(INSPECTOR FREDERICK G. ABBERLINE)
Permanecí en mi apartamento de Whitehall hasta la tarde, cuando sonó el timbre de mi puerta. Abrí confiando en que se tratase del sargento Carnahan, pero no fue así. En el umbral, dos hombres de negro me evaluaban con su inquisidora mirada.
—¿Inspector Frederick Abberline? —asentí con la cabeza—. Acompáñenos, por favor.
Me puse mi gabardina, pero no me llevé el revólver. Procurando parecer lo más firme posible, me dejé llevar en un coche hasta la casa de Sir Charles Warren.
Me resigné a mi destino. Por lo visto, habían querido silenciarme para siempre.
En el amplio salón de la casa, el jefe James Monro bebía de un vaso un fuerte licor, mientras Robert Anderson fumaba, nervioso, en un sillón. Sir Howard Livesey también estaba allí, al igual que mi anfitrión, Sir Charles Warren, que, para variar, fumaba uno de sus apestosos cigarros de tabaco hindú.
—Buenos días, inspector —saludó el anfitrión—. Veo que ya ha regresado de su oportuno viaje.
—Vaya al grano, Sir Charles —contesté bruscamente—. Si quieren matarme o drogarme hasta que me vuelva loco, háganlo ya, pero déjese de discursos retóricos.
—No, no, inspector —dijo Livesey—. Nuestro objetivo es otro… —sonrió con ironía—. Queremos pactar con usted.
—¿Cómo dice? —pregunté sorprendido.
—Lo ha oído bien, inspector. Hemos decidido proponerle un trato —afirmó Monro.
—¿Qué clase de trato?
—Uno ventajoso para todos —Livesey intervino de nuevo—. Sepa usted que no ignoramos dónde se esconde la señorita Marvin.
Aquello me heló la sangre, e hizo que un largo escalofrío me recorriera la espalda.
Sir Charles Warren presentó la propuesta.
—Pues bien, el trato es el siguiente… —carraspeó un poco y continuó—. Usted se calla, cierra la boca y se olvida de todo este asunto… Y la señorita Marvin vive… Así de fácil.
—¿Me están chantajeando? —pregunté alterado.
—Técnicamente sí… ¿Qué decide?
Respiré hondo antes de dar una contestación adecuada.
—¿Y la locura del príncipe? ¿El tratamiento ha acabado?
—Sí, gracias a dios —repuso Livesey con voz queda—. El príncipe está recluido en un club privado acorde con sus… nuevas preferencias y no asesinará a nadie más… Parece ser que el tratamiento de Gull ha dado resultado.
—¿Y Gull? ¿Qué será de él? —quise saber.
—Gull nos ha traicionado al contarle a usted toda la verdad. La hermandad se encargará de juzgarle y aplicarle el castigo necesario —afirmó Sir Charles, sonriendo—. Por desgracia, no podemos aplicarle un tratamiento igual al príncipe.
—Son ustedes unos cabrones. Le dejarán libre. Libre de toda culpa. Y condenarán a un pobre enfermo mental que ustedes mismos arrastraron a todo esto… Son escoria —acusé, asqueado de aquella gente.
—Sí, claro que sí… —afirmó Livesey—. Pero usted no puede hacer nada por evitarlo, inspector.
—Cierre la boca para siempre y ella no sufrirá las consecuencias —me avisó Sir Charles, frunciendo el ceño.
Tras escuchar esta amenaza, me dispuse a marcharme, pero me detuve en la puerta. Algo se me había ocurrido.
—Monro… —dije. El aludido me miró. Después añadí—. Quiero el traslado.
—¿Adonde? —inquirió el jefe de Policía.
—Al lugar donde él esté escondido. Quiero vigilarle. Quiero evitar que mate a más personas inocentes —insistí con firmeza—. Les juro que no le haré daño —concluí.
—Si le toca usted lo más mínimo, o si leo en los diarios algo sobre él o la orden, Abberline, lo pagará usted caro —repuso Sir Charles.
—Solo quiero vigilarle.
—Está bien. Será usted trasladado a Cleveland Street, con el inspector jefe Donald Swanson como superior. Se encargará de tener vigilado al príncipe, que está escondido en un burdel de maricones —expresó Sir Charles con su brusquedad habitual.
—¿Y el culpable? —inquirí, arqueando mucho las cejas—. ¿Qué haré si me preguntan por él? ¿Desea usted, Monro, que la gente siga riéndose de la Policía a causa de nuestra manifiesta incompetencia? —seguí insistiendo.
—Déles el nombre que quiera, pero jamás el de Gull o el del príncipe —respondió Monro.
—La noche del 31 de diciembre apareció el cadáver de un abogado feminista del que usted ha oído hablar, podrido en el Támesis. Su nombre es John Montague Druitt —dijo Warren—. ¿Tal vez él fuera el Destripador? O él, o Ostrog, o ese tal Kominsky… ¿Quién sabe? —sugirió cínicamente.
Me di la vuelta y salí de la habitación sin despedirme de aquellos canallas con tanto lustre. Desde el pasillo, oí como Sir Charles me gritaba:
—¡El juicio de Gull tendrá lugar el 11 de enero, en Piccadilly Circus! ¡Dé su nombre en la taberna y le dejarán pasar!
Salí de la casa y pedí un coche de alquiler que me llevó hasta Whitehall.