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(INSPECTOR FREDERICK G. ABBERLINE)

Supongo que el hecho de ser Nochevieja y de que los borrachos, las furcias, los cohetes baratos y un sinfín de ruidos molestos y estridentes centraban la atención beneficiaron nuestra peliaguda misión. Era, sin duda, el mejor día del año para hacer ruido…

Habíamos dejado a Alice en casa del doctor Phillips, bajo el cuidado de su mujer. Por supuesto, Swanson, el sargento y también el propio doctor habían insistido en venir con nosotros, propuesta que amablemente habíamos rechazado debido a lo arriesgado del asunto. No quería involucrar a mis amigos en esto.

La sombra de la gigantesca Christ Church se cernía ante nosotros con su campanario puntiagudo, como una fantasmagórica aguja apuntando al cielo nocturno y nublado de la capital del Imperio británico.

Christ Church era la casa de dios más extraña que yo había visto en mi vida. La verdad es que llevaba muchos años pasando delante de ella una y otra vez, pero fue en ese momento, bajo la luz de los cohetes que festejaban el próximo año 1889 y los relámpagos de una tormenta cercana, cuando el vasto monumento religioso se me antojaba formidable y amenazador.

Cuatro enormes columnas cerraban el paso que abrían unas altas escaleras de piedra, las cuales desembocaban junto a la base de aquellas. Detrás había tres portones sumidos en la sombra proyectada por las columnas.

Todo esto lo pude ver desde el otro lado de la plaza donde estaba situado el templo, pues, ante la proximidad de algunos merodeadores que pretendían ser mendigos, Grey había insistido en que nos escondiésemos y allí estábamos, detrás de un carro aparcado cerca de un edificio derruido, con Grey cargado con el pesado rifle de dos cañones, con el Winchester 44 de doce tiros al hombro, y la escopeta recortada debajo de la gabardina. Llevaba encima todo el armamento pesado.

Consulté el reloj del campanario de la iglesia; faltaban quince minutos para el fin de año. En ese momento y para sobresalto mío, las campanas de Christ Church comenzaron a repicar y llenaron de estridente sonido toda la plaza.

De repente, los hombres de la plaza corrieron hacia un extremo del templo, donde un individuo forcejeaba con otros dos. Puede ver metálicos destellos en las manos de aquellos tipos. Ya no había duda. Seguridad Interior estaba allí, al igual que el príncipe y Natalie.

—Ahora es el momento —susurró Grey.

—No —Carter le agarró por el hombro a tiempo—. Mire.

El agente especial señaló hacia la escalera de la iglesia. El brillo metálico de dos armas de fuego nos indicó que había dos guardias que no se habían movido de su puesto.

—¡Joder! —maldijo Grey—. ¿Cómo entraremos?

Le tapé la boca con una mano y le insté a internarnos en la oscuridad de un callejón cercano al ver que los hombres de la plaza trasladaban a un varón anciano hasta nuestra posición. El hombre profería quejas contra los tipos que lo habían capturado.

—¡En nombre de dios, suéltenme! ¡Soy un religioso y exijo un respeto! —gritó el supuesto hombre de dios.

En efecto lo era, ya que en la siniestra sombra de nuestro callejón pude descubrir las vestiduras sacerdotales de aquel varón.

—¡Váyase! Esta noche su iglesia es nuestra —le dijo uno de los hombres armados.

—¡Acudiré a la Policía! —amenazó el sacerdote.

Los hombres se rieron, mientras volvían a sus puestos de vigilancia.

—¡Canallas! —insultó el cura.

Entonces vi mi oportunidad de entrar en la iglesia. Salí del callejón, tapé la boca del sacerdote y lo introduje entre las sombras de la pequeña calle. El hombre se debatió impotente.

—Tranquilícese, padre —le hablé, sin apartar mi mano de su boca—. Somos de la Policía.

El sacerdote se calmó y me hizo señas con una mano libre para que le quitase la mano de la boca.

—¿Para qué diablos le ha cogido, inspector? —quiso saber Grey, intrigado.

Ignoré la pregunta.

—Señor, necesitamos su ayuda —le susurré casi al oído—. Debemos entrar en la iglesia… Pero no nos pueden ver… Si no lo hacemos, una muchacha inocente morirá.

—¿En terreno sagrado? —inquirió el sacerdote, incrédulo.

—Sí —repuse lacónico.

—No se atreverán… —afirmó él.

—Mucho me temo que sí —intervino Carter.

El sacerdote nos miró evaluándonos. Al final, recordando el trato irrespetuoso que había sufrido de manos de aquellos rufianes de la plaza, el hombre asintió en silencio con una leve inclinación de su calva cabeza.

—De acuerdo, síganme —dijo por fin, confiado.

Así lo hicimos. Seguimos al buen sacerdote por angostas callejuelas desiertas, hasta el otro lado de Christ Church.

El religioso se acercó a un callejón sin salida, ocupado solo por unos cubos de desperdicios y un hediondo borracho que dormitaba y al que, aunque nos hubiésemos puesto a gritar, no podríamos haber despertado en su lamentable estado etílico. El hombre apartó los cubos de basura y observó el suelo.

—Les aseguro que poca gente conoce este pasadizo secreto… —lo señaló. Después pidió la ayuda de Carter y Grey, y los tres intentaron levantar una losa del suelo. Cuando lo hicieron y la nube de polvo surgida del interior del túnel se hubo disipado, pude ver unas escaleras que descendían entre la oscuridad de un pasadizo—. En 1760, algunas de las tropas que refrenaron las revueltas de tejedores se atrincheraron en Christ Church y obligaron al sacerdote que la dirigía a revelarles el secreto de este pasadizo… Aunque no todos lograron escapar —añadió en tono muy lúgubre.

Miré el interior del húmedo pasadizo. El hombre volvió a dar más explicaciones sobre los dramáticos tiempos pretéritos:

—En realidad, Christ Church siempre ha sido escenario de sangrientos acontecimientos. Fue erigida en un hospital de apestados, fue testigo de los asesinatos de 1811, de ese asesino apodado El monstruo.

Gull tenía razón. Recordé entonces las palabras del doctor de la Casa Real: «Observen la arquitectura de la Historia. Cada cierto período de tiempo ocurre un hecho histórico trascendental cuyas características se repiten tras un determinado intervalo de tiempo».

Todo parecía tener sentido, pero me negué a creerlo. No podía admitir los desvaríos de Sir William Whithey Gull.

La voz del sacerdote me sacó de la profundidad de mis pensamientos:

—¿Quieren que avise a los agentes que patrullan la zona? —se ofreció.

—No serviría de nada. Gracias por todo, padre —dijo Carter—. Váyase de aquí y escóndase… Esto es peligroso.

El sacerdote se despidió deseándonos suerte y se marchó calle abajo, dejándonos solos. Grey impulsó la losa hacia la boca del pasadizo. Me introduje en él, seguido de Carter y el viejo sicario que, empleando toda su fuerza, corrió la losa, tapó el agujero y nos sumió en la más completa oscuridad.

Una cegadora luz iluminó el pasadizo y me dejó ciego unos instantes. Cuando pude ver, observé que Grey mantenía en alto una cerilla e iluminaba un angosto y largo corredor excavado en la piedra.

—Tengamos las armas a mano —nos previno el agente especial.

Saqué mi revólver y lo amartillé. Carter hizo lo mismo con el suyo de cañón largo, no sin antes girar el barrilete de las balas, y ajustar el martillo con un chasquido. Grey se colgó el rifle de dos cañones al hombro y, a su vez, amartilló el Winchester 44 de palanca o Lever Action.

Proseguíamos con cuidado, gastando en ese empeño toda la provisión de cerillas de Grey. A medida que avanzábamos, los tañidos de la campana se oían cada vez más fuertes e incluso llegaban a traspasar las paredes del pasadizo. De repente, el sombrío túnel se cortó en unas angostas escaleras de caracol y un pequeño portón de madera al fondo.

—Estas escaleras deben de dar a la parte de arriba de la iglesia… —susurró Carter—. Grey, desde allí verá usted mejor toda la nave. El inspector y yo nos cubriremos tras los bancos y dispararemos desde allí.

Nathan Grey asintió.

—Que tengan suerte —nos deseó con voz hueca.

Acto seguido, el viejo luchador subió a grandes y sorprendentes zancadas por la escalera. Carter y yo nos pegamos al portón para impulsarnos hacia él y así poder abrirlo. Unas escaleras subían ante nosotros. Se veía claridad en lo alto. Al cerrar la puerta, descubrí que su parte visible estaba llena de piedras incrustadas, por lo que esta quedaba perfectamente camuflada en el muro de piedra.

—Debe de ser la nave principal —dijo Carter en voz muy baja—. Mucho cuidado ahora —me advirtió, dándome con suavidad en un codo.

Oíamos voces al otro lado. Agachados, Carter y yo subimos las escaleras y ascendimos a la nave principal. Después nos parapetamos tras una columna y observamos el interior del templo.

El altar aparecía rodeado de velas y en él, Natalie, vestida con un camisón blanco y atada con unas cuerdas, dormitaba bajo la vigilancia de Ichabod Crow. Al lado del cuerpo de la chica había un estuche abierto, el cual contenía unos instrumentos metálicos que, desde la distancia, no pude reconocer.

Varios tipos de negro se encontraban en la primera fila de los bancos. Todos estaban pendientes de lo que un sujeto vestido con una túnica negra hacía, agachado en el suelo. A la luz de un relámpago, que atravesó una vidriera multicolor, pude ver que el desconocido escribía algo en el suelo con una brocha impregnada de un espeso líquido rojo. Más tarde, observé también que aquel tétrico sujeto había dibujado una estrella de cinco puntas en el suelo, con sangre que podía ser humana…

Crow se agachó junto al hombre. Gracias a la magnífica resonancia de la iglesia, pude oír perfectamente lo que le comunicó con gran respeto:

—Señor, faltan solo tres minutos para las doce en punto.

El hombre se levantó entonces y le entregó a su servidor la brocha y el tarro de sangre. Pude ver por fin su rostro. Era de ojos claros, tez pálida y un bigote muy cuidado. El rostro del príncipe se me antojó diabólico y es que así era a todas luces. Albert Victor Christian Edward, duque de Clarence y Avondale, segundo en la línea de sucesión al trono de Reino Unido, reflejaba un rictus de demencia incontrolable.

—Observa, Crow —dijo el nieto de la reina Victoria I, señalando a Natalie—, su magnífico rostro, sereno, tranquilo… Ella no sabe lo que voy a conseguir gracias a su ayuda. ¡El siglo XX, Crow! Voy a abrir las puertas del siglo XX —añadió triunfante, pero con un deje histérico en la voz.

—El láudano no tardará en perder sus efectos, señor —anunció el siniestro ayudante de aquel demente.

El príncipe ignoró la advertencia.

—Cinco, Crow, el número masónico, el perfecto. Primero, Polly Nicholls; segundo, Annie Chapman; tercero, Elizabeth Stride; cuarto, Catherine Eddows; y quinto, Mary Kelly. La puerta está liberada de sus cerrojos. El pentáculo brilla en sus hojas de madera nueva. Una más, Crow, solo una más… Un haz de sangre joven, manando a presión por una aorta cortada, será la llave que abrirá las puertas al siglo XX —un rayo resonó en la iglesia y, al instante, se dejó oír afuera el repiquetear de la lluvia contra el techo de madera del templo.

—La hora está cerca, mi señor —avisó Ichabod Crow.

—Que marquen los segundos hasta las doce con el glorioso sonido de las campanas —ordenó el príncipe a los hombres que ocupaban los bancos de la primera fila. Dos de ellos se levantaron y se introdujeron en la sacristía.

Al poco rato, las campanas comenzaron a resonar con fuerza.

Campanada.

El príncipe sacó un largo bisturí del estuche, que reconocí…

Campanada.

Era el bisturí de Liston.

Campanada.

Alzó los brazos al cielo y miró al techo. Su voz sonó diáfana, solemne.

—¡Gran Arquitecto de los cielos y la historia! —campanada—. ¡Gran Jah-Bul-On! —campanada—. ¡Grandes maestros y mentores! —campanada—. ¡Acoged a mi maestro, a mi fiel guardián y a vuestro humilde servidor en vuestro seno! —esta vez, un relámpago acompañó a la séptima campanada—. ¡Abrid las puertas del nuevo siglo!

Dos campanadas más. Había sacado mi revólver y recuerdo que mi mano temblaba como una hoja de papel al viento. Carter me agarró con firmeza del hombro. Su mano también temblaba y tenía motivos para ellos. Íbamos a disparar a un príncipe de Inglaterra, hijo del príncipe de Gales, segundo en la línea sucesoria, primer nieto de la reina Victoria I…

Otras dos campanadas; solo quedaba la última, la de las doce.

Albert Victor Christian Edward levantó el brazo derecho, dispuesto a asestar un golpe mortal y cortar el cuello de Natalie con el letal cuchillo.

Entonces pude observar como Crow se ponía rígido, miraba a la parte de arriba de la iglesia —en los balcones—, sacaba su revólver, empujaba a su señor tras el altar de piedra y lo tiraba al suelo. ¡Mierda!, el siniestro cochero había descubierto a Grey.

Un disparo certero se estrelló contra el crucifijo de madera que dominaba el altar y la nave, justo donde la cabeza del príncipe había estado segundos antes. Los hombres del banco sacaron primero sus armas al unísono y buscaron a Grey entre la oscuridad de los balcones.

Otro disparo perforó la cabeza de uno de los agentes de Seguridad Interior. Para entonces, estos ya habían descubierto al experimentado sicario. En ese momento, Carter y yo salimos de detrás de las columnas y abrimos fuego contra los tipos de los bancos.

El eco de la nave principal nos devolvió los estampidos amplificados, lo que me hizo daño en los tímpanos. Algunas velas cayeron al suelo, de modo que la nave se cubrió de penumbra. En el ínterin, descubrí con horror que se oían voces al otro lado de los portones de la iglesia. Los guardias de la plaza se aproximaban raudos.

La puerta no quedaba lejos de mi posición. Por eso le grité a Carter.

—¡Cúbrame!

El agente especial desvió la atención de los cuatro hombres que iban hacia él y Grey, quien disparaba desde el balcón con su Winchester 44.

Corrí agachado entre los bancos y llegué a la puerta justo antes de que esta se abriera; me abalancé sobre ella e impedí la entrada de los hombres de fuera. Varios disparos me alertaron de que los agentes de Seguridad Interior habían descubierto mi plan para dejar a sus compañeros fuera. Me parapeté tras el arco del portón central —el único abierto— y las balas chocaron contra este, liberando esquirlas de piedra en sus impactos. Alguien aporreaba con furia la puerta al otro lado. Busqué frenético algo para cerrar la puerta y por fin descubrí un enorme cerrojo de madera. Empleé todas mis fuerzas para encajarlo en unos remaches de hierro oxidados. Cerré la puerta y me lancé tras un banco, justo a tiempo para no recibir unos balazos de los agentes de Seguridad Interior.

Carter acabó con dos hombres con seis precisas salvas de su revólver. He de decir, en honor a la verdad, que lo único que hice yo en aquella revuelta fue estorbar. Mi entrenamiento policial me había enseñado que mostrar los revólveres era suficiente para amedrentar a más de un criminal, al igual que los disparos al aire. Pero aquellos tipos que tenía enfrente no se asustaban con mis disparos sin tino. Además, mi mala puntería se agudizaba con la escasa luz y los rápidos movimientos de mis tenaces adversarios.

Arriba, pude ver como Grey se precipitaba escaleras abajo, pues se había quedado sin municiones en sus rifles. El viejo sicario había desenfundado su escopeta recortada y se introdujo en el pasadizo para, segundos después, reaparecer junto a nosotros, tras la columna, sujetando sus dos rifles vacíos con una mano, mientras disparaba a bocajarro con la recortada. Su aspecto era temible. Frío pero furioso y enérgico a la vez. Ese era Grey…

Disparó dos salvas con su escopeta, la abrió e introdujo dos cartuchos nuevos con endiablada rapidez. Seguro que se había enfrentado a situaciones más comprometidas en África.

—¡Así no duraremos mucho! —gritó el agente especial, cubriéndose tras dos disparos cerca de su cara.

—¿Cuántos quedan? —quiso saber Nathan.

—Cinco, creo… —respondió Carter.

Grey apartó violentamente al agente especial y vació el contenido de su recortada en el pecho de otro agente. Mi otro compañero de lucha logró impactar dos balas en el torso de otro hombre y se metió rápido tras la columna. Vació el barrilete del arma corta de vainas vacías e introdujo seis balas nuevas. La amartilló y abrió fuego enseguida. Yo tiré unas cuantas salvas más, pero, al sentir como un proyectil me rozaba la mejilla, me cubrí tras la columna.

Grey volvió a hacer fuego y acabó con otro hombre. Disparó el segundo cartucho de la recortada en la cabeza de un agente y se la voló; sus sesos se esparcieron grotescamente. Aquello era una lucha sin cuartel. No había prisioneros…

Del último agente de Seguridad Interior se encargó Carter. No quedaban más tipos.

Nos acercamos con cuidado al altar. De repente, Crow salió de detrás de este, disparando de forma frenética. Una bala rozó el costado del sicario y lo tiró al suelo. Carter hizo que Crow volviera a cubrirse detrás del altar. Arrastré a Grey tras un banco y vi como su herida sangraba.

—No es nada —murmuró.

Oímos un grito agudo de mujer. Natalie había despertado. Grey y yo nos asomamos a tiempo de ver como el príncipe tiraba a Natalie del pelo y la obligaba a introducirse en la sacristía. El loco egregio cerró la puerta con un chasquido. Dos disparos de Crow que dieron en el banco hicieron que Grey y yo nos cubriésemos.

Desde el otro banco, Carter me susurró:

—Déjenmelo a mí… Salven a la chica.

—Yo no puedo moverme —reconoció Nathan—. Vaya usted, Abberline… Desde aquí, ayudaré a Carter.

Nathan Grey se incorporó con dificultad y abrió fuego con su escopeta recortada.

Miré la puerta de la sacristía. Estaba justo detrás de Ichabod Crow.

Como respondiendo a mis pensamientos, el agente especial rodó sobre sí mismo en el suelo y disparó a Crow desde un lado, obligando al ciego servidor del príncipe a salir de su protección en el altar, hasta una de las columnas de la derecha. Allí le esperaba Grey, que disparó a bocajarro con su escopeta. Pero aquel hijo de puta esquivó el tiro con un felino movimiento e hirió a la vez a Grey en el hombro. El viejo sicario cayó hacia atrás y se apoyó en una pared, jadeando. Intentó disparar a Crow con la recortada, pero un chasquido le indicó que estaba vacía. Su enemigo le apuntó con el revólver a la cabeza, pero entonces dos secos tiros de Carter se estrellaron contra la pared, justo encima de la cabeza de Crow. De este modo, no tenía más remedio que cubrirse tras los bancos.

Grey se arrastró hasta llegar detrás de una pila de agua bendita y descansó allí. Desde mi posición puede observar que jadeaba y perdía mucha sangre. Pero todavía no estaba acabado. Desde donde estaba él, vio que Carter buscaba en sus bolsillos balas para su revólver descargado. Parecía no tener más… El sicario desenfundó su propio revólver y lo amartilló.

—¡Carter! —gritó. Cuando el agente especial se volvió, Grey le lanzó su revólver, que cogió hábilmente en el aire y disparó de inmediato contra Crow.

Grey observó el lugar donde se hallaba Ichabod Crow. Se encontraba tras una columna, a varias yardas delante de él. Desde allí podía darle. Solo requería de un arma y un cartucho… Pero era un tiro complicado. Ansioso, rebuscó entre la ropa y descubrió al fin un único cartucho olvidado en el bolsillo izquierdo. A pocas yardas de él, estaba su rifle pesado de dos cañones. Únicamente necesitaba tener buena puntería. Nathan Grey se arrastró hacia el rifle.

En cuanto a mí, repté como un lagarto hasta la puerta de la sacristía, procurando que Crow no decidiera olvidarse de Carter y dispararme a mí, y por fin llegué. Empuñé mi revólver y le pegué una violenta patada a la puerta. Las viejas bisagras y la oxidada cerradura saltaron por los aires y pude entrar en tromba en la habitación. Enseguida dos disparos me advirtieron de que Crow me había descubierto, por lo que me abalancé sobre la puerta y la cerré, ayudándome de una mesa que había en la sacristía, a la derecha. Al fondo de la sala descubrí unas escaleras de madera que conducían al piso superior y, probablemente, al campanario.

Ascendí con cuidado para no hacer crujir los escalones a mi paso, acercándome cada vez más al ruido de la tormenta. Pasé por la abertura que llevaba a los balcones y conseguí oír el ruido de los disparos de Crow y Carter. Seguí subiendo hasta tropezarme con una tenue claridad. Asomé la cabeza y pude ver el campanario.

Se trataba de una superficie cuadrada de madera y de piedra, que acababa en un tejado en punta, del que pendían dos campanas sujetadas por una viga en horizontal y un eje. Por las aberturas abovedadas se colaban la lluvia y el viento.

Natalie estaba en el medio de la sala protegida por un filtro de tela, mientras el príncipe le administraba unas gotas de un líquido marrón en la boca. Lo hacía de forma que ella solo aspirase el vapor del láudano, pues enseguida supe que se trataba de esta droga. El príncipe susurró palabras al cielo, alzando el bisturí de Liston. Lo levantó por encima del cuello de Natalie y se preparó para cercenárselo de un letal tajo.

Entonces salí de mi escondite empuñando resuelto el revólver y le disparé en la pierna. El príncipe cayó al suelo profiriendo un agudo grito de dolor. Me acerqué a Natalie y pude comprobar que se encontraba bien. En un extremo el demente sollozaba, agarrándose su pierna herida. Me aproximé a él y le apunté a la cabeza.

—¿Es usted… el inspector… Abberline? —farfulló miedoso.

—Lo soy —dije lacónico.

El príncipe temblaba.

—¿Ha venido a detenerme? —preguntó temeroso, ante lo que resultaba obvio.

Asentí en silencio con la cabeza.

—Usted no… lo entiende. Soy el elegido… Debo abrir las puertas del siglo XX —el príncipe tartamudeaba.

—Lo único que yo sé es que usted está enfermo —afirmé con voz queda.

Como única respuesta, el nieto de la reina comenzó a llorar.

—Sí… —admitió luego—. Estoy enfermo… muy enfermo, inspector… —sollozó—. Pero es culpa de otros… No es culpa mía.

—¿De qué está hablando? —inquirí intrigado.

—Ellos la mataron… Mataron a Annie… —balbuceó.

¿De qué diablos estaba hablando este maldito demente?

Aprovechando mi momentánea distracción, el príncipe empuñó su bisturí de Liston y se abalanzó contra mí. Disparé, pero la bala fue a estrellarse contra el techo del campanario. El, poseído de una energía increíble, me agarró por el cuello de la camisa y me apoyó el temible bisturí en el cuello.

—¡Uno más! —gritó triunfal. Su rostro se había desencajado y le daba el aspecto de un loco furioso—. ¡Solo uno más! —bramó.

No podía alcanzar mi revólver. Iba a morir degollado como un perro callejero.

Entonces el príncipe sufrió un extraño ataque. Se apartó de mí y gritó asustado, señalando algo que había en la pared. Miré hacia allí, pero solo pude apreciar la fría superficie de piedra. No obstante, él gemía y retrocedía atemorizado.

—¡Dios santo! ¡No, por favor! —exclamó. Me puse en pie y cogí mi revólver del suelo. Le encañoné. Seguía con sus alucinaciones—. ¡Mírelas, por dios! ¡Ahí están! ¡Vienen a por mí! ¡Ayúdeme! —sus gritos resultaban desgarradores.

—¿Quiénes vienen? —pregunté, guardando ahora una prudente distancia de seguridad, ya que desconfiaba de aquel loco.

—Ellas —respondió el príncipe, bajando mucho la voz y mirándome seriamente—. Todas ellas, inspector… Quieren matarme… como yo hice con ellas.

Un escalofrío recorrió mi espalda al mirar la pared vacía.

Carter rodaba por el suelo evitando los disparos de Crow, que hacía lo mismo para tener una buena línea de tiro a fin de alcanzar al agente especial.

Ambos se encontraron cara a cara, apuntándose con sus revólveres. Carter abrió fuego, pero un chasquido en el barrilete le anunció que se había quedado sin balas. Entonces empuñó su bastón, que había tenido firmemente agarrado.

Ichabod Crow sonrió y disparó contra Carter, pero de su arma únicamente salió un chasquido que, al igual que al agente, le valió para adivinar que estaba vacía.

El agente especial empuñó su bastón con ambas manos y tiró de la parte de madera. Esa parte se desprendió, de modo que en las manos de Carter quedó el cabezal y un filo largo y metálico.

—Un bastón-estoque es un arma ridícula —dijo Crow.

El agente de Seguridad Interior sacó del interior de su gabardina un largo y afilado machete Bowie de comando, con el que acometió contra Carter. Este esquivó la acometida y lanzó un golpe horizontal hacia el costado de Crow, que lo paró con su Bowie. Se sucedieron varios ataques más entre los dos hombres, todas con la misma fiereza y fuerza que las primeras.

Carter atacó a Crow, intentando ensartarle con el estoque, pero este se agachó y movió el machete hacia arriba, rajando el torso de su contrario. El agente especial cayó al suelo con el pecho sangrando. El estoque se desprendió de sus manos.

Crow se agachó y apoyó el Bowie en el cuello de Carter, para degollarlo como un cerdo. De repente, su sexto sentido de militar se activó y se dio la vuelta al oír unos gritos que procedían de la sacristía. Cuando lo hizo, pudo ver como Grey el viejo sicario, miraba hacia arriba, en el piso superior.

El también dirigió la mirada en la misma dirección y pudo observar como el inspector Abberline, apoyado en uno de los balcones del piso superior, gritaba:

—¡Grey deténgale! ¡Dispárele!

Su señor salió de la sacristía, cojeando hacia la puerta.

El príncipe estaba acurrucado en un rincón, acosado por las imágenes espectrales de las mujeres que él mismo había asesinado, pero que solo él veía.

Me agaché junto a Natalie y la zarandeé para que reaccionara. Ella, amodorrada aún por el láudano, tardó en abrir los ojos.

—¡Fred! —exclamó dichosa. Me abrazó.

—Tranquila, ya estás a salvo… Vámonos de aquí —dije yo.

Unos pasos rápidos me alertaron de que el príncipe se había levantado. Cojeó hacia la salida del campanario y, una vez allí, con ojos llorosos y una mirada de perturbado, nos observó.

—Algún día, la gente volverá la vista atrás y dirá que conmigo nació el siglo XX —afirmó.

Disparé, pero mi bala se estrelló contra la pared. Para entonces, el príncipe había salido del campanario. Corrí tras él por las escaleras, justo a tiempo de ver que cerraba la puerta por la que se accedía a la sacristía desde el campanario, de modo que me quedé encerrado en las escaleras.

Me dirigí rápidamente hacia arriba con Natalie detrás de mí y me metí en los balcones. Pude ver como el príncipe abandonaba la sacristía cojeando. Intenté dispararle, pero mi revólver estaba descargado.

Opté por gritar.

—¡Grey, deténgalo! ¡Dispárele!

El viejo sicario se puso en pie con dificultad y se echó el rifle a la cara. Apuntó con cuidado al príncipe, que corría por la nave principal y abría el cerrojo del portón central. Grey acarició el gatillo y finalmente disparó.

Justo en ese momento, sintió un dolor agudo en el costado que le hizo fallar el tiro y darle al nieto mayor de la reina en el hombro. Grey se giró y vio a Crow a su lado, hundiéndole el cuchillo Bowie en el costado y haciéndolo girar. La sangre del veterano asesino manó a borbotones.

A mi lado, Natalie sollozó y gritó de dolor mientras Grey se desplomaba.

—¡Nathan! —exclamó aterrada.

Corrí fuera de los balcones y bajé presuroso las escaleras. Le pegué una tremenda patada a la puerta, haciéndome daño en el tobillo, y fui directamente a la sacristía. Abrí la puerta y observé como el príncipe hacía lo propio con el portón central de la iglesia.

Nathan Grey se desplomó en seco contra el suelo. En ese mismo instante, un filo delgado y brillante atravesó a Ichabod Crow y le salió limpiamente por detrás. El cochero del loco egregio se palpó la tremenda herida de su torso, tiñéndose la palma de la mano de sangre, mientras que alguien le obligaba a darse la vuelta. Carter estaba en pie, detrás de él, con el estoque manchado de sangre. Fue en ese preciso momento cuando el agente hizo lo que nadie le había visto ni le vería hacer jamás a partir de ese día, mostrar emoción en su cara tatuada. Era un sentimiento de furia.

—Hijo de puta —le insultó, a la vez que, con un rápido movimiento, le rebanaba el cuello a Crow, que cayó al suelo y lo manchó con la sangre que manaba de su cuello cortado.

El agente especial se agachó junto a Grey. Le miró las heridas y examinó la palidez de su rostro. El viejo sicario no viviría mucho…

Natalie se agachó junto a Carter y sollozó, a la vez que cogía una mano de Nathan y se la ponía entre las suyas.

Corrí tras el príncipe y salí fuera de la iglesia entre la lluvia y la oscuridad, para ver con espanto como los hombres de la plaza lo introducían en un coche de caballos negros, que partía a toda velocidad calle arriba. Se me había vuelto a escapar.

Volví junto a mis compañeros en la iglesia y pude observar que Carter y Natalie estaban agachados junto a un Grey que daba sus últimos suspiros. El viejo sicario cogió a Natalie de las manos.

—Todo es culpa mía… Lo siento… Tu vida…, culpa mía. Sus muertes…, culpa mía —susurró.

—No, Nathan, por dios. No es culpa tuya —contestó Natalie con un hilo de voz.

—Siempre te he querido… y siempre te querré, hija mía. Ten cuidado —dijo Grey, acariciando la mejilla de Natalie.

Y fue entonces, cogiendo la mano de la que había sido su hija adoptiva y siendo contemplado por el crucifijo del Señor, cuando Nathan Grey exhaló su última bocanada de aire. Sus manos quedaron inertes y su cuerpo, frío y pálido.

El gran asesino del Imperio británico, el hombre que había eludido todas las leyes y a todos los perseguidores que aquel le había enviado, había muerto por fin.

Saqué todo el dinero de mi cuenta bancaria, al igual que Carter, y escoltamos a Natalie, a la pequeña Alice y al cadáver de Nathan hasta Irlanda. Compramos una casa en un solitario cabo llamado Erris e instalamos a Natalie y a la niña allí.

En el pueblo cercano, enterramos a Grey en un tranquilo cementerio cercano al mar, donde Natalie iba todas las mañanas a visitarle. Cuando Carter y yo nos aseguramos de que ella y la niña iban a estar bien, les dejamos una módica cantidad de dinero y le prometimos que le enviaríamos más.

Carter y yo abandonamos Irlanda muy a mi pesar y dejamos a ambas allí.

Me despedí del agente especial en Dover, donde sospecho que cogió un barco con destino a algún país oriental. Y yo, por mi parte, regresé a Londres. Necesitaba trabajar para enviarle dinero a Natalie y solo había un sitio donde podía encontrarlo…