Cualquier día que comience en el interior del bar de un casino repleto de demonios y diseñado para parecerse al infierno no tiene pinta de acabar bien. Aun así, lo único que pensé en ese momento fue que un burdel habría sido más divertido, sobre todo si el personal hubiese estado formado por un puñado de apuestos íncubos. Sin embargo, los amantes demoníacos se derrumbaron miserablemente sobre sus mesas, sujetándose la cabeza como si les fuese a estallar de dolor e ignorando completamente a sus acompañantes. Hasta Casanova, que se encontraba en el extremo opuesto al mío, no parecía muy feliz. Su pose era inconscientemente seductora, una cuestión de costumbre, supongo; pero su expresión no era tan agradable.
—¡Está bien, Cassie! —intervino con brusquedad, mientras uno de sus chicos empezaba a sollozar sin control—. ¡Dime qué es lo que quieres y déjalos en paz! ¡Tengo un negocio que vigilar!
Se refería a las tres viejas que estaban repantigadas en unos taburetes del bar. Le estaban poniendo al sátiro que servía las bebidas una cosa mustia, una cosa que raramente se ve en otros seres, pero que llamaba poderosamente la atención en alguien de su especie. Tampoco era como para sorprenderse: ninguna de ellas parecía tener menos de cien años y su atributo físico más destacable era una mata de cabello grasiento y enredado, gris de nacimiento, que desembocaba en una maraña de pelos que llegaba hasta el suelo. La noche anterior había intentado lavarle el pelo a Enio, cuyo nombre estrictamente significa «horror», pero el champú del hotel tampoco había ayudado a dejárselo mucho mejor. Me di por vencida después de encontrarle algo que parecía una rata medio descompuesta escondida entre un enredón debajo de su oreja izquierda.
Con todo, el pelo tenía la ventaja de distraer la atención de sus caras, lo que permitía que uno no se diese cuenta de manera inmediata de que solo tenían un ojo y un diente entre las tres. En ese momento, Enio estaba intentando recuperar el ojo de su hermana Dino («pavor») porque quería comprobar por sí misma lo aterrado que estaba el camarero. Mientras tanto, Penfredo («alarma») usaba el diente para abrir una bolsa de cacahuetes. Al final lo dejó por imposible y se metió en la boca la bolsa entera, envoltorio de celofán incluido, tras lo cual empezó a masticarlo tan contenta.
En cierta ocasión di por supuesto que las Grayas eran simples mitos ideados por griegos aburridos (y bastante peculiares) unos cuantos miles de años antes de la invención de la televisión. Sin embargo, según parece no era así. Recientemente había adquirido —vale, robado— unos cuantos enseres procedentes del Senado Vampiro, el organismo que controla las acciones de todos los vampiros norteamericanos, y me había estado preguntando qué serían. El primero que examiné, una pequeña esfera iridiscente metida en un estuche de madera negra, empezó a resplandecer en cuanto la cogí. Después, se produjo un fogonazo de luz.
Tenía invitadas.
No me podía imaginar por qué habían apresado a aquel trío, sobre todo en un lugar tan importante como el sanctasanctórum de una fortaleza vampira. Eran más pesadas que una vaca en brazos; pero no parecían especialmente peligrosas, excepto para la factura de mi servicio de habitaciones. Las había traído conmigo porque era o eso o dejarlas campar a sus anchas por mi habitación del hotel. Tenían mucha energía para ser tan mayores y a mí me había llevado ya mucho tiempo tenerlas entretenidas hasta ese momento.
Las había dejado sentadas delante de tres maquinitas expendedoras para que se entretuvieran mientras iba a hacer mi recado; pero no se habían quedado allí, por supuesto. Como si fueran tres bebés ancianos, su atención permanecía fija durante periodos de tiempo muy cortos. Por eso se metieron en el bar poco después de que yo lo hiciera, cargadas con un montón de recuerdos obtenidos sin duda con malas artes. Dino, que sujetaba un pequeño diablo rojo de peluche bajo el brazo, me dejó una bola de cristal antes de irse a la barra. Dentro había una figura de plástico que recreaba el casino, pero que, en lugar de envolverlo en nieve artificial, tenía unas llamas diminutas que chisporroteaban cuando agitabas la bola. En ese momento pensé que era muy típico de mi suerte acabar arrestada por robar algo tan hortera.
A pesar de las molestias que suponía hacer de canguro de las extrañas hermanas, la expresión que tenía Casanova en la cara al mirarlas me dio a entender que tenerlas allí iba a jugar a mi favor. Sonreí y observé cómo las llamas del infierno consumían el diminuto casino otra vez.
—Si no me ayudas, quizá las deje ahí sin más. Igual pueden usar un poco de maquillaje —espeté, sin molestarme en absoluto en resaltar lo malo que aquello podría resultar para el negocio.
Casanova hizo una mueca y se metió entre pecho y espalda lo que le quedaba de bebida, lo cual descubrió brevemente ante mis ojos un cuello fornido y bronceado que se escondía bajo el cuello ancho de su camisa. Técnicamente, desde luego, no era el Casanova histórico. Ser poseído por un íncubo tiende a incrementar el tiempo de vida mortal, pero no tanto. El clérigo italiano recordado por su éxito inigualable con las mujeres había muerto varios siglos atrás, pero lo que motivó su reputación seguía con vida. Y la verdad es que no podía haber quejas respecto de la última apariencia bajo la que se había encarnado. Me tenía que recordar a mí misma con regularidad que si estaba allí era para hacer negocios y que él ni siquiera lo estaba intentando.
—No me importan tus problemas —repuso con fiereza—. ¿Cuánto quieres por llevártelas de aquí?
—No es una cuestión de dinero. Ya sabes lo que quiero.
Yo intentaba discretamente colocarme los pantaloncitos cortos de satén de alguna manera que me permitiera estar más cómoda, pero creo que él se dio cuenta. Resulta difícil parecer intimidante enfundada en un traje de diablesa de lentejuelas rematado por una cola puntiaguda. El rojo demoníaco tampoco pegaba demasiado ni con mis rizos rubios rojizos ni con mi tez, la más blanca entre las blancas. Mi aspecto era más bien el de una muñeca barriguitas que intentaba parecer una chica dura, así que ni que decir tiene que a Casanova no le había impresionado en absoluto. El caso es que tuve que pensar en alguna manera de llegar hasta él sin que me pudieran reconocer, así que coger prestado un traje del vestuario de empleados me pareció una buena idea en aquel momento.
Casanova encendió un pequeño cigarrillo con un encendedor de oro cepillado.
—Si tienes ganas de morir, es cosa tuya; pero yo no voy a ponerme la soga al cuello cruzándome en el camino de Antonio. Ese hombre tiene unas ganas locas de vengarse, deberías saberlo.
Teniendo en cuenta que Tony, maestro vampiro y a la sazón mi antiguo tutor, estaba a la cabeza de la lista de gente que quería verme metida en una urna bien colocada encima de la repisa de su chimenea, no pude refutar lo que me estaba diciendo. Aun así, tenía que encontrar a Tony y a la persona que yo tanto sospechaba que estaría con él; de lo contrario la urna no haría falta para nada. Si no daba con ellos, no quedaría nada de mí como para montar un funeral. Y dado que Casanova fue en su día la mano derecha de Tony, fijo que sabía dónde se escondía ese astuto viejo cabrón.
—Creo que Myra está con él —apunté escuetamente.
Casanova no pidió más detalles. No era lo que se dice un secreto que Myra era la persona que más recientemente había intentado mandarme al otro barrio. No había sido nada personal, se podría decir que más bien se trataba de un intento por su parte de dar un salto profesional; pero la cosa cambió cuando le abrí un par de boquetes en el torso. Ahora ya sí que se podía dar por sentado que la cosa había llegado al terreno personal.
—Mis disculpas —murmuró Casanova—. Pero me temo que esto es lo único que puedo ofrecerte. Debes comprender que mi posición es en cierto modo… delicada.
Era una forma de verlo. Que Casanova hubiera ocupado un puesto tan importante en la organización criminal de Tony era algo inusual, cuanto menos. A los demonios, los vampiros los consideraban normalmente competencia no deseada; pero los íncubos no son exactamente lo más en la escala de poder demoníaca. De hecho, la mayoría del resto de demonios los consideran como una vergüenza. No obstante, Casanova tampoco era un íncubo al uso.
Hace siglos, Casanova se hospedó en el cuerpo de un atractivo catedrático español pensando que no hacía más que intercambiar un recipiente corporal viejo por una versión más nueva. No se dio cuenta hasta que la posesión ya estaba en curso de que lo que estaba haciendo era invadir a un bebé vampiro, demasiado joven como para saber cómo expulsarlo de allí. Antes de que el vampiro supiera a ciencia cierta qué estaba pasando, ya habían llegado a un acuerdo. Los siglos de práctica que tenía Casanova en el arte de la seducción ayudaron al vampiro a alimentarse fácilmente y, por otro lado, tener un cuerpo que no envejecería ni moriría era algo que a Casanova le venía estupendamente. Por eso, cuando Tony decidió organizar a los íncubos estadounidenses para que se pusieran a hacer dinero para él, Casanova se reveló como el candidato perfecto para poner en marcha el negocio.
Su balneario Sueños Decadentes está ubicado en un edificio descomunal adyacente al casino de Tony en Las Vegas, el Dante. Mientras los maridos despilfarran durante sus vacaciones las fortunas familiares en la ruleta, sus esposas desatendidas se consuelan con los extravagantes tratamientos de balneario que, junto con otras cosas, se ofrecen en la puerta de al lado. Tony se enriquece con estos ingresos, los íncubos consiguen más estímulos lujuriosos de los que jamás necesitarían y las mujeres salen de allí con un resplandor que les dura varios días. No en vano, es uno de los negocios menos reprensibles de Tony, si no fuera por que es extremadamente ilegal: al contrario de lo que algunos parecen creer, la prostitución no es algo a lo que el Departamento de Policía de Las Vegas haya dado su visto bueno. Sin embargo, nunca antes los vampiros habían tenido tanto cuidado con las leyes humanas.
—¿Cuánto podría caerte por promover la esclavitud en nuestros días? —pregunté maliciosamente—. Apuesto a que, si lo piensas, te parecerá que la soga te queda bastante bien.
Por primera vez, Casanova dejó de tener aquella mirada de superioridad. Dejó caer su cigarrillo y las cenizas aún calientes salpicaron su traje, dejando pequeñas marcas de quemazón en la seda antes de que pudiera quitárselas de encima.
—¡Nunca he tenido que ver con algo así!
Su reacción no me sorprendió. Al meterse en el muy rentable pero extremadamente peligroso negocio de la venta de usuarios de magia, Tony había estado infringiendo tanto las leyes humanas como las vampiras. El Círculo Plateado, el consejo de magos que intercede en la comunidad mágica del mismo modo que el Senado lo hace con los vampiros, se opone radicalmente a algo así y su tratado con los vampiros especifica claramente que tales actos quedan fuera de los límites de la legalidad. Ignorar el tratado supone arriesgarse a entrar en guerra y solo por eso el Senado ya habría sentenciado a Tony a morir bajo la estaca; pero el caso es que en aquel momento ya tenían muchas otras razones para querer verlo muerto.
—Te va a costar mucho convencer de eso al Senado si tu jefe intenta echarte el muerto a ti.
A juzgar por su expresión, a Casanova le dio la impresión de que aquello era muy posible. Él conocía a su jefe tan bien como yo.
—Pero si lo encuentro primero, Tony desaparecerá del mapa y tú estarás limpio. Si me ayudas, te estarás ayudando a ti mismo —añadí.
Esperaba que esa última frase funcionara, porque el interés propio era normalmente la mejor manera de conseguir que un vampiro cooperase; pero Casanova se recuperó rápidamente.
Con sus dedos firmes encendió otro cigarro.
—¿Por qué estás tan segura de que sé dónde está? Él no me lo cuenta todo. Ahora tiene a ese tal Alphonse para ayudarle.
Alphonse era la mano derecha de Tony, además de su guardaespaldas personal. No me arriesgo mucho si digo que era el vampiro más feo que he visto nunca y su personalidad no era mucho más atractiva que su cara. Sin embargo, le prefería a él antes que a su jefe, con mucho. A Alphonse yo no le gustaba, pero dudaba de que me fuese a dar caza si Tony no estuviese ahí para dar la orden.
—Tony tuvo que dejar a alguien al mando cuando desapareció. Apuesto a que tú eres esa persona y a que sabes dónde está.
Él se me quedó mirando entre una nube de humo durante un buen rato.
—Estoy temporalmente al mando —reconoció, finalmente—; pero solo en Las Vegas. Tú lo que quieres es contactar con la sede en Philly.
Meneé la cabeza con grandes aspavientos. Eso era precisamente lo que yo quería evitar a toda costa. Había demasiada gente en Filadelfia, la principal base de operaciones de Tony, que me recordaba cuanto menos con poco aprecio. Mucho menos que eso.
—Nanay. Es probable que me dieran algo, eso es cierto; pero no sería precisamente información.
Los labios de Casanova se movieron nerviosamente y la mirada divertida de esos ojos color güisqui se me antojó más atractiva que su habitual seducción provocativa. Tragué saliva y fingí indiferencia, lo que me granjeó una sonrisa de oreja a oreja. Pero no información.
—Tú sabes tan bien como yo que la familia no se toma bien la deslealtad —murmuró—. Lo cual es especialmente cierto para un híbrido demonio-vampiro al que muchos ven como un monstruo estrafalario. Y el haberme hecho temporalmente de esta costa no me ha hecho ganar muchos más admiradores. Hay demasiada gente esperando a que pise donde no debo y traicionar al jefe sería algo así.
No había venido preparada para tanta sinceridad, así que aquello me dejó confundida. Me quedé mirándole mientras una oleada de pavor comenzaba a revolotear en mi interior desde el estómago hasta la garganta. Me la guardé para mis adentros, no podía permitirme mostrar incertidumbre en ese momento. Si no conseguía encontrar alguna forma de que Casanova se abriese, muy pronto Myra me estaría haciendo lo mismo a mí… pero con un cuchillo.
Me apoyé en la mesa y jugué mi mejor baza.
—Puedo entender todo eso de la idea de venganza que tienen en la familia. Pero piénsalo bien. Si Tony acaba con una estaca clavada, bien por mío por el Senado, estarás en una posición perfecta para quedarte con algo. ¿No te gustaría ser tú el dueño de esta propiedad?
Casanova deslizó una mano entre su cabello castaño y largo hasta los hombros, que caía describiendo ondas perfectas sin que mediase en ello ningún artificio visible. Estaba vestido con un traje de seda cruda de un color marrón intenso que combinaba casi a la perfección con sus ojos. No era una experta en ropa de hombres, pero su corbata color azafrán parecía cara, lo mismo que su reloj de oro y los gemelos a juego. Casanova tenía unos gustos muy refinados y yo dudaba de que Tony le pagase de más; la generosidad no era uno de los rasgos característicos de su personalidad.
Casanova miró a su alrededor con nostalgia.
—Lo que no daría por redecorar esto… —musitó—. ¿Tienes idea de lo difícil que es conseguir clientes fuera de estos círculos?
Ya veía por dónde iba. El interior tenebroso tipo madriguera de opio y la cabeza de dragón de la barra, rematada por una columna de vaho que emanaba de las fosas nasales de aquel ente esculpido, no recreaban lo que se dice un ambiente romántico.
—Mis chicos tienen que trabajar el doble de lo que deberían. El mes pasado creé una gotera a posta para tener una excusa que me permitiera destrozar el vestíbulo; pero queda tanto por hacer ¡y ni siquiera he empezado con la entrada! ¡Si asusta a los posibles clientes antes siquiera de que hayan puesto un pie en la puerta!
—Entonces, ayúdame con esto.
Casanova meneó la cabeza con pesar, expeliendo una fina columna de humo con su suspiro.
—No es posible, chica*[1]. Si Tony se entera, será mi perdición. Tendría que encontrar un nuevo cuerpo después de que le clavara una estaca a este y en cierto modo le he cogido cariño al que ya tengo.
Parecía que Casanova no quería ponerlo en riesgo. Quedarse detrás de la barrera, esperando a ver quién ganaba, era la apuesta más práctica y la practicidad sí que es la característica definitoria de los vampiros. Por desgracia, yo no tenía esa opción.
El legado de una excéntrica vidente me había convertido recientemente en pitia, el título que reconoce a la vidente más poderosa del mundo. El regalo de Agnes puso en mis manos una cantidad ingente de poder que todo el mundo quiere o bien monopolizar o bien erradicar; pero el caso es que he sido yo la que se ha quedado con él por el momento, porque ella murió sin preocuparse demasiado por las consecuencias y, sobre todo, antes de que yo pudiera pensar en algún modo de devolverle todo este poder. Esperaba poder pasárselo a alguien, suponiendo que viviese lo suficiente como para hacerlo, pero por el camino me encontré con que Tony quería matarme, el Senado quería convertirme en su mascota y, ah, sí, también descubrí que había conseguido enfurecer a los magos. ¿Qué puedo decir? Me las llevo todas.
—Tony no va a ganarle la partida a seis senados —señalé con rotundidad—. Todos tienen acuerdos recíprocos: si uno de ellos está detrás de él, todos lo están. Antes o después, lo atraparán y él empezará a culpar a todo el mundo de lo ocurrido. Él va a acabar con una estaca clavada, fijo; pero te apuesto diez a uno a que, antes de que eso ocurra, te incriminará a ti y a muchos otros. Ayúdame y quizá pueda llegar hasta él antes que ellos.
Casanova me escrutaba mientras apagaba su cigarrillo en un cenicero lacado negro. Sus ojos oscuros recorrieron mi modelito y una ligera sonrisa brotó de sus labios.
—Corre el rumor de que ahora eres pitia —aseveró finalmente, rozando mi mano con el dorso de la suya, rematada con unos dedos largos—. ¿No puedes usar tu poder para resolver esto? A mi me vendría muy bien.
Tenía la sensación de que la parte de piel que él me estaba tocando estaba más caliente que de costumbre y la impresión acabó extendiéndose a todo el brazo.
—Yo podría ser un muy buen amigo, Cassandra —añadió.
Dicho eso, Casanova me levantó la mano y la giró para acabar deslizando ligeramente un dedo hasta la mitad de la palma de mi mano. Estaba a punto de hacer un comentario sarcástico sobre el poder que decían que tenía, pero entonces él inclinó la cabeza. Sus labios chocaron contra la línea que acababa de describir, un tacto sedoso pero que daba la impresión de haber dejado una marca y olvidé lo que iba a decir. Él me miró a través de sus oscuras pestañas y para mí fue como verle la cara a un extraño, uno de esos que tienen un rostro oscuro y hermoso, y una mirada hipnótica. Me acordé de que se decía que la única diferencia entre Don Juan y Casanova, los dos galanes más reputados del mundo, era que cuando Don Juan terminaba sus relaciones, las mujeres lo odiaban; mientras que, cuando lo hacía Casanova, las mujeres aún lo adoraban. Empezaba a comprender porqué.
Devolví mi mano a su sitio antes de que me entrara la tentación de arrastrarlo encima de la mesa.
—¡Para el carro!
Él pestañeó sorprendido y se volvió hacia mí. Esta vez, la sensación de calidez era más fuerte cuando nos tocábamos; me hacía estremecer con fogonazos de calor que danzaban por mi piel. Me pasó por la mente una fugaz imagen de sensuales noches españolas, la fragancia de jazmín y la piel cálida y dorada deslizándose contra la mía. Cerré los ojos, haciendo esfuerzos por tragar saliva, intentando rechazar aquellas sensaciones, pero parecía que lo único que estaba consiguiendo con aquello era que se convirtiera en algo más real. Alguien me empujaba contra un espeso colchón de plumas, casi enterrándome entre sus mullidos pliegues, hasta el punto de que, de hecho, podía sentir el tacto suave de las sábanas bajo mis manos. Un torrente de pelo sedoso se derramó en torno a mí y unas manos fuertes me rozaron a ambos lados, con un tacto provocador que apenas se notaba, pero que incendió de pasión mis venas.
Entonces, sin previo aviso, la sensación cambió, pasando de una calidez seductora a un calor abrasador. Por un momento, pensé que el tacto de Casanova me iba a acabar quemando de verdad, pero él me soltó la mano antes de que aquello se convirtiera en dolor real. Abrí los ojos y me di cuenta de que seguíamos sentados en el bar; las únicas señales de que algo había ocurrido eran mi cara sonrojada y mi pulso palpitante.
Casanova suspiró y se recostó en su sitio.
—Quienquiera que te lanzase el geis sabía lo que hacía —me dijo, haciendo señas para que nos trajeran otra copa—. Por curiosidad, ¿quién fue? Habría jurado que no había ninguna a quien no pudiese quebrar.
—No tengo ni la menor idea de qué me estás hablando.
Me froté la mano en la parte en la que parecía que había dejado marcados sus dedos debajo de mi piel y me quedé mirándolo. No me parecía bien su intento de distracción, yo no era ningún aperitivo de media tarde, ni tampoco me había gustado que acabara de un modo tan brusco.
—El geis. No sabía que nadie hubiese puesto una advertencia previa, si no yo no habría…
—¿Qué es un gesh? —pregunté yo.
Él me lo deletreó, pero aquello tampoco fue de gran ayuda. Un camarero nos trajo bebidas a los dos y yo le pegué un trago a la mía. La segunda copa me deprimió un poco más.
—No juegues conmigo, Cassie; ya sabes quién soy. ¿Qué creías, que no lo vería? —me preguntó impacientemente. Entonces algo en mi expresión le hizo abrir los ojos como platos—. Entonces es verdad que no lo sabes, ¿no?
Lo miré con resentimiento. Más complicaciones; justo lo que me hacía falta ahora mismo.
—O me lo explicas un poco o…
—Alguien, un poderoso usuario de magia o un maestro vampiro, te ha puesto una advertencia —explicó con paciencia, antes de corregir sus palabras—. No, no una advertencia. Más bien una inmensa señal de «No tocar» como de un kilómetro de alta.
Me quedé allí sentada, sintiendo que una nueva oleada de calor me invadía hasta el cuello. Recordé una voz culta y divertida que me decía que yo le pertenecía, que siempre había sido así y que siempre lo sería. Iba a matarlo.
—¿Qué significa eso exactamente?
—Un geis es un vínculo mágico, que normalmente implica un tabú o una prohibición respecto al comportamiento de alguien —explicó, aunque al ver mi confusión, siguió insistiendo—. ¿Recuerdas la historia de Melusina?
Un recuerdo de la infancia me vino a la memoria, pero era vago.
—Un cuento de hadas; francés, creo. Era una medio hada que se convirtió en un dragón, ¿verdad?
Casanova suspiró, meneando su cabeza, desesperado por mi ignorancia.
—Melusina era una mujer hermosa seis días a la semana, pero una maldición la hacía parecer medio serpiente el séptimo. Se casó con Raimundo de Lusignan después de que él aceptara un geis que le prohibía verla los sábados, a pesar de que ella se negó a contarle la razón. Juntos fueron felices durante muchos años hasta que uno de los primos de Raimundo le convenció de que el sábado era el día que ella pasaba con su amante, lo que le empujó a espiarla y descubrir la verdad. Aquello rompió el geis y eso provocó que Melusina se transformara en un dragón de manera permanente y perdiera a Raimundo, el amor de su vida.
—¿Me estás diciendo que esa historia pasó de verdad?
—No tengo ni idea. Lo importante es que es así como funciona un geis. —Su mano planeó sobre la mía, pero esta vez no intentó tocarme—. Éste es el más fuerte que he sentido jamás y lo llevas puesto ya desde hace algún tiempo. Está bien sujeto.
—Define «algún tiempo».
—Años —repuso él, concentrándose—. Al menos una década, quizá más. Y con una década no quiero decir diez años. En términos de encantamientos, una se mide como un porcentaje de tu vida. Tú tienes…, cuántos, ¿poco más de veinte?
—Mañana cumplo veinticuatro.
Casanova se encogió.
—Pues ahí lo tienes. Durante aproximadamente la mitad de tu vida, has pertenecido a alguien.
Un nuevo torrente de sangre me inundó la cara.
—Yo no le pertenezco a nadie —protesté escuetamente, pero a Casanova aquello no pareció impresionarle—. ¿Qué es lo que hace este geis, aparte de avisar a la gente para que se aleje?
Enseguida deseé no haber hecho esa pregunta.
—El dúthracht geis es una fuerte conexión mágica, una de las más fuertes. Durante la Edad Media, magos paranoicos casados con mujeres que no pertenecían al mundo de la magia lo emplearon como una variante del cinturón de castidad. También he oído que se usaba en matrimonios de conveniencia, para limar las reticencias iniciales que pudiera haber.
Casanova se concentró durante un momento antes de continuar.
—Hasta donde yo sé, permite que quienquiera que te lo haya lanzado conozca cuáles son tus emociones, las de verdad, no las que estés intentando proyectar, así que no puedes mentirle. También le da una ligera idea sobre dónde te encuentras exactamente, pero desde luego que sería capaz de estrechar el cerco hasta llegar al nivel de una ciudad, o incluso ir más allá.
Me vino a la cabeza el bastardo arrogante que, según todas mis sospechas, estaba detrás de esto; diciéndome que me había conseguido encontrar en una ocasión porque había recibido ayuda de la red de inteligencia del Senado. Quizá fuese así, pero parecía que había algo más detrás de aquello. Me preguntaba cuántas veces más me había contado solo parte de la verdad.
—Y por último, pero no menos importante —continuó Casanova—, eleva la atracción entre los dos, lo que provoca que cada encuentro sea más intenso. Al final, ya no desearás salir corriendo.
Me quedé fría.
—Entonces nada de lo que siento es real.
No me podía creer que hubiera caído tan bajo. Joder, él sabía de sobra cómo me sentaba que alterasen mis pensamientos o mis sentimientos. El bastardo en cuestión era Mircea, un vampiro de quinientos años cuyo mayor vínculo con la fama era ser el hermano mayor de Drácula. También fue el primero por el que perdí la cabeza. A mi no me importaba su apellido, ni que fuera un maestro de primer nivel y, a la par, miembro del Senado. Lo que había despertado más mi atención era la manera en la que esos ojos de un marrón intenso se estrechaban en los extremos cuando se reía, su pelo color caoba que caía sobre sus amplios hombros y aquella boca perversamente perfecta que era a la vez la más sensual que había visto nunca. Entre otros títulos, Mircea era también el vampiro al que Tony llamaba Maestro. Era algo que debería haberme hecho cuestionar la sinceridad de aquel hermoso rostro mucho antes.
—El dúthracht no crea emociones —me corrigió Casanova—. No es un hechizo de amor. Sólo puede fortalecer lo que ya está ahí. Y eso es precisamente lo que hace extraño que alguien lo haya usado en ti a qué edad, ¿once, doce?
Asentí con indecisión, pero la verdad es que a mí aquello no me parecía extraño. Mi madre había sido nombrada heredera del trono de la pitia antes de fugarse con mi padre. No obstante, el hecho de que la hubieran desheredado no afectaba para nada a mis opciones de sucederla, porque no es la vieja pitia la que elige a la nueva, es el poder mismo el que realiza la selección final. En todos los casos, salvo raras excepciones, el poder había elegido a la heredera designada, aquella a la que la pitia había preparado para sucederla. Pero Mircea se la había jugado a que yo sería una de las excepciones y no había escatimado esfuerzos para asegurarse de que seguiría siendo elegible cuando llegase el momento.
Por razones que yo no llegaba a comprender del todo, la heredera tenía que mantener su castidad hasta que comenzase el ritual del cambio y Mircea no había querido arriesgarse a que un calentón adolescente me hubiese apartado de la competición. Por eso me marcó poniéndome una advertencia encima. Cabrón.
—Dices que dispara las emociones —murmuré, pensando en la primera vez que me encontré con Mircea, ya como adulta—. ¿Te refieres sólo a mí?
Mircea no pareció carente de interés cuando lo vi por última vez, pero resultaba difícil saberlo a ciencia cierta. La mayoría de los vampiros son excelentes mentirosos, pero él es el número uno sin discusión; quizá porque es su trabajo. Es el jefe de la diplomacia del Senado, el tipo al que envían a las situaciones más comprometidas para que consiga lo que quieren mediante la persuasión, la seducción o el engaño. Es muy bueno en lo suyo.
—No, es una carretera de doble sentido y eso para la mayoría supone uno de los mayores inconvenientes del hechizo —explicó Casanova, inclinándose hacia adelante como si aparentemente le agradase ilustrarme—. Tómatelo como el amplificador de un aparato estéreo: cada encuentro sube un poquito la intensidad. Tiene que haber una base; pero, una vez que está en marcha, ya estáis metidos en una espiral de obsesión, lo queráis los dos o no.
Me di la vuelta para que no pudiese ver mi expresión, e intenté ignorar el nudo que se me había formado en el pecho y el dolor que me oprimía la garganta. No sabía por qué me sentía tan traicionada. No es que hubiese creído a Mircea por completo. Sabía que ningún maestro vampiro, sobre todo un miembro del Senado, podía pertenecer a la categoría de buen tipo. No podía haber logrado su puesto actual siendo menos que despiadado. Pero yo habría apostado a que no haría una cosa así. Tony, sí; hasta ahí llegaba, pero había creído estúpidamente que su jefe era diferente. Estúpida. ¿Quién me iba a decir que lo había entrenado?
Volví la vista hacia Casanova y vi que se había preocupado al no mostrar yo ningún tipo de expresión.
—Estás diciendo que esto es peligroso.
—Todo lo que es mágico es peligroso, chica* —me dijo cariñosamente—, si se dan las circunstancias adecuadas.
—¡No te andes por las ramas!
No necesitaba que tratase de evitar herir mis sentimientos, necesitaba respuestas. Algo que me ayudara a pensar en una manera de salir de todo esto.
—No me ando por las ramas —insistió.
Entonces una mujer soltó un grito estridente y la mirada de Casanova se trasladó hacia algún punto detrás de mí.
—¡Joder!
Miré por encima de mi hombro y encontré que mis tres compañeras de piso habían decidido empezar a jugar a los dardos, a pesar del hecho de que el bar no estaba equipado con una diana. Mientras yo estaba distraída, Dino se había situado en un extremo del bar y Penfredo en el otro, mientras que Enio estaba de pie delante soplando mondadientes contra el desdichado camarero. Antes de que pudiéramos realizar ningún movimiento, Enio lanzó otra andanada de pequeños proyectiles, lo que dejó al pobre sátiro con un aspecto de infeliz acerico. La mujer volvió a gritar al ver que un bosque de pequeños puntos rojos brotaba en el pecho del sátiro, mientras Casanova hacía gestos para que su acompañante se la llevase de allí. Al final salió al rescate de su empleado y yo lo seguí para rescatarle a él. Las chicas a veces me escuchan, cuando están de humor, aunque me da la impresión de que me consideran una aguafiestas.
Casanova le dio al tembloroso camarero un descanso más que merecido, mientras que yo apaciguaba a las chicas rebuscando unas cartas en mi bolso. Se trata de una baraja de tarot estándar que me regalaron por mi cumpleaños hace tiempo y que tiene un hechizo que hace que actúe como una especie de anillo kármico del humor. No es que sea muy específico, pero sus predicciones sobre el clima general que envuelve una situación tienden a ser inquietantemente certeras. No me gustó demasiado la carta que vi salir del mazo en cuanto lo toqué.
A pesar de la creencia erróneamente extendida, los amantes rara vez tienen algo que ver con encontrar a tu media naranja o siquiera pasar un buen rato. El dos de copas normalmente indica que hay un asunto amoroso de camino, pero la carta de los amantes es más compleja. Señala una elección inminente, una de esas que implican tentación y dolor. Y, como el dibujo de la carta de mi mazo (Adán y Eva expulsados del Edén), la decisión final tendrá consecuencias terribles para todo lo que venga después. Huelga decir que nunca ha sido una de mis cartas favoritas.
Mientras confiscaba los palillos restantes y les daba alas chicas su nuevo juguete, Casanova se las apañó para conseguir otro camarero. Finalmente, nos volvimos a reunir en nuestra mesa.
—Todo depende de tu punto de vista —expuso, retomando la conversación como si nada hubiera pasado. Supongo que, a lo largo de los siglos, había tenido que lidiar con cosas peores que unas abuelas aburridas.
—En sí mismo —continuó—, el geis es inofensivo. Pero lo cierto es que el de Melusina también lo era, siempre y cuando no se rompiera. Tu versión sólo provoca devoción hacia una persona. Si no hay nada que interfiera en esa relación, ambos viviréis felices en el futuro.
El hecho de que quizá yo no quisiese vivir, feliz o no, en un estado mental tergiversado mágicamente, obviamente, no importaba.
—¿Y si hay algo que interfiera?
Casanova parecía ligeramente incómodo.
—El amor es algo espléndido, como yo mismo sé bien. Pero tiene su lado desagradable, también. Si se percibe que alguien o algo puede suponer una amenaza para el vínculo, el geis actuará para eliminar esa amenaza.
Al ver mi impaciencia, precisó sus palabras.
—Pon que una persona, ajena al mundo mágico, obviamente, se interesa por ti —prosiguió—. Una persona normal no podría sentir el geis, así que la advertencia no sería atendida.
—¿Qué pasaría entonces?
—Depende. Si el vínculo fuera nuevo y los dos implicados no hubierais pasado mucho tiempo juntos, si el volumen, en otras palabras, fuera muy bajo, quizá no ocurriera nada. Pero cuanto más alto sea, la interferencia se considerará como una ofensa mayor. Finalmente, uno de vosotros, o incluso los dos, haríais algún movimiento para eliminar la amenaza.
—¿Eliminar? ¿Quieres decir matar? —Me quedé con la boca abierta. Mircea se le tenía que haber ido la olla.
—Probablemente no llegaría a ese punto —aseguró Casanova y, acto seguido, noté cómo mi estómago dejaba de estar tan encogido—. La mayoría de pretendientes saldrían corriendo bastante rápido en cuanto comenzaras a proferirles insultos, o en cuanto tu amante empezara a amenazarlos.
Estupendo, pensé, mientras mi estómago volvía a su encogimiento anterior. Podía volverme loca en cualquier momento, gracias a lo que Mircea entendía por seguridad.
—Pero ¿y si el que originó el geis quisiera que alguien me sedujera?
No era una pregunta baladí. Mircea había mandado a un vampiro llamado Tomas para que se hiciera amigo mío cuando la salud de la pitia empezó a resentirse. Lady Femonoe, la pitia que yo conocía como Agnes, se había dado cuenta de que se estaba muriendo y había empezado los ritos que liberarían el poder para que este acabase yendo hacia una sucesora.
Aquello habría dado pie a toda una nueva partida. Agnes podía dar comienzo al ritual ancestral, pero yo era la única que podía completarlo, perdiendo la virginidad que Mircea había guardado con tanto esmero. Él había escogido a Tomas para que cuidase de esa cosita suya y evitase así acabar cayendo en su propia trampa. Mircea había nacido antes de que la idea de que una mujer pudiera escoger a su pareja sexual estuviera de moda y Tomas era el siervo de otro maestro vampiro, así que de él se esperaba que obedeciese órdenes. Así pues, desde luego, a ninguno de los dos se nos consultó nada de esto.
Tomas era uno de esos vampiros raros capaces de mimetizar la condición humana de una manera tan perfecta que llegamos a vivir como compañeros de piso durante seis meses sin que me enterase de lo que era. Llegamos a estar cerca el uno del otro, si bien no tanto como Mircea hubiera deseado. Me mostraba reacia a involucrar a nadie en mi vida loca, así que pensé que si mantenía a Tomas a una cierta distancia, en realidad lo estaría protegiendo. Sin embargo, lo único que conseguí de ese modo fue obligar a que el propio Mircea tuviese que personarse en el ritual.
Al final, resultó que nos interrumpieron antes de la traca final, algo por lo que me sentí muy agradecida una vez que mi mente consiguió despejarse un poquito. Si hubiera completado el ritual, ahora estaría atrapada en el puesto de pitia el resto de mi vida, un periodo que sin duda sería extremadamente breve teniendo en cuenta que tal posición me situaba en el punto de mira de tanta gente. Tampoco es que mi esperanza de vida en ese momento fuera demasiado grande, eso también es verdad.
—Quien originó el geis puede suspenderlo para una persona en concreto —confirmó Casanova—. He oído que ha habido casos en los que los tutores los usaban con ciertas herederas para asegurarse de que mantenían la castidad hasta que se seleccionaba a la pareja adecuada para ellas. Se suponía que el carácter devoto del hechizo garantizaría que iban a aceptar tranquilamente a quienquiera que resultase escogido.
La expresión que se dibujó en el rostro de Casanova en ese momento no me gustó un pelo.
—¿Qué pasó?
Casanova empezó a rebuscar torpemente hasta que sacó un cigarrillo de una delgada pitillera de oro. Teniendo en cuenta lo elegantes que solían ser sus movimientos, me dio la impresión de que no me iba a gustar su respuesta.
—El geis dejó de estar de moda porque solía salir mal —explicó mientras encendía el cigarrillo—. A veces funcionaba, pero había casos en los que las chicas acababan suicidándose para no casarse con otro que no fuera su tutor.
Al ver mi gesto de terror, Casanova se apresuró en continuar con la explicación.
—Es un hechizo que cuesta mucho lanzar de manera adecuada, Cassie. La devoción puede significar tantas cosas… El geis se diseña para asegurar lealtad, pero ¿cuántas emociones humanas conoces que tengan solo una cara? La lealtad se convierte fácilmente en admiración; piénsalo, ¿por qué crees que sería leal a alguien que no es, en cierto modo, admirable? La admiración pasa a ser atracción, la atracción se dispara hasta el amor y el amor normalmente conduce a un deseo de poseer a quien se ama. ¿Me sigues?
—Sí.
Según parecía, mi cuerpo iba unos pasos por delante de mi cerebro, porque se me había puesto la piel de gallina en los brazos.
—El sentimiento de posesión comúnmente desarrolla un carácter de exclusividad: esta persona debe pertenecerme a mí y a nadie más. Estamos hechos el uno para el otro… ese tipo de cosas.
Casanova agitó la mano, lo que provocó que el humo de su cigarrillo fuese dando tumbos hacia el techo. Yo también me sentía un poco como el humo.
Mi cerebro se tambaleaba, intentando encontrarle el sentido a todo aquel lío y mis emociones estaban completamente confusas.
—Lo cual conduce a la codicia —prosiguió Casanova—, que a su vez se puede convertir en desesperación o en odio en caso de rechazo. Incluso cuando el hechizo se pronuncia de manera adecuada, a menudo causa problemas; la cantidad y el tipo dependen de las personalidades de aquellos unidos por el vínculo. Y como es tan complejo, es fácil que acabe saliendo mal. La mayoría de los magos ya no se atreverían ni siquiera a intentarlo. Tu admirador es o un poderoso mago o conoce a alguien que lo es.
—Puede permitirse lo mejor —apunte yo, distraída.
Tuvo que parecerle la solución perfecta: me dejaba con Tony, supuestamente uno de sus leales siervos y me ponía bajo el geis para que nadie me tocara hasta que él comprobase si el poder iba a ir hacia mí. Era un gran plan, siempre y cuando mis sentimientos no importaran para nada. Y, por supuesto, así había sido. Los maestros vampiros tienden a tratar a sus siervos como piezas de un tablero de ajedrez, moviéndolas sin preocuparse por las pequeñas cosas, como la voluntad de la pieza.
—No puede haber sido Antonio —meditaba Casanova, mirándome con aire especulativo—. Tú estuviste en su corte durante años antes de escaparte. El hechizo nunca te habría permitido abandonarlo y tú tampoco lo habrías intentado.
Le hice una mueca de disgusto. Solo pensar en la idea de estar embobada por Tony me ponía enferma.
—¿No se puede quitar?
—La persona que lo originó sí puede, ciertamente.
—No, sin él.
Casanova meneó la cabeza.
—Yo no podría y soy muy bueno, chica* —Me miró, arqueando las cejas—. Desde luego me sería de ayuda saber algo más sobre la persona de la que estamos hablando. Quizá alguno de mis contactos…
Yo no quería contárselo. Tony era su jefe inmediato, pero Mircea era el maestro de Tony. Por tanto, debía hacer todo lo que Tony estuviera obligado a hacer y debía fidelidad a todo aquel a quien Tony se la debiese. Normalmente había que hacer una serie de maniobras antes de que un maestro de alto rango pudiese hacerse con alguna posesión de un siervo, al menos si ese subordinado había alcanzado el tercer nivel de maestría, y Tony lo había hecho. Sin embargo, dado que Tony había desafiado abiertamente tanto a Mircea como al Senado, todo lo que poseía había pasado a ser controlado por su maestro. Esa era la manera larga de decir que Mircea era el maestro de Casanova. Tampoco parecía que el íncubo fuera a desafiarlo, pero obviamente no me iba a ayudar si no obtenía más información.
Solté un suspiro. No me gustaba verme entre la espada y la pared, pero ¿a quién le iba a preguntar si no?
—Mircea —reconocí tras comprobar que nadie nos escuchaba.
Casanova se puso blanco por un momento, después pegó un salto como si alguien le hubiese dado un pisotón.
—¡Tenías que habérmelo dicho antes, Cassie! —susurró alarmado—. ¡No tenía previsto en mi agenda de hoy que me despellejaran vivo!
—¡Siéntate! —musité irritada—. Dime cómo me puedo liberar de esa cosa.
—No puedes. Atiende, chica* —me dijo todo serio—. Vete a casa del buen maestro vampiro, implora perdón por cualquier contratiempo que le hayas podido causar y haz lo que te diga. Te aseguro que no vas a querer tenerlo de uñas contigo.
—A Mircea ya lo he visto enfadado —repliqué yo.
Era verdad, aunque hasta el momento nunca había sido conmigo. Le di una patadita a la silla de Casanova con mi pie.
—Siéntate —insistí—. La gente está empezando a quedarse mirando.
—Sí, la verdad es que sí —asintió Casanova— y esa es la razón por la que ahora mismo me voy a ir derecho a mi despacho, voy a coger el teléfono y voy a llamar al gran jefe. Si no quieres que te encuentre, te sugiero que emplees este tiempo para correr a toda pastilla. No quiero decir tampoco que eso te vaya a venir muy bien.
—¡Le tienes miedo!
—Espera que piense —ironizó—. ¡Sí! Y tú también deberías tenérselo.
Me quedé mirándolo confundida. El vampiro que yo conocía no era alguien con quien se pudiese jugar, pero tampoco le había visto nunca hacer nada que pudiera explicar por qué un demonio de tanta edad tenía los pies temblando en sus zapatos de marca.
—Hablamos de Mircea, ¿verdad?
Casanova echó un vistazo a su alrededor, después se deslizó hacia el asiento que estaba al lado del mío, con un gesto que casi parecía cómicamente solemne.
—Escúchame, niña, y presta atención, porque no voy a repetirte esto. Mircea es el manipulador más grande que he conocido jamás. Si es el jefe negociador del Senado es por algo: siempre consigue lo que quiere. Mi consejo: no le cabrees y quizá él no sea demasiado duro contigo.
Lo agarré por la corbata para impedir que saliese corriendo hacia el teléfono y le acerqué la cara hasta la mía. Normalmente no soy una mujer violenta, he visto demasiada cuando era niña como para desear reproducirla en forma alguna, pero en ese momento estaba demasiado furiosa como para preocuparme por esas cosas.
—¿Has acabado? Pues ahora escúchame a mí. Lo sé todo sobre manipulación. Todos los días de mi vida ha habido alguien moviéndome los hilos. ¡Si ni siquiera todo este rollo de la pitia ha sido idea mía! Pero ¿sabes qué?, que algunas cosas han cambiado con esto, ¿no? No pertenezco a Mircea, da igual lo que él piense. No pertenezco a nadie. Y cualquiera que intente jugar conmigo de ahora en adelante se va enterar de que puedo ser un enemigo muy poco deseable. ¿Te enteras?
Casanova fingió que se asfixiaba y lo solté. Se cayó de nuevo sobre su silla, con un gesto que parecía más divertido que asustado.
—Si eres tan poderosa, ¿por qué necesitas mi ayuda? —preguntó maliciosamente—. ¿Por qué no eliminas tú misma el geis y descargas tu ira sobre Antonio mientras?
—Las cosas no funcionan exactamente así —respondí secamente—. ¿Y qué coño te parece tan gracioso?
La sonrisa que Casanova había estado intentando contener sin éxito, acabó rompiendo en su cara.
—Me estaba acordando de un chiste —murmuró con una risa ahogada—. Tendrías que ser un íncubo para comprenderlo.
—Cuéntame la versión rápida.
Casanova parecía cortado. La expresión debería haber parecido extraña en su rostro, plagado de rasgos fuertes, pero al final acabó soltándolo.
—Anticipación, podría decirse. Es como esperar ansiosamente el próximo combate por el título de los pesos pesados. En una esquina —prosiguió, poniendo voz de veterano comentarista de boxeo— tenemos al señor Mircea, cero derrotas en quinientos años de tejemanejes políticos y sociales. Y en la otra, su oponente, la aparentemente dulce Cassandra, recién ascendida al trono de la pitia.
La sonrisa de Casanova casi se convirtió en carcajada antes de poder seguir.
—Tienes que comprenderlo, Cassie. Para un íncubo, habría pocas cosas mejores que esta. Si no quisiese proteger tanto a este cuerpo, me estaría pegando por un asiento junto al cuadrilátero.
—No haces más que parlotear —le recriminé disgustada—. ¡Cuéntame algo que pueda utilizar!
—¿Por qué no me cuentas tú algo a mí, para variar? —repuso él—. Concretamente, ¿qué crees que vas a hacer si encuentras a Tony? Lleva muchos años en danza. No será fácil matarlo. ¿Por qué no te relajas y dejas que Mircea se encargue? Acabará encontrándolo antes o después, y entonces tú y yo seremos…
—¡Mircea no puede apañárselas con Myra! —vociferé, sin creerme que Casanova todavía no fuese capaz de entenderlo—. Quizá pueda protegerme aquí y ahora, pero no es el presente lo que me preocupa.
Myra había sido la heredera de Agnes hasta que se rodeó de muy malas compañías y fue desheredada. No obstante, su caída no provocó que perdiese sus aptitudes, lo que significa que podía ir hacia atrás en el tiempo y atacarme mucho antes de que yo supiera siquiera quién era. Podría incluso matar a uno de mis padres para asegurarse de que no naciera. Y, joder, Mircea no podría hacer nada para evitarlo.
—Pero si Antonio la está protegiendo, ¿cómo esperas que…?
—Tengo unas cuantas sorpresas para Tony. Lo que necesito de ti…
—Tiene pinta de que me va a costar caro. No creerás…
Casanova se detuvo al ver mi expresión.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Me puse de pie de un salto, con ligeros problemas para mantener el equilibrio sobre los tacones y miré por encima de su hombro para ver quién estaba asomándose por la entrada del bar.
Mi mago más denostado se abalanzaba por el vestíbulo a una velocidad infernal. Parecía como si le hubieran cortado ese pelo rubio a machetazos y sus ojos color verde glacial denotaban enfado. No es que fuese inusual: nunca le había visto sonreír y normalmente bastaba con que no tuviese intención de matarme para que yo diese el día por bueno. Teniendo en cuenta que llevaba su habitual abrigo de piel que le llegaba hasta la altura de la rodilla, el mismo que estaba repleto de armas ocultas, no parecía que hoy fuese a ser uno de esos días.