque me hacía falta encontrar algo que pudiera usar a modo de venda. Los vampiros tenían una capacidad de recuperación sorprendente y, por muy terribles que fueran sus heridas, Tomas podría tenerlas curadas a tiempo. Con todo, le sería de mucha ayuda tener los extremos de la herida unidos de algún modo y, con tal propósito, me hacía falta tela, un montón de tela. Empecé por la camilla, que tenía una sábana ajustable y una manta que podían servir, y en ese momento me tropecé con algo. Aterricé sobre mis rodillas, justo al lado de un hombre de pelo negro vestido con una camisa de color rojo brillante. Me quedé mirándolo con sorpresa: ¿cómo habíamos podido traer a otro polizón sin que yo me enterase? Entonces volvió la cabeza y me di cuenta de que había estado allí todo el tiempo, lo único que no con esa forma.

—Te tengo qu’ecir —espetó Billy, incorporándose hasta estar sentado y sujetándose la cabeza con ambas manos— que no m’había sentido así de mal desde que participé en aquel concurso de bebida con aquellos dos cabrones rusos.

Acto seguido soltó un gruñido y volvió a tumbarse.

Con cautela, me acerqué hasta él y le toqué con un dedo. Su forma era tan sólida como la mía. Le levanté la muñeca y le busqué el pulso. Latía con fuerza indudable bajo mis dedos. Le solté la mano y me aparté a gatas unos cuantos centímetros, lo justo para toparme con otra cosa imposible. Noté algo sólido contra mi espalda y, al mirar hacia abajo, vi una mano de color naranja amarronado tendida en el suelo. Estaba unida a un brazo de un color similar, que conducía al torso desnudo de lo que mi cerebro finalmente identificó como el golem de Pritkin. La única diferencia, a pesar del color, era que ya no era de arcilla.

No me hizo falta comprobarle el pulso, era obvio que respiraba, pues su pecho de color extraño, aunque perfecto por todo lo demás, inspiraba y expiraba con normalidad. O lo que habría sido normal para un ser humano… Como se suponía que tenía que ser una enorme mole de arcilla animada a través de la magia, aquella forma de respirar no era normal en él. Al mirar más detenidamente, juro que fue involuntario, me di cuenta de que su anatomía estaba completa, lo cual ciertamente no había sido así antes, así que quienquiera que se hubiese encargado del cambio se había mostrado generoso. Un segundo después, sus ojos, reales ahora, se abrieron de par en par para mirarme confundidos. Me di cuenta de que eran marrones, si bien aquello no era relevante, y de que no tenía ni cejas ni pestañas. De hecho, no parecía que tuviese ni un pelo.

Volví a mirar a Billy. Tenía un color pálido y le hacía falta el afeitado que llevaba postergando siglo y medio, pero por todo lo demás parecía estar bien. Simplemente había recuperado su cuerpo, lo cual resultaba ridículo, porque hacía una eternidad que había servido de pasto para los peces.

—¿Qué cojones…? —Noté que el suelo se movía y miré a mi alrededor con cara de pocos amigos.

No necesitaba que Mac me volviese a meter en uno de sus viajecitos alocados. Sin embargo, un minuto después me di cuenta de que, por lo que parecía, no nos íbamos a ningún sitio. Definitivamente, la habitación estaba dando vueltas, así que por un segundo me paré a pensar si en el Reino de la Fantasía habría terremotos. En ese momento Billy se sentó, con los ojos saliéndose de las órbitas, presa del pánico. El pecho se le infló y después soltó un grito y empezó a darse golpes en la cabeza, el vientre y las piernas, como si su cuerpo fuese un bicho aterrador y nada familiar que hubiera poseído su yo verdadero.

De pronto, Billy pegó un brinco y empezó a danzar por la habitación, despojándose de las ropas y chillando. Sus tonterías y los vaivenes de la habitación afectaron al golem, que apartó la confusión para dejarse invadir por el miedo. Los ojos se le abrieron como platos y los labios se le separaron para dejar pasar un chillido agudo que resultaba mucho más pernicioso para los oídos que los gritos de Billy. Empecé a dar tumbos por la habitación, tratando de evitarlos a los dos, y agarré la sábana. Después de cortarla en tiras, vendé las heridas de Tomas lo mejor que pude mientras el golem y Billy no dejaban de dar vueltas alrededor, chocándose contra todo y entre ellos mismos, lo que no hacía sino soliviantarles aún más.

Solté a Tomas antes de que alguno de ellos se lo pudiera llevar por delante y lo arrastré hasta ponerlo debajo de la mesa. Después me resguardé yo también y me tapé los oídos, pues parecía que en cualquier momento podía empezar a echar sangre por ellos. Que fueran otros los que se encargasen de la crisis, para variar. Yo ya había tenido suficiente.

Cuando la mitad del techo saltó por los aires abruptamente se hizo patente que quedarme cruzada de brazos no era una alternativa posible. Por un solo segundo se vio un boquete de cielo azul y un par de mariposas amarillas, lo que daba la impresión de que los minúsculos insectos eran los responsables de aquel destrozo. Entonces se asomó una cabeza del tamaño de un coche pequeño. Era verde, estaba cubierta de escamas brillantes e iridiscentes, y tenía un morro lo suficientemente grande como para engullir a una persona sin necesidad de dar un segundo bocado. De sus fosas nasales no salía fuego, pero tampoco me hacía falta que lo hiciera para saber qué era. Sus ojos de color naranja tenían unas pupilas rojas y estrechas que se dilataron al verme como si fuera un gato que acababa de encontrar un ratón de una especie diferente a las que conocía.

La criatura se coló por el boquete del techo, con la cabeza suspendida de un cuello que de puro largo resultaba imposible y con unas mandíbulas enormes que resaltaban unos dientes picudos y de un color amarillo oscuro. Me quedé helada al notar sobre mi cara su respiración acre y cálida. La sentía tan cerca que los ojos se me empezaron a empañar. En ese momento el golem perdió completamente los papeles, y empezó a correr desnudo y dando gritos en pleno ángulo de visión del dragón, lo que hizo que aquellos ojos anaranjados se posaran en él en vez de en mí. El golem se metió detrás de las cortinas y el dragón le siguió, deslizando su cuello justo a mi lado, lo que formó un riachuelo de escamas a mi alrededor. Al mismo tiempo, sus garras trataban de abrir un agujero lo suficientemente grande en el techo como para que su enorme cuerpo pudiera pasar por él.

Salí a gatas de debajo de la mesa y le hice un placaje a Billy Joe, que se había roto la camisa y se estaba arañando el pecho desnudo, lo cual ya le había dejado alguna que otra marca roja.

—¡Billy! —Le agarré por las muñecas, tratando de arrastrarlo conmigo para que nos metiéramos los dos debajo de la mesa.

El intento fue en vano, porque Billy se movía demasiado rápido. Acto seguido se fue corriendo hacia la parte trasera de la sala, camino de la pequeña puerta que había junto a la camilla y que, personalmente, nunca había visto abierta. Y lo cierto es que ahora tampoco se abría. A mí me daba la sensación de que estaba sólo de adorno, pero Billy no parecía entenderlo. Empezó a darle golpes y se acabó ensañando con el pomo, hasta el punto de que al final consiguió dejarlo completamente destrozado.

Me quedé mirándolo confundida. Nunca le había visto en ese estado y no estaba segura de que nada que pudiera decirle fuese a calmarle. Además de eso, estaba el hecho de que en su forma humana Billy medía casi un metro ochenta. Tampoco había forma de que pudiera someterle con un arma, aparte de que las únicas que tenía (mi pistola y el brazalete) probablemente le matarían con la nueva forma que acababa de adoptar.

En la parte de delante de la tienda se escucharon un montón de gritos, blasfemias y alguna que otra explosión, después se oyó una ráfaga de viento y un sonido que invitaba a pensar que un centenar de helicópteros estaban a punto de despegar. Al mirar hacia arriba vi que el dragón se elevaba en el aire sobre sus negras alas coriáceas, gritando y llevándose las garras a la cara. Le faltaba la mitad del morro, desaparecido en medio de un agujero humeante, y sus enormes alas, que batían el aire con la fuerza de un pequeño huracán, mostraban también unas heridas profundas. Un segundo después la criatura se marchó, planeando sobre los verdes y tranquilos prados rumbo a lejanas colinas repletas de árboles.

Billy se desplomó contra la puerta, con las manos fijas sobre la madera lastimada y los dedos hechos trizas entre un amasijo de sangre. A ratos sollozaba desconsoladamente, pero al menos ya le había pasado el ataque de nervios. Estaba a punto de intentar hablar con él para que recuperara la cordura por completo, pero en ese momento Pritkin franqueó la cortina a la carrera, seguido por Mac y Marlowe. No pude evitar que la ira se apoderase de mí al comprobar que el vampiro no tenía atadura alguna. Y lo primero que hizo fue irse a por Tomas.

—¡Pritkin! ¡Detenle!

Crucé la sala ala carrera, mientras el mago se limitó a quedarse allí de pie, mirando incrédulo a Billy en su nueva forma sólida. Me metí debajo de la mesa por el extremo más alejado de ella y agarré la muñeca de Marlowe antes de que pudiera arrastrar a Tomas hacia la luz.

—¡Apártate de él!

Marlowe parecía sorprendido y no era para menos. Que una humana pensase que podía impedir que un maestro vampiro hiciese lo que le diese la gana simplemente sujetándole la mano era para echarse a reír. Me aparté hacia atrás, levantando la muñeca en la que tenía el brazalete, con la esperanza de aquello fuese suficiente para activarlo. No pude saberlo, porque no pasó nada. Agité el brazo y me quedé mirando la plata inerte. ¿Qué le pasaba ahora?

—Nuestra magia no funciona aquí —me explicó Marlowe amablemente—. No voy a hacerle daño a Tomas, Cassie. Lo creas o no, quiero ayudar.

Claro, y por eso se quedó allí sentado mirando cómo le desguazaban. Marlowe tenía una reputación que se remontaba a la Inglaterra isabelina, en la que fue uno de los espías de la reina, y las infames correrías que sobre él se cuentan no han dejado de proliferar desde entonces. Con que una mínima parte de las historias que circulaban de boca en boca sobre él fuera verdad, me bastaba para que no quisiera que se acercase a Tomas para nada.

—Apártate —repetí, preguntándome qué iba a hacer si se negaba. Sin embargo, en lugar de discutir, salió grácilmente de debajo de la mesa. Le examiné las heridas a Tomas, pero no parecían haber empeorado. Sus ojos se abrieron durante una fracción de segundo e incluso se las apañó para levantar la cabeza.

—No puedo escucharle —murmuró crípticamente, mientras una expresión de pura felicidad le atravesaba el rostro. Luego se le cerraron los ojos y la cabeza volvió a reposar sobre las baldosas del suelo.

Al ver aquello casi se me para el corazón, así que le busqué el pulso a toda prisa y, por supuesto, no lo encontré. El hecho de que lo hubiese intentado ya decía bastante sobre el estado mental en el que me encontraba. Parecía que se había desmayado o que estaba en trance, pero tampoco podía saberlo a ciencia cierta. En cierta ocasión, Tony se había visto envuelto en una disputa clandestina e ilegal con otro maestro. Uno de nuestros vampiros perdió un brazo y le dejaron con las tripas medio fuera durante el transcurso de aquella miniguerra. Cuando nos lo devolvieron, di por supuesto que estaba muerto, pero Eugenie me dijo que había entrado en trance para curarse. Permaneció inmóvil durante varias semanas, hasta que una noche se incorporó de pronto y lo primero que preguntó fue si habíamos ganado. Esperaba que Tomas sólo estuviese en trance, pero en cualquier caso poco más podía hacer por él. Los vampiros se tenían que curar por sí mismos; si no, no había nada que hacer. No había demasiados remedios médicos o mágicos que pudieran ser de ayuda para sus sistemas. El problema radicaba en mantenerle a salvo el tiempo suficiente como para que tuviera la oportunidad de recuperarse.

Me quedé mirando a Pritkin

—¿Por qué no está Marlowe atado o algo?

—Porque es posible que vayamos a necesitarlo —respondió con voz grave.

—¿Tú sabes quién es? —le pregunté.

—Mejor que tú.

Pritkin apartó la vista de Billy, que se estaba balanceando hacia atrás y hacia delante con los ojos perdidos en la pared, y posó toda la fuerza de su mirada sobre mí. No estaba enfadado, y eso que no me esperaba menos de él; si bien es cierto que, si hubiera sido así, tampoco me habría preocupado. Lo que dejaba entrever su mirada era otra cosa. En cierto modo estaba insatisfecho y sus ojos mostraban una intensidad tal que parecían dos rayos láser. Era la cara de un depredador cuando ve amenazada su propia vida: mortífera, seria y completamente concentrada.

—Permíteme que te explique cuál es la situación —me espetó, e incluso sus palabras salieron más rápidas y condensadas que antes, como si cada segundo se le antojase crucial—. Hemos llegado al Reino de la Fantasía, pero no de la manera discreta que había planeado. La mayor parte de nuestra magia no va a funcionar aquí y tenemos una cantidad finita de armas no mágicas. Uno de nuestros acompañantes está gravemente enfermo y hay otros dos que obviamente no se encuentran en plenas facultades mentales. Peor todavía, el dragón aquel era el guardián del portal y, como no ha podido derrotarnos él solo, ha ido en busca de refuerzos. Si a estas alturas los duendes no se han enterado ya de que estamos aquí, lo sabrán pronto. Y no podemos regresar al portal por razones obvias.

—¿Van a venir los del Senado a por nosotros? —pregunté, sin estar segura de querer escuchar la respuesta.

Pritkin soltó una breve carcajada. No parecía de felicidad.

—Oh, no, al menos no hasta que puedan solicitar los pases. Meterse en el Reino de la Fantasía sin ellos es arriesgarse a la pena de muerte. Como lo hemos hecho nosotros.

—Lo que quiere decir es que todos estamos juntos en esto —añadió Marlowe—. Yo tampoco tengo pase y los duendes tienen fama de no escuchar excusas. Si me cogen, podrían matarme —me sonrió—. Así que no me cogerán y procuraré que a ti tampoco.

Mac soltó un resoplido.

—El hecho es que estaremos más seguros si permanecemos juntos. Nadie duraría ni un solo día en el Reino de la Fantasía si va por su cuenta.

Marlowe se encogió de hombros.

—Eso también. Y, como primer gesto de camaradería, ¿podría sugerir que abandonemos esta zona tan pronto como sea posible? Tenemos muy poco tiempo que perder.

Pritkin había levantado a Billy cogiéndole por las muñecas y ahora estaba abofeteándole bien fuerte.

—Marlowe tiene razón. Si los duendes nos encuentran, puede ser que nos maten en cuanto nos vean o que nos devuelvan al Círculo o al Senado después de pedir un rescate por nosotros. —Después de la segunda bofetada, Billy intentó devolverle el golpe, pero Pritkin le inmovilizó el brazo y después se lo retorció cruelmente por detrás de la espalda antes de darle un empujón que lo mandó directamente hacia mí—. Controla a tu siervo —dijo escuetamente—. Yo me ocuparé del mío. Después nos marcharemos.

Durante los cinco minutos siguientes Mac me estuvo revisando la protección mientras yo trataba de tranquilizar a Billy Joe, que seguía flipando en colores.

—¿Por qué estás tan revolucionado? —le pregunté, una vez que se hubo calmado lo suficiente como para escucharme—. Ya tienes un cuerpo propio. —Le pellizqué ligeramente en el brazo y se arqueó, el niño grande—. ¿No era eso lo que siempre habías deseado?

Lo cierto es que siempre había parecido pasárselo bien cuando se metía en el mío de prestado.

Billy seguía pareciendo desconcertado, a pesar de que ya había empezado a recuperar algo de color en las mejillas. Sin previo aviso, se inclinó y me besó con firmeza en los labios. Yo me eché hacia atrás y le solté una bofetada. La verdad es que le pegué más fuerte de lo que pretendía, pero él se limitó a soltar una carcajada. Sus ojos color avellana brillaban por las lágrimas que no había derramado al sentir el amargo escozor en la mejilla, pero su expresión era de euforia.

—Es cierto, es totalmente cierto —musitó sobrecogido.

Acto seguido sus ojos se abrieron como platos y abruptamente comenzó a rebuscar entre la mochila de Mac. Cuando sacó la mano, había cogido una de las cervezas y, a juzgar por cómo la sujetaba, parecía que hubiese encontrado un tesoro hecho de oro puro. Estaba sin abrir y Billy la arañaba intentando quitarle la chapa con las manos desnudas.

—No lo entiendes, Cass —me comentó, con los ojos casi febriles—. Vale, de cuando en cuando me hacía cargo de tu cuerpo, pero aquello no era real de verdad, ¿sabes a que me refiero, no? Es como si todo llevase una película protectora encima y yo solo pudiera tocar o saborear las cosas muy de higos a brevas.

Tras varios intentos soltó un grito de frustración e intentó estampar la botella contra la mesa, pero estaba acolchada y el vidrio acabó rebotando.

Era obvio que no iba a mostrar ningún signo de coherencia hasta que pudiese beber algo.

—Dame eso —musité impacientemente.

Aunque me pasó la botella, sus ojos nunca dejaron de estar en contacto con el marrón oscuro de la botella. La abrí con la parte inferior de la camilla, que era de metal, y justo después Billy Joe me la quitó de la mano, deglutiendo la mitad del contenido de una sola vez.

—Oh, Dios mío —masculló reverencialmente, poniéndose de rodillas—. ¡Jesús!

Estaba a punto de decirle que dejara de ponerse melodramático cuando Mac irrumpió para darme el parte.

—A tu protección no le pasa nada, así que tiene que ser el geis. Tienden a complicar las cosas y suele pasar que los hechizos más poderosos provocan las mayores interferencias. Y el dúthracht es casi el más fuerte.

—Pero mi protección funcionaba desde antes y el hechizo me lo lanzaron cuando tenía once años —protesté.

—Esa puede ser la razón por la que has podido seguir con tu vida aunque tenías el geis encima: eras demasiado joven para que se activase. Esta protección en concreto se diseñó para cubrir tu aura como si fuera un guante en una mano, pero necesita poder trabajar sobre un campo estable para ser capaz de realizar una sujeción sin fisuras. Un geis activo se interpreta como una amenaza seria y tus defensas naturales se ven envueltas en un estado de confusión constante al intentar rechazar una y otra vez al invasor. Sin embargo, lo único que consiguen al actuar es que a tus protecciones artificiales les resulte imposible hacer bien su trabajo.

En ese momento se me encendió la bombilla.

—Por eso Pritkin se puso como loco con Miranda. Sabía que si ella no eliminaba el geis, él no podría hacerse aquel tatuaje.

Inmediatamente deseé no haber dicho aquello, porque Mac me pidió que le contase toda la historia y parece que le resultó divertida la idea de que una pequeña gárgola hembra pudiera sacar de sus casillas a Pritkin. Al final conseguí que volviese a centrarse en lo que realmente importaba, pero no me contó nada que estuviese deseando escuchar.

—Es como intentar ponerle un guante a una niña pequeña y revoltosa, Cassie, razón por la cual a los niños normalmente les ponen manoplas. Da unos problemas de cojones intentar vestirlos con otras cosas.

Por cómo lo contaba, parecía que Mac sabía de qué hablaba y, por un instante, me pregunté si tenía familia. Posiblemente había gente que le llorase si Pritkin hacía que le mataran.

—Entonces, ¿no puedes arreglarlo?

—Lo siento, Cassie. Deshazte del geis y puedo hacer que funcione en cuestión de segundos. Si no lo consigues…

—Estoy jodida.

—Eso parece.

Como si quisiera que mi día siguiese en su línea, Billy aprovechó ese momento para derramar toda la cerveza por el suelo, justo delante de mis zapatillas. Menos mal que retiré los pies justo a tiempo.

—¡Billy! ¿Qué pasa contigo?

Billy rezongó y se sentó.

—Me están entrando retortijones en el estómago —jadeó. Solté un suspiro y fui a buscarle un vaso de agua.

—Tómatela —le advertí—. Tienes un estómago nuevecito. Nadie le da cerveza a un niño pequeño, así que me temo que para ti tampoco va a haber más.

Le aparté la botella y gruñó con más intensidad.

—¡Ten piedad, Cass!

Sujeté la botella en alto y la agité, permitiendo que el líquido ámbar se derramase a ambos lados del vidrio.

—Mueve el culo y ayúdame con Tomas, y puede que entonces te dé el resto.

—Hay un pub en la ciudad hacia la que nos dirigimos —apuntó Marlowe tibiamente.

—¿Cómo sabes adónde vamos? —pregunté con suspicacia.

—Porque aquí hay donde elegir. —Billy miraba al vampiro como si le acabase de anunciar que le había tocado la lotería—. Cerveza, chicas guapas, dentro de un orden, y excelente música, si la memoria no me falla.

Billy pegó un salto como si le hubiesen disparado por un cañón.

—¿Dónde está ese pobre desgraciado, entonces? Deberíamos llevar al chico a algún lugar seguro para que pueda descansar y curarse —añadió piadosamente.

—¿Qué ciudad? —le pregunté a Marlowe.

—El pueblo y el castillo están habitados por duendes oscuros, y algunos de ellos ya les hicieron algún que otro favor a mis espías en el pasado. Aunque fuese de una forma algo rudimentaria, se puede decir que aquello se convirtió en una espiral de recogida de información: ellos espiaban a los duendes de la luz y mis contactos entre la Luz les espiaban a ellos. Sin embargo, en ocasiones ha habido casos en los que estos duendes han aceptado echar una mano a ciertos agentes que se encontraban en una situación complicada, minuta mediante, por supuesto.

—¿Has espiado a los duendes? —inquirí sorprendida.

Marlowe sonrió.

—Espío a todo el mundo. Es mi trabajo.

—Hablaremos de eso más tarde —irrumpió Pritkin, asomando su cabeza por la cortina. El golem estaba a su lado y parecía ya suficientemente calmado, aunque no pudo evitar arquearse al notar que la cortina le rozaba el brazo—. Si los duendes oscuros nos encuentran antes de que lleguemos a un acuerdo…

—Oído cocina —murmuró Marlowe.

Entre él y Billy sacaron a Tomas de debajo de la mesa y lo colocaron en una hamaca que habían improvisado a partir de la manta de la camilla. Cuando Marlowe juró y perjuró que los duendes no hacían daño a los vampiros no me lo creí, pero Mac le respaldó. Y teniendo en cuenta que Tomas no había estallado en llamas antes al entrar en contacto con los rayos de sol que se colaban por el agujero del techo, tuve que dar por bueno que tanto Marlowe como Mac tenían razón.

Billy cogió la hamaca por un lado y Marlowe se encargó del otro. Su cooperación despertó los suficientes recelos en mí como para que me decidiese a caminar junto a los dos portadores no fuera a ser que Tomas acabase resultando herido cuando no mirase nadie. Lo cierto es que hubiese preferido que fuesen otros los que le ayudasen, pero tampoco había muchas más alternativas. En mi caso, dudaba incluso que pudiese cargar siquiera con la mitad del peso de Tomas, fuese cual fuese la distancia que hubiese que recorrer, sobre todo teniendo en cuenta que ya llevaba encima veinte kilos de munición. Luego estaba Mac, pero él vigilaba la retaguardia y necesitaba tener las manos libres para sujetar las armas. Y Pritkin, a la cabeza de nuestro pintoresco grupo, tenía las manos completamente ocupadas tratando de impedir que a su siervo le volviese a dar un ataque.

El pobre golem estaba temblando y miraba a todas partes con los ojos saliéndose de las órbitas; Se sobresaltaba en cuanto oía la menor brizna de viento, el gorjeo de un pájaro o a Billy canturreando «Soy un trotamundos y casi nunca estoy sobrio»[3], pero esto último Pritkin consiguió cortarlo de raíz amenazándolo con volver a convertirlo en fantasma si no se callaba de una santa vez. Parecía como si al golem todo aquello que veía le resultase nuevo, lo cual supongo que era cierto, al menos con ojos humanos. Era como si no estuviese seguro de qué era bueno y qué constituía una amenaza. No sé cómo les guiarán a ellos los sentidos, pero, a juzgar por el grito que pegó cuando una nube de dientes de león transportados por el aire se chocó contra su pecho desnudo, no me dio la impresión de que tuviesen los mismos cinco que usamos los humanos.

Al final conseguimos colocarnos todos sobre el camino que marcaba la hilera de árboles, pero hasta yo habría sido capaz de seguir el rastro de hierba pisada que íbamos dejando a nuestro paso. Cualquiera que tuviese un mínimo de experiencia siguiendo pistas no habría tenido que sudar ni un poquito para seguir nuestra estela. Me quedé mirando los bosques oscuros que teníamos enfrente y crucé los dedos para que hubiese alguien entre nosotros que tuviera un plan.

La hora siguiente fue una pesadilla: estuvimos caminando a trancas y barrancas por un bosque que a la par que impresionante era también tremendamente aterrador. Por alguna razón, aquel paisaje hacía que los árboles centenarios que rodeaban la hacienda de Tony parecieran pimpollos. Pasamos al lado de dos robles enormes, cada uno de los cuales tenía un tronco por el que, de haber estado hueco, hubiera podido pasar un coche perfectamente. También era verdad que para meter un coche allí dentro habría hecho falta construir previamente una rampa, porque los troncos en sí empezaban a formarse a una altura que me quedaba por encima de la cabeza y reposaban sobre un sistema de raíces de una altura mayor que la mayoría de las casas. Los robles estaban situados como si fueran centinelas a las puertas de un castillo, con los brazos musgosos y en alto, como queriendo saludar… o advertir de algo.

Las raíces enredadas del árbol parecían detenerse todas en el mismo punto, formando un tosco camino hacia quién sabe dónde. Entonces algo me golpeó en el hombro según nos dirigíamos hacia el mar de zarzas y maleza enmarañada. Por un instante creí haber visto una mano nudosa con nudillos bulbosos y dedos antinaturalmente largos acercándose hacia mí. Pegué un salto antes de darme cuenta de que la amenaza no era más que una rama que colgaba un tanto baja y que me rozaba la piel con su musgo frío y húmedo.

Casi peor que lo que se veía era el olor que desprendía aquel lugar. Las praderas hasta entonces habían sido frescas, llenas de flores, pero ahora ya no había ese agradable olor a verde. El bosque era húmedo, frío y tenía moho por todas partes, pero la podredumbre que había por debajo era incluso peor. Me quedé pensando en lo que me rodeaba mientras seguíamos caminando lenta y pesadamente, y de repente se me iluminó la bombilla. El ambiente que recreaba aquel lugar era como estar delante de una persona con una enfermedad terminal. Independientemente de la higiene que se mantenga, de ellos siempre emana un ligero aroma que huele distinto a todo. El bosque apestaba a muerte. Y no me refiero a una muerte como la de una fiera abatida con las garras ensangrentadas, no. Más bien daba la sensación de que el olor de alguien que hubiese fallecido tras una larga enfermedad hubiese estado merodeando por aquel sitio durante mucho tiempo. La verdad es que prefería las praderas, con mucho.

Agarré a Tomas con más fuerza y, afortunadamente, seguía inconsciente; así que intenté no mostrar todo el terror que sentía dentro. Con todo, aquellos bosques desprendían algo antinatural. Era la luz tenebrosa de la que enseguida brotaría el crepúsculo, eran los años, que oprimían como si la gravedad se hubiese intensificado en cuanto abandonamos las praderas. Ni siquiera podía empezar a concebir lo viejos que serían algunos de los árboles, porque cada vez que pensaba que ya no podrían ser más grandes, lo eran. Y mi cerebro, tan hastiado él, seguía viendo caras en las cortezas de los árboles: rostros viejos, de facciones muy marcadas, con pelo fúngico, barbas de liquen y ojos sombríos.

Marlowe intentó entablar conversación varias veces, pero le ignoré hasta que se dio por vencido. Tenía otras cosas en las que pensar, como por ejemplo cómo iba a dar con Myra y qué iba a hacer con ella cuando la tuviese delante. Ahora que estaba allí comprendía por qué había escogido esconderse en el Reino de la Fantasía. Se trataba de un terreno de juego completamente nuevo, con el aliciente añadido de que yo no sabía nada de él. Acercarse lo suficiente como para tenderle una trampa iba a resultar difícil si mi poder era tan poco fiable y, además, no tenía ni idea de cuántos aliados habría reclutado Myra para su causa. Después de ver lo que les pasó a los guardias de Mac, las armas del Senado ya no me ofrecían tanta confianza como antes. ¿Y si no funcionaban en este mundo nuevo de locos?

Tampoco me puso de mucho mejor humor pensar en cosas más mundanas, como lo mucho que estaba empezando a pesarme el puto abrigo, la enorme falta que me hacía darme un baño y las ganas locas que tenía de ver a Mircea. Las ansias no habían mermado y, aunque se podían sobrellevar, no era plato de gusto. Me sentía como un fumador de tres paquetes de cigarrillos al día al final de un vuelo de doce horas. Con la diferencia de que a mí no se me presentaba ningún tipo de alivio a la vista.

Finalmente nos detuvimos para tomar un respiro. El viento susurraba entre las copas de los árboles, pero más abajo, al nivel del suelo, no había gran cosa de donde poder coger aire. Billy, que había estado maldiciendo el peso de Tomas durante todo el camino, juró y perjuró que teníamos que llevar andando un día; pero lo cierto es que lo más probable es que la caminata hubiese sido de alrededor de una hora. Me quité el dispositivo de tortura forrado de plomo que llevaba encima por gentileza de Pritkin y aquello ayudó en parte, pero no corría el aire suficientemente como para que se me pudiera secar la ropa, que estaba bien empapada.

Me incliné, jadeante y exhausta, con el sudor recorriéndome la cara, para acabar derrumbada en el suelo lleno de hojas del bosque. En ese momento, la vi: la primera prueba de que aquello era realmente un bosque encantado. La raíz de un árbol, cubierta de liquen rojo brillante como si fuera un brazo lleno de escamas, se apartó de su sitio y se colocó en la parte del suelo que había justo debajo de mi nariz. Pegué un respingo hacia atrás y di un grito de sorpresa, para después observar cómo la raíz succionaba todas las hojas que contenían algo de mi sudor hasta dejarlas secas.

—¿Qu… qué es eso? —pregunté, retirando una pierna a medida que la raíz se acercaba, hurgando entre las hojas como un cerdo entre las bellotas. No me podía ver, pero sabía que estaba allí.

—Un espía —oí decir a Marlowe por encima de mi cabeza—. Sabía que no podíamos evitarlos, pero tenía la esperanza de que tardasen un poco más en aparecer.

—¿Un espía de quién?

—Los duendes oscuros —contestó Pritkin, uniéndose a la conversación—. Este es su bosque.

—Es muy probable que así sea —admitió Marlowe—. Pero yo debería ser capaz de llegar hasta nuestros aliados antes…

—Tú no te vas a ningún lado —interrumpió Pritkin—. Dame algún símbolo que puedan reconocer cuando se lo enseñe y ya lo haré yo.

—Ellos no te conocen —protestó Marlowe—. Incluso aunque te presentase yo mismo, estarías en peligro.

Pritkin sonrió amargamente.

—Correré el riesgo.

Mac se aclaró la garganta.

—Quizá sería mejor si voy yo —se ofreció—. Tú ya tienes suficiente con mantener a este a raya —explicó, mirando hacia el golem, que estaba pasando las manos por el tronco de un árbol que había allí cerca mientras ponía cara de preguntarse qué sería aquello— y a mí no me conoce. Si vuelve a pasar algo, no puedo asegurar que consiga tenerle bajo control.

—Se viene conmigo.

—Ahora mismo no te sería de mucha ayuda en una pelea —repuso Mac dubitativo.

—No va a tener que pelear. —Pritkin volvió la vista hacia mí—. ¿Supongo que prefieres quedarte y cuidar de él? —preguntó, mirándome a mí.

No mencionó a Tomas, pero los dos sabíamos a quién se estaba refiriendo. Miré a Marlowe antes de responder nada. Se estaba recolocando las vendas de la cabeza como si le doliesen, pero cuando vio que le estaba mirando sonrió abiertamente.

—La tormenta no me ha venido nada bien a la cabeza —explicó, haciendo una ligera mueca de dolor mientras con la mano buscaba la ubicación adecuada—. Primero Rasputín me rompe el cráneo y ahora esto. Cabría esperar que alguien tuviese a bien fijarse en otra parte de mi anatomía, aunque solo fuera por una vez, pero está visto que no hay manera.

No le devolví la sonrisa. Cabía la posibilidad de que a Marlowe le estuviese doliendo la cabeza de verdad, pero tal vez solo intentaba convencerme de lo débil que estaba. Si era lo segundo, perdía el tiempo. Ya había visto suficientes vampiros heridos como para saber que con que estuvieran conscientes y se pudieran mover ya había razones de sobra para temerlos. No podía hacer mucho más por Tomas, pero al menos me iba a asegurar de que Marlowe no le cortaba la cabeza. Volví a mirar a Pritkin y asentí con la cabeza.

—Entonces vas a tener que prestarme a tu siervo.

Billy se había desplomado en medio de un charco de sudor en cuanto nos paramos a descansar y ahora estaba tirando de una de sus botas negras sin dejar de blasfemar. Supongo que, amén del nuevo estómago, los pies que le habían tocado en suerte eran también de bebé.

—¿Estás seguro? Mira que no es muy de peleas.

—Me lo llevaré sólo para que dé la voz de alarma si algo sale mal. Lo único que tiene que hacer es correr hacia aquí y avisarte.

—De eso sí tendría que ser capaz. —Le di un codazo a Billy—. ¡Ale, vete!

Se cagó en todo, por supuesto, pero al final la cerveza le ganó la partida a las ampollas y aceptó irse con Pritkin.

Marlowe garabateó una breve nota en un trozo de papel que Mac había encontrado entre nuestras cosas. Me pareció algo inapropiado usar papel con renglones y bolígrafo para escribir una presentación a los duendes, pero creo que fui la única a la que aquello le llamó la atención.

—No estoy seguro de que mis contactos sigan estando allí —apuntó Marlowe, entregándole la nota una vez hubo terminado—. El tiempo no discurre igual aquí. Mis espías han tardado meses en infiltrarse y, una vez dentro, se han dado cuenta de que solo había pasado un día. En otras ocasiones, en vez de meses habían transcurrido décadas. Nunca hemos sido capaces de establecer un patrón.

—Ya me las apañaré yo —espetó Pritkin, hurgando entre el abrigo que me acababa de quitar en busca de munición. Finalmente, pescó tres cajas grandes. No le pregunté para qué se pensaba que le iban a hacer falta tantas balas. No quería saberlo.

Se había cambiado el abrigo de piel por una capa oscura con capucha que había sacado de la mochila de Mac y, después de breves esfuerzos, se las apañó para que el golem aceptase ponerse su abrigo. No es que fuese un gran disfraz, teniendo en cuenta que el golem seguía siendo calvo y de color naranja, medía más de dos metros e iba descalzo, pero no había otra alternativa.

—¿No debería quedarse aquí? —pregunté con dudas.

Pritkin no me contestó, pero Marlowe sonrió ligeramente.

—Si el mago no lleva un regalo, no conseguirá que le den audiencia. Es el protocolo de los duendes.

—¿Un regalo? —Tardé unos segundos en situarme—. Quieres decir… pero, ¡eso es lo mismo que la esclavitud!

—En realidad no está vivo, Cassie —protestó Mac.

Me quedé mirando al ser infantil que pestañeaba lentamente sin apartar la vista de Pritkin mientras se abotonaba el abrigo largo. Parecía que los botones le parecían fascinantes, así que no dejaba de pulsarlos una y otra vez con un dedo que, a excepción de por su color naranja, me resultaba bastante humano.

—Pues a mí sí me parece que está vivo —repuse.

—Lo voy a recuperar después… ¡es solo para que me dejen entrar! —dijo Pritkin, enfadado—. ¿O es que prefieres que les ofrezca a tu siervo en su lugar?

Billy me lanzó una mirada de pánico y suspiré.

—Pues claro que no.

—Entonces abstente de darme consejos sobre asuntos que no comprendes —me regañó con brusquedad, antes de que el trío desapareciese entre el follaje.

Durante las horas siguientes, una serie de cosas se aliaron para conspirar contra los pocos nervios que me quedaban en su sitio. Una de las más molestas fueron las raíces ambulantes que me seguían a todas partes como si fueran mascotas miopes. Me dolían hasta los huesos. ¿No me iban a dejar sentarme ni cinco minutos? Coño, no. Tenía que jugar al pilla-pilla con la flora local mientras la fauna me observaba.

Un poco después de que Pritkin se marchase, parecía que todos los pájaros del bosque (águilas pescadoras, águilas reales, búhos y hasta algún que otro buitre) se habían dado cita en los árboles que nos rodeaban, junto con algunos mamíferos. No hacían ningún ruido, excepción hecha del aleteo de los que habían llegado primero al apartarse para hacer sitio a los nuevos. Unos pocos minutos después, el peso de todos ellos empezó a combar algunas de las ramas más pequeñas sobre las que estaban posados, pero ninguna se rompió. Tenían un aspecto inquietante, como si fueran espectadores a la espera de algo que les entretuviese. Como no estábamos haciendo nada interesante, supuse que el espectáculo daría comienzo más tarde, lo cual tampoco me sirvió para que me sintiera de mejor humor.

Tampoco ayudó la tensión de verme incapaz de hacer algo por Tomas, que seguía tendido e inmóvil sobre su manta. Ya no era que no pudiera ayudarle a que se curase más rápido (si es que era eso lo que estaba haciendo), es que tampoco me podía acercar a él porque tenía miedo de que mis admiradores cubiertos de corteza de árbol me siguieran. Si absorbían el sudor, ¿quién sabe qué más cosas podrían comerse?

El factor más irritante de todos, no obstante, era el renovado interés que Marlowe mostró de pronto por entablar una conversación. Esperó hasta que Pritkin estuviese lo suficientemente lejos como para no poder oírnos y entonces se giró hacia mí, sonriendo alegremente.

—Charlemos, Cassie. Estoy seguro de que puedo hacer desaparecer tus miedos.

Pegué un salto a la pata coja por encima de una raíz que estaba intentando enredarse alrededor de mi tobillo.

—¿Por qué será que lo dudo?

—Porque nunca has tenido la oportunidad de escuchar nuestra versión de la historia —respondió él, lanzándome una sonrisa cálida de comprensión que inmediatamente me puso la carne de gallina—. Habríamos tenido esta conversación antes, pero cuando regresaste de tu misión con Mircea no nos diste la oportunidad.

—Tiendo a no entablar conversaciones con gente que amenaza con matarme.

Marlowe pareció sorprendido.

—No tengo ni la menor idea de a qué te puedes estar refiriendo. Es bien cierto que no quiero verte muerta, como tampoco lo desea nadie del Senado. De hecho, más bien al contrario.

—¿Eso mismo le contaste a Agnes?

Las cejas de Marlowe se juntaron formando un pequeño frunce en el ceño.

—No estoy seguro de entenderte.

Me saqué el pequeño colgante que me había dado Pritkin. Nunca me pidió que se lo devolviese, así que me lo metí en un bolsillo. Ahora se lo puse a Marlowe delante de los ojos como si fuera un péndulo.

—¿Reconoces esto?

Marlowe lo cogió y le echó un vistazo.

—Por supuesto.

Me quedé mirándole. No sería ninguna sorpresa que hubiese sido Marlowe quien hubiese planeado el asesinato (pegaba bastante con su reputación), pero no me esperaba que lo admitiese tan abiertamente. ¿Acaso se pensaba que le estaría agradecida por haberse cargado a Agnes y por haberme despejado el camino a la sucesión?

—Es un medallón de san Sebastián. —Lo cogió de entre mis débiles dedos. Mac se había acercado a nosotros, pero no decía nada. Quizá también pensaba que estábamos a punto de escuchar una confesión. Si era así, se llevó un chasco—. No he visto uno de estos en años. También está claro que no han hecho falta para nada.

—¿Hecho falta? —interrogó Mac con una mirada que me recordó a Pritkin en su estado más suspicaz.

—La plaga, mago —repuso Marlowe con impaciencia—. Sebastián era el santo al que se le creía capaz de prevenir la enfermedad. Estos medallones eran todavía bastante populares en el viejo continente en mi época, durante la Peste Negra.

Me incliné para verlo más de cerca.

—¿Entonces esto qué es, un colgante que da buena suerte?

Marlowe sonrió.

—Algo así. La gente quería creer que hacía algo para protegerse a sí mismos y a sus familias.

—Ironías de la vida —murmuré. Mac asintió, pero Marlowe parecía confundido—. Esto lo usaron recientemente para matar a alguien —le expliqué.

Marlowe levantó las cejas. Era el primer gesto que le veía que no parecía artificial.

—¿La pitia ha sido asesinada?

Mac farfulló una de las palabrotas de Pritkin.

—¿Y cómo puedes saberlo si no has sido tú quien lo ha hecho? —preguntó acaloradamente.

Marlowe se encogió de hombros.

—¿De quién si no íbamos a estar hablando?

Marlowe le dio la vuelta al medallón entre sus manos y frunció el ceño.

—Alguien le ha hecho un corte y lo ha abierto.

—Fuimos nosotros —explicó Mac, quitándoselo de las manos—. ¡Tenía arsénico en su interior! —Esto último lo dijo como si esperase dejar al vampiro asombrado, pero lo cierto es que Marlowe no pareció quedarse demasiado desconcertado.

—Claro, por supuesto que sí. —Al ver mi expresión, fue algo más prolijo—. Droga en polvo, arsénico… a menudo se introducían todas estas sustancias en los medallones antes de soldarlos. Se creía que prevendrían la enfermedad y suponían un valor añadido para el medallón; y para su precio, por supuesto.

—¿Quieres decir que se suponía que debía haber veneno ahí dentro? —Volví la vista hacia Mac—. ¿Estás seguro de que la asesinaron?

—Cassie… —Su voz parecía querer avisarme de algo. Obviamente no quería discutir esto delante de Marlowe, pero yo no veía qué había de malo en ello. Si Marlowe había urdido el plan que condujo a la muerte de la pitia, ya sabía de qué iba todo aquello; si no, quizá podría ilustrarnos con alguna pista.

—Encontraron un medallón como este junto al cuerpo de la pitia —le expliqué a Marlowe—. ¿Pudieron usarlo de alguna manera para hacer que muriera?

Marlowe parecía pensativo.

—Cualquier cosa que entre en contacto con la piel puede suponer un peligro. La reina Isabel casi muere asesinada por el roce con un veneno que había en la perilla de su silla de montar. Y una vez yo maté a un católico impregnando las cuentas de su rosario en una solución que contenía arsénico —añadió despreocupadamente.

Marlowe me estaba dando asco, pero al menos parecía que había dado con el tipo adecuado.

—¿Y ese tipo de métodos tardaría mucho tiempo en matar a alguien?

—Una hora o así.

—No, pongamos seis meses.

Marlowe meneó la cabeza.

—Ni siquiera dando por supuesto que alguien hubiese metido su collar en una solución débil y que la pitia tuviese la costumbre de manosear el medallón, habría funcionado. El arsénico provoca enrojecimiento e hinchazón en la piel y con el paso del tiempo la pitia se habría dado cuenta. Por eso el envenenamiento gradual normalmente se hace a través de la comida. No tiene sabor ni olor y, en pequeñas dosis, sus síntomas son similares a los de una intoxicación alimenticia.

—A ella le preparaban una comida especial y siempre era examinada cuidadosamente antes de que la ingiriese —apuntó Mac—. Y lady Femonoe era extremadamente… cuidadosa con los venenos. Se podría decir incluso que era, bueno, no paranoica exactamente, pero…

—No es eso lo que yo he oído —irrumpió Marlowe alegremente. Según parecía, le gustaba el palique—. Se decía que se había vuelto extremadamente supersticiosa con la edad y que había estado comprando todo tipo de remedios de eficacia cuestionable. Un cuchillo del que se decía que se volvería verde si atravesaba comida que podía resultar tóxica, un antiguo vaso veneciano que se suponía que explotaría si lo llenaban con algún líquido venenoso, un cáliz con bezoar en el fondo…

—Quizá vio algo —apunté yo.

Agnes también había sido vidente, y muy poderosa. Me entraron escalofríos. ¡Qué horrible debía ser ver tu propia muerte y no ser capaz de hacer nada!

—Quizá —Marlowe volvía a sonreírme y no me gustaba—. Pero si es así, parece que le hizo poco bien. Lo cual más bien viene a probar lo que yo digo. Los magos no pueden hacer que estés más a salvo de lo que hicieron con tu predecesora. Nosotros seremos mucho más eficaces, te lo aseguro.

Mac le lanzó al vampiro una mirada poco amistosa.

—No le hagas caso, Cassie. Si no quieres hablar, no lo hagas. No puede obligarte estando yo delante.

—Tampoco estaría tan seguro de eso, mago. Conozco tu reputación, pero tu magia es inútil ahora mismo, mientras que mi fuerza permanece intacta. No es que ande pensando en obligar a Cassandra a hacer nada en contra de su voluntad. Simplemente creo que debe saber quién es el aliado que se acaba de encontrar y qué es lo que quiere.

—No te metas en nuestros asuntos —bufó Mac con voz siniestra.

—Ah, pero no son sólo tuyos, ¿verdad? —preguntó Marlowe—. Cassandra tiene derecho a saber con quién se está juntando —musitó, girándose hacia mí con aire inocente—. ¿O tú ya sabes que Pritkin es el jefe de los matones del Círculo?